Daniel Mansuy

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Biografía Personal

Descendencia

Referencias

Constituyente «hay que decirlo claramente; asi como están las cosas, el órgano constituyente tiene muchas más posibilidades de fracasar que de acertar» «El fin del asambleísmo» 9 enero 2022

Crisis «Si las nuevas instituciones no responden a la grave crisis que vivimos, entonces la historia se recordará como un fiazco, más allá de las buenas intenciones» «El fin del asambleísmo» 9 enero 2022

Nueva Mayoría «Si algo pudimos aprender de la experiencia de la Nueva Mayoría es que las transformaciones son difíciles de implementar. Coo bien sabía el mismo Marx, no hay proyecto que requiera más y mejor técnica que uno de izquierda; y, sin embargo, esta se solaza en su rechazo a cualquier argumento de este tipo» «Nihilismo y pensiones» 5 septiembre 2021

Referencias personales

Boric «Si Boric prometía una nueva gobernabilidad, hoy sabemos que se trataba de un espejismo: el Presidente no fue capaz de traducir sus cuatro millones seiscientos mil votos en una minima disciplina parlamentaria. La votación más alta de la historia puede ser también la más inútil: Boric no tuvo mas capacidad que Piñera paa contener el delirio» EM «Entre la promesa y la decepción» 17 abril 2022

Kast, José Antonio «Kast encarna algo elemental, que la izquierda perdió enteramente de vista: el orden. Sin orden no hay justicia ni progreso posibles, y la oposición nunca intentó siquiera resolver esa ecuación. Kast emerge allí donde la voluntad de cambio no se articula ocn la necesidad de orden; o, para decirlo de otro modo, allí donde el cambio termina siendo pura incertidumbre. Esto fue particularmente cierto en las regiones que dirigentes urbanos y enfermos de centralismo apenas conocen. Podrán acusar a Kast de ser un peligroso fascista, pero no podrán borrar una evidencia: ellos están en el origen de su sorpresivo crecimiento -que, dicho sea de paso, no vieron venir-. Su propia falta de equilibrio nutrió el péndulo que hoy miran con horror: una prueba más del espíritu adolescente» «La noche amarga del Frente Amplio» 28 noviembre 2021

«Mario Marcel, sin ir más lejos, fue investigador de Cieplan en los 80, ejerció diversas responsabilidades desde Aylwin en adelante y fue uno de los creadores de la regla del superavit fiscal, especie de summum del supuesto neoliberalismo de la Concertación. Marcel es seriedad, rigor técnico y responsabilidad fiscal, además d epocas polabras para la galería -todo aquello que Boric no pudo encontrar en ningun economista de Apruebo Dignidad» «Los mínimos detalles» 23 enero 2022

El nuevo cuadro, 4 septiembre, 2022

Uno de los rasgos más característicos del escenario político de las últimas décadas ha sido su rigidez. De algún modo, el gran eje quedó fijado ese 5 de octubre de 1988, y prácticamente no se movió. Por cierto, no faltaron los intentos por romperlo, pero nunca excedieron los casos puntuales sin efectos de largo alcance. Más allá del resultado del plebiscito, puede pensarse que la campaña ha marcado un punto de inflexión en esta materia. Por primera vez, un grupo importante de personeros de centroizquierda se alineó de una manera distinta, desafiando a los más radicales. Los nombres involucrados son cualquier cosa menos irrelevantes: un expresidente de la república, una pléyade de exministros, parlamentarios retirados y en ejercicio, y la lista podría seguir. Mi impresión es que este es el gran hecho político de los últimos meses. Después de todo, hace menos de un año los herederos del “No” se cuadraron con Gabriel Boric en la segunda vuelta presidencial. ¿Cómo explicar este cambio de actitud?

Desde luego, un primer motivo guarda relación con el comportamiento de la Convención. El proyecto de nueva Carta Fundamental posee un marcado tinte refundacional. La Constituyente operó desde una crítica al proyecto histórico de la Concertación, que fue visto como un (mal) remedo del pinochetismo. Así las cosas, no había nada que rescatar en los mentados “30 años”. Este hecho elemental explica la posición asumida por Ricardo Lagos, quien comprendió que su trayectoria estaba en juego. Con toda lógica, se negó a contribuir a la demolición en regla de su propio legado. La traducción práctica de este sentimiento de superioridad fue que los sectores dominantes de la Convención no tuvieron ningún interés en integrar a los moderados de centroizquierda. El proyecto de nueva Constitución es, en definitiva, el resultado de un acuerdo entre las izquierdas más radicales —la inclusión del colectivo socialista obedece a razones de pura necesidad aritmética—. En ese contexto, lo extraño habría sido que aquellos que (aún) se identifican con la obra de la Concertación se hubieran sentido convocados por el Apruebo: nadie nunca se interesó en convocarlos.

Un segundo motivo que explica el reordenamiento tiene que ver con el nuevo ciclo iniciado el año 2011. La generación que nació al alero de las movilizaciones estudiantiles —la misma que hoy detenta el poder— nunca escondió su aspiración de romper los esquemas de la transición y reconfigurar el escenario de punta a cabo. En concreto, les molestaba de sobremanera la alianza de la izquierda con el centro, ya que —según ellos— implicaba demasiadas concesiones. Pues bien, lo menos que puede decirse es que la empresa del Frente Amplio fue un éxito total. En ese contexto, lo que está ocurriendo no tiene nada de sorpresivo: los más jóvenes hicieron todo lo posible por dividir aguas con el viejo mundo. El hecho de que necesiten sus votos el día de hoy no debe hacernos perder de vista esta cuestión fundamental: la identidad del FA se funda en la distancia irreductible con sus mayores.

Cabe consignar un tercer elemento para explicar este movimiento tectónico: la postura respecto de la violencia. Si algo marcó el origen de la Concertación —en los años 80— fue la exigencia de Patricio Aylwin en orden a excluir a todos aquellos que, de un modo u otro, validaban la fuerza como método de acción política. La polémica alusión a la campaña del “No” en la franja del Rechazo quizás no fue tan descaminada. Dicho de otro modo, la violencia abrió una brecha colosal, imposible de cerrar, entre quienes se han mostrado abiertos a justificarla y aquellos que se niegan a jugar en esa cancha. El núcleo (y la grandeza) del aylwinismo consiste precisamente en esto: en política, los medios nunca son indiferentes. Habría que ser muy ingenuo para negar que la crítica del Frente Amplio a la transición incorpora este aspecto.

Ahora bien, la pregunta que surge naturalmente es qué consecuencias de mediano y largo plazo puede tener este reordenamiento. Por de pronto, el gobierno de Boric pagará un alto costo: el nuevo esquema que tanto impulsaron los condena a carecer de mayorías parlamentarias. Y aquí nos encontramos con la gran paradoja: el oficialismo quiere empujar grandes transformaciones, detesta la política de los consensos, pero no tiene manera alguna de llevar a cabo su programa sin negociar aspectos sustantivos. Una segunda dimensión, conectada con la anterior, es la siguiente. La centroizquierda por el Rechazo, al adquirir autonomía del oficialismo, tendrá plena libertad para articularse con la derecha en la cuestión constitucional. En otras palabras, en la discusión más importante que tendrá Chile en los próximos meses (y años), los herederos de la Concertación tendrán más razones para llegar a acuerdos amplios con la derecha que con el Frente Amplio, y con los satélites del PC. En temas tan centrales como sistema político, equilibrio de poderes, sistema judicial y plurinacionalidad, Ximena Rincón y Felipe Harboe estarán más cerca de llegar a acuerdos con Javier Macaya que con Marco Barraza y Fernando Atria. Dicho de otro modo, el nuevo mundo propugnado por el Frente Amplio bien podría terminar por dejarlos a ellos fuera de juego, tal como le ocurrió a la derecha después de la dictadura. Nadie sabe para quién trabaja. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

21 de mayo, Daniel Mansuy 25 mayo, 2016

El sábado pasado, al bajar por los cerros hacia el plan de Valparaíso, mis hijos me preguntaron por qué una nube de humo cubría el centro de la ciudad. Me habían pedido que fuéramos a ver el desfile, y accedí, con la esperanza de que conocieran un poco mejor nuestra historia y los ritos de la República. Sin embargo, la columna de humo se veía amenazante. Al encender la radio, nos enteramos de los graves disturbios y del incendio en plena Avenida Pedro Montt. En lugar de celebrar la gesta de Prat, Valparaíso empezaba a vestirse de luto por la muerte de uno de sus habitantes.

Lamentablemente, el guión se viene repitiendo hace demasiados años. Cada 21 de mayo, en pocas horas y en pocas cuadras, las calles del puerto ofrecen un extraordinario condensado de nuestras patologías y del modo en que intentamos (sin éxito) resolverlas. Si el año pasado Rodrigo Avilés había sido gravemente herido por la represión policial, esta vez la ruleta giró en otro sentido: un funcionario municipal de 72 años murió producto del incendio. Según ha contado uno de sus hijos, a don Eduardo Lara le gustaba mantenerse activo y amaba su trabajo. Y efectivamente, mientras cumplía con su deber, un grupo de jóvenes, escondido bajo la cobardía de quien no se atreve a mostrar su rostro, se entretenía haciendo arder una ciudad maltrecha.

Los sucesos dejan al menos una lección clara: debemos ser inflexibles con el uso de las violencia en las manifestaciones. Si manifestarse es un derecho fundamental en toda democracia, hacerlo pacíficamente es una exigencia correlativa que tiene exactamente la misma importancia. En esto, no caben las dobles lecturas, aunque las señales no siempre contribuyen. De hecho, el año pasado, el gobierno en pleno se desplegó para acompañar a la familia de Rodrigo Avilés; pero esta vez ningún personero del Ejecutivo se acercó a la familia de la víctima. ¿Cómo dar cuenta de ese contraste? ¿Debemos concluir que, a ojos del gobierno, los manifestantes encarnan algo más elevado que un guardia que posee ética del trabajo? ¿Cómo esperar luego que todo esto no tenga consecuencias en todo orden, incluyendo cierta inhibición policial?

Poco más tarde, en el monumento a los héroes de Iquique, el homenaje a Prat se reducía a su mínima expresión. El acceso a la plaza Sotomayor estaba cerrado una cuadra a la redonda, y (para decepción de mis niños) del desfile apenas podía percibirse una rápida vuelta a la manzana. Hay poco tiempo, las autoridades están apuradas, y nadie quiere exponerse a un bochorno mayor. En el fondo, todos parecen esperar que la ceremonia y el día acaben lo antes posible. Al caer la tarde, mientras paseábamos por una ciudad desolada y entristecida, me preguntaba si no deberíamos poner más atención en el cuidado de nuestros símbolos y de sus momentos que, de algún modo, contribuyen a configurar aquello que llamamos Chile. Dicho de otro modo, el deber de memoria también corre para nuestros héroes, esos que han muerto cumpliendo su deber. Eso fue, al menos, lo que me enseñó mi abuelo, y quisiera que mis hijos también pudieran aprenderlo. (La Tercera)

Daniel Mansuy, profesor

La hora de la adultez 18 septiembre, 2022

Han pasado dos semanas desde que la izquierda sufriera la derrota electoral más dura de su historia. Dos semanas para masticar, dos semanas para rumiar, dos semanas para mirarse en el espejo de sus errores y desvaríos. Supongo que no se trata de un proceso fácil. Después de todo, el 4 de septiembre cierta izquierda jugaba, al todo o nada, un proyecto histórico trabajado durante décadas; proyecto que, según sus defensores, permitiría enterrar de una buena vez el legado de la dictadura y los nefandos 30 años que le siguieron. O, como dijo el senador Núñez, se trataba de acabar con el neoliberalismo en un solo acto. Ese día sería un momento total y totalizante, que condensaba todos los libros y artículos escritos, todos los seminarios dictados y todas las consignas gritadas con furor en tantas y tantas marchas: las grandes alamedas estaban allí, al alcance de la mano. Sin embargo, los ciudadanos no estuvieron de acuerdo. La derrota fue contundente y sin apelación posible. El país que la izquierda había imaginado simplemente no existe, y quizás nunca existió fuera de sus afiebradas mentes. No hay en Chile mayorías disponibles para abolir los 30 años, y los cambios —necesarios— habrán de hacerse en continuidad con nuestro pasado.

La pregunta que surge es, desde luego, cómo seguimos a partir de acá, sabiendo que el primer derrotado fue el Gobierno. En efecto, el oficialismo lo apostó todo al 4 de septiembre, condicionando la viabilidad y ejecución de su programa. Incluso las decisiones de política pública estaban suspendidas a un plebiscito incierto (la reforma de salud, la firma de tratados internacionales, y así). En otros términos, se dio el lujo de dejar de gobernar para hacer campaña —solo así puede explicarse que el equipo ministerial liderado por Izkia Siches haya durado tanto tiempo—. Por lo mismo, el Ejecutivo se ve enfrentado a una disyuntiva extraña, aunque es de su entera responsabilidad: su programa fue duramente castigado en las urnas, pero nadie quiere tomar nota. No tenemos la menor idea de cuál es la hoja de ruta del Gobierno para lo que viene. Por un lado, se insiste en que la voluntad transformadora “sigue intacta”, pero, por otro lado, sabemos que eso carece de viabilidad. Nunca fue más claro que el Frente Amplio no tiene proyecto político, y de allí su incapacidad a adaptarse a las circunstancias: sus posturas son morales y estéticas antes que propiamente políticas.

El Gobierno no saldrá de este entuerto (que, dicho sea de paso, es también el del país) mientras no posea un diagnóstico fino sobre las causas del descalabro. Por eso resulta tan curiosa la ausencia de autocrítica reflexiva, la ausencia de gestos que den cuenta de la derrota. Y esto no pasa por cobrar cuentas (aunque de seguro hay muchos ansiosos), sino por algo más profundo y necesario, pues no podemos darnos el lujo de volver a tener un Ejecutivo desconectado de las inquietudes de los ciudadanos. En este plano, las señales han sido cuando menos erráticas. El Presidente, por ejemplo, afirmó que el problema de la Convención había sido de tiempos, como si los chilenos no estuviéramos preparados aún para comprender el valor de una propuesta tan vanguardista. Es una manera elegante de despreciar al electorado, y de afirmar cierta superioridad epistémica respecto de quienes no somos progresistas —ellos conocen la línea de la historia; nosotros, pobres mortales, la ignoramos—. Sin embargo, esa clave de lectura solo puede conducir a fracasos aún más estrepitosos, pues se priva de los medios para percibir fenómenos que no vayan en la dirección preconcebida. No puede integrar aquello que no calce en su relato global, porque no tiene cómo aprehenderlo.

Tomarse en serio la profundidad de la derrota implica que el Gobierno debe concentrar sus esfuerzos en pocos asuntos. Entre la discusión constitucional y el nuevo ciclo electoral que se inicia el 2024, no quedará demasiado espacio político. Tampoco hay que ser un genio para saber dónde están las prioridades de los chilenos: seguridad, economía, pensiones. Esas deben ser también las prioridades del Ejecutivo, cuyo trabajo es articular mayorías parlamentarias en esos temas. Habrá que sincerarlo alguna vez: el Gobierno no alcanzará a hacer mucho más, y, de hecho, si logra avanzar en esas tres cuestiones, habrá hecho bastante. Por lo mismo, resulta urgente que se margine cuanto antes de la discusión constitucional, en parte porque sus intervenciones la enredan, pero también por un motivo mucho más peligroso. Si la ciudadanía percibe que quienes gobiernan desatienden sus urgencias para enfrascarse en discusiones inasequibles, aumentará la desconfianza respecto de todo el sistema, desconfianza que puede arrasar con todo. El mejor modo de contribuir al éxito del (indispensable) proceso constitucional es haciendo todo lo posible por reconstruir esas confianzas.

El Frente Amplio no es el primer ni el último grupo político que sufre una derrota dolorosa. La interrogante es si tiene las herramientas para procesarla, sacar las lecciones y construir a partir de ella. Dicho de otro modo, el valor de un político no se prueba tanto en los ascensos meteóricos como en la manera de enfrentar las derrotas. Es lo propio de los adultos. Quizás, llegó la hora de convertirse en adultos. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Un proceso mixto 2 octubre, 2022

El contundente resultado del 4 de septiembre dejó al país en una encrucijada particularmente difícil. Por de pronto, es evidente que debemos cerrar cuanto antes la cuestión constitucional. Sin embargo, hay una cantidad nada despreciable de escollos. La restricción temporal es el primero de ellos, al que debe agregarse cierto hastío generalizado con un tema alejado de las urgencias sociales. El Gobierno, por su parte, no está en condiciones de conducir el proceso, pues fue protagonista de la derrota y, de hecho, será juzgado por su rendimiento en otras materias (es más: el éxito del nuevo proceso también depende de que el Gobierno pueda responder efectivamente a las necesidades de los chilenos). Los partidos, sabemos, tampoco pasan por un momento estelar. En pocas palabras, el sistema político debe suturar nuestras heridas en medio de una profunda crisis: tal es la magnitud del desafío.

En este cuadro, solo cabe concluir que no habrá cuadratura del círculo sin alta política. Es precisamente en estas circunstancias que la política se transmuta en arte —y los políticos capaces de comprender la hondura de la crisis, en artistas—. ¿Cómo diseñar entonces el nuevo proceso, sin perder de vista las dificultades mencionadas? Me parece que, en este contexto, puede ser útil recurrir a un antiguo concepto de origen griego: el régimen mixto. En términos esquemáticos, el régimen mixto es un sistema que combina diversos principios para tratar de alcanzar un equilibrio entre ellos. La idea, dice Aristóteles, es que cada cual pueda reconocer al régimen como propio, en la medida en que mezcla elementos distintos. Ahora debemos avanzar en esa línea: integrar, en una mixtura, diversas fuentes de legitimidad (Congreso, órgano redactor, partidos, expertos y ciudadanos).

Alguien podría objetar que no hay motivo alguno para acudir a varias fuentes de legitimidad. ¿No reside aquella exclusivamente en el pueblo? La pregunta es pertinente, pero pierde de vista que la voluntad popular dista de ser unívoca, y que solo adquiere consistencia a partir de una serie de mediaciones que la hacen posible. En esto consistió el error de cierta izquierda, que creyó poseer, en exclusividad, el secreto de dicha voluntad. Para que nadie pretenda arrogarse algo así como la totalidad de la soberanía —como, por momentos, quiso hacerlo la Convención—, resulta indispensable disponer de varios mecanismos complementarios. La Constitución es algo demasiado serio como para dejarla en manos de un puñado de representantes que estarán tentados de verse a sí mismos como redentores.

