Carlos Peña Gonzalez (columnas)

Karadima, el Rasputín mapochino

27.12.2011

“Los Secretos del Imperio de Karadima” es fruto de la alianza de Fundación CIPER con la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales y Editorial Catalonia.

El caso Karadima llenó hasta ahora páginas de los diarios; pero en ninguna de ellas se le examinó con el rigor suficiente. La prensa se detuvo en los aspectos más bien formales del problema –los avatares del proceso judicial, los detalles revelados por los denunciantes y cosas así– pero dejó pendiente analizar lo que este caso enseña acerca de la sociedad chilena y la misma condición humana.

Este libro viene a saldar esa deuda.

Karadima tuvo una figura paterna débil, casi ausente, y una materna fuerte, pero manipuladora y distante. Fue además, según se lee en estas páginas, un alumno mediocre que cursó apenas hasta octavo básico. Si bien para el año 1946, que fue el último que pasó en el sistema escolar, ocho años de escolaridad estaban por sobre el promedio (en la década del cuarenta apenas un 18% de quienes estaban en edad de hacerlo se matriculaba en lo que hoy llamamos educación media) se trata de una formación muy elemental para el tipo de influencia que, siendo cura, logró adquirir. Nada menos, como sugiere este libro, que «dominar al sector más conservador de la sociedad chilena y quedar a cargo de formar espiritualmente a sus hijos». Al parecer lo hizo gracias a las redes familiares maternas, que aunque tenues fueron influyentes; a punta de fabulaciones; y echando mano a la rara destreza que tenía para detectar debilidades.

“Según se lee en estas páginas, Karadima fue un alumno mediocre que cursó apenas hasta octavo básico. (…) Se trata de una formación muy elemental para el tipo de influencia que, siendo cura, logró adquirir.”

Como muchas familias de estratos medios, la de Karadima mezclaba un cierto linaje (venido a menos, pero mantenido a flote en el recuerdo y las historias que divulgaba su madre) con la pobreza genealógica del padre (un hijo de inmigrantes de poca fortuna). El niño Fernando –sí, el hoy día cura Karadima alguna vez debió ser un niño indefenso– creció así en una contradicción: tironeado por la memoria de un inmigrante y de una familia en descenso; entre los sueños frustrados y el esplendor perdido.

Entre sus parientes maternos estaba Alberto Fariña. Llegó a ser obispo auxiliar del cardenal José María Caro y fue, entonces, el verdadero poder detrás del trono de la Iglesia de Santiago. Alberto Fariña, quien debe haber alimentado el ideal del yo del futuro párroco, era un cura de sotana, preconciliar, que manejaba con destreza, según se testimonia en este libro, los pasillos del poder. En la sociedad de esos años, y de ahora, un pariente encumbrado era una línea firme para vincularse con la elite, obtener ventajas y adquirir, siquiera a la distancia, algo del habitus que era imprescindible para relacionarse con ella. Es probable que todo eso haya ocurrido con Fernando Karadima quien contaba con dieciséis años –terminaba entonces su breve escolaridad– cuando su tío abuelo Alberto ascendía a obispo.

Entre sus fabulaciones (las religiosas y las referidas a sí mismo) la más recurrida de todas fue la relación que, según le gustaba confidenciar, había mantenido con el padre Alberto Hurtado. Divulgada una y otra vez –incluso por la prensa la que, con una credulidad indigna de si misma, la recogió sin mayor examen– esa historia le permitía a Karadima vincularse con un momento de santidad e insinuarse heredero de la misma. Es probable, además, que la elite tuviera motivos inconscientes para creer las patrañas de Karadima. Alberto Hurtado nunca fue un santo de su devoción. Cuando vivió, fue llamado el cura rojo. Las historias de Karadima le permitían a la elite, al menos en su memoria, reconciliarse con la figura del sacerdote jesuita. Finalmente el que habían creído era un cura rojo tenía de heredero a Karadima, un místico aparente que no los fustigaba con la injusticia social, sino que los acunaba con la promesa de eternidad y practicaba ritos, incienso, oscuridad, cantos levemente gregorianos, cosas que los hacían sentir que la salvación era posible y que parecía estar, a veces, al alcance de la mano.

La investigación que este libro recoge, muestra, en efecto, que Karadima cultivó un tipo de religiosidad intimista y ritual, que infantilizaba a sus fieles, centrada en la amenaza del infierno, la sumisión intelectual, la distribución de roles centrada en el género y que echaba mano con frecuencia a la gesticulación sobrenatural. Los testimonios sugieren que Karadima centraba la fe en la existencia de seres increíbles a los que se accedía mediante una conducta básicamente ritual y centrada en la obediencia a él. Esos seres repartían además los roles asignando a la mujer un papel apartado, obediente y sumiso. Una de las protagonistas de esta historia (en su caso un drama) es una mujer inteligente y atractiva, que llega sin dificultad a ser médico, pero que así y todo se esmera durante años en cumplir el papel de una «esclavita», como le gustaba decir a Karadima, alguien cuyo lugar en el mundo consiste en no hacer preguntas, inhibir su sexualidad, hacerse invisible, esperar a las puertas de la iglesia, confiar contra toda evidencia, y obedecer.

¿Cómo algo así, ejecutado por un cura iletrado y perfectamente vulgar, un Rasputín mapochino, pudo convencer a tanta gente, buena parte de ella perteneciente, además, a la elite santiaguina? ¿Cómo pudo ocurrir que quienes parecen linces a la hora de los negocios cayeran rendidos a los pies de alguien como Karadima al que colmaron de regalos, vacaciones y, hasta la última hora, de protección?

Fuera de las explicaciones psicológicas (como es obvio, una dominación de esa índole no puede establecerse sin la predisposición de las víctimas) saltan a la vista algunas de índole sociológica o política.

En los años en que Karadima iniciaba su dominio en la Parroquia El Bosque, la Iglesia Católica, todavía influida por Medellín y Puebla, acentuaba la dimensión social de la fe. Reflexionar sobre la praxis eclesial a la luz de la fe –una de las divisas del progresismo cristiano de los ‘70– estaba plenamente vigente y alimentaba la pregunta que, por esos años de dictadura y de desaparecidos, la Iglesia formulaba con porfía una y otra vez, domingo tras domingo, mientras la feligresía del barrio alto, incómoda y molesta, chirriaba los dientes y abandonaba la misa en la que se la profería: Caín ¿dónde está tu hermano? Era una pregunta incómoda para la alta burguesía santiaguina que apoyaba a la dictadura y le agradecía haber puesto fin a la Unidad Popular, esa experiencia política que amenazó muy de cerca su forma de vida.

Karadima, y la Parroquia El Bosque, les permitía, en cambio, reconciliarse con la Iglesia, que tan atada estaba a su propia identidad, sin transgredir su compromiso político y de clase. Era una religiosidad exenta de las locuras de la cruz y, a la vez, del compromiso político. Una forma de fe que equivalía a un paréntesis en medio de este valle de lágrimas, un bálsamo en medio de la inevitable imperfección mundana. Karadima –también, a su modo, los Legionarios y el Opus Dei– les permitían conciliar la prosperidad que alcanzaban en el mercado con la trascendencia que ofrecía la fe. Así, asistían a las misas de El Bosque –muy lejos de las denuncias proféticas de Raúl Silva Henríquez– cercanos asesores de Pinochet, prósperos empresarios, ex terroristas de derecha, vecinos inconscientes y crédulos, y, para su propia desgracia, un puñado de adolescentes frágiles de experiencia y carentes de autoconfianza.

Es difícil, por supuesto, que alguien como Karadima –un embaucador por donde se lo mire– hubiera florecido en tiempos más transparentes y más alertas. Pero en los ‘80 todo, o casi todo, se confabulaba para que alguien como él pudiese prosperar: eran tiempos en los que una fe volcada a la praxis –lo contrario de la que cultivaba Karadima– obligaba casi al heroísmo y en donde el escrutinio de la vida pública brillaba por su ausencia.

Pero, como otros casos en la historia reciente de la Iglesia, Karadima no era sólo un cura intimista y ritual, alérgico a las exigencias de la praxis y a la voz profética. Como Marcial Maciel –con quien, sin duda, pasará, por malos motivos, a la historia– Fernando Karadima, este cura de escolaridad incompleta, narcisista y que infantilizaba la experiencia religiosa hasta límites casi increíbles, era, además, un perverso. Sirviéndose del poder simbólico y factual de que disponía, era capaz de detectar las fracturas, carencias y vacíos en la personalidad de sus víctimas y aprovecharse de ellas, comprometiéndolas así en la experiencia de un goce prohibido y transgresor. El resultado, que las propias víctimas relatan en este libro, es que cada una se sintió en algún momento cómplice del cura que las explotaba y culpable de haber desatado en él el deseo.

Contribuía a la acción de Karadima, por supuesto, el papel de padre que la Iglesia institucionalmente le asignaba. Todas sus víctimas tienen en común un padre ausente, un vacío que la figura de Karadima colma sirviéndose de la ambivalencia de su denominación religiosa (al cura aún se le dice «padre») y la transferencia que respecto de él hacen los feligreses. La experiencia de las víctimas de Karadima (con prescindencia de su orientación sexual) es casi siempre la misma: la ambivalencia de saberse abusados, la culpa de sentirse partícipes del abuso, la certeza de que fue el padre simbólico quien lo cometió.

En ese sentido la actuación de Karadima es inescindible del lugar institucional que él posee al interior de la Iglesia Católica. El papel sustituto de «padre», sumado a la confesión, le confieren un poder casi ilimitado sobre quienes interactúan con él. El secreto de la confesión que aparentemente asegura la intimidad del creyente, es también, como La Carta Robada de Poe, una forma de sumisión: la certeza de que el cura sabe algo que es mejor nadie sepa.

“Pero este libro, junto con relatar los pormenores de este párroco, mostrándolo como un pícaro, un mentiroso y un felón, es también el relato de un puñado de hombres y mujeres que fueron capaces de salvarse del abuso y elaborar su experiencia”.

Esa vinculación entre los abusos de Karadima que relatan sus víctimas y el lugar en el que se desempeñaba (una institución total que domestica el cuerpo y el alma de quienes se incorporan a ella) es la que justifica los reproches que, a la luz de la evidencia, merece la autoridad eclesiástica.

El papel de la jerarquía en este caso deja mucho que desear. Los testimonios que este libro recoge muestran que el cardenal Francisco Javier Errázuriz (quien, según deslizó Karadima ante la justicia, le confió haber acallado con dinero la publicación de un libro que lo acusaba de pedofilia) actuó con velocidad de paquidermo a la hora de dar curso a las denuncias de las víctimas. Sugiere, además, que el conjunto de la Iglesia ha hecho la vista gorda frente a conductas que, para cualquier observador incluso displicente, son actos de ocultamiento: el pago dispendioso a quienes trabajaron en la Parroquia El Bosque, el empleo de fondos de la Iglesia en el bienestar personal de la familia del cura, la actitud acrítica de cinco obispos formados por Karadima que incluso en la hora nona, y luego de los pronunciamientos vaticanos, todavía parecen dispuestos a respaldarlo.

Pero este libro, junto con relatar los pormenores de este párroco, mostrándolo como un pícaro, un mentiroso y un felón, es también el relato de un puñado de hombres y mujeres que fueron capaces de salvarse del abuso y elaborar su experiencia. Porque la denuncia que llevaron adelante Verónica Miranda –la esposa de James Hamilton–, el propio Hamilton, Juan Carlos Cruz, José Andrés Murillo y Fernando Batlle, entre otros, no sólo fue un acto de justicia consigo mismos, fue también el comienzo de una cura. Al poner en palabras la experiencia traumática, objetivarla en un relato y así tomar distancia de ella, ese puñado de personas logró incorporarla a su memoria desproveyéndola, hasta donde eso es posible, de los aspectos destructivos que, mientras la tuvieron en silencio, los acompañaba y que amenazó con destruirlos.

Y como todas las historias, la que relata este libro tiene también un personaje heroico. No es Hamilton, ni Murillo, ni Cruz, ni Batlle.

Es Verónica Miranda, una mujer que durante años padeció la dominación y la estafa del cura hasta que un día, movida por el amor a su familia pero también por su propia dignidad, fue capaz de despertar y recordar cómo era la vida antes de incorporarse a la Parroquia El Bosque.

Ese fue el comienzo del fin para Karadima.

El año de Piñera 27 diciembre, 2020

Este 2020 ha sido el año de Piñera no porque todo lo que ha ocurrido se deba a él, sino porque todo se ha atribuido a él, lo que es distinto.

Y no es raro que ello haya ocurrido. Un presidente es una figura transferencial, un pararrayos que recoge los deseos y frustraciones de la opinión pública. Freud escribió, cuando ya estaba viejo, que todo amor era un amor de transferencia, porque era la proyección de fantasmas inconscientes. En política, hay que decir algo parecido: la adhesión o el rechazo al político es casi siempre transferencial.

Y este año 2020 ese fenómeno se manifestó con intensidad. ¿Qué mostró Piñera frente a él?

Ante todo, hay que reconocer en Piñera a un personaje con una resiliencia a toda prueba. Con la mitad del desprecio que se le ha manifestado en las calles, con una mínima porción de la deslealtad de quienes hasta anteayer dijeron apoyarlo, con dos o tres ministros pasivo-agresivos tipo Desbordes, con partidarios que le sonríen con la sonrisa llena de cuchillos, cualquier político se hubiera derrumbado, se habría despojado de la sonrisa y habría aparecido en la televisión cabizbajo, apesadumbrado, cercano a la derrota o a la depresión. O en cambio, y lo que no habría sido más que un disfraz de lo mismo, habría intentado hacer de sí un personaje trágico, sacrificial, casi operático, para obtener de esa forma la comprensión del público y el cese de los abucheos.

No ha sido el caso de Piñera.

No ha pretendido ser víctima, y hasta ahora, tampoco héroe.

Más bien ha aceptado los hechos y seguido adelante con su humorismo involuntario y sus tics.

Y lo más probable es que esa actitud se mantenga incluso ahora que el personal -Desbordes, Siches y algún otro- se apresura a abandonar el barco y a borrar el recuerdo de que alguna vez navegó entusiasta en él. Y que ellos muy pronto -es cosa de esperar- comenzarán a decir que sí, que en realidad nunca estuvieron del todo de acuerdo con las medidas adoptadas por Piñera, que ellos desde luego lo harían de otra forma, y que es sorprendente que el Gobierno no reaccionara a tiempo y con tino frente a las injusticias que las grandes mayorías estaban padeciendo.

Y pensará entonces para sus adentros que así es la política: un juego de máscaras, como todo el mundo repite una y otra vez; aunque casi nadie se encarga de advertir que los enmascarados nunca están al frente, sino que al lado.

Lo que sí debe estar rondando de manera obsesiva en él es la pregunta de qué pudo ocurrir para que un logro sorprendente en la moderna historia política de Chile -llevar dos veces a la derecha al poder, no a las patadas, sino con los votos- se haya convertido en lo que no cabe duda es un fracaso estrepitoso. ¿Por qué los grupos medios que lo apoyaron en la segunda vuelta presidencial le dieron vuelta tan pronto la espalda?

Le quedarán sí dos consuelos.

Por lo pronto, el de exhibir una sorprendente eficacia: en lo que resta, mostrará la capacidad de celebrar contratos, asegurar suministros, distribuir vacunas con celeridad. Pero eso que en caso de urgencias es una virtud, es también la confesión de su principal defecto. La racionalidad puramente instrumental -que eso es la eficacia- no es suficiente en política. Esta última, especialmente en tiempos difíciles, requiere racionalidad sustantiva, la capacidad de subsumir las dificultades en un relato más general que les confiera sentido. Esa carencia de Piñera es la fuente de su falta de empatía, de su incapacidad de conectar con las audiencias, de conferir reconocimiento a la trayectoria vital de esos grupos medios cuyo abandono es para él todavía una incógnita.

Pero es probable que le quede además el consuelo -tal como están las cosas- de entregar la banda presidencial a la propia derecha. Es sorprendente que un gobierno que languidece, y que parece preocupado nada más de bracear para llegar pronto a la otra orilla, acabe con probabilidades de entregar el poder a alguien de su mismo sector. Pero ya se sabe: en política la suerte de un lado suelen ser el reflejo de la torpeza del otro.

Piñera no ha tenido un buen desempeño como gobernante, pero no parece estar dispuesto ni a deprimirse ni a exaltarse. Y ese rasgo de su carácter en un mundo donde todos aspiran a ser víctimas y a condolerse de sí mismos, o, en cambio, a hacerse el héroe o el partícipe de un destino trágico o histórico, no es exactamente una virtud; pero al menos es un buen ejemplo.De alguna manera, Piñera ha asumido su suerte con sobriedad y sin dejar de ser él mismo. Y si eso no lo hace un estoico, al menos le ha evitado, hasta ahora, incurrir en el patetismo tonto al que por estos días de pandemia y Navidad todos parecen ser tan proclives. (El Mercurio)

El año de Piñera 27 diciembre, 2020

Este 2020 ha sido el año de Piñera no porque todo lo que ha ocurrido se deba a él, sino porque todo se ha atribuido a él, lo que es distinto.

Y no es raro que ello haya ocurrido. Un presidente es una figura transferencial, un pararrayos que recoge los deseos y frustraciones de la opinión pública. Freud escribió, cuando ya estaba viejo, que todo amor era un amor de transferencia, porque era la proyección de fantasmas inconscientes. En política, hay que decir algo parecido: la adhesión o el rechazo al político es casi siempre transferencial.

Y este año 2020 ese fenómeno se manifestó con intensidad. ¿Qué mostró Piñera frente a él?

Ante todo, hay que reconocer en Piñera a un personaje con una resiliencia a toda prueba. Con la mitad del desprecio que se le ha manifestado en las calles, con una mínima porción de la deslealtad de quienes hasta anteayer dijeron apoyarlo, con dos o tres ministros pasivo-agresivos tipo Desbordes, con partidarios que le sonríen con la sonrisa llena de cuchillos, cualquier político se hubiera derrumbado, se habría despojado de la sonrisa y habría aparecido en la televisión cabizbajo, apesadumbrado, cercano a la derrota o a la depresión. O en cambio, y lo que no habría sido más que un disfraz de lo mismo, habría intentado hacer de sí un personaje trágico, sacrificial, casi operático, para obtener de esa forma la comprensión del público y el cese de los abucheos.

No ha sido el caso de Piñera.

No ha pretendido ser víctima, y hasta ahora, tampoco héroe.

Más bien ha aceptado los hechos y seguido adelante con su humorismo involuntario y sus tics.

Y lo más probable es que esa actitud se mantenga incluso ahora que el personal -Desbordes, Siches y algún otro- se apresura a abandonar el barco y a borrar el recuerdo de que alguna vez navegó entusiasta en él. Y que ellos muy pronto -es cosa de esperar- comenzarán a decir que sí, que en realidad nunca estuvieron del todo de acuerdo con las medidas adoptadas por Piñera, que ellos desde luego lo harían de otra forma, y que es sorprendente que el Gobierno no reaccionara a tiempo y con tino frente a las injusticias que las grandes mayorías estaban padeciendo.

Y pensará entonces para sus adentros que así es la política: un juego de máscaras, como todo el mundo repite una y otra vez; aunque casi nadie se encarga de advertir que los enmascarados nunca están al frente, sino que al lado.

Lo que sí debe estar rondando de manera obsesiva en él es la pregunta de qué pudo ocurrir para que un logro sorprendente en la moderna historia política de Chile -llevar dos veces a la derecha al poder, no a las patadas, sino con los votos- se haya convertido en lo que no cabe duda es un fracaso estrepitoso. ¿Por qué los grupos medios que lo apoyaron en la segunda vuelta presidencial le dieron vuelta tan pronto la espalda?

Le quedarán sí dos consuelos.

Por lo pronto, el de exhibir una sorprendente eficacia: en lo que resta, mostrará la capacidad de celebrar contratos, asegurar suministros, distribuir vacunas con celeridad. Pero eso que en caso de urgencias es una virtud, es también la confesión de su principal defecto. La racionalidad puramente instrumental -que eso es la eficacia- no es suficiente en política. Esta última, especialmente en tiempos difíciles, requiere racionalidad sustantiva, la capacidad de subsumir las dificultades en un relato más general que les confiera sentido. Esa carencia de Piñera es la fuente de su falta de empatía, de su incapacidad de conectar con las audiencias, de conferir reconocimiento a la trayectoria vital de esos grupos medios cuyo abandono es para él todavía una incógnita.

Pero es probable que le quede además el consuelo -tal como están las cosas- de entregar la banda presidencial a la propia derecha. Es sorprendente que un gobierno que languidece, y que parece preocupado nada más de bracear para llegar pronto a la otra orilla, acabe con probabilidades de entregar el poder a alguien de su mismo sector. Pero ya se sabe: en política la suerte de un lado suelen ser el reflejo de la torpeza del otro.

Piñera no ha tenido un buen desempeño como gobernante, pero no parece estar dispuesto ni a deprimirse ni a exaltarse. Y ese rasgo de su carácter en un mundo donde todos aspiran a ser víctimas y a condolerse de sí mismos, o, en cambio, a hacerse el héroe o el partícipe de un destino trágico o histórico, no es exactamente una virtud; pero al menos es un buen ejemplo.De alguna manera, Piñera ha asumido su suerte con sobriedad y sin dejar de ser él mismo. Y si eso no lo hace un estoico, al menos le ha evitado, hasta ahora, incurrir en el patetismo tonto al que por estos días de pandemia y Navidad todos parecen ser tan proclives. (El Mercurio)

El año de Piñera 27 diciembre, 2020

Este 2020 ha sido el año de Piñera no porque todo lo que ha ocurrido se deba a él, sino porque todo se ha atribuido a él, lo que es distinto.

