Valentina Verbal

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Asamblea Constituyente: preguntas sin responder, Valentina Verbal 3 noviembre, 2015

Estando desde hace un buen tiempo muy interesada en el debate sobre Asamblea Constituyente (AC), y no obstante haberme leído casi todo lo que se ha escrito en Chile en torno al tema, pienso que este mecanismo genera más preguntas que respuestas. O, más bien, preguntas que, después de haber sido formuladas, no son capaces de producir respuestas satisfactorias.

Se sostiene que una AC respondería al ideal de democracia participativa, que superaría —o, al menos, perfeccionaría— el de la representativa. Pero ¿acaso todos los modelos de AC propuestos no contemplan una cantidad limitada de delegados constituyentes, generalmente 200? ¿Por qué entonces la AC se califica como “participativa”, si por esta cualidad la teoría política entiende más bien otros mecanismos directos, como consultas no vinculantes, diálogos ciudadanos, plebiscitos, etc.?

Se afirma que sería un mecanismo más idóneo para legitimar un nuevo orden constitucional, porque no estaría integrada por los “incumbentes”, es decir, por parlamentarios  interesados en hacerse un traje a la medida. Sin embargo, ¿qué garantiza que los partidos —que esos mismos incumbentes— no influirán en las listas de candidatos y en el contenido de fondo, debatido y aprobado durante el funcionamiento de la AC?

Se dice que una Constitución tiene por objeto “distribuir poder en la sociedad” en el sentido de garantizar derechos sociales. Si esto realmente fuera así, ¿no son los dirigentes de las organizaciones de la sociedad civil, directamente interesados en introducir algún derecho o norma constitucional, también incumbentes en el caso de participar en su creación?

Se dice, asimismo, que la AC es el único mecanismo capaz de resolver la crisis de confianza que actualmente afecta a la clase política, especialmente a partir de los escándalos sobre relaciones irregulares entre dinero y política. Pero no se explica de qué manera este procedimiento ayudaría, efectivamente, a superar el “tejado de vidrio” —en los términos de Mario Waissbluth— en que se encuentra sumida buena parte de la clase dirigente del Chile actual.

Se insiste que la función de legislar es distinta a la de hacer una nueva Constitución. ¿Es tan diferente? ¿Acaso la Constitución no es la norma suprema del sistema jurídico debajo de la cual deben ordenarse —de manera coherente— las otras normas, como leyes, decretos, reglamentos, circulares, etc.? Y si ambas funciones son tan distintas, ¿por qué las constituciones, incluso derivadas de asambleas constituyentes, dejan un amplio espacio de creación constitucional a los poderes constituidos, Gobierno y Congreso?

Se agrega que es necesario que participe directamente el pueblo para evitar una nueva ilegitimidad de origen. Pero, además de que resulta utópico pensar en los 17 millones de chilenos haciendo una Constitución, ¿por qué se parte de la base que la legitimidad implica esencialmente la participación directa en una asamblea y no un consenso fundamental sobre las reglas del juego político? ¿Acaso no fue la misma ex Concertación la que legitimó la Carta del 80 durante los 20 años de su estancia en el Gobierno, en particular con la reforma de 2005?

También se suele sostener que la AC mejoraría la calidad de nuestra democracia, pero, al igual que con la crisis de confianza, nada demuestra que esto será necesariamente así. David Altman (en el libro colectivo La solución constitucional), siendo absolutamente partidario de una nueva Constitución, señala que no hay evidencia empírica del resultado indicado. Y añade que es ingenuo pensar que “la AC le abrirá las puertas a Doña Juanita o al almacenero de la esquina”.

Por último, si la actual democracia representativa es tan ineficiente para resolver el problema constitucional y la crisis de confianza que actualmente vive el país, ¿por qué, derechamente, no cerramos el Congreso bajo los mismos argumentos que se esgrimen a favor de una AC? En otras palabras, si es mucho más democrático y efectivo un sistema que limite la acción de los partidos en favor de la ciudadanía, ¿por qué no se establecen mecanismos de esta índole de un modo permanente? Se dirá, nuevamente, que no es lo mismo legislar qué hacer una Constitución. Y yo vuelvo a preguntar, ¿cuál es la gran diferencia?