Esto puede ayudar a comprender la discusión sobre los “bordes” del proceso, que constituyen un esfuerzo por tomar nota del plebiscito. Si queremos resultados distintos, no podemos repetir el mismo libreto. Los bordes son coherentes con las limitaciones de tiempo (nadie quiere llevar esto más allá del 2023); y, sobre todo, contribuyen a evitar la ilusión refundacional. Puede pensarse, por ejemplo, que el nuevo proceso debería usar como insumo nuestra tradición constitucional, para hacerse cargo del anhelo de cambios con estabilidad. Sin bordes, volveremos a una incertidumbre total que es buena para nadie (así debe leerse el respaldo del Presidente al concepto de borde).

En virtud de lo anterior, es un error ver en esos bordes una usurpación de soberanía por parte del Congreso. Muy por el contrario, es natural que nuestra principal instancia representativa participe activamente del proceso, evitando de paso eventuales choques entre ambos cuerpos. Después de todo, incluso las reglas que creemos meramente procedimentales guardan vínculos con el contenido. ¿Qué son los escaños reservados si no una decisión que tiene efectos previsibles en la deliberación? El carácter indigenista de la propuesta rechazada venía inscrito en escaños reservados sin proporcionalidad. Los bordes son, en definitiva, un modo de limitar la soberanía de la Convención. Por cierto, debemos ser cuidadosos en la cantidad e intensidad de esos bordes, pero no hay nada escandaloso en ellos. Algo semejante puede decirse de los expertos, que deben estar presentes para otorgar un respaldo técnico que estuvo ausente en el proceso anterior, lo que terminó produciendo desconfianza.

Nada de esto quita que la ciudadanía tenga que tomar la palabra en más de una ocasión. Así, la derecha más reticente debe asumir que la redacción del nuevo texto será encargada a un órgano electo con voto obligatorio (el silencio de la propuesta oficialista a este respecto es bastante impresentable). Y será, nuevamente, la ciudadanía la encargada de ratificar la propuesta en un plebiscito de salida: esa es la manera de confirmar la soberanía popular.

De volver a otorgarle una soberanía sin mayores contrapesos a una sola instancia, caeremos en dificultades conocidas, y que condujeron a un fracaso estrepitoso. Para decirlo en simple, no podemos repetir ni la experiencia de la fallida Convención, ni la experiencia del 2005, cuando —más allá de sus méritos— se creyó poder cerrar un pacto constitucional sin participación del electorado. La negociación sobre el detalle de las modalidades no será fácil, pero es, quizás, la condición indispensable para alcanzar un justo equilibrio entre todos estos factores. Es el regreso, en gloria y majestad, de la vieja y denostada política. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Matar al neoliberalismo 30 octubre, 2022

En su comentada visita a Chile, la economista italiana Mariana Mazucatto afirmó que el mundo mira con interés a nuestro país, pues seríamos “un experimento muy importante para matar al neoliberalismo”. Más tarde, corrigió la primera parte de la frase: no somos un experimento, sino una experiencia (se agradece el detalle). Sin embargo, no modificó la segunda parte, tanto o más delicada que la primera: matar al neoliberalismo. ¿Qué significa una expresión de esa naturaleza?

La pregunta no es baladí. Después de todo, tanto el Frente Amplio como el PC han empleado majaderamente dicha consigna. Sin ir más lejos, tras el 18 de octubre se repitió una y otra vez que nuestro país sería la tumba del neoliberalismo. Chile había despertado después de largos años de alienación. Luego, el exconvencional Barraza afirmó que el texto rechazado buscaba acabar con el neoliberalismo “en un solo acto”. De aquí emerge la retórica ampulosa de las transformaciones profundas que caracteriza a Apruebo Dignidad. Este discurso, además, juega un papel diferenciador, pues permite marcar una distancia radical respecto del ciclo político de las últimas décadas (que habría sido de mera administración, pronunciado en tono peyorativo).

Lo curioso, desde luego, es que el resultado del 4 de septiembre mostró que ese proyecto no tiene por dónde ser mayoritario. La izquierda apostó por plebiscitar mucho más que una Constitución: lo que estaba en juego eran los 30 años. Aunque sufrió la peor derrota electoral de su historia, muchos se resisten a abandonar esa lógica (de allí la bizarra entrevista del senador Latorre publicada la semana pasada en estas páginas). Esto tiene una explicación. La identidad de parte del oficialismo no tiene más contenido que la afirmación de Mazucatto. Dicho en simple, la vocación exclusiva de muchos consiste en abolir el sistema que nos habría oprimido durante décadas. Para peor, si asumen un discurso reformista, le cederán la iniciativa política a los sectores moderados que desplazaron hace pocos meses.

Esto conduce a otra reflexión: a estas alturas, el neoliberalismo es un significante vacío. En lugar de reflexionar y ponderar una realidad ambigua, la izquierda ha puesto allí todo lo que detesta. La operación es moralmente tranquilizadora (nosotros, compañeros, luchamos por el bien), pero intelectualmente pobre (no todos los males del mundo remiten al neoliberalismo). Así, han gastado la palabra hasta convertirla en basura conceptual. De muestra, un botón: la izquierda sigue calificando al TPP11 como neoliberal, a pesar de que ha sido suscrito por varios gobiernos socialdemócratas. ¿Cómo explicar esto? ¿Los socialdemócratas también son neoliberales? ¿Quién se salva entonces, fuera de ellos? Por otro lado, ¿qué hacer con la vieja Concertación que sigue prestando servicios? ¿No fue Mario Marcel uno de los creadores de la regla del superávit fiscal, epítome perfecto de los 30 años? ¿Alguien puede creer que Marcel será el verdugo final de aquello que el Frente Amplio llama neoliberalismo?

Desde luego, nada de esto quita que no podamos discutir sobre modelo económico y estrategias de desarrollo. Pero quienes han dinamitado esa posibilidad son precisamente quienes han simplificado nuestro debate hasta volverlo estéril. Si Chile es la “Norcorea neoliberal”, entonces no hay espacio alguno para conversar seriamente. La voluntad transformadora es, por cierto, legítima, pero debe cumplir con dos condiciones. La primera es construir mayorías amplias, que sirvan de soporte. Sobra decir que, en este plano, Apruebo Dignidad ha realizado un esfuerzo sistemático en la dirección contraria: tono mesiánico, desprecio a otros sectores y afirmación de superioridad moral. En otras palabras, no construyeron confianzas, pues, por algún extraño motivo, siempre supusieron que al mundo le asiste el deber de rendirse a sus pies. ¿El resultado? Una cacofonía insoportable al interior del oficialismo, que vuelve inviable cualquier transformación.

La segunda condición de dicha aspiración pasa por elaborar un proyecto serio. Y no, lamentablemente no basta haber leído y predicado “El Estado emprendedor” de la misma Mazucatto. Es curioso, pero el sector más crítico de todas las formas de colonialismo tiene (muy) poco diagnóstico original sobre Chile. No ha reflexionado sobre nuestra realidad, nuestras singularidades y nuestras auténticas posibilidades de acción. En otras palabras, no será una economista extranjera —sin perjuicio de sus eventuales méritos— la que resolverá nuestros problemas, ni zanjará nuestros debates.

En virtud de todo lo anterior, resulta simplemente inverosímil suponer que este gobierno vaya a “matar al neoliberalismo”. Es más, llegados a este punto, la actual administración solo puede aspirar a conducir con algún éxito reformas puntuales. En ese sentido, la aserción de Mazucatto ilustra a la perfección el contraste entre la grandilocuencia de la campaña y la prosaica realidad del poder. En rigor, el Gobierno no solo está lejos, muy lejos, de “matar al neoliberalismo”, sino que su impericia bien puede terminar alimentando algún tipo de restauración. Nadie sabe para quién trabaja. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Mansuy y el neoliberalismo 3 noviembre, 2022

Es un agrado debatir con Daniel Mansuy por la claridad con que expone sus ideas. Afirma que el neoliberalismo es un movimiento que se remonta a París (1938), “donde se reunieron varias corrientes liberales… y que ha sido objeto de estudios académicos muy interesantes”. Reconoce que su problema “no guarda relación con ese debate, sino con el uso que ha recibido el concepto en nuestro país”.

Pienso que el uso que ha recibido este concepto en Chile guarda relación directa con ese debate. En París, y luego en Mont Pelerin (1947), las diferencias ideológicas son menores. Están todos de acuerdo en condenar el laissez faire clásico, en la necesidad de la intervención estatal y de implementar ciertos esquemas redistributivos. Son críticos de los métodos socialistas, pero no de sus ideales (Ben Jackson, 2010). Karl Popper, uno de los participantes, escribe respecto de Marx: “su quemante protesta por las condiciones de la clase trabajadora le asegura un lugar permanente entre los liberadores de la humanidad” (“La sociedad abierta y sus enemigos”, II, p. 122).

Ludwig Mises es la excepción. Milton Friedman relata en sus memorias que, en Mont Pelerin, Mises se retira violentamente de la reunión gritando: “Son ustedes una tropa de socialistas (a bunch of socialists)”.

Tanto Góngora como la izquierda chilena han percibido correctamente que el neoliberalismo que se ha institucionalizado en Chile no es la versión moderada defendida por Hayek, Popper, Rüstow y Röpke, en París y Mont Pelerin, sino el neoliberalismo radical y extremo de Mises. Su neoliberalismo rechaza toda intervención estatal, toda redistribución y afirma el laissez faire sin restricciones. Es crítico radical de los ideales del socialismo, y no solo de sus métodos. Basta señalar que Mises es mentor de Ayn Rand.

Contrario a lo que afirma Mansuy, la izquierda criolla no ha diluido, sino reconocido la especificidad del neoliberalismo chileno. “Matar el neoliberalismo” no puede sino significar la superación del extremismo neoliberal que se ha enquistado entre nosotros y cuyos apologistas siguen teniendo acceso privilegiado a la prensa más influyente. (El Mercurio Cartas)

Renato Cristi

“El Partido de la Gente es como la fiebre: es el síntoma de una enfermedad” 13 nov 2022

A veces el tiempo actúa como un factor político.

Hace ocho meses asumía el Presidente Gabriel Boric y la derecha habitaba en la derrota. Hoy el ímpetu inicial del gobierno parece estar en revisión, mientras que la derecha se siente fortalecida tras el plebiscito constitucional.

En el momento de los análisis, aparecen las preguntas. Y Daniel Mansuy plantea algunas: “¿Boric ha hecho un giro estratégico después de la derrota? ¿En qué personaje se va a convertir? ¿Más en un Ricardo Lagos? ¿Más parecido a Michelle Bachelet? ¿Por qué cosas quisiera ser recordado? ¿Hay, por otro lado, una derecha nítidamente triunfadora?” .

Máster en filosofía política, académico del Centro Signos de la Universidad de los Andes e investigador asociado al Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), Daniel Mansuy observa con franca preocupación.

Cree que a todo el mundo político, y la izquierda en particular, le ha costado digerir y leer bien a esos 13 millones de votantes en el plebiscito. “El sistema político no estaba preparado para eso y siente mucho temor, porque nadie es dueño de esos votos. Eso abre muchas interrogantes sobre el presente y el futuro”, dice.

Puede que aún cueste digerir, pero el resultado fue categórico, ¿no?

Sí, pero los actores políticos tienen cierta inercia y las derrotas cuesta procesarlas. Te agrego otra dificultad: en general, cuando alguien pierde una elección, se va. Pero aquí sucedió que la derrota política tiene que masticarla un sector político que está en el gobierno…

Y que llegó hace menos de un año…

Claro. Y sobre la marcha tiene que procesar una derrota histórica durísima. A la izquierda le va a tomar muchos años…

¿Por qué tanto?

Porque esta izquierda puso todo en la nueva Constitución. Ahí estaba su proyecto histórico y cultural; su proyecto de revancha política, la superación del neoliberalismo, la superación de Pinochet, de la Concertación. Lo jugó todo en esa ruleta y fue derrotado sin apelación. Entonces, la pregunta que sigue vigente es qué nos va a ofrecer la izquierda después de esa derrota monumental. ¿Van a seguir haciendo lo mismo? ¿Cómo lo van a procesar?

Pero el Presidente Gabriel Boric recibió el golpe, ¿no? De hecho, giró y puso en el corazón del gobierno a la ex Concertación.

…Lo ha ido haciendo lentamente. Él se da cuenta de que tiene una base política súper frágil. Es el 25% de la primera vuelta. Y el problema mayor lo tiene con su coalición.

¿Con cuál de sus dos coaliciones?

Con el Frente Amplio básicamente.

¿Más que el PC?

El PC tiene otra estrategia. Ellos entienden la dimensión de la derrota, pero su preocupación es mantener su identidad política. En cambio, al Frente Amplio anda muy extraviado. Hacen como si no hubiera pasado nada. Les cuesta asumir, aceptar que el pueblo quiere otra cosa y que su diagnóstico sobre el país está equivocado. No tenían plan B para esto…

¿Y es claro quiénes son los ganadores?

No. Hoy día hay puros derrotados. Nadie tiene un diagnóstico más o menos acabado respecto de lo que pasa en Chile.

Por lo tanto, ¿la derecha se equivoca al hacer suyo el 62%?

Totalmente. Es absurdo pensar que todo ese 62% es de derecha. El voto obligatorio trajo mucha incertidumbre. Aquí entraron a votar cinco millones de personas nuevas. No sabemos si el día de mañana votarán por el Partido Republicano, por los Amarillos o por el Partido de la Gente. No sabemos nada.

¿El gobierno que no fue?

¿Esa incertidumbre podría explicar, en parte, la lentitud con que se ha ido empujando el proceso constitucional?

Aquí se mezclan dos cosas: por un lado, que hay una derecha que nunca ocultó que no quería cambios constitucionales y que hoy dice “bueno, nosotros ganamos”. Por otro, que hay un hastío real con el tema. La gran tragedia constitucional de Chile es que tenemos que cerrar este proceso, pero a la gente le interesa cada vez menos. Tiene otras urgencias. Sin embargo, es un asunto que no puede quedar abierto, porque más temprano que tarde nos va a reventar en la cara.

Pero van como arrastrando los pies, ¿no?

Todos. No sólo la derecha arrastra los pies. Hay una parte de la izquierda que hace lo mismo.

Un sector de la izquierda teme que la nueva Constitución termine en la cocina. O como dijo Gabriel Salazar, que el Presidente pueda terminar como el chef de este proceso…

A estas alturas, es bastante claro que el nuevo órgano va a ser muy distinto. No vamos a tener una Convención soberana o con ganas de declararse así. Por lo tanto, sí, va a haber mucha más cocina. La paradoja, y en eso Salazar tiene razón, es que Gabriel Boric va a terminar firmando una Constitución muy distinta a la que él hubiera querido. Así es la política.

Poco antes del plebiscito decía que gane el Rechazo o gane el Apruebo, “Boric va a tener que traicionarse a sí mismo”. ¿Lo hizo?

Se traicionó en parte. Con el cambio de gabinete, le dio el poder a la vieja Concertación. No hace tanto tiempo, el Frente Amplio vetó al PPD en una primaria presidencial. Hoy Carolina Tohá, fundadora del PPD, es la jefa política de su gabinete. Esa es una traición, aunque en algún sentido creo que todavía le falta.

¿Le falta traicionarse más?

Sí.

¿En qué?

Boric debe asumir que su proyecto inicial fracasó. Y que toda esta cháchara del cónclave del día domingo pasado fue un poco ampuloso. Si Boric está haciendo un giro hacia la socialdemocracia, es más sano que lo sincere para no seguir generando falsas expectativas.

¿Sobre cuáles expectativas debería bajar el volumen?

Asumir que no va a haber grandes transformaciones estructurales. Habrá lo que el Parlamento y el clima político permitan. Y será mucho menos de lo que Boric prometió. Lo que pasa es que le tienen mucho miedo al “realismo sin renuncia” de Bachelet II. Es mejor sincerarse.

¿Para evitar frustraciones?

Más que nada porque una de las cosas que esta generación diagnosticó muy bien es la desconfianza que tienen las personas hacia el sistema político. Entonces, si tú sigues alimentando expectativas, no sólo profundizas en lo que tanto criticaste, sino que le estás abriendo el paso a uno de los fenómenos más inexplicables y volátiles de las últimas semanas: el Partido de la Gente.

Pero renunciar a las transformaciones, ¿no sería dar por enterrado el programa?

El gobierno que Boric había soñado se acabó. El proyecto que el Frente Amplio había idealizado también se acabó. Aún pueden construir otro, pero no les queda tanto tiempo. El gobierno tiene una duración política efectiva desde el 5 de septiembre de este año al 1 de marzo del 2024, que es cuando parte el ciclo municipal. Lo que Boric no haga en los próximos 18 meses, ya no lo habrá podido hacer.

El temor de una parte de la izquierda, y lo ha dicho Daniel Jadue, es que se instale la desafección en su gente y termine siendo un quinto gobierno de la Concertación…

Ese es el negocio de Jadue y de Jorge Scharp. Ellos están buscando los votos de los descontentos de esa izquierda. Lo que sí creo es que Gabriel Boric corre el riesgo de ver afectada su credibilidad. Él ha negado sistemáticamente todas las convicciones que antes defendió: la Teletón, los militares, la capitalización individual, Carabineros, el orden público…

Eso se llama “otra cosa es con guitarra”.

Sin duda, y en general, yo valoro los cambios de opinión. Pero aquí mi pregunta es política. ¿En qué medida Boric es capaz de volver a construir un personaje creíble considerando que en tan poco tiempo ha cambiado tan radicalmente de posición en todo? Ahí puede perder piso político. Con tres cambios más de opinión, ya nadie le va a creer nada.

O sea, ¿más que el giro estratégico de su gobierno, importa su giro personal?

Claro, él construyó un personaje desde el joven rebelde. ¿Qué personaje está construyendo ahora? ¿Quiere ser como Lagos? ¿A quién está mirando? ¿A Michelle Bachelet? No lo sé, pero políticamente es súper arriesgado negar todas tus convicciones, todo lo que defendiste. ¿Sobre qué soporte ideológico quedas sostenido?

En un tema país, ¿por qué poner tanto acento en la dimensión personal de un mandatario?

Mi planteamiento es político y apunta a entender en virtud de qué principios o de qué fuerza va a ser recordado Gabriel Boric. Hasta hace un año, Boric era conocido por su oposición a la fuerza pública, a Carabineros, por su crítica constante a la militarización del wallmapu, por sus diferencias con la Concertación. Como ahora ya no existen esas críticas, ¿cuáles son sus ideas madre? En el fondo, lo que me preocupa es saber qué base política tiene el personaje que está construyendo Gabriel Boric hoy día.

La derecha espejo

En esa dimensión, ¿cómo se ha posicionado la derecha en su rol de oposición? Hoy siente que tiene el sartén por el mango. ¿Eso ayuda o comprime más el momento político?

Es que, en el fondo, hay una derecha espejo del Frente Amplio.

¿Cómo?

El Frente Amplio instaló un modo de hacer política en Chile. Es un modo revanchista, muy fundado en la consigna, en la crítica fácil. Y como les fue bien, hay gente de la derecha que los está imitando. Eso no es ningún misterio.

¿Cuál de todas las derechas funciona en ese modo?