Y no es raro que ello haya ocurrido. Un presidente es una figura transferencial, un pararrayos que recoge los deseos y frustraciones de la opinión pública. Freud escribió, cuando ya estaba viejo, que todo amor era un amor de transferencia, porque era la proyección de fantasmas inconscientes. En política, hay que decir algo parecido: la adhesión o el rechazo al político es casi siempre transferencial.

Y este año 2020 ese fenómeno se manifestó con intensidad. ¿Qué mostró Piñera frente a él?

Ante todo, hay que reconocer en Piñera a un personaje con una resiliencia a toda prueba. Con la mitad del desprecio que se le ha manifestado en las calles, con una mínima porción de la deslealtad de quienes hasta anteayer dijeron apoyarlo, con dos o tres ministros pasivo-agresivos tipo Desbordes, con partidarios que le sonríen con la sonrisa llena de cuchillos, cualquier político se hubiera derrumbado, se habría despojado de la sonrisa y habría aparecido en la televisión cabizbajo, apesadumbrado, cercano a la derrota o a la depresión. O en cambio, y lo que no habría sido más que un disfraz de lo mismo, habría intentado hacer de sí un personaje trágico, sacrificial, casi operático, para obtener de esa forma la comprensión del público y el cese de los abucheos.

No ha sido el caso de Piñera.

No ha pretendido ser víctima, y hasta ahora, tampoco héroe.

Más bien ha aceptado los hechos y seguido adelante con su humorismo involuntario y sus tics.

Y lo más probable es que esa actitud se mantenga incluso ahora que el personal -Desbordes, Siches y algún otro- se apresura a abandonar el barco y a borrar el recuerdo de que alguna vez navegó entusiasta en él. Y que ellos muy pronto -es cosa de esperar- comenzarán a decir que sí, que en realidad nunca estuvieron del todo de acuerdo con las medidas adoptadas por Piñera, que ellos desde luego lo harían de otra forma, y que es sorprendente que el Gobierno no reaccionara a tiempo y con tino frente a las injusticias que las grandes mayorías estaban padeciendo.

Y pensará entonces para sus adentros que así es la política: un juego de máscaras, como todo el mundo repite una y otra vez; aunque casi nadie se encarga de advertir que los enmascarados nunca están al frente, sino que al lado.

Lo que sí debe estar rondando de manera obsesiva en él es la pregunta de qué pudo ocurrir para que un logro sorprendente en la moderna historia política de Chile -llevar dos veces a la derecha al poder, no a las patadas, sino con los votos- se haya convertido en lo que no cabe duda es un fracaso estrepitoso. ¿Por qué los grupos medios que lo apoyaron en la segunda vuelta presidencial le dieron vuelta tan pronto la espalda?

Le quedarán sí dos consuelos.

Por lo pronto, el de exhibir una sorprendente eficacia: en lo que resta, mostrará la capacidad de celebrar contratos, asegurar suministros, distribuir vacunas con celeridad. Pero eso que en caso de urgencias es una virtud, es también la confesión de su principal defecto. La racionalidad puramente instrumental -que eso es la eficacia- no es suficiente en política. Esta última, especialmente en tiempos difíciles, requiere racionalidad sustantiva, la capacidad de subsumir las dificultades en un relato más general que les confiera sentido. Esa carencia de Piñera es la fuente de su falta de empatía, de su incapacidad de conectar con las audiencias, de conferir reconocimiento a la trayectoria vital de esos grupos medios cuyo abandono es para él todavía una incógnita.

Pero es probable que le quede además el consuelo -tal como están las cosas- de entregar la banda presidencial a la propia derecha. Es sorprendente que un gobierno que languidece, y que parece preocupado nada más de bracear para llegar pronto a la otra orilla, acabe con probabilidades de entregar el poder a alguien de su mismo sector. Pero ya se sabe: en política la suerte de un lado suelen ser el reflejo de la torpeza del otro.

Piñera no ha tenido un buen desempeño como gobernante, pero no parece estar dispuesto ni a deprimirse ni a exaltarse. Y ese rasgo de su carácter en un mundo donde todos aspiran a ser víctimas y a condolerse de sí mismos, o, en cambio, a hacerse el héroe o el partícipe de un destino trágico o histórico, no es exactamente una virtud; pero al menos es un buen ejemplo.De alguna manera, Piñera ha asumido su suerte con sobriedad y sin dejar de ser él mismo. Y si eso no lo hace un estoico, al menos le ha evitado, hasta ahora, incurrir en el patetismo tonto al que por estos días de pandemia y Navidad todos parecen ser tan proclives. (El Mercurio)

Reglas y razones 4 febrero 2022

Uno de los aspectos más relevantes del debate constitucional lo constituyen no tanto las reglas que se proponen, como las razones que se arguyen para fundamentarlas. Hay varios ejemplos de cómo razones esgrimidas con propósitos puramente retóricos pueden esconder semillas dañinas. Un buen ejemplo de eso es lo que ha ocurrido con el dilema entre el presidencialismo y el parlamentarismo y el Congreso uni o bicameral.

Desde un punto de vista puramente funcional, se trata de saber cuál de ellos favorece el buen gobierno, es decir, la toma de decisiones y la resolución de las controversias entre las fuerzas políticas. Pero cuando se esgrime en favor del presidencialismo la necesidad de contar con un «cuerpo visible» de la comunidad y de sus desafíos, o en favor del bicameralismo, la de reflejar las diversas «naciones» que nos constituyen —como lo han hecho P. Güell y Arturo Fontaine—, se está contribuyendo a configurar una autocomprensión de lo que somos que es difícil de conciliar con aquella que es propia de una democracia liberal. Y ocurre que la comprensión de lo que somos como comunidad política puede ser más relevante y, como lo muestran los argumentos que acabo de mencionar, más peligrosa que la peor de las reglas constitucionales. ¿Se imagina usted adónde podría conducir la idea de que el presidente es el «cuerpo visible»de la comunidad y el Senado, una reunión de «naciones»?

Lo mismo ocurre cuando, como lo plantean las convencionales Oyarzún, Roa y Sánchez, se esgrime en favor de los derechos sociales la idea de una república solidaria, en vez de, simplemente, la vieja idea de cooperación social. Conferir a las instituciones una identidad sustantiva o valórica —sea la solidaridad o cualquier otra— olvida las condiciones de una sociedad plural cuyos miembros convergen en torno a las instituciones y cooperan entre sí por muy diversas razones. Como es fácil comprender, las personas pueden ser solidarias (y está muy bien que lo sean); pero no las instituciones, puesto que si estas lo fueran debieran imponer la solidaridad y una solidaridad impuesta no es solidaridad en absoluto. Así, en vez de república solidaria es mejor nada más un Estado social y democrático como enseña el derecho comparado. Las instituciones no pueden imponer la solidaridad; pero sí pueden obligar a la cooperación. Agréguese a lo anterior las consecuencias fácilmente predecibles que se seguirían de un texto constitucional con esos fundamentos (si ellos, por desgracia, persuadieran a los convencionales) a la hora de resolver controversias o proceder a su interpretación. Imagínense a un grupo de jueces o a la Contraloría o al Tribunal Constitucional, recordando a la hora de examinar la conducta presidencial —v. gr. un decreto— que se trata de una decisión del «cuerpo visible»de la comunidad que, en ese carácter, merecería particular deferencia, o a esas mismas instituciones teniendo que decidir un estatuto regional y cayendo en la cuenta de que, según razonaron los convencionales, en esos lugares existen «naciones», o a un tribunal examinando un tema de propiedad (ya hay signos de eso) y recordando de pronto que como Chile es una república solidaria ese tipo de derechos solo son prima facie y pueden ser derrotados por la necesidad de otras personas. En cada uno de esos casos —hay varios otros que podrían darse como ejemplo— se cuelan formas de comprender la realidad que en el mediano plazo pueden poseer importantes consecuencias, muchas de ellas contrarias a una democracia liberal (que, para evitar los equívocos tan frecuentes en estos días, no es lo mismo que el temido neoliberalismo). No hay que olvidar que la vida social tiene la particularidad de configurarse a sí misma mediante los discursos y las razones que esgrimen quienes la integran. Las ideas, los discursos y las razones en vez de describir la realidad a la que se refieren, acaban modelándola. Por eso la tarea intelectual es de la máxima importancia y exige la máxima responsabilidad.

Y por eso en el debate constitucional hay que cuidar las razones que se formulan y evitar la tentación de la frivolidad. Y los ciudadanos atender no solo a las reglas que se proponen, sino a las razones y los argumentos que se esgrimen para fundamentarlas.

¿Delenda est senatus? 21 enero 2022

Dentro de todos los temas que ha de decidir la Convención, uno de los principales es la definición del sistema político y, dentro de él, si acaso habrá de existir una cámara o, en cambio, dos. Si se opta por la primera alternativa, el Senado desaparecerá. ¿Qué es lo que subyace a ese debate? Lo que parece subyacer es la cuestión del peso que se asigne a las mayorías.

La multiplicidad de órganos con representación y con similares facultades legislativas (como ocurre hoy con la Cámara de Diputados y el Senado) renovados por parcialidades, en tiempos distintos, tiene el efecto de moderar a las mayorías, puesto que se les concede la última palabra; pero solo a condición de que se consoliden o mantengan en el tiempo. O, para decirlo de otro modo, un Legislativo doble no da el poder de decidir a quien obtiene la mayoría en una sola jugada o dos, sino que exige varias jugadas antes de conferirlo. Es verdad que la existencia de dos cámaras hace más lento el proceso legislativo; pero sus defensores exhiben esa característica como una virtud. Al ralentizar el proceso, se dificultan los cambios bruscos o radicales, los legisladores están obligados a abundar en las razones que poseen (o con el tiempo, a cambiarlas). Y de esa forma, arguyen los partidarios del bicameralismo, se minimiza la posibilidad de cometer errores y de adoptar decisiones injustas. Así entendido, el debate acerca de si ha de haber una o dos cámaras es relativo al poder de las mayorías. Por eso, los puntos de vista en debate deben examinarse en el contexto más amplio de otras decisiones atinentes al mismo tema. Entre esas otras instituciones, se encuentra el control constitucional. El control constitucional del proceso legislativo y de las leyes (al modo en que ocurre en Alemania o Francia) es también una forma de limitar las mayorías, asegurarse de que ellas, por poderosas que sean, no puedan pasar por sobre la Constitución. Ahora bien, en el actual debate constitucional se ha sugerido entregar a la Corte Suprema el control ex post de la constitucionalidad de las leyes, es decir, que sea esa Corte la que, a propósito de asuntos particulares, pueda declarar inaplicable la ley. Pero al no existir Tribunal Constitucional, el Legislativo debería cuidar por sí mismo su respeto a la Constitución. La producción del derecho legislado carecería de control. Como es fácil comprender, la suma de una sola cámara legislativa, junto a la ausencia de control constitucional, instituiría a la mayoría con un formidable poder.

Y es sobre ese fondo que ha de juzgarse la cuestión del sistema político: si acaso la mayoría debe ser fortalecida o, en cambio, limitada. Este es el debate subyacente. Y es imprescindible explicitarlo. Si se miran los últimos treinta años se advierte con facilidad que la mayoría ha estado expuesta a múltiples obstáculos. Quorums supramayoritarios, una Cámara Alta que en sus inicios era en parte designada, un sistema electoral que consideraba que un tercio o poco más era equivalente a los dos restantes, una práctica de distribución del poder entre dos coaliciones, predominancia del saber técnico por sobre la voluntad política, etcétera. Todo esto explica que el tema de las mayorías y el poder que se les conferirá esté en el centro del debate y asome por aquí y por allá. Plutarco (en sus «Vidas paralelas») cuenta que, en una alocución ante el Senado, Catón el Viejo dejó caer higos de África que impresionaron a todos por su tamaño y belleza. Entonces dijo que ese fruto crecía en un lugar, se refería a Cartago, que estaba apenas a tres días de navegación. Y entonces exclamó: «Carthago delenda est. ¡Hay que destruir Cartago!». Hoy no hay higos que dejar caer en la Convención, pero el poder está a la vista de todos, motivo por el cual es fácil comprender que se escuche ¡Senatus delenda est!

El Presidente Boric y la Convención 24 diciembre 2021

El Presidente electo ha solicitado a la Convención no ser «partisana». ¿Qué quiso decir con eso? Hay ocasiones en que las palabras que usamos portan un sentido oculto, un significado que subyace a aquel que aparentemente se les quiso dar. Es que las expresiones lingüísticas, como los sueños, tienen un significado manifiesto y otro latente. Así ocurrió con el empleo de «partisana» por parte del Presidente electo.

Cuando Gabriel Boric le dice a la Convención que no sea partisana, quiso decirle, al menos a nivel manifiesto, que no tomara partido a favor de su gobierno, sino que adoptara, o se esforzara por adoptar, un punto de vista imparcial que considerara los intereses de todos. Usó, pues, la palabra»partisana» en sentido figurado, como quien toma partido. Les dijo entonces que en vez de tener en cuenta solo una parte, consideraran el conjunto. Desde luego tiene toda la razón: una Constitución diseñada atendiendo a intereses parciales estaría siempre amenazada por la parte excluida. Esto es lo que hace inconveniente el afán puramente identitario de algunos miembros de la Convención. Por eso algún autor, John Rawls, sugirió que la condición ideal para discutir instituciones básicas se alcanzaría mediante una «posición original» en que cada uno ignorara en qué sociedad va a nacer y qué posición va a ocupar en ella. Pero esa palabra posee también otro significado.

En sentido estricto, ella alude a quien se comporta como un grupo de combatientes que lucha contra un ejército de ocupación. En este caso el núcleo de significado de la palabra no alude a una actitud parcial, sino a un comportamiento hostil y de lucha. Y llegamos aquí al significado latente de las palabras de Gabriel Boric. Porque ocurre que la Convención, o algunos de sus miembros, para ser más preciso, han creído, o al menos creían hasta antes del triunfo de Gabriel Boric, o lo seguirán creyendo hasta que él asuma, que Chile estaba ocupado por un gobierno ilegítimo al que había que resistir y combatir así no más fuera, a falta de mejores armas, con el desdén (¿de qué otra forma se explica que nunca se hubiera invitado al Presidente Piñera como sí se acaba de hacer con Boric?). Así entonces, cuando el Presidente electo les pide a los convencionistas no comportarse como partisanos, está también reprochándoles, de modo implícito, la manera en que hasta ahora han concebido su tarea. La tarea de la Convención —y el Presidente Boric tiene toda la razón al subrayarlo— consiste en deliberar acerca de las mejores reglas para la comunidad política. Y esas reglas no pueden consistir en favorecer los intereses de una parte, sino que deben considerar lo que sea mejor y más bueno para todos. Por eso ser miembro de una Convención Constitucional supone el deber de adoptar la perspectiva del partícipe en primera persona del plural (nosotros el pueblo) y abandonar el punto de vista del actor que se deja guiar solo por lo que demanda su propio éxito. Hay una muy poderosa razón para que los miembros de la Convención adopten esa perspectiva. Se trata de la legitimidad.

Y es que en una sociedad diversa y plural el consenso pleno solo puede alcanzar al procedimiento mediante el cual se adoptan las decisiones y no necesariamente al contenido de estas últimas. Pero para que, a pesar de que no reflejen los intereses de cada uno, esas decisiones se vivan como legítimas y todos tengan razones para obedecerlas es necesario que ese procedimiento sea equitativo y quienes participan directamente de él lo hagan esforzándose por ser imparciales, poniéndose en el lugar de todos. Esa es la única forma de resolver el desafío que planteó Rousseau: que al obedecer la ley cada uno se reconozca en ella y se obedezca a sí mismo.

Entrevista: “El orden tantas veces ridiculizado en el debate, estará de vuelta” 11 marzo 2022

-¿Cuál es la característica más palpable de lo que ocurrirá este 11 de marzo?

-El rasgo más notorio es el cambio generacional. No se trata que un hombre viejo entregue el mando del estado a una persona joven. Es más que eso. Se trata de que aquellos que pasan a conducir el estado, comenzando por el presidente, poseen un horizonte vital radicalmente distinto a aquellos que lo abandonan. El modo de concebir el tiempo y la historia y el lugar que en ella le cabe a la voluntad es quizá el aspecto más notorio de esto que yo llamaría el nuevo horizonte vital. Mientras los más viejos piensan que el pasado es el suelo donde pueden hincar los talones para dar el primer paso, los más jóvenes creen, y ya veremos si el tiempo les da la razón, que el suelo es un obstáculo y que lo mejor, por decirlo así, es saltar.

Desde luego esa sensibilidad puede ser corregida y es probable que así ocurra sobre todo si, como el presidente Boric lo mostró en la segunda vuelta, existe capacidad reflexiva, la capacidad de tomar distancia de los propios entusiasmos y mirar el rostro casi siempre feo de la realidad.

-¿Y cuáles son los rasgos de ese rostro?

-Bueno, los más obvios son suficientemente conocidos y de largo plazo. Basta enumerarlos para advertir la magnitud del desafío.

Hasta antes de octubre o incluso después de él, pudo creerse que el desafío consistía en corregir lo que entonces se pensó (a veces contra la evidencia) era una gigantesca y abismal desigualdad. Chile, se pensó por momentos, había alcanzado una modernización ante todo mezquina y era hora de distribuir mejor sus frutos. Hoy el problema es cómo sostener el proceso modernizador en los aspectos más benignos que posee: el crecimiento, el mercado del trabajo, la expansión del consumo. Y para ello no basta el fervor por la justicia. La entrada de Mario Marcel al Ministerio de Hacienda es un signo de que los aspectos técnicos de la vida en común que estaban a la base de la modernización siguen siendo importantes. El problema para Boric será, en este aspecto, el de conciliar un discurso que pretendía correr –a punta de voluntad- el muro donde termina lo posible, con este otro aspecto de la política que consiste en reconocer donde principia ese muro que en vez de depender de la voluntad suele imponerse a ella. Hasta hace poco se pensaba que el problema de Chile era la gratuidad universitaria impedida, se insinuaba, por la cicatería de la banca y el afán de lucro; pero mientras se insistía en eso crecía el déficit de vivienda en Chile que hoy salta a la vista. No hay mejor ejemplo de cómo los viejos problemas reaparecen. Ese es un primer aspecto.

-¿Y el segundo?

-Otro aspecto fundamental es cultural. Boric y el gobierno que conduce tendrá que lidiar con las expectativas y demandas de su propia generación (y que él mismo se ha encargado de estimular). Lo que mostró octubre es que a la base del malestar hay una cuestión cultural, relativa a un profundo proceso de individuación que estimuló en las nuevas generaciones la subjetividad y la búsqueda de formas o estilos de vida diferenciadores, idiosincrásicos. Hay, por usar una frase que se empleó en la literatura sociológica de los ochenta, una lucha por definir “la gramática de las formas de vida”. Este proceso -que se manifiesta en cuestiones tan diversas como el feminismo, el veganismo, el animalismo, etcétera- desata expectativas que alimentarán demandas frente al gobierno que no podrán ser satisfechas, como hasta ahora, solo con declaraciones y gestos simbólicos.

Pero no acaba allí. Se encuentra todavía la situación internacional de Chile. Hay que decidir si Chile se acerca a la región de América Latina o si mantiene su vocación por llamarla así globalizadora. Es probable que el latino americanismo esté de vuelta. El problema es que él no es sólo una definición geopolítica, sino también ideológica.

-Sobre la manera de enfocar el orden público se ha generado un amplio debate al interior del próximo gobierno

-Y quizá uno de los principales problemas que habrá que afrontar sea el del orden público. Chile viene de un lapso de dos años en que se ha deteriorado la legitimidad de la fuerza pública y en que nuevas formas de conducta desviada han surgido, tanto como consecuencia de la estructura social, como resultado de la inmigración que, como es inevitable, arrastra también consigo -junto al trabajo y, el esfuerzo y la imaginación que le harán bien a la sociedad chilena- estilos y nuevas formas de convivencia y a veces de criminalidad que es necesario controlar. El orden tantas veces ridiculizado en el debate, estará de vuelta.

En fin, se encuentra la cuestión constitucional. El diagnóstico del presidente ha sido que la actual constitución impide una política transformadora. La mala noticia es que la nueva constitución si se aprueba, lo que es probable, no bastará: hay un complejo entramado legal que es indispensable para que las reglas constitucionales sean, por decirlo así, operativas. Si el diagnóstico del presidente es correcto, la política transformadora no será posible. Y si en cambio esta última resulta, el diagnóstico (según el cual el problema era la constitución) se mostrará erróneo.

-¿Respecto del tema indígena, qué deben hacer las próximas autoridades?

-Bueno, desde luego, esa es una de las principales. Se arrastra desde fines de la dictadura. Durante el XIX se intentó asimilar a los pueblos originarios, en el XX se les olvidó puesto que la preocupación estuvo puesta en el proletariado o el campesinado. Aylwin puso en la agenda el desafío del reconocimiento; pero desgraciadamente los gobiernos que siguieron no fueron capaces. El presidente Lagos recibió el Informe sobre verdad histórica y nuevo trato (de una Comisión presidida por P. Aylwin de la que yo mismo formé parte) donde se sugerían medidas de justicia política, acciones de la memoria y de reparación para esos pueblos, pero el informe quedó por allí en un cajón. Nada se hizo. Este problema como se ve -¡este sí!- es fruto de treinta años de olvido. El resultado de ese olvido está a la vista: la radicalización. Lo que hay que hacer allí ahora es lograr que esos pueblos formen una voluntad colectiva que se integre a la comunidad política, única forma de aislar a los violentos. En ese sentido la ministra del Interior tiene razón cuando afirma que hay que buscar caminos políticos con cierta urgencia.

-Y sobre la política propiamente tal ¿Cuál es su perspectiva?