Resumiendo todo lo dicho, confieso que nadie ha sido todavía capaz de convencerme de los supuestos atributos de la AC. Seguramente necesito de unos meses de intensa educación cívica. Pero ¿cuándo? ¿Dónde? ¿Con qué contenidos? En marzo les cuento cómo me fue.

La política como fuerza de choque, Valentina Verbal 30 septiembre, 2022

Luego de la Parada Militar del 19 de septiembre pasado, el Presidente Gabriel Boric señaló que dicho evento había representado “la subordinación de los militares a la sociedad civil (sic)”. Unos pocos días antes, el 15 de septiembre, el Presidente se negó a recibir las cartas credenciales del embajador de Israel debido a la muerte de un joven palestino en dicho país. Y más recientemente, con ocasión de su visita a los Estados Unidos, llamó a la potencia del norte a reflexionar sobre su negativo rol en la mejora de la democracia en el mundo.

Los tres hechos anteriores -que, además, se dieron en un periodo muy corto de tiempo- reflejarían, se ha dicho, una tendencia del Presidente a dejarse llevar por una suerte de “pasión juvenil” que lo alejaría de su calidad de jefe de Estado, ya que más bien estaría actuando como un dirigente estudiantil. Sin embargo, y más allá de que esta consideración pueda ser cierta, son pocos los analistas que reparan en la concepción de la democracia que tiene el Presidente o, en términos más generales, el Frente Amplio, la coalición política a la cual él pertenece.

Pues bien, una de las características principales del Frente Amplio es la adhesión a la llamada “democracia radical”, que supondría -al decir de Chantal Mouffe, una de sus principales teóricas- una superación de la democracia liberal. Y para hacerlo, sostiene Mouffe, es necesario “retornar” a la política entendida, en clave schmittiana, como una “relación amigo-enemigo”. En otras palabras, la democracia radical se basa fundamentalmente en la consideración de la política como conflicto más que como concordia.

Dice Mouffe en su libro El retorno de lo político: “El objetivo de una política democrática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo”. Y agrega que el pluralismo no supone -como así lo haría el liberalismo- una valoración de la diversidad, sino más bien la creación agonística de un “nosotros” que se opone a un “ellos”.

De ahí que las identidades particulares (indígenas, mujeres, ecologistas, etc.) han de entenderse como arietes en la confrontación de los dispositivos de la democracia liberal, como la igualdad ante la ley y la preeminencia de los partidos políticos. Estos dispositivos apuntarían al universalismo y a la formación de consensos entre las fuerzas políticas mayoritarias. En cambio, la “revolución democrática” -el tránsito desde la democracia liberal a la democracia radical- permitiría volver a la política entendida como conflicto.

Lo anterior, por otra parte, permite entender que los ideólogos principales del Frente Amplio tiendan a mirar la democracia como un juego de suma cero, aunque eso signifique la estrechísima victoria de 51 % de los votos en contra del 49 % restante. Por lo mismo, esta visión entiende la Constitución como una carta de triunfo de un sector ideológico en contra de otro; y la idea de una “casa de todos” no sería más que una artimaña del adversario para, casi por secretaría, triunfar en contra del proyecto propio.

Pero es importante poner sobre la mesa el hecho de que la visión de la democracia como conflicto, o como un juego de suma cero, no se encuentra solo presente en la extrema izquierda, representada por el Frente Amplio, sino también en la extrema derecha, representada por el Partido Republicano. Aunque los dirigentes de este partido no validen la violencia política, como efectivamente lo han hecho sus pares del Frente Amplio, sí tienden a mirar la política como una relación amigo-enemigo. Por ejemplo, la constante referencia a los adversarios políticos, incluyendo a la derecha de Chile Vamos, como “enemigos de Occidente” o como “aliados del globalismo” da cuenta de una visión eminentemente agonística de la política, alimentada a veces, además, por teorías conspirativas.

Lo mismo puede decirse por su crítica a las negociaciones en materia constitucional. Para esa derecha, la formación de un centro político, en el que colaboren tanto la centroderecha como la centroizquierda, ambas partidarias de la democracia liberal, no sería sino una expresión de “entreguismo”. La “derecha cobarde”, por el hecho de tender puentes con Amarillos por Chile, no estaría haciendo otra cosa que traicionando los principios de una supuesta “derecha verdadera”. Todo esto expresa, al decir de Giovanni Sartori, una visión de la política como “fuerza de choque”.