Es la derecha más dura. Y aquí hay que detenerse. Porque otro gran problema que tiene la derecha hoy es que está hiperfragmentada. Eso no le había pasado nunca.

Tampoco es que siempre haya reinado la unidad…

No, pero la derecha en Chile no estaba acostumbrada a tener en la espalda a un candidato que en primera vuelta haya sacado el 28% de los votos. Hoy tiene al Partido Republicano soplándole en la nuca y eso es muy difícil de procesar. Súmale al Partido de la Gente. Entonces, Chile Vamos está obligado a buscar su espacio y no la tiene fácil.

¿Se siente amenazada?

Muy amenaza. Por eso vemos que hay algunas derechas muy envalentonadas y otras muy preocupadas.

¿Eso explicaría el haber querido pactar con el Partido de la Gente para lograr la presidencia de la Cámara de Diputados?

La derecha cometió un error grave, pero tengo la impresión de que al final puede ser positivo. O sea, fue una torpeza haber convertido al PDG en pieza bisagra, pero al final esa jugada hizo que el Partido de la Gente saliera muy debilitado.

¿Y cuál sería la consecuencia directa de ese error?

Lo más peligroso para la derecha no fue perder la Cámara de Diputados. Lo realmente peligroso es permitir que el Partido de la Gente asuma un rol decisivo en la vida política chilena por la cantidad de diputados que tiene. Ellos pueden dar la mayoría en la Cámara de Diputados.

¿Apuntas a que no deben fomentar el rol de tercera fuerza?

Es que el Partido de la Gente se podría haber convertido en un tercera fuerza, pero eso se debilitó en esta vuelta. Los partidos que operan como bisagra sólo funcionan si son disciplinados. De lo contrario, pierden todo su valor. Sin embargo, hay que ser muy cuidadosos del rol gravitante que puedan cumplir.

O sea, ¿para ti el Partido de la Gente es un factor que puede desmontar el funcionamiento del sistema político actual?

Sin duda, porque además puede ocurrir una carambola muy curiosa: que todos los que defendimos el voto obligatorio, ahora vemos que las personas que no votan podrían verse atraídas por ese tipo de ofertas. Son votos sin lealtades partidarias. Por lo tanto, pueden ser presa de cualquier cosa.

¿Eso es el Partido de la Gente: cualquier cosa?

No. No se trata de demonizar al Partido de la Gente. Por favor. Eso no tiene ningún sentido, pero hay que observar que, al igual que todas estas formas de populismo, el Partido de la Gente es como la fiebre. Es un síntoma de una enfermedad, por así decirlo.

Te preocupa.

Mucho. Sobre todo por lo que te decía recién: Gabriel Boric prometió tal cantidad de cosas, que se generaron altísimas expectativas que no se van a cumplir. ¿Cuál es la consecuencia directa y que, al menos a mí me genera mucho temor? Que el Frente Amplio puede haber alimentado la crisis del sistema institucional y profundizado la desconfianza de la gente. Eso puede abrir un problema muy, muy serio. Ahí radica la amenaza que representa el Partido de la Gente.

“La gran tragedia”, Daniel Mansuy 15 noviembre, 2022

Mario Aguilar, presidente RM del Colegio de Profesores, responde a mi columna del domingo. En su misiva, Aguilar defiende la postura del gremio durante la pandemia, en orden a haber retardado al máximo el regreso a clases. Según él, era irresponsable haber vuelto en 2020, en pleno peak de la pandemia.

El relato de Aguilar es conmovedor, pero confieso que no me persuade. Por de pronto, cabe recordar que en 2021 —no en 2020— el Colegio de Profesores presidido por Aguilar batalló por que el regreso a clases fuera posible solo en fase 4, esto es, una vez que todas las actividades hubieran estado en marcha (en alguna intervención el mismo Aguilar habló de… ¡fase 5!). En otras palabras: los niños fueron siempre su última prioridad. De hecho, nunca le escuchamos a su gremio una actitud propositiva en este tema.

Al mismo tiempo, el Frente Amplio —no contento con acusar constitucionalmente al ministro— presentó proyectos de ley para frenar el regreso, sin recibir ninguna crítica de Aguilar.

Ahora que conocemos los efectos desastrosos del cierre en nuestros niños, ¿habrá alguien dispuesto a asumir sus responsabilidades? ¿Estará dispuesto Mario Aguilar a hacer alguna autocrítica, o debemos suponer que es infalible?

Por último, un comentario. No intento —como me imputa Aguilar— distorsionar la historia reciente, por un motivo muy simple: la historia de octubre de 2019 aún no está escrita. En esa escritura pendiente, por cierto, ni el Colegio de Profesores ni la izquierda tienen privilegio alguno. (El Mercurio Cartas)

Daniel Mansuy

Mansuy alerta sobre ralentización de proceso constituyente: «Puede estallar en la cara» 15 nov 2022

A veces el tiempo actúa como un factor político. Hace ocho meses asumía el Presidente Gabriel Boric y la derecha habitaba en la derrota. Hoy el ímpetu inicial del gobierno parece estar en revisión, mientras que la derecha se siente fortalecida tras el plebiscito constitucional.

En el momento de los análisis, aparecen las preguntas. Y Daniel Mansuy plantea algunas: “¿Boric ha hecho un giro estratégico después de la derrota? ¿En qué personaje se va a convertir? ¿Más en un Ricardo Lagos? ¿Más parecido a Michelle Bachelet? ¿Por qué cosas quisiera ser recordado? ¿Hay, por otro lado, una derecha nítidamente triunfadora?” .

Máster en filosofía política, académico del Centro Signos de la Universidad de los Andes e investigador asociado al Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), Daniel Mansuy observa con franca preocupación.

Cree que a todo el mundo político, y la izquierda en particular, le ha costado digerir y leer bien a esos 13 millones de votantes en el plebiscito. “El sistema político no estaba preparado para eso y siente mucho temor, porque nadie es dueño de esos votos. Eso abre muchas interrogantes sobre el presente y el futuro”, dice.

Puede que aún cueste digerir, pero el resultado fue categórico, ¿no?

Sí, pero los actores políticos tienen cierta inercia y las derrotas cuesta procesarlas. Te agrego otra dificultad: en general, cuando alguien pierde una elección, se va. Pero aquí sucedió que la derrota política tiene que masticarla un sector político que está en el gobierno…

Y que llegó hace menos de un año…

Claro. Y sobre la marcha tiene que procesar una derrota histórica durísima. A la izquierda le va a tomar muchos años…

¿Por qué tanto?

Porque esta izquierda puso todo en la nueva Constitución. Ahí estaba su proyecto histórico y cultural; su proyecto de revancha política, la superación del neoliberalismo, la superación de Pinochet, de la Concertación. Lo jugó todo en esa ruleta y fue derrotado sin apelación. Entonces, la pregunta que sigue vigente es qué nos va a ofrecer la izquierda después de esa derrota monumental. ¿Van a seguir haciendo lo mismo? ¿Cómo lo van a procesar?

Pero el Presidente Gabriel Boric recibió el golpe, ¿no? De hecho, giró y puso en el corazón del gobierno a la ex Concertación.

…Lo ha ido haciendo lentamente. Él se da cuenta de que tiene una base política súper frágil. Es el 25% de la primera vuelta. Y el problema mayor lo tiene con su coalición.

¿Con cuál de sus dos coaliciones?

Con el Frente Amplio básicamente.

¿Más que el PC?

El PC tiene otra estrategia. Ellos entienden la dimensión de la derrota, pero su preocupación es mantener su identidad política. En cambio, al Frente Amplio anda muy extraviado. Hacen como si no hubiera pasado nada. Les cuesta asumir, aceptar que el pueblo quiere otra cosa y que su diagnóstico sobre el país está equivocado. No tenían plan B para esto…

¿Y es claro quiénes son los ganadores?

No. Hoy día hay puros derrotados. Nadie tiene un diagnóstico más o menos acabado respecto de lo que pasa en Chile.

Por lo tanto, ¿la derecha se equivoca al hacer suyo el 62%?

Totalmente. Es absurdo pensar que todo ese 62% es de derecha. El voto obligatorio trajo mucha incertidumbre. Aquí entraron a votar cinco millones de personas nuevas. No sabemos si el día de mañana votarán por el Partido Republicano, por los Amarillos o por el Partido de la Gente. No sabemos nada.

¿El gobierno que no fue?

¿Esa incertidumbre podría explicar, en parte, la lentitud con que se ha ido empujando el proceso constitucional?

Aquí se mezclan dos cosas: por un lado, que hay una derecha que nunca ocultó que no quería cambios constitucionales y que hoy dice “bueno, nosotros ganamos”. Por otro, que hay un hastío real con el tema. La gran tragedia constitucional de Chile es que tenemos que cerrar este proceso, pero a la gente le interesa cada vez menos. Tiene otras urgencias. Sin embargo, es un asunto que no puede quedar abierto, porque más temprano que tarde nos va a reventar en la cara.

Pero van como arrastrando los pies, ¿no?

Todos. No sólo la derecha arrastra los pies. Hay una parte de la izquierda que hace lo mismo.

Un sector de la izquierda teme que la nueva Constitución termine en la cocina. O como dijo Gabriel Salazar, que el Presidente pueda terminar como el chef de este proceso…

A estas alturas, es bastante claro que el nuevo órgano va a ser muy distinto. No vamos a tener una Convención soberana o con ganas de declararse así. Por lo tanto, sí, va a haber mucha más cocina. La paradoja, y en eso Salazar tiene razón, es que Gabriel Boric va a terminar firmando una Constitución muy distinta a la que él hubiera querido. Así es la política.

Poco antes del plebiscito decía que gane el Rechazo o gane el Apruebo, “Boric va a tener que traicionarse a sí mismo”. ¿Lo hizo?

Se traicionó en parte. Con el cambio de gabinete, le dio el poder a la vieja Concertación. No hace tanto tiempo, el Frente Amplio vetó al PPD en una primaria presidencial. Hoy Carolina Tohá, fundadora del PPD, es la jefa política de su gabinete. Esa es una traición, aunque en algún sentido creo que todavía le falta.

¿Le falta traicionarse más?

Sí.

¿En qué?

Boric debe asumir que su proyecto inicial fracasó. Y que toda esta cháchara del cónclave del día domingo pasado fue un poco ampuloso. Si Boric está haciendo un giro hacia la socialdemocracia, es más sano que lo sincere para no seguir generando falsas expectativas.

¿Sobre cuáles expectativas debería bajar el volumen?

Asumir que no va a haber grandes transformaciones estructurales. Habrá lo que el Parlamento y el clima político permitan. Y será mucho menos de lo que Boric prometió. Lo que pasa es que le tienen mucho miedo al “realismo sin renuncia” de Bachelet II. Es mejor sincerarse.

¿Para evitar frustraciones?

Más que nada porque una de las cosas que esta generación diagnosticó muy bien es la desconfianza que tienen las personas hacia el sistema político. Entonces, si tú sigues alimentando expectativas, no sólo profundizas en lo que tanto criticaste, sino que le estás abriendo el paso a uno de los fenómenos más inexplicables y volátiles de las últimas semanas: el Partido de la Gente.

Pero renunciar a las transformaciones, ¿no sería dar por enterrado el programa?

El gobierno que Boric había soñado se acabó. El proyecto que el Frente Amplio había idealizado también se acabó. Aún pueden construir otro, pero no les queda tanto tiempo. El gobierno tiene una duración política efectiva desde el 5 de septiembre de este año al 1 de marzo del 2024, que es cuando parte el ciclo municipal. Lo que Boric no haga en los próximos 18 meses, ya no lo habrá podido hacer.

El temor de una parte de la izquierda, y lo ha dicho Daniel Jadue, es que se instale la desafección en su gente y termine siendo un quinto gobierno de la Concertación…

Ese es el negocio de Jadue y de Jorge Scharp. Ellos están buscando los votos de los descontentos de esa izquierda. Lo que sí creo es que Gabriel Boric corre el riesgo de ver afectada su credibilidad. Él ha negado sistemáticamente todas las convicciones que antes defendió: la Teletón, los militares, la capitalización individual, Carabineros, el orden público…

Eso se llama “otra cosa es con guitarra”.

Sin duda, y en general, yo valoro los cambios de opinión. Pero aquí mi pregunta es política. ¿En qué medida Boric es capaz de volver a construir un personaje creíble considerando que en tan poco tiempo ha cambiado tan radicalmente de posición en todo? Ahí puede perder piso político. Con tres cambios más de opinión, ya nadie le va a creer nada.

O sea, ¿más que el giro estratégico de su gobierno, importa su giro personal?

Claro, él construyó un personaje desde el joven rebelde. ¿Qué personaje está construyendo ahora? ¿Quiere ser como Lagos? ¿A quién está mirando? ¿A Michelle Bachelet? No lo sé, pero políticamente es súper arriesgado negar todas tus convicciones, todo lo que defendiste. ¿Sobre qué soporte ideológico quedas sostenido?

En un tema país, ¿por qué poner tanto acento en la dimensión personal de un mandatario?

Mi planteamiento es político y apunta a entender en virtud de qué principios o de qué fuerza va a ser recordado Gabriel Boric. Hasta hace un año, Boric era conocido por su oposición a la fuerza pública, a Carabineros, por su crítica constante a la militarización del wallmapu, por sus diferencias con la Concertación. Como ahora ya no existen esas críticas, ¿cuáles son sus ideas madre? En el fondo, lo que me preocupa es saber qué base política tiene el personaje que está construyendo Gabriel Boric hoy día.

En esa dimensión, ¿cómo se ha posicionado la derecha en su rol de oposición? Hoy siente que tiene el sartén por el mango. ¿Eso ayuda o comprime más el momento político?

Es que, en el fondo, hay una derecha espejo del Frente Amplio.

¿Cómo?

El Frente Amplio instaló un modo de hacer política en Chile. Es un modo revanchista, muy fundado en la consigna, en la crítica fácil. Y como les fue bien, hay gente de la derecha que los está imitando. Eso no es ningún misterio.

¿Cuál de todas las derechas funciona en ese modo?

Es la derecha más dura. Y aquí hay que detenerse. Porque otro gran problema que tiene la derecha hoy es que está hiperfragmentada. Eso no le había pasado nunca.

Tampoco es que siempre haya reinado la unidad…

No, pero la derecha en Chile no estaba acostumbrada a tener en la espalda a un candidato que en primera vuelta haya sacado el 28% de los votos. Hoy tiene al Partido Republicano soplándole en la nuca y eso es muy difícil de procesar. Súmale al Partido de la Gente. Entonces, Chile Vamos está obligado a buscar su espacio y no la tiene fácil.

¿Se siente amenazada?

Muy amenaza. Por eso vemos que hay algunas derechas muy envalentonadas y otras muy preocupadas.

¿Eso explicaría el haber querido pactar con el Partido de la Gente para lograr la presidencia de la Cámara de Diputados?

La derecha cometió un error grave, pero tengo la impresión de que al final puede ser positivo. O sea, fue una torpeza haber convertido al PDG en pieza bisagra, pero al final esa jugada hizo que el Partido de la Gente saliera muy debilitado.

¿Y cuál sería la consecuencia directa de ese error?

Lo más peligroso para la derecha no fue perder la Cámara de Diputados. Lo realmente peligroso es permitir que el Partido de la Gente asuma un rol decisivo en la vida política chilena por la cantidad de diputados que tiene. Ellos pueden dar la mayoría en la Cámara de Diputados.

¿Apuntas a que no deben fomentar el rol de tercera fuerza?

Es que el Partido de la Gente se podría haber convertido en un tercera fuerza, pero eso se debilitó en esta vuelta. Los partidos que operan como bisagra sólo funcionan si son disciplinados. De lo contrario, pierden todo su valor. Sin embargo, hay que ser muy cuidadosos del rol gravitante que puedan cumplir.

O sea, ¿para ti el Partido de la Gente es un factor que puede desmontar el funcionamiento del sistema político actual?

Sin duda, porque además puede ocurrir una carambola muy curiosa: que todos los que defendimos el voto obligatorio, ahora vemos que las personas que no votan podrían verse atraídas por ese tipo de ofertas. Son votos sin lealtades partidarias. Por lo tanto, pueden ser presa de cualquier cosa.

¿Eso es el Partido de la Gente: cualquier cosa?

No. No se trata de demonizar al Partido de la Gente. Por favor. Eso no tiene ningún sentido, pero hay que observar que, al igual que todas estas formas de populismo, el Partido de la Gente es como la fiebre. Es un síntoma de una enfermedad, por así decirlo.

Te preocupa.

Mucho. Sobre todo por lo que te decía recién: Gabriel Boric prometió tal cantidad de cosas, que se generaron altísimas expectativas que no se van a cumplir. ¿Cuál es la consecuencia directa y que, al menos a mí me genera mucho temor? Que el Frente Amplio puede haber alimentado la crisis del sistema institucional y profundizado la desconfianza de la gente. Eso puede abrir un problema muy, muy serio. Ahí radica la amenaza que representa el Partido de la Gente. (La Tercera)

La paradoja del Frente Amplio 25 diciembre, 2022

Puede pensarse que, al firmar el acuerdo constitucional del 12 de diciembre, el Frente Amplio (FA) renegó de todas y cada una de las banderas que había enarbolado en los últimos años, y sobre las cuales había construido su identidad. La decisión fue tan dolorosa como inevitable, pues no era posible quedarse debajo de ese tren. Sin embargo —los reflejos siempre vuelven por sus fueros—, varios de sus dirigentes no pudieron evitar criticar el pacto suscrito horas antes. Esto puede explicarse por la necesidad de hablarles a sus bases que, de seguro, no comparten lo acordado. Con todo, ese aspecto no agota la cuestión, pues la molestia no es puramente táctica ni retórica. En efecto, el FA está cruzado por una incomodidad profunda con el desarrollo de los acontecimientos. Para decirlo en simple, abunda la frustración: gobernar no es lo que esperaban. Triunfaron, es cierto, pero no fue tan hermoso.

La paradoja del Frente Amplio puede formularse como sigue: el colectivo tenía mucho más poder cuando era opositor, y de allí la decepción. Si la política consiste en la capacidad de imponer temas y tiempos, nadie lo hizo mejor que el FA en el mandato de Sebastián Piñera. Derribaron ministros, entorpecieron el manejo de la pandemia, validaron la violencia, obstruyeron todas las iniciativas del Ejecutivo y forzaron retiros de los fondos de pensiones. Dejaron al gobierno —y al Estado— en el suelo. En suma, dictaron el tono, hasta el punto de monopolizar la legitimidad política. Esa actitud les permitió alcanzar el poder en medio de un proceso constituyente que prometía concretar todos sus sueños. No era poco. Hoy, administran el aparato público —y los miles de cargos asociados—, pero no pueden hacer lo que desean (y ni hablar lo que prometieron). Nunca una generación se había visto reducida tan rápidamente al más estricto de los aylwinismos: solo puede hacerse lo posible.