-En ese ámbito deberá enfrentar severos peligros y resistir tentaciones. La principal de todas es la de reemplazar los partidos por los movimientos sociales: sería un error que le costaría caro a la democracia. Los movimientos y la espontaneidad de la vida social acaban siempre sacrificando a las instituciones, instalando la participación por fuera de ellas. El segundo es creer (como creyó Piñera) que su triunfo es una adhesión ideológica de la mayoría a su punto de vista. No es así. Cuando triunfó Boric triunfó una sensibilidad, no una ideología.

-¿Logrará el gobierno hacer las transformaciones anunciadas?

-Es de esperar que sí; aunque lo más probable es que sean menos profundas y menos radicales de lo que se anunció o se hizo creer. Y ello no por falta de voluntad, sino porque no es fácil desmontar una trayectoria de tres décadas y una cultura que, mal que pese, ha permeado a todos los sectores sociales. Existen amplios grupos medios que esperan compartir el riesgo de la enfermedad y la vejez; pero que no quieren renunciar a su autonomía, a la posibilidad de consumir y de elegir en cuestiones tan relevantes como la educación. Tampoco lo quieren los jóvenes que han experimentado un profundo proceso de individuación que es el que explica, como decía más arriba, la búsqueda de identidad en todas las esferas de la existencia en que están empeñados. Se que este punto de vista es rechazado por las nuevas generaciones (o por parte importante de ellas) pero se trata de una dimensión cultural del Chile contemporáneo de la que ellos mismos participan y que no será fácil modificar.

¿Es correcto el aborto libre? 2022/03/18

Intentar una respuesta reflexiva a esta pregunta es fundamental. Y la Convención tiene aún la oportunidad de hacerlo. Para ello es necesario considerar la dimensión moral del problema o, lo que es lo mismo, identificar las razones independientes al interés de cada uno, hombre o mujer, a la hora de resolverlo.

Un aborto ejecutado por cualquier motivo, es decir, un aborto carente de toda restricción —de manera que baste cualquier circunstancia o motivación para ejecutarlo— no puede ser considerado moralmente correcto. La experiencia moral exige razones para actuar, es decir, demanda una deliberación por parte del agente que ejecuta el acto a fin de verificar si el impulso que siente o el deseo que lo inunda merece ser satisfecho. Ello supone algún tipo de reflexión a la luz de un cierto estándar normativo independiente. Un aborto sin restricciones es obviamente incompatible con ese tipo de discernimiento. La ley hoy vigente está bien diseñada en la medida que formula ese estándar normativo. Hay algunos casos, como los que hoy recoge la ley —el embarazo es producto de una violación, el feto es inviable, hay peligro inminente para la vida de la madre—, donde comparecen razones que hacen moralmente legítimo que se decida abortar. Entre ellas está que parece supererogatorio o excesivo imponer a una persona el gravamen de soportar otra vida que arriesga la suya o que, sabemos, no será vida en el sentido pleno de la expresión o de la que es portadora como resultado de una agresión sexual. En esos casos la mujer puede decidir soportar el embarazo; pero no puede estimarse obligatorio hacerlo.

Pero, fuera de esos casos, ¿debe permitirse el aborto bajo cualquier condición? La regla recién aprobada por los convencionales parece, a primera vista, establecer ese permiso. Hay razones para pensar que una regla sin restricciones es un error. El razonamiento jurídico —y para qué decir el moral— obliga a tener en cuenta los intereses ajenos y no solo los propios de la madre a la hora de permitir el aborto. El derecho siempre debe considerar todos los bienes en juego. En este caso hay que tomar en cuenta los intereses del nasciturus, que se hacen más indudables e intensos conforme avanza el embarazo. Parece evidente que el feto, especialmente más allá de las doce semanas, comienza a tener los rasgos biológicos que, por analogía con el tipo de ser que es usted, permiten imputarle intereses propios (la analogía la sugieren Mill o Husserl para detectar al prójimo). Parece obvio que luego de las doce semanas, cuando ya aparece la corteza cerebral, es muy difícil imaginar buenos argumentos para que la ley deba admitir sin más el aborto. Y la razón es que sabemos por analogía con la evidencia biológica que el nasciturus será como usted o como yo. Por eso, pasado ese plazo, la prohibición del aborto parece exigida tanto desde el punto de vista moral como jurídico. La regulación jurídica del aborto debería tomar en cuenta esas consideraciones. ¿Y sería necesario consagrar en la Constitución la objeción de conciencia para no ser obligado a colaborar con el aborto?

No, no es necesario. La objeción de conciencia —así ha ocurrido en el derecho comparado— se deriva del derecho fundamental a la libertad de conciencia y de religión. Basta consagrar a estas últimas para que, llegado el caso, proceda la objeción. No es admisible en una sociedad respetuosa del individuo obligar a alguien —salvado el interés de terceros— a practicar un aborto que sus convicciones más profundas rechazarían. La Convención Constitucional tiene pendiente el discernimiento acerca de esos problemas que no se resuelven apelando a la mera existencia de derechos reproductivos: en qué momento el nasciturus es indisponible y qué fuero se reconoce a la conciencia.

El derecho de propiedad, posibilidad de un consenso 2022/03/04

Uno de los problemas más relevantes que deberá decidir la Convención es el relativo al derecho de propiedad. La relevancia de ese derecho es triple: es moral, económica y a la vez relativa a la justicia. Es moral, puesto que se vincula con la autonomía; es económica, puesto que sin propiedad desaparecen los incentivos para el esfuerzo individual; y se relaciona con la justicia, puesto que su distribución indica quién puede hacer qué. Ante todo, posee una dimensión moral. Es propio de una sociedad democrática que se reconozca a las personas la gestión de su propia vida o, si se prefiere, el derecho a autodeterminarse, a trazar un plan de vida e intentar ejecutarlo. Pero es obvio que para que ello no sea una mera fantasía, es necesario que cada uno posea el control exclusivo sobre los bienes que le permiten realizar aquello que, atendiendo a su interés, se propuso. La propiedad es ese control exclusivo.

La dimensión económica, por su parte, deriva del hecho que allí donde no hay propiedad hay pocos motivos para que las personas (excepto los santos) se esfuercen (en general las personas se esfuerzan para obtener beneficios). La literatura (Santo Tomás, 1274; Hardin, 1968) sugiere además que donde no hay propiedad se configura una tragedia: la tragedia de los comunes, puesto que en ese caso los bienes se sobreexplotan y nadie los cuida. Así entonces, hay buenas razones para reconocer la propiedad sobre toda clase de bienes, sin distinguir entre los corporales (una casa, un libro), los incorporales (los derechos nacidos de un contrato o de un acto administrativo) o los intelectuales (el derecho a explotar la propia creación). Establecer el derecho de propiedad significa reconocer a los individuos la posibilidad de controlar esos recursos cuando los adquieran por medios lícitos: un inmueble, un contrato, una invención. Por supuesto, la forma de instituirlo puede consistir en una regla como la actual, que viene del Código Civil, o en una regla que distinga entre diversos bienes (corporales, incorporales, intelectuales) disponiendo en cada caso su protección y el derecho a ser indemnizado para el caso de expropiación. Pero si, como se dijo al inicio, hay aquí también una cuestión de justicia involucrada, ¿no será necesario resolverla también? Por supuesto que es necesario resolverla, puesto que quien no tiene bienes o carece de los mínimos suficientes, carece también de autonomía; pero corregirlo no forma parte de la regulación de la propiedad, sino de las políticas públicas redistributivas. Y esas políticas pueden ser genéricas o específicas. La distinción la formuló James Tobin (en 1970), quien dijo que usted podía incrementar la autonomía transfiriendo subsidios o, en cambio, bienes específicos. Tobin pensó que los subsidios —es decir, la entrega de dinero— evitaban el paternalismo en la medida que permitían que la gente adquiriera lo que fuera su preferencia. En cambio, agregó, cuando se transfieren bienes específicos, se configura una forma de paternalismo. Es probable que J. Tobin tenga razón respecto del paternalismo; pero tratándose de la provisión de bienes indispensables para la autonomía, como la salud o la educación, ese paternalismo parece justificado. Así, una política distributiva debe dirigirse específicamente a la provisión de esos bienes favoreciendo así una igualdad en las capacidades o la autonomía. Y para financiarlo será necesario extraer coercitivamente rentas —esos son los impuestos— a quienes más tienen. Pero lo que ese análisis muestra es que para resolver cuestiones de justicia no es necesario lesionar o debilitar el derecho de propiedad. Limitar o debilitar la propiedad lesiona los incentivos para el bienestar, daña la autonomía y al hacerlo no se gana nada en justicia. Esta última se obtiene, en cambio, con una provisión igualitaria de bienes básicos en razón de la ciudadanía que es lo que, desde mediados del siglo XX, se llama derechos sociales. Pero creer que una Constitución interesada en la promoción de derechos sociales debe ir atada a un debilitamiento de la propiedad es simplemente un error. Ambas cosas pueden promoverse a la vez. Hay aquí una evidente posibilidad de consenso traslapado entre la derecha y la izquierda.

Filosofía para convencionales 2022/02/25

Revisar un capítulo de la historia de las ideas puede ayudar a los convencionales a evaluar mejor las reglas sobre la libertad de expresión. En esa historia están Federico El Grande (y a veces Voltaire), de un lado, y Spinoza, del otro.

Federico El Grande era partidario de la libertad de expresión, pero con límites. Creyó que la educación era previa a conferir la libertad. Pensó que la capacidad de comprender un discurso, distinguiendo en él lo que era correcto de lo que no, dependía de la educación. Prefería entonces esperar que el pueblo se educara antes de permitir que todo tipo de discurso llegara a sus oídos o cualquier texto a sus ojos Federico creía que había verdades que él poseía y que no podía permitirse que la mayoría poco ilustrada —como consecuencia de permitirles leer cualquier cosa— las pusiera en cuestión. Otra opinión fue la de Spinoza. Para Spinoza, «no es posible que un hombre abdique su inteligencia y la someta absolutamente a la de otro», de manera, agregó, que se comete una injusticia cuando se pretende prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero o rechazar como falso». El derecho de pensar era, en su opinión, un rasgo consustancial al que no podríamos renunciar; aunque quisiéramos. Por eso, observó, es «imposible que todos los hombres tengan las mismas opiniones acerca de las mismas cosas y hablen de ellas en perfecta conformidad». De ahí se seguía entonces, concluye, que «sería un gobierno violento aquel que rehúsa a los ciudadanos la libertad de expresar y enseñar sus opiniones». Para Spinoza, la libertad de expresión tiene un valor en sí misma; para Federico o Voltaire, posee un valor puramente instrumental. Vale la pena detenerse en esta distinción entre el valor intrínseco y el instrumental. Algo tiene un valor intrínseco cuando en él se realiza algo valioso, al margen de los resultados que con él se obtengan. En cambio, tiene un valor instrumental cuando su valía emana de los resultados que con él se consiguen. Mientras para Federico la libertad de expresión era valiosa en sentido instrumental, porque con ella, pensó, se alcanza y divulga la verdad, Spinoza sostuvo que su valor era intrínseco, que ella valía la pena por sí misma, porque ella reconocía la igual capacidad de todos de discernir qué es correcto y qué no. Las consecuencias de cada uno de esos puntos de vista son muy distintas. Si la libertad de expresión tiene un valor instrumental, entonces debe ceder cuando exista un método superior para alcanzar los objetivos que con ella se persiguen. En ese caso, ella ya no se justifica. Esto es lo que creyó durante mucho tiempo la Iglesia (afortunadamente, ya no) ¿Si hemos alcanzado la verdad, por qué habríamos de permitir que el error se divulgue? En cambio, si la libertad de expresión tiene un valor intrínseco, entonces aun cuando sepamos la verdad, igual la necesitamos, porque en ella se ejercita una característica que es consustancial a lo que somos: la capacidad de cada uno de pensar por sí mismo. Al examinar las reglas sobre la libertad de expresión, los convencionales deben detenerse a pensar si esa libertad vale en sí misma o si su valor es relativo a sus resultados. Si su valor depende de sus resultados, entonces se justifica poner como límites el negacionismo, la integridad de las culturas, la verdad o cualquier otro concepto de esa índole. Si su valor es, en cambio, intrínseco, poner esos límites equivale a vaciarla de sentido. Es lo que los convencionales deben decidir: si se parecen más a Federico El Grande o a Spinoza. Hasta ahora, desgraciadamente, se parecen más a Federico, quien desde el poder quería proteger las verdades, que al modesto Spinoza, quien mientras pulía lentes para sobrevivir pensó que era mejor que en esta materia la libertad sin restricciones primara.

Reglas y razones 2022/02/04

Uno de los aspectos más relevantes del debate constitucional lo constituyen no tanto las reglas que se proponen, como las razones que se arguyen para fundamentarlas. Hay varios ejemplos de cómo razones esgrimidas con propósitos puramente retóricos pueden esconder semillas dañinas. Un buen ejemplo de eso es lo que ha ocurrido con el dilema entre el presidencialismo y el parlamentarismo y el Congreso uni o bicameral.

Desde un punto de vista puramente funcional, se trata de saber cuál de ellos favorece el buen gobierno, es decir, la toma de decisiones y la resolución de las controversias entre las fuerzas políticas. Pero cuando se esgrime en favor del presidencialismo la necesidad de contar con un «cuerpo visible» de la comunidad y de sus desafíos, o en favor del bicameralismo, la de reflejar las diversas «naciones» que nos constituyen —como lo han hecho P. Güell y Arturo Fontaine—, se está contribuyendo a configurar una autocomprensión de lo que somos que es difícil de conciliar con aquella que es propia de una democracia liberal. Y ocurre que la comprensión de lo que somos como comunidad política puede ser más relevante y, como lo muestran los argumentos que acabo de mencionar, más peligrosa que la peor de las reglas constitucionales. ¿Se imagina usted adónde podría conducir la idea de que el presidente es el «cuerpo visible»de la comunidad y el Senado, una reunión de «naciones»?

Lo mismo ocurre cuando, como lo plantean las convencionales Oyarzún, Roa y Sánchez, se esgrime en favor de los derechos sociales la idea de una república solidaria, en vez de, simplemente, la vieja idea de cooperación social. Conferir a las instituciones una identidad sustantiva o valórica —sea la solidaridad o cualquier otra— olvida las condiciones de una sociedad plural cuyos miembros convergen en torno a las instituciones y cooperan entre sí por muy diversas razones. Como es fácil comprender, las personas pueden ser solidarias (y está muy bien que lo sean); pero no las instituciones, puesto que si estas lo fueran debieran imponer la solidaridad y una solidaridad impuesta no es solidaridad en absoluto. Así, en vez de república solidaria es mejor nada más un Estado social y democrático como enseña el derecho comparado. Las instituciones no pueden imponer la solidaridad; pero sí pueden obligar a la cooperación. Agréguese a lo anterior las consecuencias fácilmente predecibles que se seguirían de un texto constitucional con esos fundamentos (si ellos, por desgracia, persuadieran a los convencionales) a la hora de resolver controversias o proceder a su interpretación. Imagínense a un grupo de jueces o a la Contraloría o al Tribunal Constitucional, recordando a la hora de examinar la conducta presidencial —v. gr. un decreto— que se trata de una decisión del «cuerpo visible»de la comunidad que, en ese carácter, merecería particular deferencia, o a esas mismas instituciones teniendo que decidir un estatuto regional y cayendo en la cuenta de que, según razonaron los convencionales, en esos lugares existen «naciones», o a un tribunal examinando un tema de propiedad (ya hay signos de eso) y recordando de pronto que como Chile es una república solidaria ese tipo de derechos solo son prima facie y pueden ser derrotados por la necesidad de otras personas. En cada uno de esos casos —hay varios otros que podrían darse como ejemplo— se cuelan formas de comprender la realidad que en el mediano plazo pueden poseer importantes consecuencias, muchas de ellas contrarias a una democracia liberal (que, para evitar los equívocos tan frecuentes en estos días, no es lo mismo que el temido neoliberalismo). No hay que olvidar que la vida social tiene la particularidad de configurarse a sí misma mediante los discursos y las razones que esgrimen quienes la integran. Las ideas, los discursos y las razones en vez de describir la realidad a la que se refieren, acaban modelándola. Por eso la tarea intelectual es de la máxima importancia y exige la máxima responsabilidad.

Y por eso en el debate constitucional hay que cuidar las razones que se formulan y evitar la tentación de la frivolidad. Y los ciudadanos atender no solo a las reglas que se proponen, sino a las razones y los argumentos que se esgrimen para fundamentarlas.

¿Delenda est senatus? 2022/01/21

Dentro de todos los temas que ha de decidir la Convención, uno de los principales es la definición del sistema político y, dentro de él, si acaso habrá de existir una cámara o, en cambio, dos. Si se opta por la primera alternativa, el Senado desaparecerá. ¿Qué es lo que subyace a ese debate? Lo que parece subyacer es la cuestión del peso que se asigne a las mayorías.

La multiplicidad de órganos con representación y con similares facultades legislativas (como ocurre hoy con la Cámara de Diputados y el Senado) renovados por parcialidades, en tiempos distintos, tiene el efecto de moderar a las mayorías, puesto que se les concede la última palabra; pero solo a condición de que se consoliden o mantengan en el tiempo. O, para decirlo de otro modo, un Legislativo doble no da el poder de decidir a quien obtiene la mayoría en una sola jugada o dos, sino que exige varias jugadas antes de conferirlo. Es verdad que la existencia de dos cámaras hace más lento el proceso legislativo; pero sus defensores exhiben esa característica como una virtud. Al ralentizar el proceso, se dificultan los cambios bruscos o radicales, los legisladores están obligados a abundar en las razones que poseen (o con el tiempo, a cambiarlas). Y de esa forma, arguyen los partidarios del bicameralismo, se minimiza la posibilidad de cometer errores y de adoptar decisiones injustas. Así entendido, el debate acerca de si ha de haber una o dos cámaras es relativo al poder de las mayorías. Por eso, los puntos de vista en debate deben examinarse en el contexto más amplio de otras decisiones atinentes al mismo tema. Entre esas otras instituciones, se encuentra el control constitucional. El control constitucional del proceso legislativo y de las leyes (al modo en que ocurre en Alemania o Francia) es también una forma de limitar las mayorías, asegurarse de que ellas, por poderosas que sean, no puedan pasar por sobre la Constitución. Ahora bien, en el actual debate constitucional se ha sugerido entregar a la Corte Suprema el control ex post de la constitucionalidad de las leyes, es decir, que sea esa Corte la que, a propósito de asuntos particulares, pueda declarar inaplicable la ley. Pero al no existir Tribunal Constitucional, el Legislativo debería cuidar por sí mismo su respeto a la Constitución. La producción del derecho legislado carecería de control. Como es fácil comprender, la suma de una sola cámara legislativa, junto a la ausencia de control constitucional, instituiría a la mayoría con un formidable poder.

Y es sobre ese fondo que ha de juzgarse la cuestión del sistema político: si acaso la mayoría debe ser fortalecida o, en cambio, limitada. Este es el debate subyacente. Y es imprescindible explicitarlo. Si se miran los últimos treinta años se advierte con facilidad que la mayoría ha estado expuesta a múltiples obstáculos. Quorums supramayoritarios, una Cámara Alta que en sus inicios era en parte designada, un sistema electoral que consideraba que un tercio o poco más era equivalente a los dos restantes, una práctica de distribución del poder entre dos coaliciones, predominancia del saber técnico por sobre la voluntad política, etcétera. Todo esto explica que el tema de las mayorías y el poder que se les conferirá esté en el centro del debate y asome por aquí y por allá. Plutarco (en sus «Vidas paralelas») cuenta que, en una alocución ante el Senado, Catón el Viejo dejó caer higos de África que impresionaron a todos por su tamaño y belleza. Entonces dijo que ese fruto crecía en un lugar, se refería a Cartago, que estaba apenas a tres días de navegación. Y entonces exclamó: «Carthago delenda est. ¡Hay que destruir Cartago!». Hoy no hay higos que dejar caer en la Convención, pero el poder está a la vista de todos, motivo por el cual es fácil comprender que se escuche ¡Senatus delenda est!

La televisión y la pandemia 4 junio 2020

Lo más llamativo en estos tiempos de pandemia —descontado el drama cotidiano— es el papel que ha cumplido la televisión. Sus programas oscilan entre el espectáculo del miedo, la exhibición de la pobreza no como fenómeno de injusticia, sino como historieta de entretención, y la conversación entre alcaldes, políticos y médicos, cada uno subrayando alarmas, tropiezos y dramas probables.

La televisión abierta es, por supuesto, un medio de masas al que no resulta sensato solicitar reflexión o sobriedad en los temas que trata; pero de ahí no se sigue que deba tolerársele, sin crítica alguna, la banalización de lo que la sociedad está hoy día experimentando.

Desde luego, y ante todo, la televisión arriesga permanentemente el peligro de banalizar uno de los sentimientos humanos más extendidos en estos días, el miedo. Al exhibirlo cotidianamente una y otra vez, al subrayarlo dos, tres, cuatro veces; al recordar cotidianamente lo que lo desata, se priva al miedo del sentido que tiene y se lo transforma en un vulgar acicate para que la gente —poseída de lo que desde antiguo se llama compulsión de repetición— crea que a fuerza de repetir la escena angustiosa se la acabará aceptando. Eso es simplemente una vulgar estratagema —involuntaria sin duda— que se sirve de la intemperie en que se encuentra hoy la mayoría para ganar audiencia.

Se suma a lo anterior la malsana relación que se está estableciendo entre el medio televisivo y la administración del Estado.