Frente a todo lo anterior, lo que deberían la centroderecha y la centroizquierda, que quieren que Chile retorne a la senda de la democracia liberal, es apuntar al aislamiento de los extremos de ambos lados del espectro político. La centroderecha debe alejarse lo más posible del Partido Republicano y evitar apoyarlo en lo sucesivo. Y aunque hoy no resulta plausible aislar al Frente Amplio, puesto que es gobierno, la centroizquierda -especialmente aquella que votó a favor del Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre pasado- debe evitar, en el futuro, hacer alianzas con el Frente Amplio y, obviamente, con el Partido Comunista. Como tantos (buenos) teóricos de la democracia han destacado, un antídoto clave en contra de la fragilidad de las democracias es el aislamiento de las fuerzas políticas antidemocráticas. Y ya es hora de tomar conciencia de la necesidad imperiosa de hacerlo. (La Tercera)

Valentina Verbal

Trayectoria Política

Bibliografia

¿Qué es la paridad de género? 24 julio 2022

Paula Escobar dice, en una columna de opinión, no encontrar en los compromisos constitucionales de Chile Vamos el concepto de paridad de género. Considera que la referencia a la “igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres” resulta insuficiente frente a lo consagrado en la propuesta constitucional. Pareciera que Escobar cree (i) que el concepto de paridad de género necesariamente se reduce al modelo dispuesto en la propuesta constitucional, y (ii) que la paridad establecida en dicha propuesta constituye una suerte de “avance civilizatorio”, sobre el que existiría un consenso generalizado en el mundo.

Con el objeto de problematizar lo que considero una versión reduccionista y vulgarizada de la paridad de género, en esta oportunidad responderé a la pregunta sobre lo que significa este concepto, dejando para una próxima entrega el intenso debate que —para sorpresa seguramente de Paula Escobar— la paridad de candidaturas o de escaños ha suscitado, tanto en la teoría feminista como constitucional.

Es necesario aclarar que, a diferencia de la mayoría de los países del mundo, el modelo propuesto por la Convención Constitucional (CC) no es el de paridad (o cuotas) de candidaturas, sino de escaños reservados. Además de ello, establece un mínimo (pero no máximo) de escaños de 50 % para las mujeres (ver el artículo 6 inciso 2°). El hecho, precisamente, de que se trate de escaños reservados, y no de un porcentaje asegurado de las candidaturas, es lo que hace mucho más problemática y discutible la paridad propuesta por la CC.

Los conceptos de paridad de género, democracia paritaria o paridad participativa (denominaciones todas con las que, indistintamente, se da cuenta de la misma idea) no significan, per se, que las candidaturas se deban distribuir bajo el formato “Arca de Noé” (50/50), ni menos todavía que se deban reservar escaños en favor de las mujeres. En otras palabras, la paridad participativa no se reduce a un determinado número ni tampoco se asocia a un específico modelo de cuotas de género. La paridad, más bien, es un concepto de dimensiones cualitativas. Es un desiderátum que apunta a alcanzar es una participación equilibrada entre hombres y mujeres en la sociedad. En concreto, el concepto de “democracia paritaria” surgió en la Declaración de Atenas de 1992, donde precisamente se expresa la idea de participación balanceada entre hombres y mujeres como un horizonte de expectativas que debe ser perseguido. Pero no se establece una cuota específica ni menos aún la necesidad de reservar escaños en favor de las mujeres. El equilibrio o balance, por lo tanto, no se refiere en caso alguno a la cantidad de escaños o cargos. 

No por nada, Nancy Fraser sostiene que la idea de paridad participativa “exige soluciones sociales que permitan a todos los miembros (adultos) de una sociedad interactuar entre sí como iguales”. Y luego subraya que la paridad participativa incluye dos grandes elementos: a) las políticas de distribución económica, que apuntan a superar las desigualdades que generan situaciones de dependencia en contra de las mujeres; y b) la garantía de igualdad de oportunidades para alcanzar la misma consideración social. Se trata, en la teoría de justicia de Fraser, de compatibilizar las políticas de distribución y del reconocimiento (Fortunas del feminismo, 2015). Por lo mismo, Fraser rechaza la idea de paridad como comenzó a ser entendida en Francia a partir de una ley de 1999, que dispuso un porcentaje de 50/50 para las candidaturas (es decir, ni siquiera para los escaños). Dice Fraser que “la paridad no es cuestión de números. Es, por el contrario, una condición cualitativa, la condición de ser un par, de estar a la par que otros, de interactuar con ellos en condiciones de igualdad”.