Naturalmente, el fenómeno no es exclusivo de Chile ni del Frente Amplio. No es raro que, en cuadros fragmentados, sea preferible mirar desde fuera que ejercer el poder. No obstante, la dificultad del FA para habituarse a la nueva situación devela que, en su caso, hay algo adicional. En rigor, las fuentes intelectuales del FA son inservibles a la hora de administrar el Estado. Por mencionar un ejemplo significativo, el énfasis exclusivo en el conflicto dejó de funcionar el 11 de marzo, y nadie se dio el trabajo de procesar la nueva realidad. La posición de Chantal Mouffe ilustra a la perfección el giro. La politóloga belga lleva décadas insistiendo en la dimensión agonística de la política y en la necesidad de poner por delante las discrepancias. Sin embargo, en su reciente visita al país afirmó sin pestañear que “en la situación actual es importante no antagonizar demasiado en Chile” (La Segunda, 7 de diciembre de 2022). La frase pasó desapercibida, pero fue un acto despiadado de abdicación intelectual, como diciendo: ojalá nadie se haya tomado demasiado en serio las cosas que escribo.

Por otro lado, la posición puramente crítica, de resistencia al poder —inspirada en los trabajos de Foucault—, tampoco resulta pertinente desde la cabeza del Estado. Si acaso es cierto que el Estado opresor es un macho violador (como repetían Lastesis), y si evadir es otra forma de luchar, entonces gobernar se vuelve una tarea imposible. El FA no posee una teoría del poder ni una teoría del Estado y, en esas condiciones, no sabe qué hacer con una estructura que considera ilegítima. Si el Socialismo Democrático ha asumido tantas posiciones clave del Ejecutivo ha sido simplemente porque el FA no sabía qué hacer con ellas, y las ha abandonado. Nadie del FA puede —ni quiere— ser ministro del Interior.

Las dificultades mencionadas dan cuenta de los laberintos que tienen atrapada a la nueva izquierda. Acostumbrada a la lógica de la performance, no encuentra su lugar en el crudo mundo del poder. De hecho, no es casual que las Relaciones Exteriores se hayan vuelto conflictivas, pues los gestos puramente performativos se han refugiado en ese lugar. Solo allí pueden seguirse realizando desplantes simbólicos, pues sus consecuencias no son inmediatas (supongo que la degradación más o menos implícita de la canciller Urrejola es un daño colateral). Las manidas quejas contra el TPP11, la negociación con la Unión Europea, el impasse con el embajador de Israel, y el extraño anuncio de la embajada en Palestina, todo esto responde a la misma insatisfacción: ¿quedará algún área en la que podamos hacer aquello que soñábamos? ¿O estamos reducidos a la más absoluta de las impotencias?

Gabriel Boric encarna de modo prístino las contradicciones del FA, que están bien graficadas en sus personajes antinómicos de primera y segunda vuelta. Cada señal que entrega en una dirección es seguida de una señal contraria; y, apenas toma algo de altura, vuelve muy pronto a sus reflejos más elementales, como si no pudiera conformarse con las limitaciones del poder presidencial. El mandatario y el FA están en el peor de los mundos: tienen poder, pero no saben en qué consiste. Dado que la naturaleza aborrece el vacío, el FA está condenado a ser fagocitado ideológicamente por otros grupos; y, a estas alturas, solo le cabe escoger por quién prefiere ser absorbido. Tal es el destino de las fuerzas que han escogido actuar sin contar con la debida reflexión. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

La crisis de la palabra 22 enero, 2023

La acusación constitucional contra el ministro Giorgio Jackson ha sido una especie de condensado de los problemas que aquejan a nuestra política. En efecto, es posible apreciar en ella muchos de los malos hábitos que están en el origen del declive de nuestra escena pública. Por lo mismo, parece relevante examinar lo sucedido para disponer —al menos— de un diagnóstico adecuado sobre nuestra situación.

Primero, la banalización. Al presentar (y respaldar) un libelo con fundamento dudoso, la derecha contribuyó a seguir trivializando las acusaciones constitucionales, de las que fue víctima en el período anterior (el caso más absurdo: el ministro de Educación por impulsar el regreso a clases presenciales). El problema es grave, porque el instrumento no está concebido para resolver diferencias políticas, ni para que el Parlamento imponga sus puntos de vista al Ejecutivo. Si la oposición quiere presionar al Gobierno, puede recurrir a las interpelaciones, a las comisiones investigadoras y, lo más importante, al voto en cada proyecto. La acusación constitucional es un último recurso, que solo debería ser usado una vez agotados los otros caminos y tras un largo proceso de reflexión.

En esta ocasión, nada de esto ocurrió. Simplemente, se buscó golpear al oficialismo en un momento de fragilidad. Sin embargo, el deterioro institucional es demasiado grave como para persistir en una lógica que exacerba nuestras dificultades. Esto no implica exonerar al Gobierno de críticas —y vaya que las merece—, pero eso no debe realizarse a cualquier costo. Por lo demás, no se trata de pedir heroísmo en las bancadas opositoras, sino solamente una visión más larga del horizonte (aquello que Tocqueville llamaba “el interés bien entendido”). Es muy posible que la actual oposición gane las próximas presidenciales, y la reproducción de esta dinámica no le ayudará a hacer un buen gobierno (que es aquello que más necesita Chile). Seguir al infinito con el espíritu de revancha bien podría terminar arrasando con todo.

Segundo, coherencia narrativa. En esta materia, debe reconocerse que Apruebo Dignidad ha elevado al nivel de exquisito arte la capacidad de mantener un doble discurso. Sus dirigentes afirman —con ceño fruncido— todo lo contrario de lo que defendieron —con ceño fruncido— hace tan solo unos meses. Es cierto que algunas frases parecen prestarse más bien para el humor (por ejemplo, las declaraciones de la diputada Cariola tras el rechazo del libelo), pero en este punto se esconde una dificultad significativa. La nueva generación, aquella que venía a renovar las prácticas, no solo está replicando los vicios de la vieja política: también los está agravando.

El problema puede explicarse como sigue. Si nuestra democracia está en crisis, es precisamente porque los ciudadanos dejaron de creer en la palabra de nuestros políticos, y ninguna democracia puede subsistir demasiado tiempo en esas condiciones. Gabriel Boric llegó al poder a partir de esa desconfianza, pues logró transmitir (algo de) credibilidad. Su gobierno, en el fondo, representaba la promesa de restitución del vínculo político. Esa fue su virtud, pero es al mismo tiempo su gran debilidad. Si la ciudadanía pierde la confianza en lo que dice, volveremos al círculo vicioso. Este es, por lejos, el pecado más grave de la generación del Frente Amplio: están acelerando —día a día— el desprestigio de la política, porque sus cambios de opinión son solo circunstanciales. Su palabra ya no remite a nada real, y están dispuestos a defender cualquier tesis si es funcional a su objetivo de acumular o conservar poder. Guste o no, la nueva izquierda es un actor central en la degradación de la palabra política.

Para tratar de tapar el sol con un dedo, el oficialismo ha elaborado un relato: la extrema derecha está dañando a la democracia, el fascismo horada las instituciones. Sin embargo, no formula la pregunta por la propia responsabilidad en la crisis. Ellos siempre son inocentes, los responsables son sistemáticamente otros (la derecha, la Concertación, el neoliberalismo, los treinta años, el imperialismo, la policía o quien fuere). Si nuestra democracia está en problemas es también porque ellos jugaron con fuego durante años para someter a sus adversarios: avalaron la violencia, intentaron destituir al presidente elegido en las urnas, reventaron los fondos de pensiones, produjeron inflación, crearon un clima que dificulta el control de la migración, y la lista podría seguir. Para decirlo en buen chileno, tomaron todas las micros.

Salir de esta situación será cualquier cosa menos fácil, y requiere que todos los actores tomen conciencia del peligro en el que estamos sumidos. Desde luego, si es bien conducido, el proceso constituyente debería jugar un papel en restablecer ciertas confianzas y en producir un marco que permita el desenvolvimiento sano de la democracia. Con todo, y dado que ya no son actores marginales, cualquier atisbo de solución requiere de la colaboración activa de quienes nos gobiernan. Si se quiere, el principal peligro que acecha nuestra democracia no son los fascistas ni los populistas de derecha. El principal peligro que acecha nuestra democracia es que la nueva izquierda siga convencida de que es inocente, y que, por tanto, no encuentre las herramientas para conducir la crisis. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

La disyuntiva de la izquierda 5 febrero, 2023
A la deriva 19 febrero, 2023

Esta semana, el Gobierno logró la extraña proeza de convertir una emergencia nacional en una disputa ideológica entre las almas que lo habitan. Así, el debate en torno al eventual royalty a las empresas forestales —como respuesta a la búsqueda de responsables de los incendios— se convirtió en un ejemplo adicional de las dificultades que enfrenta día a día el oficialismo. El libreto es invariable, y funciona como sigue. A partir de cualquier coyuntura, se aplica un esquema maniqueo que simplifica los problemas a través de la identificación de los supuestos malvados. Luego, cuando dicha tesis no logra ajustarse a la realidad, se produce un retroceso parcial en medio de la cacofonía. El resultado no tiene nada de sorpresivo: el Gobierno transmite una sensación de desorden y no alcanza a comunicar nada. En rigor, el Ejecutivo tiene espasmos más que mensajes coherentes.

Guste o no, el origen de estas ambigüedades está en La Moneda. El propio Presidente fue quien mencionó —en el fragor de la lucha contra los incendios— que la industria forestal requería modificaciones profundas. Sin embargo, al no precisar el alcance de su declaración ni acotarla con exactitud, abrió la puerta para los entusiastas de la tribu. La ocasión fue aprovechada por Esteban Valenzuela, ministro de Agricultura, que se apuró en anunciar cambios tributarios para las empresas forestales (hay que notar el nivel del desorden: un ministro sectorial quiso convertirse en portavoz en materia de impuestos). Finalmente, la ministra del Interior corrigió a su colega de Agricultura tratando de cerrar la brecha abierta por el mandatario.

El primer hecho llamativo es, sin duda, la compulsión maniquea: ¿qué sentido tiene entrar en una discusión de este tipo cuando la prioridad exclusiva debe ser apagar los incendios? La única conclusión posible es que, para cierta izquierda, todo sirve a la hora de alimentar las obsesiones ideológicas. Ayer fueron los carabineros y las inmobiliarias, hoy son las forestales, y quién sabe de qué estaremos hablando mañana (a propósito de Carabineros, ¿algún dirigente frenteamplista ha pedido disculpas públicas por haber tratado de homicidas, haciendo uso y abuso de todos sus privilegios de clase, a funcionarios absueltos por la justicia?).

Desde luego, la discusión sobre las forestales puede tener su pertinencia, pero hace falta algo más que consignas vagas para tratarla en su mérito. Además, antes de entrar en ella el Estado debe aclarar cuánta intencionalidad hubo en los incendios y castigar a los eventuales culpables. Si el aparato público no es capaz de cumplir esa función elemental de esclarecer los hechos, todo el resto se volverá vano. Nos encontramos acá con un desafío ineludible, que pasa por rehabilitar el Estado. Todas las transformaciones soñadas por la izquierda no irán más allá de la ilusión si el Estado no recupera la autoridad y prestancia necesarias (que la misma izquierda que nos gobierna horadó estando en la oposición).

Cabe añadir que todo esto se produce en medio de una creciente fragilidad del Ejecutivo, que cuenta cada vez con menos espacio para impulsar su agenda. En esta misma secuencia, el fiscal nacional corrigió al subsecretario del Interior, al aseverar que —hasta ahora— las forestales son víctimas, y deben ser tratadas como tales. El Gobierno enfrenta cierta soledad institucional que revela, a su vez, la ausencia de un plan político articulado. Hay un desajuste entre la ambición de los objetivos enarbolados y los medios para alcanzarlos. ¿Cuál es, en definitiva, el proyecto de este gobierno? ¿O debemos conformarnos con la idea de que, un año después de haber asumido, el Gobierno sigue ignorando su derrotero?

Estas consideraciones obligan a formular —al menos— dos inquietudes. La primera guarda relación con el alcance del bullado cambio de gabinete. Es evidente que hay carteras que no resisten más anomia —Cancillería y Educación son las más obvias, pero no las únicas—, pero la verdad es que el problema fundamental no pasa por el equipo, sino por la conducción. Para decirlo de otro modo, ningún cambio de gabinete podrá resolver por sí solo los problemas de identidad que aquejan al Gobierno (y, sobre todo, al primer mandatario). En ese sentido, la expectativa depositada en el recambio de nombres es completamente excesiva. Si el ministro Valenzuela se engolosinó en esta ocasión, el único motivo es que el Presidente le ofreció la oportunidad. Tal es el meollo del asunto.

La segunda inquietud es bastante más grave, y tiene que ver con el destino del país. Chile vive momentos difíciles: proceso constitucional incierto, situación económica muy delicada, crisis migratoria y de seguridad, y la lista podría seguir. En esas condiciones, no podemos darnos el lujo de un gobierno paralizado por sus propias dudas existenciales. Son demasiadas las urgencias, demasiados los nudos y las tensiones como para permitirnos un gobierno que no gobierna mientras dura su proceso de introspección.

Al acceder al poder, el sueño colectivo del Frente Amplio era darle un cauce institucional a la crisis social. Hasta ahora, debe decirse que están haciendo todo lo posible por agravarla. Todos pagaremos la cuenta. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

El abandono de la nación 5 marzo, 2023

Las Fuerzas Armadas iniciaron esta semana su despliegue en el norte, cuyo principal objetivo es disuadir los ingresos clandestinos al país. Se trata de una señal relevante que muestra —al fin— cierta disposición del Estado chileno a la hora de proteger nuestras fronteras. Sin embargo, es posible que el gesto sea tan tímido como tardío. Desde luego, es imposible evaluar ahora sus resultados, pero todo indica que las facultades atribuidas a los militares son más bien limitadas, sobre todo si atendemos a la gravedad de la crisis. Dicho de otro modo, una disuasión efectiva requiere un estatuto mucho más robusto: no es seguro que el remedio sea proporcional a la enfermedad. El problema es delicado, pues si los militares no cumplen su cometido, la medida tendrá un efecto exactamente contrario al buscado: volver aún más frágiles nuestras fronteras.

La palabra frontera condensa, de hecho, buena parte de nuestros problemas. Después de todo, si hemos llegado a este punto es fundamentalmente porque nuestras élites —políticas, culturales y económicas— dejaron de creer en la pertinencia misma de las fronteras, y en la consecuente necesidad de protegerlas. Por un lado, los adeptos al liberalismo económico más ortodoxo estiman que los movimientos migratorios permiten acceder a mano de obra de bajo costo, y ajustar de ese modo la escasez de oferta. La izquierda progresista, por otro lado, adhiere a un credo cosmopolita que rechaza toda forma de particularismo y abraza a la humanidad. En esa lógica, toda frontera representa un atentado contra los derechos humanos y una discriminación inaceptable, condenada a sumarse prontamente a los basureros de la historia. Sin ir más lejos, el Gabriel Boric de primera vuelta proponía una política de puertas abiertas, regularización masiva y acceso universal a beneficios sociales. Bienvenidos todos.

Se produjo entonces un acuerdo tácito, cuya consecuencia fue el abandono de la idea misma de nación. El costo fue alto. La derecha perdió una idea constitutiva de su identidad, mientras que la izquierda horadó la viabilidad de un Estado de bienestar (que requiere, como ha apuntado David Miller, grados elevados de cohesión y de formalidad laboral). Para decirlo en simple, quienes nos han gobernado en los últimos años no han contado con una teoría adecuada de la nación, y esa carencia hace muy difícil administrar un Estado digno de ese nombre. De allí se derivan las repetidas deficiencias en la Cancillería, pues las amenazas exteriores que enfrentamos no pueden sino comprenderse desde esa categoría (que nuestros vecinos conciben mucho mejor que los voceros de la llamada “diplomacia turquesa”). Por mencionar un ejemplo significativo, no hemos podido resolver el impasse migratorio con Bolivia, que se niega a recibir a quienes hayan cruzado desde allí hacia Chile y que no tengan pasaporte boliviano, haciendo gala de una voluntad que nosotros no tenemos (un 90% de las entradas irregulares son desde el país mediterráneo).

En estas condiciones, no debe extrañar que nunca hayamos tenido una discusión sobre el número de inmigrantes que podemos acoger dignamente (ningún país tiene capacidad de absorción ilimitada). La mera pregunta puede parecer odiosa, pero es indispensable: ¿cuántas viviendas tenemos, cuántos centros educacionales, cuántos centros de salud? ¿Tenemos una estimación, aunque fuera aproximativa? Este fenómeno simplemente nos aconteció, como si se tratara de una fuerza de la naturaleza imposible de gobernar y conducir. Un dato de muestra: durante todo el 2022 fueron expulsados de Chile 31 personas, a sabiendas de que se producen unos 50.000 ingresos clandestinos al año. Le dejo al lector el trabajo de calcular cuántos años tardaríamos en ordenar el tema.

El problema tiene otra arista delicada: la asimetría en las percepciones, ya que los costos asociados a la migración masiva no están distribuidos de modo uniforme en la población. En efecto, son los sectores más vulnerables quienes se ven enfrentados a las presiones del caso, tanto en cuestiones de sueldos como en servicios, y ni hablar de seguridad. Por otro lado, y como bien lo notara hace años el periodista británico David Goodhart, las clases populares están mucho más atadas a la particularidad que las élites —como pudo comprobarlo la fallida Convención— y la globalización no les parece un proceso necesariamente feliz. Peor aún, dichos sectores se sienten despreciados cuando se les intenta enseñar —desde arriba y de modo paternalista— que sus percepciones están equivocadas, que sus sentimientos son incorrectos y que deben cambiar cuanto antes de actitud. Estas asimetrías son el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de discursos patológicos y populistas, que prometen resolver rápidamente aquellas dificultades que el sistema no procesa con la urgencia requerida. Si se quiere, los discursos xenófobos son alimentados en último término por quienes se han negado sistemáticamente a asumir que acá hay un problema grave que merece ser considerado.

Abandonar la idea de nación implica abandonar también al pueblo que se identifica con esa nación. Mientras las clases dirigentes no comprenden la profundidad de su error, solo podrán acentuar la distancia con los gobernados. Nada bueno puede salir de allí. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

El indulto como asunto personal 19 marzo, 2023

Esta semana salieron a la luz nuevos antecedentes respecto de los indultos otorgados por el Presidente Gabriel Boric en diciembre del año pasado. Así, nos hemos enterado de que, en seis casos, Gendarmería desaconsejó fuertemente dicha medida, y también conocimos el contenido de la carta mediante la cual uno de ellos solicitó el indulto. Las revelaciones son explosivas, pues vuelven a instalar en el centro de la escena una cuestión muy delicada para el Gobierno.