Nada justifica, por ejemplo, que quienes ejercen cargos de poder —los alcaldes o quienes aspiran a algún cargo público—, que debieran ser objeto de escrutinio por parte de los medios, sean transformados, de un día para otro, en panelistas más o menos estables de los programas, sujetos con los que se intercambian guiños y complicidades y a los que se escucha sin deslizar duda alguna. Durante la dictadura se criticó muchas veces, y con toda razón, que los periodistas sustituyeran su quehacer por las conferencias de prensa en que eran meros receptores y amplificadores del mensaje de quienes administraban el Estado. Hoy el asunto se repite aunque con mejores pretextos y de manera más embozada; pero el resultado es el mismo: los canales de televisión, especialmente los matinales, arriesgan convertirse en meros amplificadores de la imagen y el mensaje de quienes tienen a su cargo el Estado o parte del Estado. La sana distinción entre quienes informan y hacen el escrutinio de la administración estatal, por una parte, y quienes tienen a su cargo a esta última, por la otra, se ha borroneado mientras en los paneles televisivos se establecen complicidades. ¿Cómo podrá recuperar el medio televisivo la dignidad que es propia de la función periodística después de esto? ¿Cómo recuperará el sentido de su oficio después que aquellos que debían ser objeto de escrutinio se han convertido, por efecto de la pandemia, en sus colegas?

Y en fin se encuentra el hecho, harto repudiable, de convertir la pobreza que asoma en estos días en historietas de entretención para la audiencia. Exhibir una historia —la nueva divisa al parecer del periodismo de masas— puede ser adecuado cuando se hace con talento y se describe un hecho inédito; pero no cuando se transforma a la pobreza y la indefensión en una historieta conducida por un periodista que pregunta banalidades y un conductor o conductora que lo guía y le insiste que averigüe una y otra vez cuando las preguntas carecen del morbo que, es de suponer el director, frente a la pantalla de la audiencia, espera. ¿Cuántos viven aquí en cuarenta metros cuadrados?, pregunta el periodista mientras la cámara recorre el espacio estrecho. ¿Cómo lo hacen para dormir?, insiste. Todo ello, claro, mientras el conductor o conductora subraya la historieta con el rostro compungido e incluso derrama dos o tres lágrimas. Nada de eso tiene interés periodístico, salvo que se esté confundiendo el interés periodístico con el morbo que a algunos causa la pobreza.

Un funcionario de un canal de televisión se queja de estas observaciones y reclama una “crítica constructiva”. Fuera de lo impúdico que hay en el hecho de que un funcionario de una televisora salga a defender lo que hacen sus empleados esgrimiendo como razón el esfuerzo cotidiano que despliegan (como si algún chileno o chilena estuviera hoy exento de hacer esfuerzos), lo de reclamar “críticas constructivas” es un simple eufemismo para rechazar la crítica. Hay críticas correctas y otras incorrectas y la línea entre unas y otras la traza la razón, o las razones, no el esfuerzo que hacen los administradores de los canales para probar cuán bien lo hacen sus empleados (y de paso, claro está, él mismo).

La esfera pública en una democracia moderna —ese ámbito donde se intercambian razones y se modela la vida en común— exige algo más que paneles con alcaldes que subrayan la pandemia mientras aspiran a la reelección; periodistas que hacen de la pobreza una historieta leve, sin respeto por la intimidad de quienes la padecen; y funcionarios que defienden su quehacer como si aquello en lo que se ganan la vida fuera cotidianamente una cruzada solidaria.

Labbé y la educación 25 de Septiembre de 2011

El alcalde Cristian Labbé -custodio del dictador, agente de la DINA y, aunque su sobrepeso lo desmiente, alguna vez comando- reaccionó frente a la protesta escolar. Cerró los liceos de la municipalidad que dirige, anunció que no habría matrículas para los estudiantes de otras comunas y reprendió a los alumnos insinuando que eran unos advenedizos y unos malagradecidos:«El 85% de los alumnos que tiene Providencia son de fuera de la comuna -dijo- y reciben una educación en que el 99% ingresa a la universidad, y resulta que estos alumnos le responden a su sostenedor de esta manera. ¡No más! -exclamó. Nos vamos a concentrar en los alumnos de Providencia». Si alguien quiere educarse en Providencia -agregó- pues tendrá que irse a vivir ahí.

¡Qué se habían creído!

No hay mejor forma de retratar los problemas del sistema escolar -y las razones de la crisis que experimenta- que esas palabras del coronel, guardaespaldas, agente y alcalde don Cristian Labbé.

Cuando el alcalde hizo esas declaraciones, el Liceo Lastarria estaba ocupado por alumnos, profesores y apoderados que, al margen de la comuna donde habitan -sea Puente Alto, Conchalí, Maipú o La Florida- sienten que ese lugar ubicado en Providencia es suyo. Y tienen toda la razón. El Liceo más que un recinto físico es una comunidad de intereses y de propósitos que, día a día, reúne a alumnos y profesores quienes, mediante el diálogo cotidiano, transmiten y reciben la cultura disponible. Los alumnos no ven en su Liceo simplemente un lugar en el que mejorarán su capital humano; los profesores tampoco ven en él un mero empleador del que recibirán un salario; ni los apoderados lo miran como una plataforma para el ascenso social de sus hijos. Los alumnos, los profesores y los apoderados, al margen de donde provienen, habitan ese colegio, lo ven como su hogar, y son capaces de reconocerse en él con los ojos cerrados: lo han llenado con sus experiencias, sus proyectos, sus quejas y, ahora, con su malestar.

Pero viene el alcalde -el sostenedor de ese lugar quien nunca, dicho sea de paso, fue a un liceo- y les notifica que, en realidad, el Lastarria o el Carmela Carvajal, no les pertenece en modo alguno, sino que el 85% de los alumnos que no habitan en la comuna donde se sitúa, están simplemente de allegados, admitidos en él por una mera concesión graciosa del municipio a la que su alcalde puede, cuando quiera, poner fin. Los alumnos y los apoderados se enteran así que no están ejerciendo un derecho sino recibiendo una dádiva de los vecinos de Providencia. Ese 85% de alumnos y apoderados no tienen -en opinión de Labbé- ningún derecho a estar allí sino que están recibiendo un beneficio gracioso que, si se portan mal, les puede ser de un día para otro arrebatado.

¿No es eso de lo que se quejan los alumnos: que recibir educación de cierta calidad se ha transformado en un azar o en una concesión graciosa en vez de ser, como es, un derecho que puede ser exigido y que todos estamos obligados a satisfacer? ¿Acaso lo que causa molestia no es justamente lo que Labbé, sin ningún pudor, proclama, a saber, que la educación es una dádiva que debe ser agradecida por los advenedizos y los recién llegados y no, en cambio, un derecho que pueden exigir?

Es difícil concebir ideas más tontas e indignantes que las que expresó Labbé.

En ellas subyacen todos los prejuicios que acompañaron la ideología escolar de la dictadura y contra la que hoy se rebelan los jóvenes: que la elección de escuelas es una búsqueda de ventajas individuales; que los intereses educativos se reducen al recinto en que cada uno estudia y, en caso alguno, se extienden a la suerte de los excluídos; que la promoción de intereses generales o políticos en la escuela es un pecado que merece la negación de matrícula; que la educación no es un derecho sino un bien que distribuyen el azar o las municipalidades que -como Providencia y su alcalde- son dadivosas con los que no tienen.

¿Acaso no es increíble que alguien capaz de decir tales sandeces sea alcalde y que, en ese carácter, tenga a su cargo la administración de parte del sistema escolar?

Ni la propia derecha está de acuerdo con medidas tan arbitrarias como esta. En fin, para la reflexión.

El virus en campaña 11 abril, 2021

La tentación de hacer recaer en el Gobierno el desastre de la pandemia con su multitud de ahogos y de muertes es muy alta.

Pero desgraciadamente algunos candidatos y algunas candidatas de la oposición acaban de ceder irreflexivamente a ella.

Este viernes han firmado una carta abierta en la que denuncian una “irresponsable inacción” del Gobierno y exigen medidas “inmediatas” para poner atajo a la pandemia. Al leer la carta da la impresión de que sería tan obvio frenar la pandemia que solo un instinto genocida inconfesado explicaría que hasta ahora el Gobierno no lo hubiera hecho.

Es incomprensible que espíritus reflexivos, como H. Muñoz o Paula Narváez, hayan cedido a esa tentación.

Por supuesto, es parte de la tarea de la oposición hacer el escrutinio de los actos del Gobierno y formular críticas allí donde este último las merezca (y no cabe duda de que el gobierno de Piñera merece más de las que cabrían en una carta, incluso si la escribiera un grafomaníaco); también es propio de quienes no están en el gobierno hacer presente ante la opinión pública la tardanza en el actuar gubernamental si la hubiera (y no hay duda de que la ha habido); era previsible que alguien necesitado de visibilidad solicitara, frente a los números de este viernes, la renuncia del ministro de Salud (aunque lo más probable, habría que advertir a quien la solicitó, que es probable que ni el virus se detenga porque Paris renuncie o que quienes ya están enfermos mejoren), e incluso es comprensible que la oposición guarde silencio frente a los éxitos relativos que el Gobierno alcanza o que los relativice como una cosa menor, o que diga, como lo ha hecho un precandidato, que el ministro Paris carece de logros, porque los que exhibe se habían logrado antes que él asumiera (motivo por el cual el precandidato debió en su momento, cosa que no hizo, elogiar a J. Mañalich).

Todo eso es comprensible y forma parte del juego democrático que, como todo el mundo sabe, está tapizado de ese tipo de actitudes.

Todo eso es perfectamente comprensible.

Lo que no es comprensible es que un conjunto de políticos y políticas, todos autónomos e inteligentes, mal escriban una carta pública del tenor de la que han firmado y arriesguen así transformar la pandemia y su conjunto de ahogos y de muertes en un tema de la campaña presidencial, creando la oportunidad para que mañana la cifra de muertes se exhiba como una muestra de lo acertado de la crítica (“¿Ven?”, dirán. “Lo afirmamos en nuestra declaración del día nueve de abril, pero el Gobierno no nos hizo caso, y ahí están los muertos y ahí, los responsables”) o que, al revés, se subraye su disminución como un resultado de la alarma desatada por esta misma declaración (“¿Ven?”, dirán entonces. “Gracias a la alarma que subrayamos, el Gobierno aceleró sus medidas y la población tomó cautelas”). No es comprensible un oportunismo tan obvio y tan sin riesgos solo semejante al que la derecha tuvo en su momento con la presidenta Bachelet y el tsunami. Pero un oportunismo sin riesgos es lo que configura la decisión de esos candidatos y candidatas de unirse en torno a la pandemia, usando el miedo y el dolor que causa en la población como amalgama.

¿Acaso no salta a la vista que esa forma de hacer campaña presidencial —sirviéndose de la peor pandemia de que se tenga recuerdo y donde todos hasta ahora han fracasado— terminará dañando a la política y, lo que es peor, desalentando los esfuerzos que se han hecho para controlarla?

Es demasiado obvio que esta declaración emplea la pandemia y los dramáticos resultados de este viernes como una oportunidad para que el colapso sanitario que se teme permita alcanzar la unión que las ideas, los programas y la visión del pasado reciente hasta ahora no han logrado. Allí donde el cemento de las ideas no existe —parecieron pensar los ideólogos de esta declaración— está a disposición la amalgama de una pandemia incontrolable.

Entre quienes firman esa declaración hay pocas cosas en común —desde luego, algunos miran con verdadero asco el desempeño político de algunos otros—, salvo haber avistado este viernes una oportunidad de jugar a ganador a costa de la pandemia. A ganador, porque, como ya se dijo, sea cual fuere el resultado, podrán exhibirlo de su lado: la demasía de muertos si los hay se deberá a que el Gobierno no los escuchó; la disminución y la mejora. a la alarma que su carta desató.

Demasiado obvio y seguro para ser considerada una acción política provista de la integridad que la democracia y los días que corren reclaman. (El Mercurio)

El caso Frei 27 enero, 2021

Las reacciones que suscitó el reciente fallo unánime de la Corte de Apelaciones que descartó que Eduardo Frei Montalva hubiera sido asesinado, plantean varios problemas de interés público.

Ante todo, permiten recordar la necesidad de distinguir entre el juicio del político, el del historiador y el del juez.

El historiador registra el contexto y las causas que mueven a los actores sociales y la huella que dejan en la estela del tiempo (Vicuña Mackenna decía que el historiador era un juez, pero en los infiernos). El político examina las oportunidades en busca de imponer su voluntad (por eso, como observa Ortega, una política es clara cuando su definición no lo es). El juez decide si hay responsabilidad individual en la ejecución de un acto que la ley, y no él, define como delito (por eso los clásicos lo llaman a decidir con reflexión y sin ira).

Es fácil comprender que son cosas distintas.

El juicio del historiador debe adecuarse al horizonte de sentido que posee su audiencia, puesto que él no recoge exactamente los hechos, sino su interpretación; el del político debe estar en consonancia con lo que él supone, o anhela, es la mayoría de aquellos cuya voluntad busca seducir; y el juez busca estar en consonancia con los hechos probados y las reglas del derecho vigente. Como se ve, los criterios de corrección de cada uno de esos juicios son diversos.

Cada uno de esos juicios, por otra parte, busca bienes distintos.

La construcción de una memoria o su crítica, en el caso del historiador; la orientación del poder, en el del político; la justicia entendida como una decisión imparcial en base a reglas, en el caso del juicio que emite el juez. Y esos bienes no van juntos. El reproche histórico no tiene por qué coincidir con el juicio del político, ni estos dos con el del juez. Alguien puede haber actuado mal desde el punto de vista político y obrado bien jurídicamente hablando; o mal desde el punto de vista legal y bien desde el punto de vista histórico; o mal desde el punto de vista histórico, pero bien desde el punto de vista jurídico y político.

Esa diferencia de planos es propia de una sociedad moderna donde existen varias dimensiones de sentido. Solo en las sociedades tradicionales —donde no existe el Estado de Derecho—, el historiador, el político y el juez coinciden en sus juicios. Y solo las sociedades que desconocen la idea de dignidad personal subordinan el juicio del juez al del historiador o al del político.

Y ese es el obvio problema que presentan algunas de las reacciones frente al fallo que descartó el homicidio de Eduardo Frei Montalva.

Es en especial el problema de la directiva del Partido Demócrata Cristiano, que transformó una pretensión jurídica (que los jueces analizaron en base a la prueba rendida y la ley) en parte de una posición política (que no depende ni de las pruebas ni de la ley). Esa coincidencia entre pretensión jurídica y posición política o partidaria es simplemente absurda y solo podría explicarse por una confusión entre el juicio histórico o político acerca de la dictadura y el juicio jurídico acerca de la muerte de Frei. ¿Acaso no es posible que alguien se sienta democratacristiano y al mismo tiempo esté convencido de que Frei murió de una enfermedad? ¿Será, por la inversa, democratacristiano quien crea que fue víctima de un crimen? Basta considerar esas preguntas para advertir cuán errado es transformar la tesis de un litigio criminal en parte de un ideario partidista.

Pero no es todo.

Los partidos políticos deben, antes que nada, lealtad a las reglas y las instituciones. Y entre ellas está aquella que dispone que lo que se concluye en un procedimiento imparcial reclama, al menos prima facie, aceptación formal. Pero si un partido proclama que la decisión de un juez acerca de la muerte de uno de los suyos —sin duda el más excelso de los suyos— es inaceptable, acaba en realidad dañando a las instituciones hacia las que, no vale la pena engañarse, debiera tener una lealtad más intensa que la que tiene a su propia memoria.

Y están, claro, las personas que fueron por largo tiempo inculpadas y despreciadas como asesinos o cómplices de asesinos sin serlo. Si la decisión de que Eduardo Frei Montalva no fue asesinado es un acontecimiento, casi lo es más todavía que durante más de una década un grupo de personas (cuyo comportamiento en la dictadura o su conducta política nada tiene que ver aquí) haya sido tratado como culpable de magnicidio. Y es increíble que la certeza que tanto tiempo se proclamó acerca de su culpabilidad hoy día no merezca, por parte de quienes los apuntaron durante años, ni siquiera la gentileza intelectual de la duda.

Distinguir entre el juicio histórico, el político y el jurídico puede ayudar a ver con más calma lo que ha ocurrido en este caso. La decisión de la Corte no debe ser aceptada como un juicio histórico benevolente acerca de la dictadura, ni rechazada porque no coincide con las propias pretensiones políticas.

En vez de todo eso quizá sea hora de recordar que la grandeza de la figura de Frei Montalva es independiente de las circunstancias —más desafortunadas que trágicas a juzgar por el fallo— de su muerte.

¿Ejecutivo o performativo? 28 febrero, 2021

La escena ocurrió este viernes en el Palacio de la Moneda. Luego de una reunión convocada por el Presidente para analizar la situación de La Araucanía, se procedió a hablar con la prensa. Como es habitual, intervino el Presidente flanqueado por el resto de las autoridades, ministros y la presidenta del Senado.

Cuando ella se situó frente al micrófono y comenzó a hablar, el Presidente y sus ministros le dieron la espalda y comenzaron a retirarse. Y mientras la presidenta del Senado hilaba sus declaraciones, el Presidente y sus ministros chocaban sus codos y se despedían.

Hay pocas escenas que muestren con más elocuencia el carácter del Presidente y los problemas del Gobierno.

Desde luego, la escena revela, por enésima vez, el principal problema del Presidente: la carencia total de empatía, lo difícil que le resulta disponerse a atender a las razones y los puntos de vista ajenos. El Presidente es de esas personas que necesita audiencias, espectadores (por eso se le ve muy cómodo en sus cada vez más frecuentes intervenciones televisivas, puesto que allí se ve rodeado de un público a la altura de su imaginación), un corrillo que le asienta, o si es posible, le aplauda, o al menos guarde un silencio que parezca anuencia; pero prescinde con total naturalidad de interlocutores, porque parece creer que no puede haber nada muy valioso en ellos y que por eso oírlos más allá de lo estrictamente indispensable, es una pérdida de tiempo.

Pero, sobre todo, lo que puso de manifiesto esa escena es lo que se pudiera llamar la dimensión puramente performativa que el Gobierno, sabiendo que ya languidece, se ha dedicado a practicar. Una performance es una acción o conducta deliberada a la que se asigna algún contenido proposicional (una idea o concepto). Quien ejecuta la performance no explicita mediante el discurso ninguna idea, sino que espera que sea la conducta y el acto de habla puestos en escena los que, por el simple hecho de ser ejecutados, la manifieste. Habitualmente, la performance se emplea en cuestiones artísticas; ese campo donde el lenguaje queda desbordado por las emociones o por el inconsciente. Y desde luego, en la escena artística o crítica vale la pena.

Donde, sin embargo, se convierte rápidamente en un gesto vacío, puramente fantasmal, a veces ridículo, apenas teatral, algo que a poco andar no sirve de nada, es en política.

Y es lo que le está ocurriendo al Gobierno, que parece confundir Poder Ejecutivo con poder performativo.

Los anuncios de querellas frente a la violencia callejera, o la que ocurre en La Araucanía; la convocatoria a un gran acuerdo nacional; las reuniones para resolver la cuestión educacional, etcétera, son todos gestos cuidadosamente diseñados —pobres performances— para dar la impresión de que el problema de la violencia está siendo abordado; que los pueblos originarios serán reconocidos como sujeto; que el Gobierno podrá crear las condiciones para volver a clases, etcétera. Pero la ciudadanía, que mira estos gestos reiterados una y otra vez en televisión, sospecha, y a poco andar, lo confirma, que la violencia sigue allí (y que un segundo después que el Presidente anuncia querellas y condenas, la televisión mostrará el enésimo incendio); que el acuerdo nacional no tiene demasiado sentido, porque ningún gobierno necesita un acuerdo para cumplir y hacer cumplir la ley (que vienen a ser lo mismo, porque no hacer cumplir la ley es una forma de infringirla); que la vuelta al colegio acabaría en una simple tontería (porque como es obvio, con pandemia o sin ella, nadie necesitaba enterarse de que la decisión que el niño vaya o no a la escuela es de la familia), etcétera.

En suma, el problema del Gobierno es que a falta de discurso, de ideas y claridad en lo que tiene que hacer, o dejar de hacer o impedir, se haga o no se haga, ha creído encontrar en los simulacros de performance un sustituto. Y es probable que crea ver en ellos una manera de aparecer al mando del timón sin los inconvenientes que acarrea conducir el barco, algo que siempre supone el riesgo de un motín en la marinería, es decir, en el conjunto de los ciudadanos.

Así entonces, Adriana Muñoz, la presidenta del Senado, no debe sentirse ofendida porque el Presidente, acompañado de sus obedientes ministros (obedientes, en este caso, al precio de la descortesía con ella), le dieran vuelta la espalda, se dedicaran a chocar sus codos, y la dejaran hablando sola. Puede consolarse pensando que al menos ella tenía algo que decir, algo que bueno o malo, acertado o erróneo, suponía tomar algún riesgo y no se agotaba en el gesto vacío, puramente escénico, de una pobre performance. (El Mercurio)

“No es correcto pensar que la sociedad chilena quiera torcer el rumbo y empezar de nuevo”

Entrevista El Pais, Madrid, 10 julio 2021

El abogado chileno y rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, tiene una pluma influyente. Sus análisis de la coyuntura local y sus columnas dominicales en el diario El Mercurio, donde no teme ir a contracorriente, generan opinión y debate en un país donde la escena política cambia con las horas. A una semana de la instalación de la convención constitucional el domingo pasado y a pocos días de la primaria presidencial de la derecha y la izquierda el 18 de julio próximo, Peña analiza en esta entrevista el movimiento político chileno y las primeras horas del órgano constituyente. Acaba de publicar Ideas periódicas. Introducción a la sociedad de hoy, un conjunto de ensayos que promueven la reflexión, en tiempos de inmediatez.

Pregunta. ¿Qué señales ha entregado la convención en sus primeros días de funcionamiento?