Por otra parte, es importante aclarar que los sistemas de escaños reservados en favor de las mujeres —como el que propone la CC— no constituyen, para nada, una regla general en el mundo y, menos todavía, en el marco de las democracias más avanzadas. De acuerdo al estudio comparado de Lenita Freidenvall los países que poseen sistemas de escaños reservados son Afganistán (antes del retorno de los talibanes), Bangladesh, Burundi, China, Yibuti, Eritrea, Jordania, Kenia, Marruecos, Nigeria, Pakistán, Ruanda y Samoa. En todos los demás países que establecen sistemas de cuotas de género, la paridad no se entiende como el aseguramiento de escaños en favor de las mujeres, sino como cuotas de candidaturas, y no necesariamente con una distribución 50/50 (“Cuotas de género en materia electoral como vía rápida a la paridad” en Cuotas de géneroVisión comparada, 2013).

Quizás Paula Escobar piensa que los constituyentes chilenos han sido más inteligentes que los constituyentes o legisladores belgas, franceses, brasileños, colombianos, griegos, irlandeses, mexicanos, portugueses o españoles, entre otros, que han establecido cuotas de candidaturas, pero no de escaños. ¿Por qué a los segundos no se le ocurrió antes la “genial” idea de establecer escaños reservados en favor de las mujeres? ¿Acaso el tema no se ha pensado o discutido a un nivel teórico y legislativo? Lo cierto es que, como veremos en la próxima columna, hay muy buenas razones para oponerse al sistema propuesto en Chile.

Pero lo anterior no significa, evidentemente, que el concepto mismo de paridad deba ser descartado. Se trata, por el contrario, de otro concepto de paridad, no solo más aceptado en el mundo, sino también más razonable y mejor. Por eso, y a diferencia de lo que sostiene Paula Escobar, la derecha puede perfectamente oponerse a la paridad propuesta por la CC y, al mismo tiempo, promover un modelo alternativo de paridad. Salvo que, claro, se crea que la paridad de escaños reservados sea una forma de “revelación divina”, que algunos iluminados han recibido desde algún ignoto y misterioso más allá.

Valentina Verbal

**Esta columna es una versión extendida de una carta al director publicada en La Tercera del 19 de julio de 2022, en respuesta a la columna de opinión de Paula Escobar, publicada también en La Tercera el 17 de julio del mismo año.

Karamanos o la imposibilidad de un liderazgo feminista 1 julio, 2022

Seguramente el caso del “Gabinete Irina Karamanos” de la semana pasada pasará al olvido. Y es que pareciera que ese “error administrativo” no fue más que otro “autogol” del gobierno, que se suma a muchos otros y que coopera negativamente en la consolidación del mandato de Gabriel Boric.

Sin embargo, pocos análisis han tratado el episodio desde una perspectiva feminista.

Como sabemos, en el marco de la promesa programática de Boric de constituirse en un “gobierno feminista”, Irina Karamanos señaló que no iba a ejercer el cargo de “primera dama”, dado que, dijo ella misma, “no soy ni primera ni dama”. Sin embargo, luego de la victoria de diciembre pasado, Karamanos cambió repentinamente de opinión y señaló que iba a reformular el cargo desde una perspectiva, justamente, feminista. Pero, como nos enteramos la semana pasada, no lo hizo para “despatriarcalizar” el puesto —esto es, para disociarlo del primer Mandatario—, sino para personalizarlo con nombre propio.

¿Qué demuestra lo anterior? Una opción es que Karamanos haya entendido dicho espacio como una plataforma personal para destacarse políticamente y, luego del gobierno, saltar a otros cargos de elección popular, como podría ser el de parlamentaria. Este cálculo podría tener su lógica desde el punto de vista de la realpolitik, si no fuera por lo poco decorosa que resultó toda la jugada.

Haciendo un poco de historia, en las antípodas de este caso está Hillary Clinton, quien se labró un nombre por sí misma y fue mucho más que simplemente una first lady en el gobierno de su marido, Bill Clinton. Ella lideró varias reformas legislativas, luego llegó al Senado y finalmente fue candidata presidencial, siendo derrotada por Donald Trump en 2016.