En algunos casos, las palabras de Gendarmería son taxativas. Por ejemplo, se señala que Jordano Santander, condenado por homicidio frustrado contra funcionarios de la PDI, presenta “un alto riesgo de reincidencia”. En lo que respecta a Luis Branson, conocido como “el pirómano” y líder de la heroica primera línea en Iquique, se dice que “evidencia una conciencia inadecuada por el delito y daño por el cual cumple condena”. Luis Castillo, por su parte, representa un “riesgo de reincidencia muy alto” y posee “amplio compromiso delictual”. Un cuarto, sigue Gendarmería, “no tiene conciencia del delito cometido”. En la carta en la que pide el indulto, Luis Castillo invoca “el divino derecho a la rebelión popular”, sin mostrar ningún signo de arrepentimiento.

¿Cómo sincronizar la decisión de indultar a estas personas de largo prontuario con la necesidad imperiosa de dar señales nítidas en materia de seguridad? En este punto, el Ejecutivo muestra una disonancia muy evidente como para pasarla por alto: el Gobierno persigue a la delincuencia (“como perros”) y, al mismo tiempo, el Gobierno libera a delincuentes contra la opinión del organismo especializado. De no mediar una explicación razonable, la credibilidad presidencial en estas cuestiones puede tender muy rápidamente a cero.

Sin embargo, las declaraciones de los responsables solo han complicado el asunto. Tanto el mandatario como su ministro de Justicia se han refugiado en disquisiciones propias de quienes alegan en tribunales, pero que no satisfacen ningún estándar de razonabilidad pública. Gabriel Boric se ha negado a comentar esta noticia, arguyendo que el asunto está radicado en el Tribunal Constitucional. El ministro Cordero, para no ser menos, ha recordado que “los abogados no litigan por la prensa”.

Estas (muy malas) respuestas revelan bien el equívoco que tiene tan complicado al Gobierno. El Presidente razona como si fuera un ciudadano común y corriente involucrado en una disputa judicial más o menos rutinaria, y está a un paso de agregar que su abogado le ha prohibido realizar declaraciones. No obstante, la realidad es muy distinta: Gabriel Boric ejerce un cargo que le impone el deber ineludible de dar cuenta a los ciudadanos de sus decisiones, y ningún artilugio jurídico justifica su silencio. Luis Cordero tropieza con la misma dificultad, pues al escucharlo da la impresión de que fuera el abogado personal del Presidente y no el ministro de Justicia del Estado de Chile. Para protegerse del escrutinio público, el Gobierno ha escogido tratar una decisión política como si fuera un problema privado.

Llegados a este punto, cabe preguntarse por qué un hombre inteligente y preparado como el ministro Cordero se presta para un espectáculo de esta naturaleza. La única respuesta posible es que los indultos fueron otorgados sin mayor examen previo y que, por tanto, no hay modo de justificarlos. El Presidente no puede reconocer ninguna de las dos alternativas disponibles: o bien indultó sin tener a la vista la información pertinente, o bien indultó con todos los datos disponibles. Para salir de un dilema imposible, resulta imperativo ocultar al máximo los detalles. La estrategia puede parecer hábil, pero es de corto alcance. Por de pronto, el sigilo solo alimenta las filtraciones y, además, las revelaciones espaciadas solo harán aún más larga y dolorosa una crisis inevitable.

Ahora bien, la actitud asumida por el Presidente y su ministro remite a una cuestión previa. En efecto, la manera en que el mandatario decidió indultar a un grupo de “presos de la revuelta” obedece a la misma lógica. Recordemos que el argumento esgrimido una y otra vez ha sido que esos delitos fueron cometidos en un “contexto excepcional” y que los indultos eran necesarios para recuperar la paz social. Sin embargo, ese motivo no justifica nada. Si se buscaba dar vuelta la página y pacificar al país tras un grave conflicto, entonces el beneficio debió dirigirse no solo a los condenados por desmanes, sino también a uniformados que cumplen condena —que también los hay—. Si el contexto fue excepcional para unos, ¿por qué no para los otros? ¿Cómo justificar esa exclusión? ¿En qué medida se recupera la paz social atendiendo solo a un lado de la historia?

La facultad de indultar tiene razones muy profundas. Se presume que, por su posición de jefe de Estado, quien ocupa la primera magistratura puede adquirir altura y ecuanimidad para impartir clemencia. Al usar dicha potestad de modo parcial y partisano, el Presidente degradó una institución tan necesaria como sensible. No debe extrañar el silencio ante las preguntas de la prensa. En el fondo, los motivos del indulto fueron privados, y por eso el Gobierno se resiste a darlos a conocer. El mandatario logró así la proeza de privatizar una de sus potestades más elevadas. No es poco. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Trayectoria Política

«La ausencia del Chadwick resulta casi inconcebible: sin él, el Gobierno perdería buena parte de su peso e interlocución. De algún modo, habria que pensarlo todo de nuevo, y volverían a intalarse con más fuerza los viejos fantasmas del déficit polítio» Ministro en problemas, 13 enero 2019

Si la derecha repite y repite lo del 64 va a terminar siendo igual porque genera las condiciones para eso. hay cosas que se parecen y toras que no.
¿que hará un presidente de derecha el 2022 si no tiene una reflexión? ¿con un solo gobernador, con la convención en contra? Si ganas solo con la bandera del anticomunismo será un desastre. no se si tiene sentido ganar si no tienes algo sofisticado que ofrecer. 20 junio 2021

Daniel Mansuy advierte sobre la estrategia del PC: “Si nada es más relevante que cuidar los equilibrios y evitar los conflictos innecesarios, la intención del PC es exactamente contraria” 27 junio 2021

Daniel Mansuy
«Renunciar a sí mismos» Sobre la ex Concertación:
«El país necesita, con urgencia, que ese sector trabaje un diagnóstico más fino sobre el pasado, que pemita volver a darle gobernabilidad a Chile, gobernabilidad que el Frente Amplio por si solo no etá en condiciones de ofrecer»
«El problema puede resumirse así: los eventuales motivos para votar Apruebo no pueden pasar por la denigración total y absoluta de los treinta años. Se trata de un argumento absurdo, sobre todo si lo enuncian quienes dirigieron al país en esos momentos» 1 mayo 2022

«Llevados a este punto, la pregunta no deberia ser solo de qué lado estaremos el 4 de septiembre, sino como evitar la fractura total del país la mañana del 5. En el cuadro actual, gane quien gane, ese día será el inicio de una nueva disputa que podría durar décadas» «4 de septiembre» 15 mayo 2022

«El gobierno, en el fondo, se enfrenta a la difícil disyuntiva de tenre que emplear una fuerza que considera opresora… Nos gobierno una generación encerrada en una cárcel mental, cárcel que bien podría desfondar completamente el oficialismo» «Territorio liberado» El Mercurio 29 maho 2022

«Esta semana, Ricardo Lagos confirmó -si algien tenía dudas- que su talento políico sigue intacto. Entiendo por talento político algo qe excede la mera astucia: Lagos es mejor político porque mira más lejos; y, si me apuran, ve más lejos porque arranca desde más atrás. De hecho, si hay una dimensión llamativa de sus intervenciones es precisamente su plena conciencia de estar inscrito en la historia larga de Chile» «La mala noticia que les trajo Lagos», 10 julio 2022

no podemos repetir ni la experiencia de la fallida convención, ni la experiencia de 2005, cuando se creyó poder cerrar un pacto constitucional sin participación del electorado 2 octubre 2022 (ver columna)

Bibliografia

Otras publicaciones

«El primer dato es que Palma Salamanca rechaa enérgicamente convertirse en leyenda: no quiere responder a la figura épica del guerrillero latinoamericano. Sin embargo, y aquí parten las dificultades, tampoco reniega de lo obrado… ante el horror, elige no mirar. Después de todo, si fe un instrumento pasivo de la historia, no tiene nada sobre lo que reflexionar…» «Ricardo Palma Salamanca» 19 febrero 2019, El Mercurio.

«En un fallo reciente, Macarena Rebolledo, titular del Segundo Juzgado de Familia de Santiago, dictaminó que un puede legalmente,, tener dos madres. La decisión se inscribe a la perfección en cieta narrativa progresista que pretende dejar atrás los prejicios de épocas pretéritas. … es posible, sin embargo, que la cuestión admita otra lectura. Por de pronto, hay un enorme problema antropológica involucraco…» «La jueza que quería legislar» 14 junio 2020

«El nuevo documento programático de Chile Vamos hace un real esfuerzo por articular todas las vertientes de la derecha en una proyección común… Todo esto nos conecta con otro principio rescatado  por el documento: el valor atribuido a la intimidad y a la vida privada como parte constitutiva del despliegue de lo humano» «Vientos de cambio» La Tercera 30 mayo 2016

«¿volverán a salir  ministros para reforzar las campañas cuando los candidatos estén en dificultades? ¡No se debilita en exceso el equipo político con la salida de dos de sus miembros, sabiendo que al ministro del interior no parece complicarle estar sumido en la irrelevancia? … lo mas probable  es, entonces, que Briones quede atrapado en un conflicto de lealtades imposibles de resolver. Dicho de otro modo, no es seguro que el actual ministro de hacienda sea la mejor alternativa para levantar un partido alicaído: a su campaña le será difícil encontrar un espacio, y la debilidad del gobierno ha quedado a la vista de todos» Daniel Mansuy, «La Salida de Briones, 24 enero 2021

Hay una porción significativa de la izquierda que  no  mira este proceso como una oportunidad histórica para elaborar consensos duraderos, sino como una etapa adicional de una dinámica mucho más amplia de acumulación de fuerzas, en vistas de un supuesto triunfo final… en cualquier caso la dificultad mas relevante guarda relación con la socialdemocracia. Debe recordarse que fue la centro izquierda la que desencadenó el proceso constituyente al plegarse, la tarde de aquel 12 de noviembre, a la demanda por una nueva Constitución. «La segunda transición, 16 mayo 2021

«… si la centroizquierda no recupera algo de orgullo por el ciclo político que lideró, está condenada a ser fogocitada por fuerzas que le enrostrarán una y otra vez el pecado ya confesado…» «EL breve espacio de Yasna» «en política, los espacios nunca están disponibles, sino que deben generarse. Sin ir más lejos, así lo hicieron Sichel y Boric, que entraron como retadores. Si la praxis crea sus propias condiciones de posibilidad, la tarea de Yasna Provoste es precisamente construir un escenario que le sea propicio» 25 julio 2021

«…no hya seguridad social posible, ni Estado de bienestar, si no hemos asumido que la propiedad tiene limitaciones, algunas de ellas bastante severas. Hoy, por obra y gracia de la oposición, será más difícil que ayer explicarles a los chilenos que un régimen solidario requiere más sacrificio que consumo inmediato» «Nihilismo y pensiones» 5 septiembre 2021

«Más allá del resultado electoral, la izquierda no superará este momento mientras no reflexione seriamente sobre el 18-O,  el modo en que avaló la violencia y destrucción del espacio público porque favorecía su propia causa»  #La noche amarga del Frente Amplio» 28 noviembre 2021

«El octubrismo de hecho, fue derrotado hace cuatro semanas»
«El Boric ganador fe un candidato muy inclinado al centor, socialdemócrata, casi lagista#
«Lo fundamental serán as primera señales del Presidente electo: no sabemos aún cuán esquinado será su gobierno y su primer discurso no resolvió las dudas»
«El gran error sería leer esta elección como un gran triunfo ideológico»
«Boric deberá elegir, en las próximas horas, a quién Traiciona» 20 de diciembre 2021

«Boric represnta, encarna y perfonifica a una generación que cree ante todo en la inocencia. Se trata de un cambio antropológico cuo alcance todavía no podemos medir, pero es enorme: en ese imaginari n hay mal en primera persona… el partido Comunista está librando una lucha soterrada para conservar su influencia y mantener el programa original: Daniel Jadue ha llegado a afirmar que en la segunda vuelta no hubo cambios relevantes. El Presidente electo seguramente entiende qu esa lectura lo conduce al despeañdero, pero está por verse cuánto espacio efectivo tiene y si logra neutralizar a unos aliados que pueden convertirse en un pesado lastre» 26 diciembre 2021

«La inevitable derrota de Boric» «El diputado no solo está buscando los votos que necesita, sino que sus giros ponen en riesgo toda la apuesta d esu generación y -peor- su identidad política, que contituye su gran activo. Un Gabriel Boric domesticado deja de ser Gabriel Boric» El Mercurio, 12 diciembre 2021

 «Muchos actores siguen operando con arrogancia, y suponen que toda la soberanía está depositida en ellos de una vez y para siempre. Asi, olvidan que su situación es tan frágil como la de cualquier otra autoridad en Chile (¿cuántos convencionales serían elegidos hoy si tuviéramos reelección?) Tampoco faltan las expectantivas desmedidas, que alimentan un círculo infernal» «El fin del asambleísmo» 9 enero 2022

«Como fuera, hay que medir bien la enorme ambición de Boric: su proyecto consiste, ni más ni menos, en unir a las izquierdas, marginando el centro»  23 enero 2022

«Si Boric prometía una nueva gobernabilidad, hoy sabemos que se trataba de un espejismo: el Presidente no fue capaz de traducir sus cuatro millones seiscientos mil votos en una mínima disciplina parlamentaria. La votación más alta de la historia puede ser también la más inútil: Boric no tuvo mas capacidad que Piñera para contener el delirio» EM «Entre la promesa y la decepción»  17 abril 2022

La RULETA RUSA del PRESIDENTE 12 junio 2022

“Yo sé que se ha planteado antes esta iniciativa, pero la verdad es quienes en su mayoría han estado del lado contrario a las transformaciones durante tanto tiempo es difícil de creer que ahora se van a poner del lado de los cambios”. Con estas palabras, el Presidente Gabriel Boric criticó la propuesta de tres senadores de centro izquierda, apoyada por la derecha, en orden a modificar el quórum para reformar la Constitución vigente. Y remató: “La derecha rechaza, está en su derecho, es totalmente legítimo, pero que no le digan a la gente que hay terceras vías”.

La declaración tiene varias aristas que merecen ser examinadas. Por de pronto, cabe notar la sorprendente velocidad del primer mandatario para cambiar el registro. Pocos días después del tono republicano de la cuenta pública, no tiene mayores escrúpulos en hablar como un activista más, olvidando que el Jefe de Estado debería mantenerse alejado de ese tipo de refriegas. Si el plan resulta mal, queda enteramente vulnerable, sin fusibles. Por otro lado, y aunque todos sabemos lo que piensa, una duplicidad tan marcada no lo ayuda. No es posible ser, al mismo tiempo, líder histórico que abre las grandes alamedas y dirigente de la Confech —algo semejante le ocurrió en el affaire Kerry—. Por lo demás, no debe olvidarse que la versión vociferante de Boric sólo obtuvo un cuarto de los votos, número insuficiente para su ambición transformadora. Como fuere, el primer mandatario está renunciando a su deber de conducir políticamente un proceso delicado, más allá del resultado del plebiscito. Si ambas opciones son legítimas, resulta evidente que al Presidente de la República le asiste el deber de ponderar todas las alternativas disponibles. Elegimos un mandatario para que gobernara cuatro años, no para que condicionara su mandato al incierto resultado de un plebiscito jugando a la ruleta rusa.

Así debe explicarse que diversos personeros del PS y del PPD se hayan mostrado receptivos a la idea de modificar los quórums. Si la izquierda lleva décadas criticando la rigidez constitucional, basta tener la vista puesta algo más allá del 4 de septiembre para comprender que mayores grados de flexibilidad no vendrán mal. Es bueno recordar que esa fecha no es el centro de nuestra historia, sino una importante —entre tantas otras—. Dicho de otro modo, la historia de Chile no gira en torno a la generación del Frente Amplio. Pero hay más: varios dirigentes de centro izquierda han afirmado que ellos quieren aprobar para reformar, pues saben que la implementación será difícil, y que una Constitución viable necesita de acuerdos amplios. Esto implica que la “tercera vía”, por llamarla de algún modo, no tiene que ver sólo con el “Rechazo”, sino también con el “Apruebo”: ambas opciones admiten matices internos.

Ahora bien, la paradoja reside en que, de aprobarse la moción de los senadores, la Constitución vigente será más fácil de reformar que el texto propuesto por la Convención. Para decirlo en simple, los cerrojos y trampas habrán cambiado de lugar. En efecto, todo indica que el borrador exigirá, para modificar aspectos relevantes, dos tercios del Congreso, o bien cuatro séptimos más plebiscito. Habrá, además, dos escollos añadidos: el consentimiento de los pueblos originarios, y los escaños reservados (no proporcionales) desde la próxima legislatura. Sobra decir que, en esas condiciones, reformar será una proeza difícil. ¿Quién le teme ahora a la democracia y a la agencia política del pueblo? La Convención busca protegerse de las mayorías pues sabe que los vientos han variado. Por lo mismo, recurre a perspectivas cada vez más maniqueas para fijar constitucionalmente una visión que ha dejado de ser representativa: nosotros o el caos, nosotros o Pinochet, nosotros o nada.

Con todo, las declaraciones de Gabriel Boric dejan ver otro aspecto problemático. Para el proyecto cultural del Frente Amplio —digo bien cultural porque, estrictamente hablando, no hay proyecto político— resulta indispensable una derecha lo más reaccionaria posible. Es tan fuerte su vocación agonística y su voluntad por agudizar los conflictos, es tanto lo que leyeron a Laclau, que una derecha moderada no es funcional a sus objetivos. La narrativa sólo funciona si al frente hay una derecha malvada y violadora de los derechos humanos, pues eso justifica su propia radicalidad. Si algún dirigente opositor muestra un espíritu distinto, la tarea urgente es reconducirlo a su único lugar posible: las cavernas. El gobierno de Piñera fue una dictadura sangrienta, no existe la derecha reformista, son todos unos peligrosos fascistas.

Es difícil saber si la estrategia tendrá éxito, pero una cosa es segura: se expone al riesgo colosal de la profecía autocumplida. Después de todo, las principales preocupaciones de los chilenos —orden, economía, migración— son terreno fértil para el surgimiento de un populismo de derecha, que podría responder fielmente a las necesidades retóricas del Frente Amplio, y ser el espejo que tanto anhelan. Mientras más se polarice el escenario, mientras menos espacio tengamos para las terceras vías de lado y lado, más estaremos alimentando ese fenómeno. Tendremos, al menos, el triste consuelo de tener plenamente identificados a los responsables: todos quienes escogieron jugar a la ruleta rusa el domingo 4 de septiembre de 2022.

¿Es viable el Apruebo? Claudio Alvarado-Daniel Mansuy 27 julio 2022

¿Qué pasaría si —contra todas las encuestas de los últimos cuatro meses— se impone el Apruebo en el plebiscito de salida? No basta con responder esta pregunta en términos jurídicos, diciendo que se deroga la Constitución vigente. Porque la interrogante obviamente apunta a los efectos previsibles del Apruebo en un país como el Chile actual, considerando no solo el texto de la Convención, sino también las lecciones que dejan los primeros meses del gobierno del Presidente Boric. En términos esquemáticos, puede decirse que —de vencer el Apruebo— Chile vivirá uno de los momentos de mayor incertidumbre institucional de su vida republicana.