Respuesta. La más obvia ha sido que ha puesto en escena el núcleo traumático de la sociedad chilena. Todas las sociedades cuentan con un trauma sobre el que se erigen y que luego cubren. En el caso de Chile se trata ante todo de la exclusión por razones étnicas que se llevó a cabo para erigir el Estado nacional que fue, durante el siglo XIX y buena parte del XX, el más estable de la región.

P. ¿Qué significa para Chile la llegada de una mujer mapuche, Elisa Loncón, a la presidencia del órgano?

R. La irrupción de la política de la identidad en la esfera pública: la idea de que, al lado de la ciudadanía abstracta, hay identidades que, por razones de género, étnicas o de otro tipo han debido forjarse a la sombra de la exclusión. Esas identidades hoy reclaman un lugar en la democracia liberal y en las sociedades que, como la chilena, han experimentado un rápido e inconcluso proceso de modernización. No creo, sin embargo, que estemos en presencia del indigenismo como ideología global, algo que sí está presente en otros países de la región como Bolivia, o del reclamo de autonomía semejante al caso de Cataluña, como ocurre en España.

P. Al margen de lo simbólico, ¿cómo observa a Loncón desde el punto de vista político?

R. Si ella quiere asumir un liderazgo que convoque, debe evitar la mera reivindicación o el particularismo de su discurso, para en cambio construir uno que apele a los intereses de todos. Hasta ahora su discurso es más bien particularista –esgrime el punto de vista de los pueblos originarios– y la democracia requiere más universalismo, apelar a los intereses de todos. Ese es el desafío de la democracia.

P. ¿Existen obstáculos para el diálogo racional indispensable para la democracia, como señala en su último libro?

R. Los cambios constitucionales siempre están en medio de una paradoja: requieren diálogo racional, pero el conflicto que desata los cambios suele socavar las condiciones para que ese diálogo se produzca. El desafío de la política es moverse en medio de esa paradoja. Al interior de la convención debieran surgir liderazgos capaces de resolverla. Si, en cambio, predomina el asambleísmo a mano alzada (y algo de eso se ha visto en los primeros días) la deliberación se hará más difícil.

P. ¿Chile está polarizado?

R. No lo creo. Las encuestas y los estudios de opinión parecen indicar que la élite está polarizada; pero no la ciudadanía.

P. Y, entonces, ¿en qué está la ciudadanía?

R. La ciudadanía está más bien en medio de una crisis desatada por el proceso de modernización y sus desafíos pendientes. La gente vive una distancia entre las expectativas que ese proceso exitoso desató, por una parte, y la experiencia a la que accede, por la otra. Achicar la distancia entre las expectativas que abriga una ciudadanía más autónoma (la más educada y con mayor bienestar de la historia de Chile), por un lado, y la experiencia que hacen posible las instituciones, por la otra, es el desafío que hay que afrontar.

P. ¿Existen muchas expectativas sobre el proceso constituyente?

R. Sí, y como suele ocurrir, expectativas desmesuradas que los propios convencionistas han alimentado. Ese es el peligro: que la ciudadanía crea que una carta constitucional resuelve los problemas, cuando en verdad debe crear un marco para que sea la política quien lo haga.

P. Si hay altas expectativas, ¿cómo se entiende la baja participación en los procesos electorales?

R. Es habitual que algo así ocurra en procesos con voto voluntario. Y es una muestra que la imagen de la sociedad chilena como una sociedad efervescente de anhelos y de malestares, una sociedad politizada al extremo, anhelante de torcer el rumbo y empezar de nuevo no es correcta.

P. La oposición –la centroizquierda, la izquierda y los independientes anti sistema– son mayoría en la convención. ¿No parecieran previsibles los resultados del debate dadas las fuerzas en juego?

R. Una Constitución supone pronunciarse sobre materias tan complejas como la forma del Estado (cuánta autonomía tendrán las regiones), el régimen político (si presidencialismo o parlamentarismo), la autonomía y existencia de ciertos órganos (como el Banco Central o el Tribunal Constitucional), los derechos individuales que inmunizan contra el poder del Estado, los derechos sociales. Lo más probable es que, luego del debate y una vez que aparezcan liderazgos intelectuales al interior de la convención, haya acuerdos cruzados en torno a cada uno de esos temas y aparezca el centro. Si todo fuera previsible podríamos ahorrarnos el esfuerzo de discutir ¿no le parece?

P. La derecha está arrinconada, con apenas 37 escaños de los 155. ¿Terminará siendo irrelevante?

R. Mi opinión es que si la derecha sigue empeñada en lo que atrae a su audiencia más tradicional (sectores conservadores, el voto de clase) será irrelevante. No lo será en cambio si es capaz de moverse al centro en medio del debate. La derecha no debiera temer a un acuerdo constitucional como el que alcanzó España en el 78. En esto la próxima elección presidencial (que se realizará en medio del proceso constitucional) será el mejor signo de qué derecha habrá en Chile. No me apresuraría en cualquier caso a ver a la derecha arrinconada: desde el punto de vista presidencial sigue teniendo muchas posibilidades y un candidato, Joaquín Lavín, muy competitivo.

P. ¿Tiene alguna opción la derecha de retener el Gobierno en las presidenciales de noviembre?

R. Creo que sí. Hay aquí otra paradoja. Existe un Gobierno de derecha en el suelo y una oposición exultante; pero al mismo tiempo el candidato de derecha es muy competitivo (me atrevo a augurar que será Lavín) y la oposición de izquierda y centroizquierda está dividida. Esto aumenta las posibilidades que el candidato de derecha pase a la primera vuelta y que ahí el voto de centro en un esquema de voto obligatorio le de el triunfo.

P. ¿Existe la opción de que la asamblea se declare “soberana”, como pretenden sectores de izquierda como el PC?

R. No, no hay ninguna posibilidad jurídica de que algo así ocurra. Jurídicamente equivaldría a que la convención socavara las bases de su propia existencia ¿Hay, en cambio, posibilidades fácticas o empíricas de que algo así ocurra? Tampoco. Al margen de los deseos de replicar procesos como el boliviano, no veo posibilidades de que algo así ocurra en Chile. El Partido Comunista no adhirió al acuerdo que dio origen al actual proceso y no es leal que desatienda ahora lo que todo el resto de las fuerzas políticas convino.

P. Parte de los convencionales insisten en la libertad para los presos de las revueltas sociales, porque, según indican, fue gracias a las revueltas que fue posible el proceso constituyente. ¿Es legítimo?

R. Pienso que no. La razón que formulan no me parece correcta: ni los delitos que han causado esos procesos son la causa de que se haya instalado la Convención, ni es correcto considerar que el incendio y otros delitos se legitimen como arma de acción política.

P. ¿Existen en Chile presos políticos?

R. No, no hay en Chile presos de conciencia o presos políticos. Lo que hay son personas que han cometido delitos graves con propósitos políticos. Pero esto último es un delito en Chile y en cualquier democracia. La democracia acepta cualquier propósito; pero rechaza el empleo de medios violentos para conseguirlos.

P. ¿Camina Chile hacia una democracia avanzada, como se observa desde el extranjero?

R. Chile está en medio de una encrucijada. Hasta hace poco era el país más próspero de la región, y parecía uno de los que poseía mayores grados de institucionalidad y de legitimidad estatal. Era una excepción en la región. Y hoy tiene delante suyo dos caminos: el de una solución constitucional a la latinoamericana con profusión de derechos sociales sin límite (que coexisten con la pobreza cotidiana), democracia plebiscitaria (que estimula liderazgos por fuera de los partidos) o, en cambio, una solución constitucional más sobria, con atenuación del presidencialismo (o derechamente parlamentarismo); reconocimiento de los pueblos originarios y de la pluralidad cultural; con formulación de derechos sociales cuya consecución se entrega a la política; control constitucional independiente; y derechos individuales fuertes. Confío que los observadores europeos no entiendan por democracia avanzada aquello que no aceptarían en sus propios países.

P. ¿Es usted optimista o más bien escéptico del proceso que enfrenta el país?

R. Hoy es un deber cívico ser optimista.

Noticias del mundo 22 febrero 2021

¿Qué significado posee la prensa?, ¿se pierde algo si, como a veces se teme, ella cede frente a las redes o se resigna sin más a encerrarse en la pantalla del ordenador o del iPad? La pregunta es relevante por estos días en que la prensa acaba de cumplir doscientos diez años.

Una película recién estrenada —News of the World, “noticias del mundo”— ayuda a comprender el papel insustituible que cumple el diario.

Un capitán del ejército confederado subsiste a salto de mata leyendo periódicos de pueblo en pueblo. La sociedad norteamericana acaba de salir de la guerra civil y es un mosaico de inmigrantes, pueblos dispersos, heridos, gente abundante en recuerdos que es mejor olvidar. En cada pueblo, el capitán, que es a la vez periodista, lee las noticias de lugares lejanos —noticias de Baton Rouge son entregadas en Dallas, otras del este son relatadas en San Antonio— y en cada sitio la audiencia, mientras ríe o se indigna al saber lo que ha ocurrido, se entera de que hay un horizonte común, que hay otros miles como ellos cuyas historias comienzan a tornarse parecidas.

En esa sociedad dividida hay después de todo un hilo que la unifica: hay un acontecer común que se va constituyendo poco a poco gracias a las historias que lee el capitán, mientras la niña que lo acompaña (raptada por los indios, quienes, a su vez, son también víctimas) cobra los rigurosos diez centavos con que el capitán y ella subsisten.

Hay algo en esa experiencia fantasiosa de la película que muestra el papel que el diario cumple y que ni las redes, ni el encierro de la pantalla, podrán satisfacer.

Lo sospechó Karl Krauss hace más de cien años (fundó La Antorcha, un periódico parecido a un blog de hoy al que eran adictos Kafka y Benjamin): el periódico no es un reflejo de la sociedad, dijo, sino que la sociedad refleja poco a poco al periódico. Como lo insinúan las escenas de News of the World, la sociedad se va tejiendo poco a poco con la argamasa de acontecimientos que no obstante carecer de rasgos que los hagan comunes o reconocibles al lector (¿qué pudo tener de común un hecho acaecido en Nueva York con una audiencia de Texas?), gracias al diario y su lectura se vuelven comunes, se transforman en una experiencia compartida, parte de lo que más tarde se va a llamar esfera pública.

Y es que la lectura del diario es quizá la única experiencia de lectura que, a diferencia de lo que ocurre con las obras de ficción o el ensayo, se ejecuta con la conciencia explícita de que otros están haciendo simultáneamente lo mismo: enterándose de lo mismo que usted se entera, leyendo y alegrándose en este mismo momento con eso que a usted lo irrita. Cuando, en cambio, usted lee una novela o un ensayo, está a solas con su imaginación y las ideas que la lectura le despierta. Y cuando mira las redes sociales está confirmando, con sus iguales, con su lista de amigos y corresponsales, el prejuicio que comparten. Al leer el diario, la experiencia es otra: hay la conciencia de que, como esas audiencias ante las que el capitán lee las noticias, hay otros miles que usted no conoce y que se están enterando de lo mismo; y usted dialoga, asiente o se irrita con ellos en el acto de leer. Si leer una novela es una experiencia de soledad y recibir noticias en las redes es una experiencia donde se convalida el prejuicio, leer el diario es una experiencia compartida entre personas que se sospechan diversas.

Gracias, entonces, a los diarios los individuos pudieron tener la impresión de que era posible participar en una comunidad que iba más allá de la familia o del pueblo en el que vivían y dirigirse, en cambio, a una audiencia compuesta por todos los individuos racionales que, justo porque eran racionales, reaccionaban de maneras diversas frente a los mismos acontecimientos y se disponían a discutir acerca de ellos. Gracias al diario el lector se experimenta a sí mismo como sujeto: un individuo al que las páginas del diario, las columnas, las noticias, la crónica, interpelan, como solicitándole que en el ejercicio mudo de la lectura formule, a su vez, su propia opinión. Gracias al diario se generalizó, en otras palabras, la certeza de que era posible (como dijo Kant en un escrito famoso que apareció por primera vez en las páginas de un diario) escribir no solo para los amigos con los que se comparten experiencias o la tribu con la que se tienen los mismos prejuicios, sino para el “gran público de lectores”, que es el otro nombre de la ciudadanía.

¿Podrán las redes sustituir al diario? Es de esperar que no, y que el diario, como el capitán que vivía a salto de mata, sea capaz de subsistir en vez de dejarse caer, porque si ello ocurriera, la sociedad abierta en la que coexisten personas diversas dispuestas a discutir cómo deben vivir, sería sustituida por un mosaico de redes, personas agrupadas por prejuicios comunes dedicadas a confirmarlos y a cancelar a quienes no los comparten. (El Mercurio)

Lista del Pueblo 26 mayo, 2021

Entre lo que caracteriza a los independientes -en especial a la Lista del Pueblo- parece, a primera vista, haber pocos rasgos comunes.

Y siendo ellos una fuerza política relevante, hay que hacer el esfuerzo de comprenderla. Esa es la única forma de tratarlos con el mismo respeto y consideración que merecen todas las fuerzas que han logrado la adhesión de la voluntad popular.

Por supuesto la adhesión popular no es una garantía epistémica (no es un fundamento para sostener que sus puntos de vista son más correctos que los de la minoría o de los que sostenga cualquier otro grupo), pero se trata de un principio de legitimidad, que dota a la Lista del Pueblo de un especial papel en la convención que obliga a atender con deferencia sus demandas (es decir, someterlas al debate racional: después de los votos llegará la hora de las razones, de los inevitables acuerdos).

¿Qué rasgos acusa esa lista que ayudarían a comprenderla?

Entre lo que los caracteriza hay algunos rasgos obvios, pero por lo pronto son puramente formales (no adhieren a los partidos), carecen de sentido compartido (no parece haber orientación ideológica común),y en general, por principio, rechazan los partidos. Los rechazan porque parecen ver en ellos la confirmación, una y otra vez de la ley de hierro de las oligarquías. Quién dice organización -dijo Robert Michels- dice la organización de una aristocracia que se vuelve autorreferente y sirve sus propios intereses. Este parece ser el punto de vista de la Lista del Pueblo respecto de los partidos de derecha y de izquierda en Chile. Boric, Jadue, Muñoz, Narvaéz, Lavín, Sichel, serían eso, miembros de una oligarquía partidaria que se reproduce a si misma.

Y luego lo más obvio -que en cierta medida se sigue de lo anterior, es que se trata de un grupo que pretende o presume representarse asimismo, sin mediación de nadie.Contribuye a ello el hecho que sus miembros poseen un origen de clase compartido con historias similares y si bien han disfrutado o experimentado alguna de las mejoras de la modernización la ven ajena y lejana, no hay en ellos a diferencia de otro grupo de independientes ningun tinte paternalista o de protección, una actitud asistencialista, evangélica, o algo semejante, tampoco hay un discurso por decirlo así de clase, entendida como un grupo que posee el mismo ethos e igual destino histórico.

Desde este punto de vista podría decirse que la Lista del Pueblo en particular es una formación reactiva a las actitudes distantes, tecnocráticas y hasta cierto punto paternalistas, de los partidos.

A lo anterior habría que agregar que la Lista del Pueblo en especial parece descreer muy profundamente de la democracia representativa, es decir, de la mediación entre su propia demanda o los intereses de las mayoría populares que esgrime, por una parte, y el poder del Estado o del sistema político, por la otra. Ha contribuido a ello sin duda la falta de reconocimiento de las trayectorias vitales de esos grupos, en los que se entrelazan el progreso y la desilusión, la esperanza y el desengaño.

Lo anterior podía llevar a pensar que se trata de un grupo de personas que posee una alta y muy aguda conciencia de clase, es decir, la convicción de que conforman un grupo que poseyendo la misma base material de existencia creen estar llamados a una misma historia, cuyas individualidades, lo quieran o no participan de ella. Pero no parece ser ese el caso.

Se trata de un grupo -el de la Lista del Pueblo- que comparte la misma memoria de su propia existencia, y si bien ellos han alcanzado mayores niveles educativos y de bienestar (como lo muestran algunos de sus dirigentes), tienen la virtud -porque con confusiones y todo esta es una virtud estimable- son capaces de reconocerse en aquellos que han quedado atrás. (El Mercurio)

Construir lo posible 3 febrero 2021

¿Es posible pensar una constitución distinguiendo entre lo que es posible y lo que es necesario?

Por supuesto que sí; aunque no exactamente en el sentido con que esas palabras se utilizan en el debate de estos días.

Para advertirlo es necesario un rodeo por la teoría de las reglas.

Cuando se piensa en una regla suele venir a la imaginación un mandato de conducta (debes hacer esto o aquello) pero las reglas poseen otras múltiples funciones. La más obvia es la de crear un ámbito convencional al interior del cual se pueden ejecutar acciones que sin él no existirían. El enunciado que dice que el ajedrez se juega en un tablero de 64 casillas es una regla que hace posible que exista el ajedrez. Si usted mueve fichas en un tablero de 10 casillas no está jugando ajedrez. El tablero de 64 casillas es la condición de posibilidad del juego del ajedrez. En la literatura este tipo de reglas toman el nombre de reglas constitutivas u ónticas y se distinguen de aquellas que regulan la conducta a las que suele llamarse simplemente normas.

Ahora bien, una constitución es una abundante suma de reglas constitutivas, de reglas que crean la condición de posibilidad de la comunidad política, que la hacen posible. La regla que dice que Chile es una república democrática es constitutiva, lo mismo la que define los poderes públicos, la que declara quienes son ciudadanos, etcétera. Las reglas constitutivas crean la realidad convencional a la que se refieren, al modo que se relata en el Génesis: Dios dijo hágase la luz y fue la luz (quizá por eso hay tanto constitucionalista aficionado a la teología). Así al dictar este tipo de reglas se traza una línea más allá de la cual hay un ámbito jurídicamente imposible. Dictar una regla constitutiva significa seleccionar algunas posibilidades y excluir otras, trazar una línea que divide lo que se considerará posible de aquello que será imposible. Basta mirar a los niños cuando juegan -esos constituyentes- para advertir esto. Ellos comienzan por convenir reglas que fijan el ámbito más allá del cual no se está jugando.

Primera conclusión entonces. Discutir una constitución es crear el ámbito de lo posible y separarlo de lo imposible. Actuar constitucionalmente será luego obrar dentro del marco de lo normativamente posible. Hacer política será moverse en el espacio de lo definido como posible, del mismo modo que jugar ajedrez significa mover las piezas dentro del tablero de 64 casillas.

Una vez alcanzada la precedente conclusión cabe preguntarse si tiene cabida en las reglas constitucionales eso que se llama necesario.

Las reglas no se relacionan con lo necesario (como ya se vio no tiene sentido discutir sobre lo que de todas formas ocurrirá); aunque sí con aquello que se necesita, aquello que las personas requieren para vivir de una forma que juzguen digna ¿Tienen relación las reglas constitucionales con las necesidades?

Por supuesto que sí; pero no porque las satisfagan, sino más bien porque establecen cuáles son más urgentes y cuáles han de satisfacerse sin excusas.

Una de las funciones informales de la expresión derecho es, desde luego, que subraya la importancia de aquello a que se refiere. Decir que usted tiene derecho a la salud, quiere decir que la salud es para usted un bien importante, prioritario, un bien para cuya obtención usted estaría dispuesto a sacrificar otros. Lo mismo si usted dice que tiene derecho a que se respete su privacidad. Ello quiere decir que su intimidad es tan importante que usted estaría dispuesto a sacrificar algún otro bien por obtenerla. Este carácter de urgencia de los derechos permite obtener una conclusión muy importante: no todo puede ser un derecho, solo pueden ser derecho las cosas más relevantes, aquellas que están en el centro de la condición humana. Si todo es derecho entonces el sentido de urgencia desaparece. Allí donde todo es urgente e importante, nada lo es. Y ahí comienza el problema porque los seres humanos a pesar de compartir la misma condición nunca están de acuerdo en qué necesitan para seguir siendo humanos o para vivir bien. Hasta Marx que en esto era un optimista, reconoce que cuáles sean las necesidades es algo que depende de la circunstancia.

Segunda conclusión entonces. Establecer qué derechos tienen los ciudadanos es equivalente a discutir qué cosas son urgentes para la vida; pero esto supone -además de aceptar una amplia zona de desacuerdo- resignarse a que no todo puede ser un derecho, que puestos a elegir hay cosas que importan más que otras.

En suma, discutir acerca de una constitución es ponerse a deliberar acerca de qué será posible y qué no, qué se tendrá por urgente y qué habrá que admitir se postergue. En otras palabras pensar una constitución es disponerse a una renuncia más que a una satisfacción.

Algo, como se ve, harto más complicado que preferir lo necesario a lo posible. (El Mercurio)

Minimos comunes 9 mayo 2021

La agenda impulsada por la senadora Yasna Provoste y el Gobierno lleva un nombre que es todo un diagnóstico de lo que está ocurriendo en Chile.

Se llama “mínimos comunes”.

Lo que constituye a una sociedad es justamente la existencia de mínimos comunes, objetivos y convicciones que hacen de la vida social una empresa compartida. Por lo mismo, cuando se los demanda, como está ocurriendo en estos días, cuando se hacen esfuerzos por encontrarlos, se está diagnosticando implícitamente su falta, su ausencia. Después de todo, si esos mínimos comunes existieran ¿qué sentido tendría entablar largas negociaciones para encontrarlos?

No cabe pues ninguna duda: la búsqueda de mínimos comunes es la confesión de que no parece haberlos.

La senadora Yasna Provoste (que, dicho sea de paso, ha demostrado una estatura mayor a la de muchos que se ganan la vida en el Congreso) y el Presidente Piñera, debieran repetirse a sí mismos y repetir a los demás ese diagnóstico: buscamos mínimos comunes porque constatamos que no los hay.