Claramente, Karamanos no es Hillary Clinton. Mientras esta última era, antes de que su marido llegase al poder, una muy destacada abogada, no es claro cuál ha sido la trayectoria profesional de Karamanos. Aunque el sitio web de la ahora “Coordinación sociocultural” del gobierno informa que ella es “cientista social con estudios de Antropología y Ciencias de la Educación en la Universidad de Heidelberg”, cabe preguntarse cuál ha sido el historial de Karamanos como líder social y política, especialmente en el campo del movimiento feminista, que ella tanto invoca.

Lo anterior no es irrelevante, precisamente porque la reformulación que ella propuso planteaba asumir un rol de liderazgo en las políticas asociadas a las mujeres y a las personas LGBTIQ+. ¿Por qué Karamanos, por el solo hecho de ser la pareja del Presidente, poseería representatividad para liderar esas políticas? ¿No habría sido mejor, justamente desde el punto de vista de esta agenda, que hubiese seguido participando en organizaciones de la sociedad civil, y que su papel en el gobierno se hubiese reducido a un rol meramente protocolar?

La verdad es que el cargo de primera dama resulta imposible de reformular si es que la cónyuge o la pareja de un gobernante masculino cumple un rol accesorio o de subordinación al de la Presidencia de la República. Si Karamanos quisiese destacarse como líder social o política, tendría que hacer una carrera independiente de su pareja. Solo de esta manera su feminismo sería consistente y no “de cartón”, como el que, hasta ahora, se ha visto. Y no solo por la personalización del cargo, sino, sobre todo, por no ser capaz de despatriarcalizarlo, como sí lo hizo Hillary Clinton. Pero, cabe subrayarlo, Clinton no reformuló el cargo, sino que lo deconstruyó. El giro que ella provocó fue de facto más que de iure.

Sin embargo, para hacer esto hace falta algo que, hasta ahora, Karamanos no posee: ser alguien más —profesional y políticamente hablando— que la pareja del Presidente de la República. Y todo esto conspira contra la posibilidad de ser, ella misma, una líder feminista, tanto fuera como dentro del gobierno. (La Tercera)

Valentina Verbal

La derecha y el Estado social: más allá de la caricatura 18 agosto, 2022

Analistas, políticos y exconvencionales de izquierdas han sostenido que uno de los grandes puntos positivos de la propuesta constitucional que se votará en el plebiscito del próximo 4 de septiembre es la consagración de un Estado social y democrático de derecho. Se trataría, se dice, de una suerte de “bala de plata” en vistas a superar el modelo neoliberal todavía vigente en Chile.

Por lo mismo, se ha agregado, resultaría poco plausible que, de triunfar la opción Rechazo, la derecha apoye esa misma norma en el caso de iniciarse un nuevo proceso constituyente. Pero el problema de esta creencia es reducir el concepto de Estado social —de suyo amplio— a una particular forma de implementarlo, que podríamos genéricamente vincular al denominado “régimen de lo público”, impulsado por Fernando Atria y otros académicos; y que, básicamente, apuntaría a excluir del mercado la provisión de los derechos sociales, como educación, salud, vivienda y pensiones.

Sin embargo, de acuerdo a diversos autores —y obviamente a la luz de la experiencia comparada— la idea de un Estado social no es per se contraria a la presencia del mercado en la provisión de los derechos sociales. Esto puede ayudar a explicar la comodidad que, en el marco del proceso constituyente, la derecha chilena ha tenido con la cláusula constitucional arriba indicada. No por casualidad, un documento de la coalición Chile Vamos del 8 de julio de 2022 —en el que se compromete a “Rechazar para reformar”— dispone como primer compromiso constitucional establecer, precisamente, un Estado social y democrático de derecho, expresándose además a favor de “garantizar el acceso y adecuado ejercicio de derechos sociales en educación, salud, pensiones, vivienda y seguridad social en general, que haga posible una vida verdaderamente libre y digna”.