Por un lado, una parte de la izquierda reconoce que, aun en ese escenario, sería indispensable reformar cuestiones vinculadas con la plurinacionalidad, el sistema político, la regulación del Consejo de la Justicia y un largo etcétera de materias de primer orden. Por otro lado, hay en la izquierda una segunda alma —silenciada con mayor o menor éxito estos días— que dominó la Convención y que tiene presencia en el Ejecutivo, que es reacia a cualquier modificación. En este contexto, ¿cómo alcanzar dos tercios o cuatro séptimos más plebiscito para reformar asuntos sustantivos del nuevo texto? En rigor, nada asegura que esos cambios profundos lleguen a buen puerto. Articular dichos cambios implicaría algo así como la ruptura de la coalición gobernante, con todas las consecuencias del caso.

Cabe agregar, además, que el nuevo pacto constitucional del Chile postransición tendría poco y nada de pacto. Políticamente se trata de un texto avalado en forma exclusiva por fuerzas de izquierda, y que dividiría al país en dos mitades durante mucho tiempo. Ya lo decía Enrico Berlinguer, el histórico jefe del PC italiano: para emprender transformaciones profundas, se requiere de algo más que una mayoría aritmética circunstancial (inflada, en este caso, con el obsceno bombín intervencionista del Gobierno). El oficialismo parece cerrar los ojos a esta realidad.

Pero hay más. La precaria legitimidad que tendría una Carta Magna aprobada en las circunstancias descritas estaría acompañada de una enorme presión por implementar la propuesta de la Convención. Esa presión tendría una dimensión estrictamente política: aquellos que rechacen las grandes modificaciones que necesita la propuesta alegarían que la prioridad es precisamente implementarla (algo de esto ya se observa en varios diputados de Apruebo Dignidad). Y dicha presión, además, tendría un componente legal: desde la hipotética aprobación del nuevo texto comienzan a correr una serie de plazos dignos de una distopía.

¿Exageración? Nótese: tres meses para la implementación de las iniciativas populares de ley; un año para adecuar la legislación electoral, crear el registro electoral indígena, convocar la consulta sobre la creación de las regiones de Chiloé y Aconcagua, presentar el proyecto de ley sobre los nuevos sistemas de seguridad social y de cuidados, y convocar las comisiones de transición ecológica y de asuntos territoriales (restituciones) indígenas; dieciocho meses para presentar el proyecto sobre el nuevo sistema nacional de salud; dos años para enviar los proyectos sobre sistemas de educación, defensoría del pueblo, defensoría de la naturaleza, vivienda digna y ciudad, entidades territoriales y autonomías territoriales indígenas; etcétera.

Como dato, recordemos que solo la implementación de la reforma procesal penal tomó cinco años. ¿Es viable implementar todo esto? ¿Es posible reformar en paralelo? ¿Qué capacidades tienen nuestro Estado y La Moneda para conducir ese proceso?

En efecto, las preguntas solo aumentan si advertimos que este inédito proceso de refundación del Estado sería dirigido por el mismo gobierno que, cualesquiera sean sus intenciones, desde la fallida entrada a Temucuicui el 15 de marzo pasado, ha tenido severas y diarias dificultades de gestión política y operativa, incluyendo errores diplomáticos y vencimiento de plazos judiciales. De hecho, solo durante la última semana el Ejecutivo tuvo problemas con Gendarmería, la (no) promulgación de una ley, el (mal) cálculo del CAE y la (no) aprobación del proyecto de infraestructura crítica —para no agregar el incordio con Chayanne—.

Ninguna de estas tensiones e inconvenientes debe ser considerada en abstracto, sino que en el marco de un país que literalmente sufre por la inflación y el orden público; y en el contexto de una coalición gobernante que exhibe diferencias de fondo frente a gran parte de los temas aquí expuestos. Si acaso es cierto que la sociedad chilena anhela cambios profundos, pero con estabilidad y certeza —seguridad en las distintas dimensiones de la vida—, nada indica que el Apruebo sea el camino. (El Mercurio)

Claudio Alvarado R.
Instituto de Estudios de la Sociedad

Daniel Mansuy H.
Universidad de los Andes

Las causas del nihilismo 26 junio 2022

Lamento decepcionar, una vez más, a Fernando Atria, cuya elevada inteligencia no admite interlocutores dignos de ese nombre. Lamento también seguir alimentando su doloroso sentimiento de incomprensión: nadie nunca lo ha entendido. Todo esto puede parecer una ironía vana, pero en rigor mi contradictor nunca se ha dignado a tomarse en serio las críticas. Por lo mismo, en “Razón bruta” —donde “responde” a quienes lo criticamos— afirma que dicho trabajo “no es digno de figurar como publicación en ningún registro académico”. No merecemos nada.

Pero, en fin, y a riesgo de volver a importunarlo, debo decir que Atria persiste en la actitud de no responder; y, peor, sus sofismas son cada vez más visibles. Mi punto es muy simple. Él —y muchos otros— decidieron cohonestar la violencia desatada el 18 de octubre, y lo hicieron por el peor de los motivos: porque era funcional a sus objetivos políticos. Dicho de otro modo, quisieron manipular la violencia para impulsar su proyecto (sabiendo que otros pagaban la cuenta: sus barrios nunca estuvieron expuestos). No advirtieron que la violencia no admite ese uso —como puede comprobarlo todos los días Izkia Siches—, y nos tomará décadas salir del entuerto.

Por lo mismo, lo menos que puede decirse es que las tesis de Atria no han envejecido bien. Por de pronto, no es seguro que nuestra crisis haya sido fundamentalmente constitucional (que es la lectura que él empujó, para que la realidad calzara perfectamente con su teoría). De hecho, la propia Convención le debe buena parte de su fracaso al intento de aplicar las ideas enarboladas por Atria, según quien el 18-O fundaba una nueva legitimidad con plena autonomía del pasado. Así, han agravado la crisis en lugar de contribuir a su superación.

No espero que Fernando Atria se haga cargo de sus responsabilidades. Las profecías son, por definición, irrefutables —aunque, a veces, el fuego termina consumiendo al profeta—. Mi problema es distinto: algún día, habremos de recoger los escombros, e intentar comprender por qué tantos celebraron la destrucción de nuestras ciudades y alimentaron el desprecio de nuestro pasado. Ese día, tendremos que preguntarnos por las causas intelectuales del nihilismo que asoló nuestra tierra. Ese día, nos encontraremos con Fernando Atria. (El Mercurio Cartas)

La mala noticia que les trajo Lagos 10 julio, 2022

Esta semana, Ricardo Lagos confirmó —si alguien tenía dudas— que su talento político sigue intacto. Entiendo por talento político algo que excede la mera astucia: Lagos es mejor político porque mira más lejos; y, si me apuran, ve más lejos porque arranca desde más atrás. De hecho, si hay una dimensión llamativa de sus intervenciones es precisamente su plena conciencia de estar inscrito en la historia larga de Chile.

Pocas cosas parecen haber irritado tanto al exmandatario como la voluntad mesiánica de algunos constituyentes, que pensaron que era posible redibujar una nación con un texto. En rigor, Lagos ha hecho valer su libertad de espíritu, y no está dispuesto a aprobar un texto solo porque sería “de izquierda”. Dicho argumento no está a la altura ni de su inteligencia ni de su trayectoria. Si la propuesta le parece “partisana” y plagada de dificultades, no está disponible para defenderla. Para decirlo de otro modo, el expresidente no jugará en la cancha rayada por la Convención; es más, aspira a volver a rayarla por sí mismo —tal es el rasgo de los grandes políticos.

El gesto es crucial para la centroizquierda, porque la libera del chantaje psicológico al que dicho sector se ha sometido libremente durante más de una década. Después de todo, el Frente Amplio construyó su identidad a partir de una crítica despiadada a los 30 años, y la Concertación fue el símbolo de todo aquello que los jóvenes despreciaban. Con todo, la gran hazaña fue haber convencido a los actores de la transición de ese diagnóstico falaz. El mundo de la Concertación se derrumbó no porque un puñado de rebeldes los cuestionara, sino porque ellos mismos creyeron ese cuestionamiento. Una vez concedido el punto, el sorpasso era cuestión de tiempo.

Debe decirse que Ricardo Lagos no fue completamente ajeno al proceso, y en su minuto tuvo frases poco felices en esa dirección. Con todo, dicha ambigüedad solo refuerza la importancia de su última decisión: aún quedan liderazgos relevantes dispuestos a defender los 30 años y a negar el supuesto carácter irresistible del chantaje de la nueva izquierda. Si la Convención intenta que veamos el plebiscito como un dilema entre “Pinochet o nosotros”, Lagos retruca que no tiene sentido remedar enfrentamientos fratricidas. La pregunta está mal formulada, pues solo tiende a acentuar la polarización; y la centroizquierda no tiene ninguna obligación moral de aceptar todo lo que proponga el PC. No se trata, en su perspectiva, de apoyar una u otra alternativa, sino de mostrar la radical insuficiencia de ambas.

Es una enorme paradoja, pero Lagos está llenando el vacío dejado por el Presidente en ejercicio. Alguien debe darle conducción al 5 de septiembre, y si Gabriel Boric se niega a hacerlo, pues bien, él puede al menos mostrar un camino. La crítica implícita al primer mandatario es brutal, por haber privilegiado sus intereses electorales de corto plazo sobre la responsabilidad política. En ese contexto, el desafío que Lagos propone para ambos bandos consiste en transparentar los planes para el día después. En el caso del Apruebo, el reto es particularmente delicado. Por de pronto, el “Aprobar para reformar” tiene una debilidad estructural, pues supone hacer campaña por un texto que se admite como defectuoso, lo que no resulta muy persuasivo. Además, la propuesta establece una serie de candados —trampas, habrían dicho en otros tiempos— que no facilitan los cambios. Pero lo más complejo viene por otro lado: no hay nada parecido a un acuerdo al interior de las izquierdas respecto de cuáles serían las reformas indispensables y, de hecho, hay varios que se niegan desde ya a introducir cualquier modificación sustantiva (es probable que esta división exista al interior del gabinete). Las exigencias de Lagos, en definitiva, son inaceptables a ojos de los refundacionales, quienes ven nuestro pasado como una mera suma de despojos (Elisa Loncon dixit). No parece haber punto de encuentro entre ambas tesis, pues se fundan en valoraciones divergentes del pasado. Si el oficialismo no resuelve el acertijo, le será muy difícil remontar la tendencia dominante.

Para la oposición, el desafío es —aparentemente— menos arduo. Se trata de proponer un camino viable y realista en caso de triunfar el Rechazo. En este punto, la gran tentación será seguir los viejos reflejos inmovilistas, y suponer que un triunfo del Rechazo supone algo así como un regreso a los noventa —tal como fue leído el triunfo de Sebastián Piñera el 2017—. Por lo mismo, resulta indispensable consolidar un compromiso sustantivo de cambio constitucional, que incluya itinerario, plazo y contenidos. Dado que el oficialismo no está en condiciones de ofrecer nada análogo, acá reside la ventaja estratégica que tiene hoy el Rechazo.

En cualquier caso, el rasgo más relevante de las palabras del expresidente es la constatación de que, más allá del resultado del plebiscito, el actual proceso fracasó. Esa afirmación explica la reacción desesperada de la nueva izquierda, dispuesta a cualquier cosa con tal de no reconocer la farra monumental en la que estuvo involucrada. Por lo mismo, persistirá en estado de negación. Que sea Ricardo Lagos quien les anuncie la mala noticia es simplemente intolerable para su narcisismo identitario y su inocencia inmaculada. En el fondo, Lagos les duele porque les dice la verdad respecto de sí mismos. Lagos les duele porque es adulto. Ya era tiempo. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Absolutamente modernos 26 junio, 2022

La Corte Suprema de los Estados Unidos decidió revocar el fallo Roe vs. Wade, que había establecido en 1973 un derecho constitucional al aborto. La decisión es histórica; y, como era de esperar, ha producido escándalo en la opinión ilustrada. Según ella, estaríamos frente a un inaceptable retroceso y un atentado a los derechos de las mujeres. El propio Presidente Biden afirmó que era un momento triste; y, para no ser menos, la ministra Orellana —¡comentando fallos judiciales de países extranjeros!— habló de un “día horrible para los EEUU”, recordando que “siempre hay riesgo de retroceder”.

En estas lamentaciones hay un concepto que se repite, y sobre el que vale la pena detenerse un instante: el supuesto “retroceso”. Para evaluar un fenómeno de esa manera, resulta indispensable contar con un criterio. En este caso, el criterio empleado se funda en la siguiente ilusión: la historia sigue una trayectoria necesaria y ascendente. Es la vieja fe propia del progresismo decimonónico que vuelve una y otra vez: caminamos hacia algo mejor, en el horizonte hay un futuro esplendoroso, y todo aquello que lo contraríe es identificado como el mal —casi diría, con el mal absoluto—. Nadie tiene derecho a husmear dentro de aquello que hemos tirado en los basureros de la historia.

Esta categoría intelectual domina buena parte de nuestros debates, y eso incluye nuestro lenguaje cotidiano: aquello que es visto como viejo o arcaico debe ser descartado sin mayor discusión (de allí también la pasión contemporánea por todo aquello que huela a innovación). La dificultad estriba en que dicha fe no tiene respaldo alguno en la realidad. Por de pronto, no existe nada parecido al progreso unívoco: este siempre conlleva ambigüedades, oscuridades y desilusiones. Lo que se gana por un lado puede perderse por otro. En virtud de lo anterior, al progresista le cuesta comprender el movimiento del mundo porque intenta aplicarle a ese movimiento un esquema prefabricado, que no siempre calza con los hechos. Cuando eso ocurre, el progresista sólo atina a vociferar con indignación, y se apura en dar pruebas de su bondad y de su pureza moral. Con todo, hay algo que nunca hace: intentar comprender. O, dicho de otro modo, intentar percibir la verdad que puede haber en el argumento contrario, porque eso implicaría cuestionar su fe.

Por lo demás, esa indignación suele adoptar una forma muy curiosa, por cuanto busca negar toda legitimidad a la disidencia: solo hay una opinión posible. El progresista está tan convencido de su causa que no concibe que alguien pueda, de buena fe, discrepar. Si la historia ha dictado sentencia, nuestro juicio debe plegarse a la nueva deidad. Como decía Rimbaud, hay que ser absolutamente modernos, siempre y en todo lugar.

No hay otro modo de comprender la reacción en cadena de muchos partidarios del aborto, pues el fallo no prohíbe la interrupción del embarazo, sino que solo deja esa decisión en manos de cada Estado. ¿Qué tiene de raro que una corte de un régimen federal afirme que ciertas materias disputadas deban ser resueltas democráticamente por cada miembro de la Unión? ¿Por qué tanto temor a la “agencia política del pueblo”? En rigor, el progresista es mucho más progresista que demócrata: aspira a que sus convicciones queden sustraídas del debate democrático y de la regla de mayoría. El sentido de la historia prevalece frente al demos.

Aquí reside, me parece, el núcleo de la molestia. Esta decisión judicial viene a recordarnos algo difícil de aceptar para quien cree en la carga positiva de la historia: hay ciertas discusiones que el tiempo no subsana. Hay algunos desacuerdos que atraviesan estructuralmente las sociedades, y no cabe esperar que vayan a desaparecer. Dicho de otro modo, la discrepancia en cuestiones fundamentales forma parte de la condición humana, y ningún fallo judicial alcanzará a producir la anhelada armonía. Si esto es plausible, nadie tiene el privilegio de estar “del lado correcto de la historia”, porque eso no existe: hay, simplemente, dos (o más) posturas en disputa.

Otro modo de explicar este problema guarda relación con la insuficiencia del lenguaje de los derechos. Al tratar el aborto desde esa óptica, reducimos el debate al problema de la autonomía, sin advertir que es precisamente el punto en discusión: ¿puede nuestra autonomía afectar la vida de un tercero? ¿Qué protección merece el niño que está por nacer? ¿En qué medida el lenguaje atomista de los derechos individuales nos permite comprender el surgimiento de la vida? ¿No necesitaremos de otros instrumentos conceptuales para comprender el origen de lo humano? O, para emplear la expresión de Habermas, ¿entendemos mejor lo que ocurre allí si la discusión se reduce a arrojarnos unos a otros los derechos como si fueran piedras? En el fondo, el lenguaje de los derechos oculta la dimensión trágica que hay en el aborto (dicho sea de paso, el progreso tampoco convive bien con la tragedia).

Milan Kundera caracteriza el deseo de “ser absolutamente moderno” como un imperativo irracional. Quizás hay, en esa idea, una clave del clima que suele rodear el tema (nuestra Convención, sin ir más lejos, decidió excluir del pacto constitucional a todos quienes somos contrarios al aborto). En otras palabras, y con independencia de nuestra opinión final, la idea de progreso impide entender lo que se juega en el aborto. Si se quiere, allí reside el punto ciego. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Daniel Mansuy: “Error histórico de la derecha fue no haber leído los cambios” 2 julio, 2022

En Temuco estuvo esta semana el académico de la U. de los Andes, y uno de los referentes intelectuales de la centroderecha, Daniel Mansuy. Lo hizo para exponer en el encuentro empresarial Enela sobre la situación política del país.

Su mirada es considerada en Chile Vamos, desde donde se alistan para la campaña del Rechazo. La semana pasada, Mansuy junto a un grupo de intelectuales les hizo una sugerencia en términos programáticos con el lanzamiento de la plataforma “Casa de Todos”. Una iniciativa que busca instaurar ciertos principios de cambios si es que gana el Rechazo.

¿Cómo debería ser la campaña por el Rechazo?

Una donde se debería poner el acento en los defectos del proceso, en que no cumplió las promesas que él mismo se había fijado. De que supuestamente iba a sanar nuestras heridas, a restaurar nuestra unidad. Todas esas expectativas fueron sistemáticamente incumplidas. Muchos de los motivos por los cuales entramos a este proceso siguen estando ahí.

¿Fue un error de la derecha oponerse a los cambios por tanto tiempo?

La derecha padeció de cierto inmovilismo durante mucho tiempo y le costó mucho leer los cambios que había tenido el país. Eso explica muchas de las dificultades que tuvo Sebastián Piñera en su segundo gobierno. Es evidente que después del plebiscito de entrada la Constitución está desahuciada. Pero me parecería delirante que en caso de un triunfo del Rechazo alguien de la derecha dijera que aquí no ha pasado nada y volvemos a la Constitución anterior y nos negamos a cualquier reforma. Eso sería como pegarse un cabezazo contra la pared. La derecha tomó nota de una realidad que le costó mucho entender antes. El plebiscito de entrada tiene cifras demasiado elocuentes como para ignorarlas.