Toda sociedad —hoy se lo experimenta día a día— es una lucha entre una tendencia a la cooperación y otra al conflicto. Kant lo dijo de forma inmejorable: el ser humano es socialmente insociable, habita en él una tendencia a la vida compartida y otra que la rechaza a veces violentamente. Por eso el mero hecho de la convivencia no constituye propiamente una sociedad o comunidad política. Esta última existe cuando la tendencia a la cooperación es capaz de amagar, aunque nunca suprimir, la tendencia al conflicto. Esta es una muy vieja idea que vale la pena recordar por estos días y que se encuentra en Aristóteles y que está mil veces reiterada en la obra de Cicerón. La concordia, como la llama este último, no consiste en que los ciudadanos estén de acuerdo en todo. La concordia no es unanimidad. Pero sí requiere que al menos estén de acuerdo en algo. Luego la pregunta fundamental que debería hacerse cualquier político de aquellos que están hoy pensando en estos “mínimos comunes” es la siguiente: ¿sobre qué hay que alcanzar un acuerdo para que la comunidad política exista, para que haya concordia y no permanente discordia?

Aristóteles da una pista. Él sugiere que la concordia política es un acuerdo entre todos acerca de quién debe mandar. La cuestión de mandar, agrega por su parte Ortega, es la decisiva en toda sociedad.

Y ese es el problema más básico y radical del Chile de hoy.

Es cierto que las carencias y los agobios que ha provocado la pandemia son muy urgentes de resolver, pero esa es una cuestión técnica en la que es relativamente sencillo alcanzar un acuerdo. El verdadero problema en el Chile de hoy es que nadie acepta lo que es fundamental en una democracia: que los miembros de la comunidad están sometidos a la ley, a las reglas y que, aunque haya discordia en todo lo demás, no puede haberla en ese hecho básico. Este es el problema fundamental que amenaza la vida compartida: que cada vez con mayor intensidad se extiende la sensación de que la justicia de la causa que se enarbola —sea la causa mapuche, la demanda de los ciclistas, las urgencias de la pandemia, la protección de la propiedad o lo que fuera— excusa de cumplir las reglas, ese mínimo que hace posible la sociedad y para qué decir la vida democrática.

En la vida política, las personas o están sometidas a la voluntad de alguien o están sometidas a la ley. Manda la subjetividad de alguien (un líder carismático o un remedo payasesco) o mandan las reglas. Una de dos. En esta materia que es la clave de la vida política, la tercera vía no existe. Y el principal acuerdo que se debiera entonces alcanzar por estos días, con una declaración explícita de todas las fuerzas políticas, o al menos un compromiso de sus miembros más responsables, es la lealtad a las reglas. Recuperar esa convicción es urgente en el Chile de hoy y vale tanto para la vida cotidiana en la calle o en los barrios (que muestra que cuando el estado se retira se cumple eso de que el hombre es un lobo para el hombre) como para la vida política.

Habrá, desde luego, que establecer medidas para enfrentar la pandemia que alivien el agobio y eviten el tira y afloja de estos meses; pero nada de eso servirá si no se conviene que las reglas y las instituciones son las únicas capaces de lograr que la cooperación supere al conflicto.

Ese es el mínimo común al que por estos días debiera aspirarse: que el conflicto político se resuelva en base a las reglas hoy existentes y que, tal como se convino en el acuerdo que dio lugar al proceso constitucional cuyos partícipes se elegirán en una semana, las reglas se cambien respetando las reglas. De la ley a la ley, como dijo en una fórmula sencilla pero exitosa Torcuato Fernández-Miranda al inicio de la transición española. (El Mercurio)

Adios a los niños 1 mayo 2022

«Adiós a los niños» Carlos Peña
No cabe duda. El fenómeno más preocupante de estos días es la aparición de la violencia física (física para distinguirla de otras formas de agresión, que también las hay) en varias área de la vida colectiva
¿Cuán alarmante es este fenómeno y cual es su significado?
Uno de los pasos mas formidables de la evolución política lo constituyó lo que hoy se conoce como Estado.
Si bien la palaba se emplea desde el siglo XV, es en el XVII cuando el Estado, como lo conocemos hoy, aparece en plenitud.
Y lo que o caracteriza es que reclama para sí con éxito el monopolio de la fuerza física. De pronto la coacción para hacer valer la voluntad colectiva se concentra en una sola agencia: entonces nace el Estado moderno.
El revés del fenómeno es que se despoja a los particulares de la posibilidad de hacer valer su voluntad mediante la fuerza y ella se entrega en exclusiva al Estado, que puede emplearla para hacer valer la ley.
A la luz de esa sencilla constatación, es fácil comprender el significado que está adquiriendo (si es que ya no lo ha adquirido) la violencia en la zona de La Araucanía. Se trata ni mas ni menos que de una crisis del Estado. Si el rasgo más propio del Estado es el monopolio de la fuerza, de ahí se sigue que cuando ese no es capaz de ejercerlo o de mantener el monopolio sobre ella, es el mismo Estado el que está en crisis.

El Estado moderno puede hacer justicia y empujar la igualdad, e incluso ser un filántropo, por supuesto; pero todo ello es posible a condición de que sea capaz de comportarse, cuando es necesario, como un ogro.
Weber afirma que quien no entiende eso (quien no es capaz de entender y aceptar, que el manejo del Estado supone echar mano de la fuerza, motivo por el cual la política equivale a un pacto con el diablo) es un niño, políticamente hablando.

Desde luego no vale la pena exagerar; pero al ver la actitud de las autoridades estatales frente a la violencia, al ver la incapacidad o la resistencia que exhiben para comprender el significado que ella posee al interior del Estado democrático, es inevitable recordar esa observación de Weber. Y es que en la política la inmadurez se nota no en las ideas que se tienen o en los ideales que se persiguen (puesto que ideas absurdas o descabelladas hay en todas partes y no siempre vienen de la izquierda), sino en la creencia de que se puede tener el Estado y al mismo tiempo, comportarse como si se estuviera en la calle, marchando o mirando una marcha, protestando o siendo observador de la protesta; la creencia, en suma, de que se puede tener al Estado y al mismo tiempo no ejercer medidas o acción alguna de esas que cuando se era estudiante u opositor nunca se hubieran consentido; la tonta convicción de que se puede ser autoridad al mismo tiempo repetir lo que, antes de serlo, se decía.

Y es que la paradoja que viven quienes alcanzan el control del Estado es que descubren de pronto que todo aquello que les causaba rechazo y les provocaba alergia (llamar criminales a quienes cometen crímenes, con prescindencia de los motivos que esgrimen; hacer valer la ley por medio de la fuerza; no contemplrizar con quienes se oponen a las instituciones; n acceptar que en el Estado democrático existen presos políticos) está en el centro mismo de los deberes que ahora tienen y a los que tanto aspiraron.

Es probable que las vacilaciones, las idas y venidas de las actuales autoridades frente a la violencia (que ya se acercan a lo risible) se deban a que están en medio de ese proceso que podría llamarse el fin de la infancia (en el sentido weberiano, claro) y que consiste en entender que lo mas propio del Estado es lo que insinúa una amplia literatura, desde Hobbes a Marx, y es lo que pudiera llamarse la homeopatía de la fuerza y que consiste en que la fuerza extra estatal, la fuerza que ejercen los particulares, no se cura con palabras ni llamadas una y otra vez a la paz, sino que se cura con la voluntad y la disposición al empleo de la fuerza, solo que esta +ultima ha de ejercerse en porciones adecuadas y con sujeción a los derechos fundamentales.

Y quizá recordar esto último -que la estatal no es la fuerza desnuda, sino la fuerza legítima- ayude al Presidente Boric (también lo sintió el presidente Piñera, claro) a aminorar su temor de que cumplir los deberes estatales equivale a ensuciarse las manos.

Lavarse las manos 15 mayo 2022
Una de las paradojas del actual momento político se configura por el modo en que se concibe al Estado y lo que se demanda de él.

Y de esta paradoja es responsable, ante todo, el Gobierno.

La paradoja consiste en reclamar una fuerte presencia del Estado para proveer bienes y satisfacer derechos básicos y, al mismo tiempo, negarse a ejercer la dimensión de fuerza que constituye esencialmente al aparato estatal. Para usar el título de Octavio Paz (sacándolo, es verdad, algo de quicio) la pretensión de que el Estado acentúe su dimensión de filántropo y anule o disminuya, hasta hacerla casi desaparecer, su dimensión de ogro; acentuar el deber de espantar el hambre (y por eso los bienes básicos, los derechos sociales, etcétera) pero olvidar que también se trata de apagar el miedo al otro (y por eso sus tareas relativas a la seguridad para lo cual se le concede el monopolio de la fuerza).

Pero entre nosotros se acentúa una de esas dimensiones y se olvida la otra.

Como si el orden no formara parte del bienestar.

El Frente Amplio y las fuerzas que apoyan al Gobierno, y la mayor parte de la Convención Constitucional, reclaman, en efecto, una actitud alerta del Estado ante las carencias de las personas y la desigualdad. Y tienen mucha razón al hacerlo. Una sociedad abierta y democrática, como debe serlo la chilena, debe preocuparse por que todos sus miembros tengan acceso al puñado de bienes básicos que son necesarios para el despliegue de una vida autónoma, una vida dueña de sí misma. Después de todo es cierto que la libertad no puede reducirse a la ausencia de coacción, también cuenta con una dimensión positiva consistente en la posibilidad de ejecutar acciones o emprender proyectos de vida al compás de la propia imaginación.

Todo eso justifica que se demande al Estado para que, con cargo a rentas generales, las que por su parte se obtienen de los impuestos, provea algunos bienes básicos que son indispensables para una vida autónoma.

Pero es obvio que al acentuar esa dimensión del Estado (el Estado como un compromiso de reciprocidad de quienes viven bajo él) no debe olvidarse la otra dimensión, menos grata, es probable, pero tanto o más importante que la otra: la dimensión del Estado como una agencia que monopoliza la fuerza y que, llegado el caso, es capaz de ejercerla (el Estado como Leviatán).

Y ocurre que en Chile, actualmente, esta segunda dimensión que hace posible la vida pacífica, sin amenazas y que, para repetir la fórmula famosa, evita que la vida sea “pobre, triste, solitaria y breve” (una frase que desgraciadamente hoy a mucha gente no le parece exagerada), se está descuidando, y la violencia, desde la violencia callejera a la de mayor escala en el sur, está creciendo a ojos vista sin que el Gobierno parezca advertir la gravedad que reviste, como lo prueba el hecho que abunda en frases y diagnósticos bien pensantes y vagos y en apelaciones genéricas, pero donde la acción de control de la violencia (que incluye, por supuesto, un discurso decidido) brilla por su ausencia.

El mejor ejemplo de esta actitud consistente en descuidar esta segunda dimensión del Estado —mientras al mismo tiempo se enfatiza la primera— es el esfuerzo por establecer lo que se ha llamado un estado intermedio, una medida que intenta cuadrar el círculo, proveer seguridad sin restringir los derechos fundamentales y sin usar la fuerza. Un estado de excepción sin excepción. Pero es obvio que algo así será sencillamente inútil. ¿Qué podrían hacer las Fuerzas Armadas o la policía si se les impide toda restricción de los derechos fundamentales para prevenir la violencia, si no podrán restringir la circulación, ni hacer controles masivos de identidad, ni detener sospechosos debiendo esperar la flagrancia, si, en suma, no podrán actuar a la altura de la amenaza?

Nada, o muy poco. Salvo tranquilizar la conciencia de quienes creen que se puede manejar el Estado administrando la parte grata (los desfiles, el aplauso, las entrevistas complacientes, las esperanzas de la gente que hacen sentir a la autoridad como un mesías) rechazando la parte mala (el control de la violencia mediante la fuerza, haciéndose responsable de ella).

Es como si se hubiera olvidado eso que Maquiavelo puso en los Discursos y según lo cual el hombre de Estado debe estar dispuesto a condenar su alma para salvar a la patria. O, para repetir la escena de la escritura, es como si quienes están a cargo del Estado miraran el espectáculo de los barrios y del sur, imaginando alguna forma de acabar con él a condición de que no les impida, para el caso que haya un daño inevitable, lavarse las manos. (El Mercurio)

Adiós mariquita linda 25 enero 2015

Se llamaba Pedro Lemebel. Escribió crónicas, novela, columnas, hizo performances . Acaba de morir antes de ayer. ¿Qué significa Pedro Lemebel para la cultura chilena?

Mucho.Fue proletario, fue comunista y fue homosexual.

Esas tres cosas sumadas resumían, en el Chile de la dictadura, el de los ochenta, e incluso en el de hoy, casi la exageración de la marginalidad. Pero Pedro Lemebel, en vez de disimularlas, de ocultarlas en la sombra de otras cosas, de camuflarlas con el éxito, las puso a plena luz y las transformó en literatura.

Al revés de lo que suele creerse, la literatura no consiste en distraer la realidad sino en desnudarla. La realidad, el día a día, suele llegar hasta las personas envuelta en un vaho de prejuicios, de clichés y de ideología que impiden verla tal cual es. La literatura, la buena literatura, en vez de hacer más tupido ese vaho, lo disipa con las armas de la imaginación y acaba, de esa forma, mostrando la realidad verdadera. Si Nicanor Parra habla el lenguaje de la calle, el lenguaje de ese sujeto que es todos y es nadie; si José Donoso pronuncia el lenguaje de una clase dominante y decaída, la clase que asiste a su propia delicuescencia; Pedro Lemebel habla el lenguaje de lo excluido, de aquello que la cultura se esmera en negar y en borrar y que cuando no lo logra, y como una forma torcida de venganza, lo dulcifica y lo normaliza. Él empleaba el lenguaje, ese barroco extraordinario de los callejones y de los barrios, para sacar a la luz la sensibilidad homosexual y la marginalidad de las poblaciones, mostrando que en ella hay tanta reflexividad y realización de la condición humana, que eso es la cultura, como en cualquier otra clase.

Hoy día también el Partido Comunista, con toda razón, lamentará su partida y saludará, como gusta decir, su obra. Y todo eso está muy bien, pero no hay que olvidar que para el partido fue también inicialmente un excluido. Lo más parecido en esto a la Iglesia Católica, el Partido Comunista chileno también consideró durante mucho tiempo a la homosexualidad una desviación, un trastorno burgués, una forma de decadencia que acababa dañando los intereses de la clase y que, por eso, debía ser disciplinado, sometido a los cánones de lo que se tenía por normal. Ya es mucho que Pedro Lemebel fuera gay , careciera de padre (borró su apellido paterno para recordarse a sí mismo, con orgullo, que era un huacho), tuviera origen proletario y escribiera. Que además se atreviera a ser comunista y gracias a eso cambiara en el comunismo chileno, y es de esperar que para siempre, su actitud hacia lo gay , es parte de la contribución que él hizo a la cultura chilena.

Alguna vez dijo que hablaba y escribía desde la diferencia. Se equivocaba. Cuando se leen sus cuentos, su novela y sus crónicas, el lector siente que en él hay algo distinto al simple deseo de exaltar la mera diferencia. Lo que hay en él es un esfuerzo por rechazar cualquier intento de normalización, una especie de rebeldía frente a quienes querían transformarlo en simple excentricidad, convertirlo en un rareza que entretenía y no causaba daño. Y es que Pedro Lemebel hizo del resentimiento no un sentimiento maligno o ilegítimo, sino la fuente de una rebelión intelectual que mostraba, mediante la palabra y a fuerza de imaginación, que la realidad que se tiene ante los ojos a veces no merece ser respetada. Y que el Zanjón de la Aguada, las poblaciones de la periferia y la pobreza no deben ser vistas solo al trasluz de la injusticia, al amparo del paternalismo: ellas, en su opinión, también son capaces de reflejar lo mejor de la condición humana.

Gracias a su palabra, el Zanjón de la Aguada dejó de ser un resumen de miseria y se transformó en una fuente de resentimiento productivo, en un espejo del revés de la modernización. Y en ese espejo, Pedro Lemebel fue capaz de mirarse y de ver en su imagen al Chile de hoy.

Michel Foucault, poco antes de morir, dijo que escribía, e incluso hablaba de sí mismo, para ocultar su propio rostro.

Quizá Pedro Lemebel no hacía más que ocultarse tras el barroco enrevesado de sus crónicas. Y tal vez detrás de sus desplantes, de sus performances de los años ochenta y de sus alardes de rebeldía, está un rostro por descubrir. Y es que eso es la literatura: un quehacer que desnuda a la realidad al precio de ocultar al indiscreto que, como Lemebel, tiene el talento, y el valor, para revelarla. (El Mercurio)

¿Quién cuidará la Constitución? 17 diciembre 2021

¿Debe existir un Tribunal que vele por la supremacía de las reglas constitucionales? ¿Un órgano que vigile que los acuerdos a que llegue el Congreso no contraríen las reglas fundamentales? Por supuesto que sí. Y las razones sobran. La principal —ella basta— es que de otra forma la Constitución sería un absurdo y tonto tigre de papel.

Las sociedades deciden tener una Constitución para poner ciertas materias al margen de las mayorías circunstanciales (las mayorías que son fruto del proceso político ordinario). En este sentido, una Constitución es el acto por el cual la mayoría, sabiendo que podría adoptar decisiones malignas o irresponsables o tontas o abusivas (¿será necesario dar ejemplos?), decide, luego de una deliberación racional (este es el deber de la Convención, dicho sea de paso), autolimitarse, poniendo los derechos de las personas y la distribución del poder más allá de su alcance inmediato. Por eso un autor (Jon Elster) ha dicho que una Constitución es una estrategia Ulises: la Constitución es el mástil al que la mayoría se ata para no dejarse llevar, aunque lo desee, por los cantos de sirena de la política del día a día. Discutir una Constitución es, así, deliberar acerca de los límites que poseerá la mayoría. Pero si la Constitución careciera de un órgano que vigile su cumplimiento, si las mayorías del día a día pudieran hacer caso omiso de lo que ella dispone sin que ningún órgano pudiera reprochárselo, si junto a la Constitución no hubiera un órgano encargado de asegurar su supremacía, entonces todos los esfuerzos por contar con una (los esfuerzos que hoy se despliegan en la Convención) serían vanos e inútiles y la carta resultante no sería un mástil al que se ata la mayoría, sino un simple papel sin vocación alguna de obligatoriedad.
Por eso la pregunta que planteó Alexander Bikel (y que suele repetirse una y otra vez) de por qué debiéramos entregar a un grupo de funcionarios no electos la tarea de controlar las decisiones de la mayoría, tiene una respuesta obvia: simplemente porque nadie aceptaría que los derechos de que dispone y a cuya sombra desenvuelve su vida, dependan de la política del día a día. Cierto: los derechos también los decide la mayoría hoy reunida en la Convención; pero esa es una razón para exigir a esta última que no se comporte como si estuviera en medio del barro cotidiano o como si fuera una asamblea puramente mayoritaria, y para que, en cambio, se esmere en deliberar imparcialmente, a la altura de su deber. Establecida la necesidad de un control constitucional, la pregunta que acto seguido cabe responder es qué órgano debiera ejercerlo. Las alternativas más obvias son dos, y ambas han existido en la historia constitucional chilena: la Corte Suprema o un Tribunal Constitucional. Para decidir a cuál debiera confiarse el control habría que identificar lo que Hamilton, en los escritos de El Federalista, llamó «la rama menos peligrosa del poder». El control constitucional debe estar entregado a ella. ¿Cuál sería, en el caso de Chile, “la rama menos peligrosa del poder”? La respuesta a esa pregunta no es conceptual. Para responderla hay que atender al diseño que recibirá el órgano de que se trate, sea la Corte Suprema, sea un nuevo Tribunal Constitucional.

En cualquier caso, es el mismo Hamilton quien da una pista para decidir, al menos en principio, el problema. Para Hamilton la rama menos peligrosa era aquella que no tenía ni fuerza ni riqueza, y cuya única virtud era «el discernimiento». Por discernimiento hemos de entender la capacidad de interpretar reglas, no la voluntad de promover valores o ideales, por prestigiosos o seductores que estos parezcan. Debe tratarse pues de una rama intelectualmente sobria, conocedora de la tradición jurídica y la dogmática, y sin pretensiones de hacer justicia en este mundo, porque esto último no les pertenece a los jueces, ni siquiera cuando son constitucionales, sino a la política.

La demanda indígena 12 noviembre 2021

¿Cómo deben ser tratadas, desde el punto de vista constitucional, las demandas de los pueblos indígenas? Para saberlo es indispensable tener a la vista el concepto de reconocimiento. Los seres humanos somos seres, por decirlo así, especulares. La manera en que cada uno se concibe es resultado de la imagen que los demás le devuelven. Los otros son como un espejo que nos constituye. Los seres humanos necesitan que el valor que se atribuyen a sí mismos sea acogido por una conciencia ajena a la suya.

Este rasgo de lo humano se ha subrayado muchas veces. Se encuentra, desde luego, en Fichte (quien lo usó para explicar que el concepto de derecho era recíproco, puesto que yo no puedo decir que soy dueño de esto o de aquello si no hay otro que me acepte como tal) y lo desarrolló luego Hegel (para quien la historia se explica como una lucha por el reconocimiento). Ese deseo de reconocimiento explica que las minorías —especialmente las minorías atadas a una cultura heredada que sienten es su deber preservar— no se conformen con la tolerancia. Esta última consiste en dejar a las minorías conducirse a sí mismas, sin criminalizar su conducta, en tanto ellas, por su parte, no interfieran con la cultura dominante o mayoritaria, con la habilidad de los miembros de la mayoría para disfrutar su estilo de vida o su cultura. Esta aproximación (que fue la del Estado chileno durante el XIX y el XX) impide que las culturas minoritarias comparezcan en el espacio público y, en cambio, las condena a la privacidad: a cultivar la idea de sí mismos y a hablar la lengua materna y a rezar a sus dioses en secreto, sin comparecer ante los demás. En cambio, el deseo de reconocimiento —que se traduce en la reivindicación de derechos lingüísticos, territoriales y de participación política a través de una voluntad colectiva propia— no está animado por el propósito de la tolerancia ni, tampoco, por una voluntad de separación o secesión. La demanda de reconocimiento parece, más bien, estar animada por un deseo de diálogo y de publicidad. Las minorías indígenas no quieren ni ser invisibles, ni, tampoco, estar solas. En vez de todo eso quieren comparecer en el espacio de lo público provistas de su identidad y de su cultura y quieren ser protegidas de otras culturas que, a cambio de tolerarlas, las condenan hasta ahora a la invisibilidad y a la exclusión. No es fácil, por supuesto, satisfacer esos deseos de reconocimiento en un Estado constitucional. Pero es urgente hacerlo.