Pero ¿puede realmente la derecha (o los otrora defensores del principio de subsidiariedad) apoyar hoy la idea de un Estado social para la nueva constitución? Mi respuesta es que, si se revisan las aproximaciones de diversos autores al concepto, resulta perfectamente compatible apoyar, al mismo tiempo, un modelo económico de libre mercado y un Estado social y democrático de derecho. Por ejemplo, de acuerdo al constitucionalista mexicano Miguel Carbonell, existen tres condiciones que justifican la existencia de un Estado social: a) la incapacidad de los individuos, o con ayuda de su entorno, de satisfacer sus necesidades básicas; b) los riesgos sociales que no pueden ser satisfechos por vías tradicionales (es decir, a través del propio trabajo); y c) la convicción de que el Estado debe garantizar a todos los ciudadanos un mínimo de bienestar (Carbonell, “Eficacia de los derechos sociales”, 2008). Valga, además, subrayar que Carbonell habla de “necesidades básicas” y de un “mínimo de bienestar”. No habla de derechos sociales universales ni tampoco de la exclusión del mercado de la provisión de los derechos sociales. Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿es este concepto de Estado social incompatible con un modelo económico de libre mercado?

Por lo demás, a la izquierda chilena le juegan en contra en esta materia las propias caricaturas que ella misma ha construido de la subsidiariedad y del neoliberalismo. Como le ha resultado de lo más cómodo suponer que el neoliberalismo defiende el Estado mínimo —es decir, el Estado que reduce sus funciones a la policía, la defensa y la justicia—, suele sostener (o creer) que el “neoliberalismo” se desentendería del destino de las personas, incluyendo a los más necesitados, confiado en que la más radical desregulación económica obraría la magia del crecimiento económico y, con ello, del reparto de la desigual prosperidad. Pero si, por alguna vez en la vida, los políticos e intelectuales de izquierdas revisaran las cosas sin elaborar caricaturas sobre las ideas del adversario, podrían llegar a darse cuenta de que ni el liberalismo —incluso en su versión neoliberal— ni menos todavía la derecha chilena ha defendido nunca un Estado mínimo ni tampoco, siquiera, un Estado subsidiario en su dimensión meramente negativa. Para comprobarlo, basta revisar las declaraciones de principios de los partidos de derecha o centroderecha, los programas presidenciales de los dos gobiernos de Sebastián Piñera, que hablan de economía social de mercado, justicia social, igualdad de oportunidades, subsidiariedad activa, justicia intergeneracional, clase media protegida, así como de derechos sociales concretos, a partir de un sistema de provisión mixta o de cooperación público privada.

Como la referida creencia es prácticamente universal entre las izquierdas, se cree, ilusamente, hacerle un daño muy grande al neoliberalismo hablando de Estado social y democrático de derecho. Sin embargo, el hecho de que la derecha —incluso aquella que no recela del término “subsidiariedad”— no tenga mayores problemas en comprometerse con la consagración del Estado social es una señal de que este término no es problemático para ella y que, en realidad, el diagnóstico de la izquierda está errado. Parte del error se explica, valga insistir, porque el concepto de Estado social no es un término unívoco, sino amplio.

Y si, por otra parte, con la expresión Estado social se quiere indicar un sistema que apunta a asegurar que cada cual tenga lo necesario para proporcionar diferentes bienes que se estiman esenciales para el ejercicio de la propia libertad o, también, para el desarrollo de las propias capacidades o potencialidades, tanto físicas como espirituales, entonces, ha de decirse que el Estado social es un Estado que ha sido defendido y promovido de diferentes modos tanto por el liberalismo como por la derecha chilena. (El Líbero)

Valentina Verbal

Intelectuales en la derecha: ¿Una misión imposible? 23 septiembre, 2022

No deja de ser interesante considerar que uno de los campos de estudio que mayor fuerza ha adquirido en historia intelectual sobre la época reciente es el del papel que desempeñan los think tanks y los intelectuales públicos. Una pregunta frecuente que estas investigaciones se formulan se refiere a la relación de ambos actores con los partidos políticos que les son ideológicamente cercanos. En otras palabras, una pregunta recurrente es la del grado de influencia de los think tanks y de los intelectuales públicos sobre los partidos y dirigentes políticos.

En el caso de la derecha, dichas interrogantes resultan interesantes si se toma en cuenta el florecimiento, en los últimos años, de una gran cantidad de intelectuales públicos que pueden asociarse, con mayor o menor laxitud, a diversas variantes ideológicas del sector, a saber: liberales, conservadores, socialcristianos y nacionalistas. Desde, justamente, una perspectiva ideológica, estos intelectuales han protagonizado interesantes debates, por ejemplo, sobre el significado del mercado y del principio de subsidiariedad.