¿Y ahora se está pagando un costo por ello?

Por supuesto. Hoy día toda la derecha mira con nostalgia el proyecto de reforma constitucional de Michelle Bachelet. Hay arrepentimiento de no haber tomado ese proceso. Pero eso ya no se hizo y efectivamente creo que fue un error histórico que la derecha ha pagado y la cuenta ha sido cara. Es un error histórico de la derecha no haber sabido leer los cambios estructurales que había tenido el país en las últimas décadas. Para ser justos, este es un problema de toda la clase política en general, a la cual le ha costado leer los cambios del país y por eso que está tan deslegitimada.

¿Por qué la derecha se ha opuesto tradicionalmente a los cambios?

Los 90 fueron años del fin de la ideología, del fin de la historia y se supuso que no había nada más relevante que merecía ser pensado, y lo que había sido dicho estaba ahí y no había nuevos desafíos. En ese sentido, la derecha fue inmovilista desde el punto de vista intelectual, porque no se hizo cargo de que un país que estaba cambiando iba a requerir cambios grandes, más que un maquillaje. Se quedó pegada en un lenguaje tecnocrático y economicista de los años 90. La derecha, pero no solo ella, leyó triunfos electorales como triunfos culturales y sociológicos. Cuando Piñera gana, ese triunfo electoral no es un triunfo en toda la línea, es una derrota de la Nueva Mayoría. Es un triunfo súper matizado y la derecha lo leyó como si fuera un triunfo total.

¿Cómo ha repercutido eso?

Eso le pasó las dos veces que ganó. El primer gobierno de Piñera se enfrentó a las movilizaciones estudiantiles y el segundo al estallido social. Las dos cosas la derecha no las vio venir, porque tenía una caja de herramientas muy limitada y le impedía entender los profundos cambios que estaba viviendo el país.

Ahora lidian con un problema de credibilidad. La gente, y en especial la centroizquierda, no le cree que de verdad quiere hacer los cambios.

Ese es un flanco de la derecha, es uno objetivo y que tiene sus motivos históricos, incluso psicológicos que uno tiene que constatar. Hay dos maneras de solucionarlo. Una es avanzar en el proyecto de la rebaja de quorum para la Constitución, que es lo que propusieron los senadores DC Matías Walker y Ximena Rincón. Es una prueba de decir que, por tanto, va a ser mucho menos enredoso cambiar esta Constitución en caso de que gane el Rechazo.

¿Y la otra?

La otra dimensión es conversar y comprometerse en ejes, en articulaciones generales de contenido. Qué cosas la derecha hoy día está dispuesta a reconocer y está dispuesta a comprometerse respecto del cambio constitucional.

Si el Rechazo gana por mucha diferencia, en la centroderecha hay quienes quieren dejar todo como está.

Me cuesta mucho pensar eso. Supongo que hay gente que pensará así. Esto es lo que nos cuesta tanto en Chile, leer las elecciones en continuidad y no aisladamente. Si uno mira el panorama electoral, hay un profundo anhelo de cambios, los chilenos quieren cambios, y que sean profundos.

En Chile Vamos algunos plantean presentar una reforma constitucional para darle continuidad al proceso constituyente, o un documento con compromisos programáticos.

Todas esas iniciativas suman. Todo lo que vaya en dirección de mostrar el compromiso efectivo de la derecha para que en caso de que gane el Rechazo no haya un inmovilismo institucional. Tal como simétricamente es muy importante que la centroizquierda que vota Apruebo también muestre un camino viable, de qué significa aprobar para reformar.

“La Convención nos metió en una falsa polarización”

Una forma de resolver ese tema es con ciertos principios de cambios a hacer. En ello ha aportado la “Casa de Todos”. ¿Se debieran acoger estas iniciativas?

Lo que esa iniciativa busca hacer es exactamente eso. Producir insumos que sirvan para empezar a discutir el 5 de septiembre, después del plebiscito, si gana el Rechazo. Nos preocupa más el 5 de septiembre que el 4 de ese mes. Tenemos que darle viabilidad al cambio constitucional si es que gana el Rechazo.

¿Esta arremetida intelectual nace debido a una carencia del mundo político de proponer eso?

No tengo contacto directo con el mundo político, ignoro un poco eso. A nosotros nos pareció que podíamos hacer un aporte en esta línea, que efectivamente nace de la constatación de que los partidos no lo están haciendo, y si podemos poner un grano de arena en ese esfuerzo, lo vamos a poner. Sabiendo que si esto se suma a una aprobación de la reforma de los 4/7 el camino de la reforma de la Constitución actual va a ser más viable y más fácil.

La derecha se está abriendo en temas como el reconocimiento constitucional a los pueblos indígenas. ¿Cuánto más y en qué otras materias debiera abrirse?

Eso es un tema. Otro es el reconocimiento del Estado social de derecho. En descentralización hay mucho por avanzar. El hecho de que no nos guste la propuesta tal y como está no significa que no haya principios valiosos que deban ser recogidos en una nueva discusión constitucional.

El sector también busca que la sociedad civil esté en la primera línea del Rechazo. ¿Qué voces debieran encabezar el proceso?

Voces que pueden encarnar la frustración o decepción de la ciudadanía con el proceso por cómo se dio, por lo estridente, excluyente y ruidoso que fue.

¿El país va a quedar polarizado después del plebiscito?

Ese es el gran drama, una gran tragedia de una elección así. Que se convierta en algo muy binario, una elección que no tendría por qué ser tan binaria. Porque si hay algo que me parece evidente, es que gane quien gane el plebiscito, si tú sumas a los que quieren rechazar para reformar, y los que quieren aprobar para reformar, es una inmensa mayoría de los chilenos. La Convención nos metió en una falsa polarización. Y, por tanto, todo lo que podamos hacer para mantener los canales de diálogo abiertos son cosas útiles, y las que van a servir para que las instituciones puedan seguir funcionando razonablemente bien al día siguiente del plebiscito. (La Tercera)

Jackson, el joven lírico 7 agosto, 2022

Giorgio Jackson nos ha informado que su generación posee una inédita escala de valores, muy distante de las precedentes. Junto con agradecerle al ministro la generosidad de estar dispuesto a gobernarnos —no debe ser fácil lidiar con seres impuros como nosotros—, es posible extraer algunas conclusiones de su extraña confesión. Desde luego, nunca debió decir lo que dijo; aunque todos sabemos que, si hay una idea en el corazón del Frente Amplio (FA), es esta: un puñado de elegidos ha venido a iluminarnos. Al verbalizar aquello que debe callarse, exacerbó las dificultades que enfrenta el Gobierno.

La primera —y más evidente— guarda relación con sus socios, que fueron protagonistas de ese pasado que se denosta. Sin el Socialismo Democrático, el Gobierno apenas alcanza un cuarto de la Cámara y un décimo del Senado. Esos números no bastan para gobernar, y ni hablar de transformaciones profundas. Por lo mismo, el Presidente ha insistido una y otra vez en trabajar con vistas a tener una sola coalición, capaz de brindar gobernabilidad. Eso exige construir confianzas, escuchar, y evitar los roces innecesarios. Con una frase, Jackson echó por la borda todos los esfuerzos realizados en esa dirección. El eje PS-PPD está en el Ejecutivo porque sus votos eran necesarios, pero se les desprecia. Además, no se trata de un desprecio cualquiera: es un desprecio de orden moral. Si alguien podía abrigar alguna ilusión sobre las intenciones del FA respecto de la vieja Concertación, supongo que esta semana se ha disipado. La centroizquierda solo podrá sobrevivir si se sacude el complejo de inferioridad, y gana el respeto de los más jóvenes (respeto que, recordemos, perdió el 2011, cuando abdicó de su historia).

Ahora bien, las palabras de Jackson revelan otro problema del oficialismo, quizás más grave que el anterior. Las palabras del ministro retratan a una generación, la generación lírica. Los líricos se observan a sí mismos y se gozan en la contemplación de sus virtudes. Los líricos son inocentes y no soportan no ser reconocidos como tales. De allí, por ejemplo, el lugar que le asignan a la dimensión performativa: ellos son el centro; y nosotros, simples mortales, debemos (ad)mirarlos. Consideran todo lo antiguo como corrupto y se sienten portadores de un nuevo evangelio, de una nueva legitimidad que nadie puede disputarles; es más, que nadie está habilitado a disputarles —Sergio Micco sabe algo de esto—. Dada su pureza original, miran con espanto un mundo que consideran sórdido. En el fondo, es una actitud que tiene mucho de estética y poco de política. Todo esto puede funcionar bien desde fuera del sistema, pero la verdad es que ejercer el poder desde esa posición da resultados muy extraños. ¿Cómo gobierna un inocente? Respuesta: viajando a Temucuicui, tratando de convencernos de que la inflación no es tan mala, afirmando que las tomas son un “win-win” (sic), y así.

De este modo puede explicarse que, tras varios meses en el poder, aún no tengamos mayor detalle del plan de acción del Gobierno. Puede suponerse que están esperando el plebiscito, pues ven en el proceso constituyente un horizonte. Sin embargo, incluso si ganan —cuestión que el ministro Jackson parece empeñado en impedir— se van a decepcionar. El proyecto de Constitución viene marcado con el mismo signo: fue redactado por inocentes; fue escrito suponiendo que basta la buena voluntad para extirpar el mal del mundo. No es casualidad que la franja del Apruebo afirme que el nuevo texto terminará con la colusión, con la violencia doméstica y con todo lo que nos disgusta, como si la realidad pudiera ajustarse a nuestros deseos si los ponemos en papel.

En ese sentido, la declaración de Jackson nos da una clave central de la situación política: el Gobierno no se decide a gobernar precisamente porque no quiere —ni puede— hacerlo. Esta generación no quiere hacer política, quiere posar para nosotros y para el futuro. No quiere ser juzgada por sus resultados, sino por sus impecables credenciales estéticas y morales. No quiere ensuciarse las manos tomando decisiones difíciles, no quiere mezclarse con la inmunda realidad. Prefiere el estado de negación y las dulces ilusiones a un choque que sería demasiado doloroso, y que exigiría renegar de tantas marchas y consignas gritadas en la calle. Por eso se limitan a comentar sucesos que, en último término, les resultan ajenos. La política no es digna de ellos.

El Frente Amplio vino a traer aire fresco a nuestra escena pública. Su inspiración inicial era superar el inmovilismo (real) y la firme voluntad de realizar cambios profundos. Sin embargo, se están privando deliberadamente de los medios para alcanzar sus objetivos. La ambición de transformar quedará en mero testimonio si no va acompañada de un correlato político, que implica aunar mayorías, conversar, sumar, y reconocer la legitimidad del otro. En concreto, admitir la pluralidad del mundo. Mientras los jóvenes del Frente Amplio no comprendan ese dato, su gobierno seguirá siendo lo que ha sido hasta ahora: una declaración de intenciones que no logra traducirse en acción. O, dicho de otro modo, una enorme esperanza transmutada en enorme decepción. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

El ilusionista 2 junio, 2022

En su primera Cuenta Pública, el Presidente Gabriel Boric recuperó una de sus mejores versiones: el gran orador. Al escucharlo, uno está cerca de creer que su carisma podría bastar para superar buena parte de nuestros problemas. Entre llamados a la unidad nacional, recitación de versos, guiños a nuestra historia y talento retórico, las cosas más difíciles parecen no serlo tanto. Nuestro país tiene fuerzas, trayectoria y recursos para salir de esta crisis: seguimos.

Sin embargo, pasadas algunas horas, uno se restriega los ojos, y la ilusión se disipa. Después de todo, este es el mismo gobierno que ha sido incapaz de manejar la agenda, que desperdició su breve luna de miel a punta de voluntarismo y que no tiene estrategia alguna para controlar el orden público. Uno quisiera creer que la escena que dibuja el mandatario tiene algún asidero, pero me temo que las consecuencias de su discurso podrían ser contrarias a las buscadas. Me explico.

La principal dificultad que enfrenta hoy el oficialismo es la distancia que media entre su discurso y la realidad. Esto explica que la coyuntura vaya consumiendo —semana a semana— toda la energía del Gobierno. El discurso debe dar cuenta de la realidad y, al mismo tiempo, producir épica: el arte político consiste en combinar ambas dimensiones. Sebastián Piñera fallaba por lo segundo —sus palabras nunca fueron inspiradoras— y Gabriel Boric falla por lo primero —sus palabras parecen, por momentos, las de un observador.

En ese sentido, el discurso de ayer fue espléndido mientras duró, pero puede acrecentar aún más la grieta entre la voluntad de transformación y la porfiada realidad. Si se quiere, el problema del Presidente nunca han sido los discursos, sino la brecha que abren. Ayer, por ejemplo, se acercó bastante a su personaje de segunda vuelta, pero la pregunta es si acaso eso tiene efectos en la acción. El Presidente condena una y otra vez la violencia, pero no quiso querellarse contra el líder de la CAM. El Presidente no quiere armas en Chile, pero no habla de terrorismo, sino de “violencia rural” (nombrar mal a las cosas solo aumenta la desgracia del mundo, decía Albert Camus). El Presidente quiere inscribirse en la trayectoria histórica de Chile, pero sus corifeos en la Convención insisten una y otra vez en la refundación. El Presidente reconoce la labor del gobierno anterior, pero no reflexiona sobre el efecto sistémico del tipo de oposición que él mismo lideró. El Presidente quiere convocar a todos, pero en el corazón de su gobierno está el PC, cuya estrategia es radicalmente distinta; y, además, no dice una palabra sobre el 5 de septiembre. El Presidente quiere derechos sociales, pero nunca articula esa demanda con los anhelos de seguridad, como si no hubiera conexión entre ambos aspectos.

En materia migratoria, solo enuncia vaguedades, sin hacerse cargo de las urgencias que enfrentamos. En definitiva, el Primer Mandatario multiplica y acrecienta las expectativas sabiendo que tiene cada día menos espacio para satisfacerlas.

Debo suponer que no cabía esperar algo distinto de su primera Cuenta Pública. Al fin y al cabo, un buen discurso puede darle algo de aire y tiempo, y volver a poner el foco en su agenda. La apuesta, en todo caso, es muy elevada: si la palabra del mejor orador se vuelve vana y vacía, se queda sin recursos disponibles. Dicho de otro modo, Gabriel Boric debe transformar cuanto antes sus bellos discursos en política. De lo contrario, los ingeniosos trucos del ilusionista quedarán al descubierto. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Haciendo historia 1 junio, 2022

La mesa de la Convención Constitucional declaró que la comisión de Armonización tiene la potestad para subsanar las eventuales “omisiones” del borrador. La preocupación de la mesa remite al quorum exigido para la reforma constitucional, que quedó con mayoría simple para gran parte del texto.

Más allá del fondo, llama la atención el camino escogido para resolver el problema. En la larga discusión reglamentaria, la Convención se negó a darle facultades sustantivas a la comisión de Armonización, pues se temía que todo se zanjara en una cocina cerrada. Pues bien, es precisamente una cocina de este tipo la que se está gestando, y carente de facultades. En efecto, ocurre que el quorum de reforma constitucional establecido en el borrador no puede ser calificado como omisión, salvo que queramos torturar el lenguaje hasta el extremo. Es, simplemente, el acuerdo al que se pudo llegar, y Armonización no tiene potestad para revisar decisiones del pleno ni para reponer normas rechazadas en dicha instancia (algo análogo podría ocurrir con la consulta indígena).

Alguien podrá objetar que se trata de un formalismo y quizás tenga razón. Sin embargo, ¿qué es una Constitución sino una gran formalidad? Si los constituyentes aspiran a que su borrador se convierta en una Carta respetada, ¿no deberían partir ellos por atenerse a su propio reglamento y no saltárselo cuando conviene? En el fondo, la mesa parece suscribir la tesis formulada por Diego Portales, según la cual las reglas deben ser violadas cuantas veces sea necesario. Vaya modo de hacer historia. (El Mercurio Cartas)

Daniel Mansuy

Territorio liberado 29 mayo, 2022

Territorio liberado

En agosto del año 2016, el actual Presidente publicó en redes sociales una imagen acompañada del siguiente texto: “Hoy estuvimos en el territorio liberado de Temucuicui con el lonko Víctor Queipul dialogando con su comunidad”. En la foto aparece un orondo Gabriel Boric enarbolando la bandera mapuche, acompañado de habitantes de la zona.

Más allá del mensaje evidente —el joven rebelde apoya causas radicales— había algo extraño en las palabras escogidas. Si alguien dice “territorio liberado”, surge de inmediato una pregunta: ¿liberado de qué? La única respuesta posible: del Estado chileno. La figura no era puramente retórica, pues pocos meses después fue imposible ingresar a Temucuicui para efectuar el censo, lo que (debo suponer) alegró al Boric de la época. Como fuere, el hecho es que el Frente Amplio asumió un discurso que ve al Estado como una instancia opresora, de la que debemos emanciparnos cuanto antes (“El Estado es un macho violador”, cantaban alegremente LasTesis). En ese contexto, la liberación de Temucuicui era vista como una gesta heroica y vanguardista: allí, fuera de los márgenes del diabólico aparato público, residía la auténtica libertad.

Mi intuición es que se trata del error más garrafal que haya cometido la izquierda en varias décadas. El Estado ha cometido injusticias graves; y, desde luego, está plagado de múltiples problemas, torpezas y deficiencias, pero la ilusión según la cual estaríamos mejor sin el orden que provee es simplemente falsa. Después de todo, hoy estamos imposibilitados de proteger a la población de Temucuicui; y ni siquiera podemos saber si allí se resguardan las libertades civiles más elementales —una figura parecida a la de Colonia Dignidad—. Uno podría entender, quizás, que dichas ideas fueran defendidas por la derecha libertaria, o por grupos anarquistas, pero no por la izquierda cuya vocación histórica es precisamente utilizar el aparato estatal para corregir injusticias. ¿Cómo lograr ese objetivo una vez que se ha debilitado y deslegitimado hasta el extremo ese mismo instrumento? ¿Qué profundas transformaciones pueden impulsarse desde allí? Estas dimensiones no están desconectadas, y basta recordar la reticencia de buena parte de la izquierda al cobro de impuestos por los retiros de fondos de pensiones.

No se trata de enrostrar las infinitas contradicciones entre el diputado y el Presidente, sino de comprender las gravísimas dificultades políticas que enfrenta hoy. Después de todo, no resulta fácil modificar los hábitos mentales de la noche a la mañana. El Gobierno, en el fondo, se enfrenta a la difícil disyuntiva de tener que emplear una fuerza que considera opresora. Eso explica, por ejemplo, las incoherencias en torno a los supuestos “presos políticos”. Nos gobierna una generación encerrada en una cárcel mental, cárcel que bien podría desfondar completamente al oficialismo. Si es cierto que Temucuicui es territorio liberado, entonces deberíamos renunciar al ejercicio de la fuerza en La Araucanía. Pero, por otro lado, no hay nada más urgente que restablecer el imperio del derecho, único medio de proteger a los más débiles —como Segundo Catril.