Todavía pensamos que el Estado constitucional es indisoluble de una extendida y homogénea conciencia nacional y, por lo mismo, nos sentimos tentados a calificar las demandas indígenas de insensatas o de meros arcaísmos producto de la pobreza o la exclusión. Nos gusta pensar, por eso, que quizá el problema indígena sea un asunto de puro bienestar y que cuando el mercado se expanda y los grupos hasta ahora marginados se integren al consumo y a la rutina de los malls, estas demandas se esfumarán y entonces parecerán, simplemente, un mal sueño. Con todo, la experiencia muestra que las identidades colectivas en vez de ser apagadas por la expansión del consumo tienden, por el contrario, a inflamarse.

Una democracia liberal, entonces, no debe hacer oídos sordos frente a esas demandas y en vez de eso debe acogerlas. Para hacerlo, sin embargo, ha de trazar algunos límites obvios. El primero de ellos es la vigencia de los derechos fundamentales y el segundo es la mantención de la integridad política. El reconocimiento de esas culturas no supone asignar un valor a lo ancestral en sí mismo, puesto que, como es obvio, puede haber costumbres ancestrales que violen la dignidad o la autonomía individual. Ni tampoco debe ser entendido como una demanda de separación política o de secesión o independencia, puesto que el reconocimiento es para integrarse a la comunidad y no para separarse de ella. Sobre esos límites —respeto de los derechos fundamentales e integridad política— debe convenirse el reconocimiento.

La Convención y la democracia protegida 8 octubre 2021

Hay dos formas básicas de concebir la democracia. Según una de ellas la democracia consiste en un método para adoptar decisiones mediante la suma de las voluntades involucradas. Según la otra, la democracia es un método en virtud del cual las decisiones se adoptan luego de haber deliberado la mejor alternativa. Para la primera versión de la democracia lo fundamental es la suma de votos; para la segunda es el intercambio de razones. ¿Cuál de esas versiones es la que se convino al crear la Convención Constitucional?

Se trató de una versión mixta, una que mezclaba ambas concepciones. Ese fue el sentido de los famosos dos tercios. Al establecerse un quorum alto se favorecía la deliberación. Así las decisiones eran el fruto del número de votos y de las razones. Si nadie podía estar seguro de tener los votos en favor de su posición, entonces todos se inclinarían por argumentar, convencerse mutuamente y alcanzar acuerdos. Desgraciadamente, lo que se ha observado a propósito de los reglamentos es una serie de intentos por escapar de esa concepción mixta imponiendo una concepción puramente mayoritaria de la democracia. Quizá este es el aspecto más preocupante: el cambio en la concepción de la democracia desde una que incentiva la deliberación a otra que prescinde casi totalmente de ella. A ese cambio tiende, desde luego, la consagración del plebiscito dirimente. El plebiscito dirimente permite eludir la regla de los dos tercios que, como se acaba de indicar, obliga a la deliberación. Así en vez del intercambio de razones adquiere peso una democracia puramente mayoritaria. Lo mismo ocurre con las iniciativas populares. Si una fuerza política carece de buenas razones para convencer a los restantes convencionistas, preferirá seducir a la mayoría del electorado de manera directa e imponer así su voluntad.

En el mismo sentido —debilitar el intercambio de razones en favor de la suma de votos— se orienta el reglamento de ética. El problema del negacionismo y del deber de no desinformar que ese reglamento consagra es que constituye una forma disfrazada de excluir razones del debate. Y esa exclusión opera en base al peor de los pretextos: el pretexto moral (sería inmoral discutir las violaciones a los derechos humanos, mentir, etcétera). Pero resulta que no existen razones inmorales. Las razones son buenas o malas, están bien o mal fundadas, son poderosas o débiles; pero nunca son inmorales. Lo que se llama un argumento inmoral es sencillamente un mal argumento que se detecta fácilmente por el diálogo. De ahí que esgrimir pretextos morales para excluir puntos de vista del debate es simplemente una forma de eludir la deliberación. Así entonces, la concepción deliberativa de la democracia es la que está siendo derrotada en esta Convención.

Lo privado y lo público 10 septiembre 2021

La distinción entre lo privado y lo público es uno de los aspectos clave del debate constitucional. Asomó recién a propósito de la libertad de enseñanza y volverá, sin duda, a propósito de los otros temas que ocuparán a la Convención. Pero ¿cómo distinguir ambas esferas? La literatura sugiere varios criterios que es útil tener a la vista a la hora de resolver ese problema. Y los más relevantes son los que siguen. Desde el punto de vista económico, un bien es público si es el caso que produce beneficios indiscriminados, beneficios que se difuminan entre un amplio conjunto de personas, sea que esas personas hayan o no pagado los costos de producirlos. Como este tipo de bienes benefician a todos (a quienes pagan por su producción y a quienes no) suelen plantear un problema de free rider: Cada uno aspira a tomar los beneficios de esos bienes eludiendo los costos que son imprescindibles para que esos bienes existan.

Kant sugiere otro criterio. En su conocido opúsculo «¿Qué es la Ilustración?» llama pública a la razón que se ejercita «ante el gran público de lectores» y privada, en cambio, a aquella que se emplea cuando se habla en calidad de funcionario. Hay quienes, por citar otro punto de vista, también definen lo privado en base a la noción de autodeterminación. Su más famosa formulación es el conocido principio de Mill, conforme al cual solo las acciones que causan un daño no consentido a terceros son públicas. Todas las demás pertenecen a la esfera de privacidad del sujeto que las realiza. Todos esos criterios comparten la misma idea: lo público es aquello que atinge a todos los miembros de la comunidad, en tanto lo privado es aquello que atinge solo a algunos. En otras palabras, lo público nos considera en aquello que compartimos, la condición de miembros de la misma comunidad; en tanto lo privado nos considera en aquello que nos diferencia, nuestras particularidades. Y ambas son dimensiones valiosas de la existencia. Si lo anterior es así, parece evidente que no existe una vinculación necesaria y directa entre el Estado y lo público. Esa vinculación puede ser normativa —puesto que el deber del Estado es promover el bien común—, pero no es necesaria, como lo prueba el hecho de que el Estado puede distorsionar su quehacer y en vez de promover el bien común satisfacer intereses parciales. Una cosa es la pretensión normativa del Estado —promover los intereses de todos— y otra cosa, su funcionamiento real, empírico. Desde el punto de vista normativo hay otras entidades que, desde fuera del Estado, pueden poseer vocación pública.

Así entonces, de lo que se trata en el diseño institucional —sea que se trate de la libertad de enseñanza o de algún otro aspecto del quehacer humano— es de asegurar que los intereses de todos, en aquello que tenemos en común, se persiga y satisfaga. Y eso, claro está, puede alcanzarse diseñando bien el Estado; pero también creando un ámbito donde las entidades extraestatales puedan florecer. A eso Habermas lo llamó publicidad burguesa y pensó que era un ámbito ideal, entre el mercado y el Estado, donde los ciudadanos raciocinaban acerca de la vida en común y recuperaban, así, la condición que compartían: la de miembros de una ciudad, cuyos intereses eran, en alguna medida, homogéneos. Habermas, por supuesto, advirtió que esa esfera podía ser colonizada por el poder privado; pero ese peligro es simétrico al que padece el Estado, que también puede ser capturado por intereses parciales. Como se ve en el debate constitucional, y a propósito de este tema, hay que seguir el consejo de Wittgenstein: evitar una dieta unilateral, aferrarse a un solo prejuicio o a una sola idea.

El patriotismo constitucional 13 agost 2021

Lo más notorio de la Convención Constitucional —motivo de orgullo para algunos y un escándalo para otros, ocasión para aplausos de un lado y de ceño fruncido desde el otro— ha sido la diversidad que ha mostrado, los signos identitarios que ha exhibido, los discursos que, para referirse a ella, se han pronunciado.

Cierto: por momentos parece más una lucha cultural y de memoria que una conversación ciudadana. ¿Qué desafíos plantea esa diversidad al debate constitucional? El problema fundamental que plantea es el de dilucidar qué formas de apego patriótico, qué consenso en torno a valores compartidos es posible construir cuando todos quienes comparecen en la Convención parecen más bien divididos por género, etnia o clase, más animados por una orgullosa voluntad de autoafirmación que por una de diálogo. ¿Cuál será la fuente del apego a unas instituciones construidas en un momento así, en que las fuentes del mismo parecen ausentes? Una comunidad política requiere cierta lealtad de parte de quienes la integran, demanda cierto apego a bienes comunes más allá de la heterogeneidad cultural, sexual, étnica o de estilos de vida que haya entre quienes la componen. Ese apego funda la obediencia a las instituciones y constituye un motivo para postergar, cuando sea necesario, los intereses particulares en favor del bien común. Cabe entonces preguntarse cómo se funda esa lealtad y al mismo tiempo se cultiva la más radical diversidad. Esa es una de las preguntas —podría incluso arriesgarse que es la única pregunta, la pregunta fundamental— que está en el centro del trabajo que la Convención está comenzando a desarrollar. Es probable que algunos —pienso en especial en la gente de derecha más tradicional— crean que la nacionalidad, la convicción de que todos los habitantes poseemos un origen común que se hunde en el tiempo y en la historia, es fundamental para fundar esa lealtad a las instituciones que hacen posible la vida compartida. Y no les faltarían razones para pensar así. Las sociedades modernas tal como hoy las conocemos nacieron atadas al ideal del estado nacional e incluso los derechos humanos, el ideal más universalista de todos, se proclamó desde la particularidad de una nación —la francesa— construida en torno a la abstracción de la ley. Pero, para bien o para mal, vivimos hoy en un mundo dislocado, un mundo en el que la diversidad de formas de vida, algunas elegidas y otras heredadas, han florecido. La autocomprensión de la sociedad chilena como una nación en el sentido decimonónico de ese concepto —una comunidad de tierra y de sangre, con un pasado compartido— ha entrado definitivamente en crisis. Y lo que la sociedad chilena tiene por delante es la labor de modificar la comprensión que tiene de sí misma, algo que inevitablemente supone reflexión. Allí donde la tradición no crea una comunidad, no hay otra alternativa que echar mano a la razón y al diálogo. Esa es la tarea que, aunque no la encaren explícitamente, los convencionistas, o convencionales, llevarán adelante cuando discutan acerca de la fisonomía institucional que habrá de adoptar la vida en común. Crear lealtades hacia las instituciones sin que ello dependa de la forma de vida de cada cual. Y la única forma de crear lealtad hacia las instituciones en una sociedad en que las tradiciones y la idea de nación (esa comunidad imaginada) se han vuelto más débiles, la constituye el diálogo democrático. Solo cuando los ciudadanos logran darse a sí mismos sus propias instituciones se reconocen más tarde en ellas. Este es el sentido que debe animar a la Convención constitucional, la de ser un ejercicio de autogobierno en cuyo ejercicio los ciudadanos construyen una cierta identidad colectiva, y crean los lazos afectivos hacia el resultado de su trabajo. Pero alcanzar eso impone el gravamen de dar la palabra a todos sin ahogar ninguna. Jürgen Habermas le dio a todo eso un nombre: patriotismo constitucional. Allí donde no nos reúne la memoria, ni la lengua, ni la forma de vida, la única forma de tejer lealtades es reconocernos en un puñado de instituciones que sean el fruto de nuestro propio quehacer. Ese es el principio que los 155 convencionales —al margen de sus identidades, sus memorias distanciadas, su clase— no han de olvidar.

La demanda indígena 12 noviembre 2021

¿Cómo deben ser tratadas, desde el punto de vista constitucional, las demandas de los pueblos indígenas? Para saberlo es indispensable tener a la vista el concepto de reconocimiento. Los seres humanos somos seres, por decirlo así, especulares. La manera en que cada uno se concibe es resultado de la imagen que los demás le devuelven. Los otros son como un espejo que nos constituye. Los seres humanos necesitan que el valor que se atribuyen a sí mismos sea acogido por una conciencia ajena a la suya. 

Este rasgo de lo humano se ha subrayado muchas veces. Se encuentra, desde luego, en Fichte (quien lo usó para explicar que el concepto de derecho era recíproco, puesto que yo no puedo decir que soy dueño de esto o de aquello si no hay otro que me acepte como tal) y lo desarrolló luego Hegel (para quien la historia se explica como una lucha por el reconocimiento). Ese deseo de reconocimiento explica que las minorías —especialmente las minorías atadas a una cultura heredada que sienten es su deber preservar— no se conformen con la tolerancia. Esta última consiste en dejar a las minorías conducirse a sí mismas, sin criminalizar su conducta, en tanto ellas, por su parte, no interfieran con la cultura dominante o mayoritaria, con la habilidad de los miembros de la mayoría para disfrutar su estilo de vida o su cultura. Esta aproximación (que fue la del Estado chileno durante el XIX y el XX) impide que las culturas minoritarias comparezcan en el espacio público y, en cambio, las condena a la privacidad: a cultivar la idea de sí mismos y a hablar la lengua materna y a rezar a sus dioses en secreto, sin comparecer ante los demás. En cambio, el deseo de reconocimiento —que se traduce en la reivindicación de derechos lingüísticos, territoriales y de participación política a través de una voluntad colectiva propia— no está animado por el propósito de la tolerancia ni, tampoco, por una voluntad de separación o secesión. La demanda de reconocimiento parece, más bien, estar animada por un deseo de diálogo y de publicidad. Las minorías indígenas no quieren ni ser invisibles, ni, tampoco, estar solas. En vez de todo eso quieren comparecer en el espacio de lo público provistas de su identidad y de su cultura y quieren ser protegidas de otras culturas que, a cambio de tolerarlas, las condenan hasta ahora a la invisibilidad y a la exclusión. No es fácil, por supuesto, satisfacer esos deseos de reconocimiento en un Estado constitucional. Pero es urgente hacerlo.

¿Qué derechos debemos tener? 12 octubre 2021

Ahora que la Convención Constitucional se pondrá —por fin— a deliberar acerca del contenido que habría de poseer una Constitución, quizá sea útil examinar algunos de los temas de los que se ocupará. Uno de los más importantes es el de los derechos. ¿En qué consiste exactamente tener un derecho? La modalidad más importante de los derechos es aquella que reconoce a los individuos una esfera de autonomía frente a los demás y frente al Estado. Es el caso de los llamados derechos civiles, como la libertad de expresión, la de movimiento, la de religión, la libertad sexual, el debido proceso, etcétera. Lo que caracteriza a estos derechos es que lo facultan a usted para hacer ciertas cosas, incluso si al hacerlo causara molestias o perjuicio a las mayorías. Un buen ejemplo es la libertad de expresión. Si usted tiene libertad de expresión, entonces debe tener la posibilidad de emitir discursos que a la mayoría le molestan. Si, en cambio, alguien le explica que usted tiene derecho a decir lo que le plazca, pero solo hasta el punto en que la mayoría no se incomode, usted, con toda razón, pensaría que está siendo víctima de una broma cruel.

En suma, esos derechos son contramayoritarios. Gracias a ellos el individuo —o sea, usted— se pone a salvo de la coacción estatal o de la injerencia ajena. Luego se encuentran los derechos políticos. ¿En qué consisten estos derechos? Al igual que los anteriores, estos derechos protegen la autonomía. Pero si los derechos civiles protegen la autonomía personal, estos otros protegen la autonomía colectiva y lo facultan a usted para participar de ella. En otras palabras, los derechos políticos facultan a las personas para formar, junto a los demás, la voluntad colectiva, la voluntad de la comunidad política. Esto incluye el derecho a formar partidos, a ser electo para un cargo de elección popular, el derecho de asociación, etcétera. También se trata de derechos contramayoritarios, por supuesto. Usted tiene esos derechos incluso si la mayoría estuviera mejor si a usted se le excluyera del proceso político.

En fin, se encuentran lo que podemos llamar derechos sociales en un sentido amplio. Uno de los que primero los caracterizaron fue T. H. Marshall, en una célebre conferencia en que analizó algunas ideas de Alfred Marshall, uno de los fundadores de la economía neoclásica. Las sociedades, como consecuencia del quehacer de todos, producirían un cierto nivel de bienestar cultural y económico. T. H. Marshall pensó que ese bienestar era acumulativo, que cada generación lo legaba a la otra. Por lo mismo, pensó él, las personas por el solo hecho de pertenecer a la comunidad política —por el solo hecho de ser ciudadanos— deben acceder al nivel civilizatorio que la sociedad ha alcanzado. Esto incluye, desde luego, la protección de la salud, el derecho a la educación y a la cultura. Son los derechos sociales. ¿Hay diferencias entre este tipo de derechos y los anteriores? Dijimos que los anteriores eran contramayoritarios. ¿Lo son también estos? No, parece que no. Al revés de los anteriores, este tipo de derechos suponen un esfuerzo distributivo a favor de las mayorías. Cierto: para que esa distribución se produzca es necesario alcanzar un nivel de bienestar. Pero ello no excluye un compromiso de la comunidad política porque ese bienestar se ponga, en algún nivel, al alcance de todos. La sociedad moderna, sugirió Marshall, se desarrolla según un principio divisivo: la estructura de clases. Los derechos sociales tienden a corregir en parte las desigualdades que produce esa estructura.

¿Y la propiedad privada? Bueno, la propiedad se vincula con todos esos derechos. Garantiza la autonomía; sin ella la participación política se pone en peligro y se fortalece con el goce de derechos sociales. Si usted adquiere lo que tiene en una sociedad justa, entonces nadie tendrá motivos razonables para considerar que lo suyo es intolerable. Así el miembro de una sociedad abierta y democrática (como la que debe inspirar a la Convención) posee inmunidad frente a los demás (los derechos civiles); participa en la formación de la voluntad colectiva (derechos políticos); y en tanto ciudadano accede a los mínimos civilizatorios que la sociedad ha alcanzado (derechos sociales).

El significado del 18 de octubre 16 octubre 2021

¿Tiene algún significado el 18 de octubre? Por supuesto que no. Los hechos carecen en sí mismos de significado. La muerte de una persona, la caída de una piedra, el nacimiento de un niño, un incendio, en cuanto hechos, son equivalentes. Son mudos. No tienen significado. Los hechos en sí mismos son un sinsentido. Y lo mismo ocurre con lo que pasó el 18 de octubre del año 2019. Los hechos que entonces acontecieron —y a los que siguió una estela similar— no tienen significado. El significado es externo a los hechos, el significado les viene desde fuera de sí mismos. Se les atribuye un significado del que, por sí mismos, carecen.

Ahora bien, habitualmente el significado que se atribuye a los hechos es ex post, es muy posterior a su ocurrencia, es retroactivo. Algo que en el momento vivido puede ser dramático o triste o augurar un desastre, a la luz de los hechos posteriores puede ser alentador, o auspicioso, o configurar un nuevo inicio. La vida humana es un buen ejemplo de ello. Lo que a usted le ocurrió hace una década o dos pudo entonces parecerle un desastre, pero a la luz de lo que le siguió resultar una buenaventura. La suma de los hechos que llamamos historia o vida humana es como una novela en curso: cada página adquiere pleno significado a la luz de la que viene, lo que en una página se relata puede ser modificado por la que le sigue. Gracias a eso no somos esclavos de lo que nos ha ocurrido. Así entonces lo que cabe preguntarse es qué significado puede darse al 18 de octubre, a la luz de la comprensión de la que hoy somos capaces.

Ante todo, el 18 de octubre es el fin de un régimen político. Si entendemos por tal a un conjunto de reglas e instituciones que organizan y distribuyen el poder, no cabe duda de que ese día fue el inicio del fin del régimen que se configuró a partir de los ochenta en la dictadura. El presidencialismo reforzado acabó ese día. Del 18 en adelante solo ha subsistido su gestualidad —y en ocasiones ni siquiera eso—, pero la autoridad que poseía se esfumó como por encanto. La autoridad, como lo saben los psicoanalistas, siempre descansa en una fantasía, en el supuesto saber de quien la ejerce, en el poder que oculta. Pues bien, el 18 de octubre la fantasía presidencial se disipó. Y sin esa envoltura fantasiosa dejó de haber autoridad y quedó solo el rastro del poder (los romanos distinguían, como se sabe, entre auctoritas, el poder socialmente reconocido, y la potestas, el poder puramente formal). Junto con lo anterior, el 18 de octubre fue el momento en que la comprensión que la sociedad chilena tenía de sí misma comenzó a desmoronarse y principió a demandar otra. Hasta el 18 de octubre todavía tenía sentido hablar de la nación chilena como una comunidad con un pasado y una memoria comunes. El 18 de octubre asomó la simbología que indicaba que en la sociedad chilena subyacía una diversidad de memorias e identidades. Irrumpió la política de la identidad —pueblos, minorías—, que obliga a modificar la comprensión que la sociedad chilena tiene de sí misma.

Pero junto con la disolución de la auctoritas y el cambio de comprensión que de sí misma tenía la sociedad chilena, el 18 de octubre dio también inicio a un proceso —el que lleva adelante hoy la Convención Constitucional— que muestra que Chile, a pesar de la crisis que ha padecido, está dispuesto a reafirmar su voluntad de constituir una comunidad política con un futuro compartido, con una unidad de destino. Cierto: el 18 de octubre fue un acontecimiento hasta cierto punto violento y destructivo. Es verdad. Pero la única forma de limar su perfil amenazante consiste en desproveerlo de sus aspectos disolventes y ruinosos asignándole el significado de un nuevo inicio. De otra forma la humareda de ese día y el horizonte encendido nos seguirá acompañando.