Pero, probablemente, dichos debates han bajado en intensidad con ocasión del proceso constituyente de 2022. Esto parece haber sido así porque, más allá de las disputas internas, la muy mala propuesta constitucional que dicho proceso produjo ha terminado por unir al conjunto de los intelectuales de derecha en favor del Rechazo en el plebiscito de salida del 4 de septiembre pasado. Desde ese momento, se ha formado una suerte de “unidad en la diversidad”. Pero, básicamente, ¿por qué?

Una gran razón es que, al menos desde el estallido social de 2019, la izquierda más hegemónica —representada por el Frente Amplio y por el Partido Comunista— ha venido renegando de la democracia representativa, por ejemplo, promoviendo una democracia corporativa, validando la violencia política y, en general, mirando la acción política como una relación amigo-enemigo. Frente a esta situación, la derecha debería —con más fuerza que nunca— defender esa democracia que, al decir de Giovanni Sartori, es la única democracia posible en los tiempos modernos. Esto significa hacer de ella el espacio para grandes proyectos políticos y no para la sumatoria artificial de causas identitarias o particulares. Aquí aparece el desafío de repensar el sistema electoral y de partidos para terminar, de una vez por todas, con la atomización política de la que hoy, con muy dañinas consecuencias, padece el país. La misma Convención Constitucional dio cuenta, de manera cruda, de este fenómeno.

Pero una segunda razón tiene que ver con lo que en historia conceptual se llama “guerra de las palabras”. Por ejemplo, y aunque sea cierto que la idea de Estado subsidiario se aviene con la identidad histórica del sector (no solo desde los Chicago Boys, sino incluso desde las primeras décadas del siglo XX), la derecha no debería sentirse incómoda con nuevas nociones, como la de “Estado social”, que es un concepto amplio y que, por lo mismo, no necesariamente implica la exclusión de los actores privados en la provisión de los derechos sociales, como educación, salud y pensiones.

¿Qué tiene qué ver todo lo anterior con los intelectuales de derecha? ¿Cómo se relacionan los nuevos contextos con la posible influencia que los intelectuales de derecha podrían tener en los partidos y dirigentes de su sector político?

Aunque sea verdad que los intelectuales públicos de derecha influyen poco en esos partidos y dirigentes, ya que, más que ser intelectuales orgánicos, son y han sido intelectuales autónomos, deberían, sin embargo, empujar a las fuerzas políticas ideológicamente afines a hacer suya la valoración y promoción de la democracia representativa y del Estado social bien entendido. 

La primera, como ya se dijo, frente a la democracia corporativista promovida por la izquierda más radical; y que, pese a la derrota del plebiscito del 4 de septiembre pasado, no ha dejado de ser hegemónica. Al fin y al cabo, el presidente es y seguirá siendo Gabriel Boric. Sus recientes palabras, del todo innecesarias, sobre la subordinación de las fuerzas armadas a la “sociedad civil” (sic) dan cuenta de que Boric y los suyos tienden a mirar la política como conflicto más que como concordia.

Y el Estado social amerita ser reconsiderado por los intelectuales del sector como una suerte de “casa de todos”. Pero, para que realmente lo pueda ser, resulta clave que exista consenso en cuanto a que la provisión de los derechos sociales se lleve a cabo —como en la mayoría de los Estados de bienestar europeos— a través de regímenes mixtos, y no —como en buena parte de Latinoamérica— mediante servicios monopólicos del Estado.

Frente a tiempos de incertidumbre no cabe ser demasiado optimista. El 4 de septiembre no implicó ni el triunfo del “orden neoliberal” ni tampoco el fracaso del “otro modelo”. Todo está por verse todavía. Pero, aunque la libertad económica debería seguir siendo una causa propia de la derecha (como históricamente lo ha sido), parece hoy adquirir mayor protagonismo la promoción de la democracia representativa y de un Estado social compatible con la participación de los actores privados. Y esta parece ser una oportunidad única para que los intelectuales de derecha actúen y reflexionen en favor de una derecha mejor posicionada en los nuevos contextos que enfrenta el país. Quizás de esta manera, y por fin, estos intelectuales dejen de sentir que su tarea es una misión imposible. (El Líbero)

Valentina Verbal

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