Naturalmente, el dilema se agrava si atendemos a la relación entre Gobierno y Convención. En efecto, el borrador constitucional les otorga a los pueblos originarios una autonomía cuyos bordes son, en el mejor de los casos, muy difusos. Lo menos que puede decirse es que nada en el texto impide la multiplicación de enclaves “liberados”, y que ese horizonte no disgusta en nada a los escaños reservados. De muestra un botón: los representantes mapuches de la Convención fueron, cuando menos, tibios a la hora de lamentar el asesinato de Segundo Catril. Otro: Elisa Loncon no condenó nunca la violencia en la macrozona sur. Saque el lector sus propias conclusiones.

La paradoja, entonces, puede formularse como sigue: el diputado Boric pensaba que Temucuicui es un territorio liberado de la opresión estatal, mientras que al Presidente Boric le asiste el deber de liberar a la zona del terrorismo. De allí el curioso papel de comentaristas que por momentos asumen el mandatario y sus ministros: condenan enérgicamente la violencia, pero no hacen demasiado por restaurar el orden. Pedalean en el aire, y eso nunca es gratis. Gabriel Boric debería recordar el viejo consejo de Maquiavelo: a la larga, las vías medias son las más perniciosas. Si el Presidente no es capaz de dotar de legitimidad a la autoridad del Estado, no habrá solución alguna al problema mapuche (ni a ningún otro). En medio de la violencia, será imposible siquiera esbozar un camino de salida. Para hacerlo, es indispensable liberar a Temucuicui, esto es, lograr que el Estado proteja la vida y los bienes de las personas que allí viven, trabajan y pagan impuestos y, a cambio, solo reciben balazos.

“Usted tiene que escoger”, le espetaba Patricio Aylwin a Salvador Allende en 1973. Estamos muy lejos de las circunstancias dramáticas en las que fueron pronunciadas aquellas palabras, pero de algún modo Gabriel Boric enfrenta una disyuntiva análoga: no es posible estar a la cabeza de un Estado cuya fuerza se considera ilegítima. Más tarde o más temprano, Boric deberá elegir: o se limita a ser el instrumento del PC o retoma la mejor tradición socialista, que no tiene problemas en ejercer la autoridad del Estado —como lo hiciera Ricardo Lagos Escobar. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

El fin de la épica 21 agosto, 2022

La generación que nos gobierna ha vivido en la épica. La épica de la juventud rebelde, de las cervezas en la Federación, de las marchas y las consignas. La épica de haber pasado sin escalas de la calle al Parlamento (olvidemos los pactos por omisión) y haber fundado nuevos colectivos. La épica de la candidatura festiva de “la Bea”, y pisarle los talones a la izquierda tradicional. La generación que está en el poder ha vivido en el vértigo, el vértigo de desafiar lo establecido, de superar los traumas del pasado e imaginar un país distinto, sin injusticias ni maldad. El vértigo de la utopía.

Esto explica el entusiasmo con el que recibieron el 18 de octubre. Creyeron ver la confirmación de todas sus elucubraciones. Allí estaba —¡al fin!— el pueblo soñado, que despertaba tras la larga siesta de la transición, el pueblo que manifestaba su rabia sin complejos. No les importó la violencia ni la destrucción de nuestras ciudades: todo servía para alimentar el relato de una generación ansiosa de tejer su historia. Sebastián Piñera, un dictador; el carabinero de Panguipulli, un asesino sin derecho a nada; la primera línea, un puñado de héroes. Maniqueísmo a la vena. La pandemia prolongó su lucha cósmica contra el mal (“nos quieren matar”, “gobierno criminal”), e incluso acusaron constitucionalmente a un ministro por el grave pecado de haber querido volver a clases presenciales. Como si todo esto fuera poco, en la campaña presidencial dieron con un adversario a la altura de sus fantasmas: el fascismo no pasará. Boric triunfó con distancia, nos presentó a su perro Brownie (¿qué será de él?), pero la dinámica siguió su curso irresistible. Apenas asumido, el Gobierno apostó el todo o nada al plebiscito, cual ludópata compulsivo: al día de hoy, el país es como una gran ruleta. Como fuere, el hecho es que se trata de una generación que lleva más de diez años embriagada en una interminable campaña.

El problema es que las campañas tienen una lógica singular. En simple, producen una distorsión a la hora de percibir la realidad, porque todo se mira desde un solo lugar: el triunfo electoral. De allí la épica y el vértigo constantes. Pero esa perspectiva pierde de vista otras dimensiones fundamentales de la política. Por de pronto, infinitos aspectos de la vida social quedan en la penumbra, porque no son funcionales a la victoria. Por otro lado, se olvida que la dimensión cooperativa es tanto o más importante que la lógica del conflicto. Si en la campaña se trata de ganarle al adversario, fuera de ella el objetivo es más bien contrario: sumar, convocar y conversar. Por eso, en democracia, los tiempos de campaña son acotados. No votamos todos los años, porque ninguna sociedad soporta esa agitación constante. Una campaña interminable no puede sino enajenar a quienes viven en su burbuja.

Todo esto permite comprender por qué el 5 de septiembre puede ser visto como uno de los días más inciertos de nuestra historia. Ese día, por primera vez, la generación de la épica y del vértigo, del sueño y la esperanza, se verá obligada a interrumpir su campaña. Por primera vez, tendrá que hacer una pausa para asumir la rutinaria y tediosa realidad. Cuesta verlo, porque la ilusión óptica nos afecta a todos, pero la verdad es que esta generación no tiene nada parecido a un programa en las materias que más preocupan a los chilenos: seguridad, migración, economía, salud y pensiones. No hay plan alguno para La Araucanía, no hay ninguna visión del problema migratorio, no tienen la menor idea de qué hacer con los 3 millones de usuarios de las isapres, y así.

Alguien podría objetar que la Nueva Constitución es el camino para avanzar en esas —y otras— materias. Sin embargo, el texto adolece de las mismas dificultades que hemos mencionado: mucho voluntarismo, mucha causa dispersa, poco más. Cabe agregar que, en caso de ganar el Apruebo, el Gobierno no la tendrá nada fácil, por dos motivos. En primer término, se iniciará una guerrilla parlamentaria en torno a las leyes de implementación que consumirá todo lo que queda del período presidencial (basta una rápida lectura a las disposiciones transitorias para darse cuenta). En segundo lugar, la multiplicación de expectativas será difícilmente manejable. ¿Cómo explicará el Gobierno que cumplir todas las promesas tomará mucho tiempo, y que un texto constitucional tiene un alcance limitado? ¿Habrá alguien dispuesto a cumplir esa tarea ingrata?

De ganar el Rechazo, esta generación tendría —por primera vez— la experiencia del fracaso. Es más, puede pensarse que parte del oficialismo ha caído en la desesperación precisamente porque ignora el rostro de la derrota: es el temor a lo desconocido. Por esta razón, el Presidente ha dilapidado una porción significativa de su capital político en un plebiscito incierto, disminuyendo su capacidad de acción el día 5 en caso de perder. Cuando más necesitaremos a la Presidencia de la República, más dañada estará la institución. Cada cual tiene su legado.

En la historia de los últimos cien años, hay dos personeros que enfrentaron con éxito desafíos análogos a los que tendrá Gabriel Boric el 5 de septiembre: Arturo Alessandri y Patricio Aylwin. Ambos tenían décadas de vida política y parlamentaria, decenas de derrotas en el cuerpo y un arraigo nacional que ya se querría cualquier frenteamplista. Hasta ahora, nada indica que Gabriel Boric esté a la altura del desafío. Tal es nuestra tragedia. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

El diagnóstico de Ricardo Lagos, Daniel Mansuy 2 septiembre, 2015

La súbita irrupción de Ricardo Lagos puede ser leída como una prueba más de cuán desierto se encuentra nuestro espacio público nacional. Treinta años después de haber apuntado con el dedo a Pinochet, y diez después de haber terminado su mandato, Lagos sigue ejerciendo un embrujo tan enigmático como transversal. Más allá de  la simpatía que pueda inspirar (o no) su figura, es difícil negar que su palabra tiene una fuerza curiosa: es relevante políticamente, posee orientación y calado.

El contraste es violento, porque -en general- la palabra pública es cada vez más irrelevante. Nos hemos ido acostumbrando a una vociferación constante y a una palabrería vacía que no imprime dirección ni liderazgo. Nuestros políticos hablan mucho, pero dicen poco: sus palabras apenas rozan la realidad. La confusión actual que reina en el espacio público parece guardar relación precisamente con esto: la palabra ha perdido su capacidad ordenadora, y hoy conduce más bien al desconcierto.

La política es ante todo el arte de la palabra; pero ya no confiamos en su fuerza ni en sus posibilidades. Quienes escuchan ya no creen, pues se sienten engañados (lo que no puede sorprendernos: nuestros representantes llevan meses transitando entre las explicaciones irrisorias y la mentira descarada). Por otro lado, quienes hablan deben multiplicar los artilugios para intentar superar esa desconfianza, pero la distancia entre su prédica y su acción parece insalvable. Por lo mismo, no es casual que sean más interesantes las declaraciones en sede judicial que los puntos de prensa: los fiscales logran aquello que la política no.

En ese contexto, no es raro que baste el susurro de Lagos para que todos pongamos atención, pues siempre intenta decir algo, intenta ordenar y encauzar al mostrar un horizonte compartido. De más está decir que esto no lo hace perfecto, pues su discurso también presenta contradicciones y problemas severos: ha variado de posición en cuestiones sustantivas sin mediar explicación (voto obligatorio y regionalización, por mencionar sólo dos), su gobierno no estuvo libre de corrupción, y hay muchas dificultades actuales que germinaron en su mandato (sistema de crédito universitario, problemas en La Araucanía, para no hablar del tren al sur). Con todo, su palabra cala porque tiene una visión del país que le permite comprender la especificidad de lo político, mientras que sus rivales (Piñera y Bachelet)suelen enredarse en discusiones estériles más referidas a mecanismos que a proyectos.

Desde luego es improbable que todo esto le alcance para regresar -la lucha por el poder será demasiado ruda para la alta idea que Lagos tiene de sí mismo-, pero al menos deja en claro la distancia sideral que media entre él y los otros. De modo tácito, el gesto contiene una crítica brutal: nuestros dirigentes actuales no saben hablar ni saben conducir. Se supone que se dedican a la política, pero en el fondo no saben de ella, no conocen su oficio. Más allá de la altanería implícita, el diagnóstico de Lagos, por desgracia, no anda muy descaminado.

La renuncia 18 octubre, 2020

Ha pasado un año desde el 18 de octubre y la oposición aún no cuenta con ningún candidato presidencial competitivo —el alcalde Daniel Jadue ha elegido dirigirse solo a los conversos—. Guste o no, tal es el principal dato de nuestro escenario político. Si acaso es cierto que el Gobierno anda a los tumbos, la oposición no lo hace mucho mejor. ¿Por qué ninguno de sus liderazgos ha podido crecer en un entorno aparentemente favorable a su discurso?

Desde luego, aquí confluyen muchos factores. Por de pronto, en la última presidencial la Nueva Mayoría optó por el camino fácil en lugar de proyectar a alguien hacia el futuro. Además, es muy difícil que una figura pueda encarnar a una oposición en la que coexisten proyectos diversos y contradictorios. No obstante, lo más relevante va por otro lado, pues este fenómeno tiene efectos profundos sobre el sistema. Al no tener candidatos con reales posibilidades, la izquierda parece estar internalizando una derrota en la próxima presidencial. Dicho en simple, está actuando como si fuera a perder; y para tranquilizar su conciencia, cuenta con un mecanismo compensatorio: todas sus esperanzas están puestas en el eventual proceso constituyente. Así, dicho sector está poniendo todas las fichas en la nueva Constitución, olvidando que en un año tenemos elecciones presidenciales.

Esto puede explicar su extraña actitud legislativa: la oposición no está dispuesta a alcanzar acuerdos en ninguna materia relevante, y sigue —salvo contadas excepciones— una política de tierra arrasada: con el Gobierno, nada. Abundan las acusaciones constitucionales, pero se dinamitan una tras otra las vías de entendimiento. Es más, si algún parlamentario opositor sigue un camino distinto, recibe de inmediato una andanada de epítetos por redes sociales. En un mundo donde escasean los argumentos, todo disenso es visto como traición.

Pero ¿podrá la constituyente satisfacer las enormes expectativas que se están transfiriendo hacia ella? Aquí nos topamos con una serie de dificultades. Por un lado, en el nuevo texto no podrá imponerse un programa de izquierda, porque el mecanismo obliga a acuerdos muy amplios. Un poco por lo mismo resulta tan extraño el excéntrico muestrario de reivindicaciones que aparecen en la franja del Apruebo. Una Constitución no es el lugar para que cada cual afirme su identidad particular, sino todo lo contrario: se trata de poner ahí lo común, lo que compartimos. Al menos desde Aristóteles, tal es el sentido último de la política. Esta requiere un esfuerzo deliberativo relevante, que no dialoga bien ni con las listas de supermercado ni con los nichos demasiado específicos.

En rigor, la nueva Carta Magna se está transformando en el nuevo milenarismo de la izquierda. En ella se depositan todas las esperanzas transformadoras y se coleccionan todos los deseos, sin que nadie esté preocupado por articularlos. Si se quiere, es la nueva utopía que cada cual puede dibujar como prefiera. El despertar será duro. Así como está configurado, el ejercicio constituyente será necesariamente frustrante, y podría aumentar el malestar en lugar de conducirlo.

Con todo, el hecho es que alguien tiene que gobernar el país en el intertanto, y la oposición no está muy interesada en esa ingrata tarea. El tránsito hacia la nueva Constitución no tendrá nada de fácil, sabiendo que las urgencias sociales estarán allí, esperando. Sin embargo, la izquierda no quiere colaborar. Dado que no aspira a ejercer el poder en lo inmediato, y pretende modificar sustantivamente el régimen presidencial, no tiene ningún incentivo en facilitarle la tarea al Gobierno —que, desde luego, tiene sus propias responsabilidades en esta historia, y no son menores—. Colaborar hoy implica mostrar que el presidencialismo puede funcionar y, peor, que no todos nuestros problemas son constitucionales. Piñera hoy, y probablemente Lavín mañana, tendrán que arreglárselas como mejor puedan. Allí, me temo, reside el desajuste institucional en el que estamos envueltos. Las oposiciones suelen actuar con la expectativa cierta de acceder al poder, pero si esa expectativa está puesta en otro lugar, el incentivo deja de funcionar, y el sistema entero se desorienta. Donde no hay vocación de poder, tampoco hay vocación de oposición responsable.

Este es también el resorte de la ambigua actitud opositora respecto de la violencia, que resurge una y otra vez como un espectro amenazante. En esta materia, la discusión ha sido circular, con recíprocas e inconducentes exigencias de condena. Pero la cuestión, creo, es algo distinta: no se trata de condenar discursivamente, sino de sacar las consecuencias políticas del reproche. Patricio Aylwin lo tenía perfectamente claro cuando afirmaba, en 1984, que era necesario rechazar el “empleo de la violencia como instrumento de convivencia colectiva, como instrumento para obtener lo que se quiere” (Apsi, N° 154, 15 de octubre de 1984). Esa crítica se traducía en la exclusión política de quienes no estaban en condiciones de suscribir esa tesis: no había espacio para ellos en la mesa. El expresidente tenía auténtica vocación de poder, y no meramente testimonial. En virtud de aquello, sabía a ciencia cierta que el éxito de su proyecto requería dejar fuera a quienes propugnaran métodos violentos. Mientras nuestra oposición no quiera gobernar, nada indica que pueda escuchar la vieja lección de Aylwin. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

Identidad y género, Daniel Mansuy 9 noviembre, 2016

¿Qué valor ha de tener la vivencia personal en la asignación social de la sexualidad? Para muchos, la mera formulación de la pregunta se parece a un insulto: el entorno social no debe tener injerencia alguna en la materia. Así, el proyecto de ley sobre identidad de género debería ser aprobado sin más dilación, pues solo busca la convergencia entre la experiencia individual y la asignación social; y cualquier otra respuesta conlleva un autoritarismo insoportable.

Esta especie de autoevidencia que el discurso dominante se atribuye puede ayudar a explicar la agresividad que está envolviendo este tipo de discusiones. Al interior de esta lógica, cualquier objeción equivale a una falta moral y, por lo mismo, abundan los (des)calificativos allí donde uno quisiera ver argumentos. Sobra decir que este tono de amedrentamiento no es muy compatible con el debate democrático, cuya primera condición (como observaba Camus) es estar dispuestos a aprender del otro, incluso cuando se equivoca.

Ocurre que el problema es más complejo de lo que parece a primera vista. Así como la respuesta que le niega toda importancia a la vivencia individual (con toda la opresión implícita) es absurda; la tesis según la cual la vivencia personal tiene valor absoluto tiene sus propias dificultades. Por de pronto, remite a una antropología cuando menos controvertida, que debería explicitarse como tal. La teoría de género puede tener virtudes, pero es cualquier cosa menos neutral. El supuesto antropológico subyacente es que nuestro cuerpo es completamente accidental en la constitución de nuestro yo. Hay allí un paradójico esfuerzo por desencarnarnos, y convertirnos en una especie de ángeles. Al mismo tiempo, esa antropología ignora la condición limitada de lo humano, pues nuestra autonomía no puede definirse haciendo abstracción de nuestro cuerpo. La pregunta es si una visión de ese tipo nos permite comprender mejor nuestra sexualidad, o si acaso no nos induce a ocultar su naturaleza (al fin y al cabo, la corporeidad funda nuestro deseo).

Tomar conciencia de estas disyuntivas puede ayudarnos a equilibrar un debate un poco maniqueo. La ley no puede ser ciega frente al cuerpo, porque éste no es tan irrelevante como algunos pretenden. Esto no implica desconocer que hay dificultades objetivas que atender, pero la pregunta de fondo merece una reflexión seria. Por ejemplo, en el caso de los niños y adolescentes no parece razonable un trámite muy rápido (y menos intervenciones quirúrgicas u hormonales), pues en esa etapa las dudas sobre la propia identidad suelen ser solo eso. En ese sentido, la intervención del senador Allamand fue muy atinada: el consentimiento de un menor de edad no puede tener esas consecuencias (y, de hecho, somos muy estrictos en asuntos mucho menores). En rigor, aunque el consentimiento individual es relevante, no es el único factor a considerar. Olvidar este hecho tan simple deja a todos los partidarios del actual proyecto de ley en una posición idéntica a la libertaria. ¿Estarán dispuestos a hacerse cargo de las consecuencias de esa premisa, o seguirán refugiándose en aquello que Orwell llamaba el pensamiento doble? (La Tercera)

Daniel Mansuy
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