Cartas Marcadas 1 octubre 2021

Los planteamientos del vicepresidente de la Convención, Jaime Bassa —quien afirmó que el acuerdo constitucional podría suponer el llamado a elecciones anticipadas—, permiten recordar uno de los aspectos de mayor relevancia del cambio constitucional: su régimen transitorio.

La entrada en vigor de una norma siempre plantea el problema de qué ocurre con los actos jurídicos que se verificaron durante la antigua, pero cuyos efectos persisten cuando entra en vigencia la nueva. Un sencillo ejemplo permite asomarse a este problema. Usted celebra un contrato bajo la vigencia de la ley X a diez años plazo. En la mitad de ese término, sin embargo, se dicta la ley Z, que establece como límite máximo de los contratos un plazo de tres años. En tal caso ¿qué norma regirá al contrato? ¿La ley X, de manera que el contrato durará diez años, o la ley Z, de suerte que el contrato acabará apenas esta última entre en vigencia? Un problema semejante puede plantearse en la próxima elección presidencial si, como es casi seguro, se cambia el régimen político o se altera la duración del mandato. En tal caso ¿qué regla regiría?, ¿aquella bajo cuya vigencia la autoridad fue electa —es decir, la actual Constitución— o la nueva?

La Constitución actual dispone que mantiene su vigencia la actual regla, a menos que el cargo de que se trate se suprima o se altere sustancialmente. Esto último es lo que ocurriría si cambia el régimen político a uno semipresidencial o a uno parlamentario. En este caso, como la Presidencia de la República se alteraría sustancialmente, habría que llamar a elecciones anticipadas. Hasta ahí la cuestión jurídica. La que, como se ve, es sencilla. El problema es político. Porque las autoridades electas en noviembre próximo contarán con una legitimidad indesmentible. Y la nueva carta constitucional, si es aprobada, también. Pero como ambas serán inconsistentes entre sí, hay que decidir cuál legitimidad tendrá primacía. Y no cabe duda de que será la segunda. La conclusión del precedente problema es tan clara como dramática: en noviembre usted no elegirá a un presidente o presidenta, y demás autoridades, por el lapso que indica la actual carta. Usted elegirá a las autoridades bajo una condición resolutoria. Los juristas llaman condición resolutoria a un evento futuro e incierto por cuya verificación se extingue un derecho. En este caso el evento futuro e incierto será el contenido y la posterior aprobación de la carta constitucional. Si, como es casi seguro, la nueva carta cambia el régimen político y es aprobada, entonces las autoridades electas en algunas semanas más podrían ver que su período de pronto se extingue. ¿Creía usted que la elección de noviembre era definitiva para los próximos cuatro años? No es así. El significado de esa elección estará entregado, en buena medida, a lo que decida la Convención Constitucional. Y como la Convención decidirá teniendo a la vista el resultado, bien puede ocurrir que la decisión de cambiar o no el régimen político, o de cuando el cambio comience a regir, dependa de si los resultados de noviembre coinciden o no con las preferencias mayoritarias de la Convención.

Suponga usted que gana Sichel. Entonces la mayoría de la Convención podría decidir que el nuevo régimen político comience in actum, de inmediato. En tal caso, Sichel cesaría y debiera llamar a nuevas elecciones. Suponga, por el contrario, que gana Boric. En este caso, nada impide que la Convención decida que el cambio de régimen político principie una vez que su período se extinga. Boric podría entonces, si así lo decide la Convención, concluir su período. Como la Convención podrá decidir con los resultados a la vista, es perfectamente posible que la mayoría decida si hay o no elecciones anticipadas dependiendo de cuál sea el resultado de noviembre. En suma, y por decirlo así, la Convención jugará con las cartas marcadas; aunque usted no, por supuesto, porque usted en noviembre decidirá a ciegas, sin saber muy bien qué está decidiendo y por cuánto tiempo.

Un error de razonamiento 3 septiembre 2021

Lo más preocupante de la decisión de excluir la libertad de enseñanza de los derechos fundamentales —una decisión que afortunadamente debe ser sometida al pleno— no es tanto la exclusión en sí misma como el tipo de racionalidad política que revela. O, si se prefiere, la forma de pensar que condujo a esa decisión. Y que una convención constitucional dé motivos para preocuparse de la forma en que razona sí que puede ser grave.

A veces se cree que la racionalidad supone en todos los casos priorizar, es decir, poner una cosa que, atendidos los recursos escasos, acaba excluyendo a la otra. Así, por ejemplo, se la define en ciertos modelos económicos que sugieren que la racionalidad exigiría una escala de prioridades (completa y transitiva, agregan) en base a la cual adoptar las decisiones. Los antiguos, sin embargo, por ejemplo, Aristóteles, prefieren definir la racionalidad en los asuntos sociales y humanos de un modo distinto, como la capacidad de deliberar hasta compatibilizar bienes que, en apariencia, parecen rivales e incompatibles entre sí. La racionalidad de los asuntos humanos consistiría entonces en dilucidar cuál es el bien final que se trata de alcanzar y luego, a la luz de él, disponer otros bienes subordinados. El razonamiento es así conjetural y prudencial y por eso en la Ética nicomaquea lo compara con un piloto que debe guiar la nave por entre las rocas y la espuma. Lo que sorprende entonces en esa decisión es que ella parece descansar en la idea de que al examinar los derechos se trata de decidir ante todo cuál ha de primar sobre otro, en vez de examinar cómo podría compatibilizárselos. Si se reconoce la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a educar a los hijos, debieron pensar los convencionistas que adoptaron la decisión, se estropea el deber del Estado de proveer educación pública. Y viceversa. Como se trata de fortalecer la educación pública, entonces hay que pasar en silencio la libertad de enseñanza. Entre ambos derechos habría una especie de suma cero que exigiría un orden de prelación absoluto. Ese razonamiento, fuera de asemejarse al de la racionalidad neoclásica que describe el comportamiento del consumidor (algo que habría que suponer pecaminoso para la mayor parte de los convencionistas, que así parecen razonar como economistas sin saberlo), recuerda algunos fallos de la vieja Corte Suprema en que se declaraba que los derechos fundamentales preferían unos a otros en el orden en que aparecían en el texto constitucional.

Pero, sobre todo, esa exclusión parece desconocer que la educación es de todas las actividades humanas aquella en la que se entrecruza, con mayor fuerza, la oposición de intereses entre la comunidad, por una parte, y la familia, por la otra. Mientras la comunidad exige igualdad en las primeras experiencias a fin de que los futuros ciudadanos puedan encontrarse, motivo por el cual parece haber razones para promover un tipo de educación uniforme, la familia reclama el derecho de transmitir a sus hijos una cierta orientación acerca de la mejor manera de vivir, que incluye creencias religiosas, valores y hasta costumbres, razón por la cual parece ser razonable permitirle que escoja el tipo de educación que sus hijos deben recibir. Por supuesto, es perfectamente posible que aquello que la comunidad persigue coincida con aquello que la familia anhela para sus hijos; pero en la sociedad contemporánea suele no ocurrir así. La sociedad contemporánea es una sociedad diversa —es cosa de ver la política de la identidad que florece en la propia Convención para advertirlo— y en ese tipo de sociedad hay que permitir que los distintos grupos, incluida la familia que en todas sus variedades es el grupo natural por excelencia, puedan hacer esfuerzos por transmitir aquello en que creen y, al mismo tiempo, garantizar los contenidos mínimos que exige el sentido de comunidad. Sorprende que una Convención en la que florece la diversidad, las vidas electivas y en la que reverdecen las culturas hasta ayer silenciadas por la uniformidad de la nación promovida desde el Estado, no esté ahora dispuesta a reconocer que los distintos grupos (y la familia tiene títulos de sobra para ser uno de esos grupos) puedan promover el tipo de vida que juzgan mejor a través del mecanismo de transmisión cultural por excelencia que es la educación.

¿Disciplinar el debate? 27 agosto 2021

Una de las cosas más alarmantes de lo que ha ocurrido por estos días en la Convención es la propuesta de regular el debate. Para ello se sugieren deberes de distinta índole. Algunos de ellos son negativos (no incurrir en negacionismo, no proferir falsedades, no proferir expresiones discriminatorias) y otros positivos (si eres convencionista, debes actuar con sororidad y fraternidad). Y así

Si un distraído leyera esas reglas sin saber de dónde provienen, o a quién se le ocurrieron, es probable que las atribuyera a una orden monacal o una comunidad de flagelantes; pero no se imaginaría que se trata de reglas convenidas por políticos que se disponen a debatir un texto constitucional. Porque ese es el problema. Veamos los casos que la regla sugerida contiene. Comencemos por el castigo o la exclusión del negacionismo. Negar la ocurrencia de ciertos hechos, o la modalidad en que acaecieron, o la gravedad que supusieron, forma parte de la libre investigación histórica. Quien por ejemplo discute que un cierto número de hechos ocurrieron (porque los supone menos o porque piensa que no ocurrieron en absoluto) puede incurrir en un error intelectual; pero ello no constituye necesariamente un punto de vista moral que se pueda reprochar. Usted puede ser un firme defensor de la incondicionalidad de los derechos humanos; pero, al mismo tiempo, no estar de acuerdo con el relato aceptado acerca, por ejemplo, de su violación masiva. O viceversa. En otras palabras, una cosa es negar o relativizar la ocurrencia de ciertos hechos y otra cosa, distinta, es negar su disvalor moral. Y en la medida en que el castigo al negacionismo confunde ambos planos incurre en un error conceptual. Pero, se dirá, hay entonces que castigar el negacionismo concebido como un discurso que niega el valor moral de los derechos violados. Pero esto puede ser peor. Cuando pensamos en quienes niegan el valor moral de los derechos humanos, solemos imaginar a un nazi o un colaborador de una dictadura. Pero ¿qué decir de quien piensa que cada cultura tiene su propio horizonte moral y que por lo mismo imponer la universalidad de los derechos es un caso de etnocentrismo?, ¿o de quien afirma que el derecho a la igualdad ante la ley —un derecho humano— es en realidad el simple disfraz de una cultura patriarcal? Sin duda ellos son negacionistas en un sentido moral (y ha de haberlos en la Convención). Los negacionistas del valor de los derechos están en ambos lados y siendo así parece obvio que es mejor discutir con ellos que hacerlos callar. Algo tan absurdo como lo anterior es lo que ocurre con el castigo de la falsedad. Como explica Aristóteles (Retórica 1354ª I, 1357ª), el arte de la persuasión es propio de la política, mientras que el arte de la dialéctica lo es de la filosofía. La primera proviene de las opiniones (doxa) y la segunda, en cambio, de la verdad (un punto de vista que Platón también recoge en Fedro, 260ª). Dar opiniones incluso erradas, envolver las opiniones con hechos, o exagerar su ocurrencia, no equivale a decir mentiras reprochables. Si frente a unas cuantas gotas usted dice que «llueve a mares» o descontento con el gobierno afirma que Piñera es un «dictador» o que la autoridad sanitaria aprovecha la pandemia para «ahogar las libertades», ¿está mintiendo o el auditorio sabe que se trata de exageraciones retóricas en favor de un punto de vista?

Y en fin, se encuentran los deberes de fraternidad y sororidad. Ambas conductas suponen una sinceridad del ánimo. Si esta no concurre, estamos en presencia de la hipocresía. Así la paradoja es inevitable: cumplir la regla de fraternidad para eludir el castigo es comportarse hipócritamente y comportarse hipócritamente no es comportarse fraternalmente. Cumplir la regla es pues lo mismo que incumplirla. La paradoja es obvia y muestra lo absurdo de todo esto. La propuesta de disciplinar el debate es, pues, errada y las más de las veces absurda. Es un signo alarmante de querer excluir temas del debate por la vía de moralizar lo que se dice o lo que no. Y moralizarlo todo, la verdad sea dicha, no es una conducta moral. Con mil disculpas por el flagrante atentado a la fraternidad o a la sororidad según sea el caso, esa propuesta constituye una simple y flagrante tontería.

Una paradoja de la Convención 17 septiembre 2021

El año 1969, en las páginas de una prestigiosa revista de filosofía, Alf Ross, un influyente filósofo del derecho, llamó la atención acerca de un problema que estaba en el corazón del derecho constitucional. El problema de las normas autorreferentes (On Self-Reference and a Puzzle in Constitutional Law, Mind, vol. 78, 309). Se trata del mismo problema que esta semana se planteó en la Convención: el problema de cómo se reforma la regla que establece el procedimiento de reforma. Si la Constitución tiene una regla que dispone un quorum para su reforma, ¿cuál es el quorum para reformarla a ella? Si la Convención tiene una regla que dispone que las votaciones requieren dos tercios, ¿cuántos votos requiere a su vez esa regla para ser reformada? Esa pregunta, explicó Ross, tiene dos respuestas posibles. Una es que la regla debe ser modificada de acuerdo a lo que ella misma establece, es decir, dos tercios; la otra concluye que la regla de reforma no tiene regla para reformarla.

Alf Ross sugirió que la primera alternativa debía ser rechazada. Usted, dijo, no puede sostener que la regla se aplica a sí misma, porque ello importaría aceptar una paradoja insalvable. En efecto, si la regla A se modifica en base a lo que ella establece y da origen a la regla A1, la regla A queda derogada; pero en ese caso la regla A1 quedaría sin fundamento (la regla A1 valdría porque fue creada en base a la regla A; pero al mismo tiempo no valdría porque contradice la premisa de la que deriva su validez). Luego, sugirió, parece que la única forma de evitar ese problema es concluir que la regla A que establece el procedimiento de reforma puede ser modificada de cualquier manera.

Algo parecido al problema que detectó Ross es lo que acaba de ocurrir en la Convención Constitucional. La Convención (¿habrán leído a Ross?) concluyó que el artículo 94, que establece los dos tercios, no se modifica a su vez por dos tercios, sino por mayoría simple. Si se pudiera modificar por dos tercios —es decir, si la regla se aplicara a sí misma—, entonces la regla resultante la derogaría y de esa forma esta última quedaría sin fundamento, salvo la voluntad desnuda de los votos. Pero este último —la voluntad desnuda de los votos— es el mismo resultado que acaba de alcanzar la Convención cuando decidió que podía reformarse por mayoría simple. En la cúspide de la pirámide legal habría, pues, un vacío insalvable. Una salida a ese problema consiste en sostener que el Congreso al establecer la regla de los dos tercios estableció la prohibición de modificarla, salvo que él mismo lo decidiera. Bajo esa interpretación el Congreso habría retenido el poder constituyente y la Convención actuaría por delegación suya, que es lo que se seguiría del artículo 133 de la Constitución. Pero sostener que la Convención es delegada del Congreso, y está subordinada a la voluntad del mismo, parecería inaceptable para la mayoría de los convencionistas, ¿o no? Lo que parece enseñar este problema es que las reglas constitucionales —que son las reglas últimas del sistema, esas reglas por encima de las cuales no hay otras— requieren una concordia, una voluntad política consistente que las sostenga. Es la otra paradoja de este incidente. Las reglas están diseñadas para orientar la voluntad; pero las reglas superiores necesitan de la voluntad de todos para imperar. De otra forma queda a la vista el vacío inevitable. Y eso es más o menos lo que ha ocurrido aquí; aunque lo más probable es que sean muy pocos los convencionistas que han leído ese brillante artículo de Alf Ross.

¿Derechos de la naturaleza?, ¿decrecimiento? 6 diciembre 2021

Entre los asuntos que han surgido en la Convención están el de atribuir derechos a la naturaleza y la idea, vinculada con esa, de moderar el crecimiento y contener el consumo. ¿Tiene sentido hablar de derechos de la naturaleza?, ¿será mejor decrecer y moderar las necesidades? A primera vista, esas propuestas no tienen ningún sentido.

Una de las categorías de los juristas, con la que dividen y clasifican todo lo existente, es la que distingue entre los sujetos, de una parte, y los objetos, de otra. Los seres humanos serían sujetos; en tanto la tierra, los animales, las cosas físicas serían objetos. Los sujetos poseerían la calidad de agentes, es decir, de la capacidad de trazar planes de vida y conducirse a sí mismos, en tanto que los objetos carecerían de esa capacidad. Si esa caracterización se acepta, la demanda por derechos de la naturaleza no tiene ningún sentido. La naturaleza podría ser objeto de protección, los seres humanos podrían tener el deber de cuidarla, pero ¿asignarle derechos? La idea parece así descabellada, pero cuando se atiende a sus fundamentos, no lo es tanto (aunque esto no quiere decir que se la deba aceptar). Porque ocurre que la idea de derecho como exclusiva de los seres humanos es fruto de la idea de que el individuo es el fundamento de todo lo que hay. Porque el ser humano es el sujeto (el subjectum, lo que subyace a lo existente), las cosas del mundo estarían entregadas a su arbitrio, de manera que él podría usarlas como su deseo le indique. Los árboles no serían árboles, sino madera, mesas, sillas en potencia; el paisaje no sería paisaje, sino un conjunto de recursos naturales; el lago no sería lago, sino un criadero de peces para el consumo, etcétera. Cierto: la idea de sujeto y de derecho individual lleva a ver el mundo como un depósito a ser explotado, una estantería gigantesca a ser consumida.

Así (dirán los partidarios de los derechos de la naturaleza) parece obvio que hay otras formas de concebirse a sí mismo el ser humano. Por ejemplo, ya no como el fundamento de lo que existe, sino como parte de él (recuérdese a Nicanor Parra: «El error estuvo en creer que la tierra era de nosotros/ cuando la verdad/ es que nosotros somos de la tierra»). Bajo esta otra forma de concebirse, ya no es tan evidente y tan obvio que el ser humano sea el único candidato a tener derechos. Así se podría dar lugar a que los titulares de derechos incluyeran a la naturaleza y los animales. El problema es que la idea del individuo humano como sujeto es la que ha impulsado el crecimiento en la modernidad. El capitalismo, sin el cual la pobreza seguiría siendo la regla general en el mundo (y en Chile), es dependiente de esa concepción. Un mundo de espíritu franciscano puede así ser muy atractivo para los satisfechos, pero es un infierno para los hambrientos. Lo mismo ocurre con el decrecimiento.

La expansión del consumo es derivada del hecho que las necesidades humanas dependen de las preferencias de cada uno. Marshall observó (en el siglo XIX) que si las necesidades naturales pueden ser limitadas, ello no ocurre con el deseo de distinción, que es ilimitado. Las personas no solo quieren abrigarse, quieren abrigarse de una cierta forma (y por eso existe la moda) ¿Se puede entonces limitar el consumo? Sí, por supuesto, pero al precio de limitar la libertad humana, la idea que cada hombre o mujer diseña su plan de vida a la luz del cual necesita esto o aquello. Porque somos distintos: lo que parece superfluo a alguno, le parece al otro estrictamente necesario. Un mundo donde ciertas necesidades sean consideradas superfluas es satisfactorio para la forma de vida del asceta, pero un infierno para el sibarita. ¿Y acaso ser lo uno o lo otro no es parte de la diversidad humana? La idea de derechos de la naturaleza o del decrecimiento imponen, paradójicamente, un precio muy alto: cambiar la idea de ser humano que, aunque cueste creerlo, ha guiado a la modernidad y fundado la idea de autonomía.

La tarea pendiente 5 noviembre 2021

Como es obvio, el debate constitucional que comienza en la Convención no podrá prescindir ni del conocimiento de la historia de las instituciones, ni del derecho comparado, ni de la técnica jurídica. En suma, no podrá abstraerse de lo que pudiera llamarse la ilustración

Es verdad que en la Convención cada uno de sus integrantes —sea ignorante en cuestiones constitucionales o ilustrado en las mismas— cuenta como uno y nadie más que uno, según la frase de Jeremías Bentham. Y también es cierto que en ella se reúnen múltiples intereses de variada índole, distintos puntos de vista generales y variadas formas identitarias, cada una con su particular demanda de reconocimiento. Todo eso es verdad. Pero idear una Constitución no consiste en agregar intereses, ni ejecutar performances, ni portar disfraces, ni sumar deseos, ni insistir en generalidades, ni declamar, ni pronunciar discursos emotivos, ni escribir en tono formal esto o aquello. Idear una carta constitucional exige un dominio de la técnica jurídica y un conocimiento más o menos cabal de los modelos disponibles en el derecho comparado —ese precipitado de siglos—, que no son ni pocos, ni son sencillos.

Bastan unas cuantas preguntas generales para advertir que pensar una Constitución va mucho más allá de establecer un puñado de derechos al compás de un puñado de necesidades. Piénsese en las dificultades que posee definir el régimen de gobierno (¿presidencialista?, ¿parlamentario?, ¿semipresidencial?); la forma del Estado (¿federal?, ¿con autonomías?, ¿simplemente unitario?); la técnica de consagración de los derechos (¿coercibles?, ¿programáticos?, ¿reglas de maximización?, ¿simples directrices de política pública?); la relación de los derechos entre sí (propiedad y medio ambiente; vida y autonomía; libertad de enseñanza y educación pública, etcétera); el debate sobre la independencia judicial (¿creación de un órgano externo para la designación de los jueces?, ¿elección de ellos?, ¿sistema de concursos?); la existencia o no de órganos autónomos (Banco Central, Ministerio Público); las reglas transitorias y su relación con la legislación que le antecede (¿inconstitucionalidad sobreviniente?, ¿derogación tácita?); etcétera. Creer que todo eso podrá ser discernido por todos los constituyentes sería evidentemente ingenuo. Todos los convencionistas, no cabe duda, son muy virtuosos; pero entre sus abundantes virtudes no se encuentra en la misma medida el conocimiento de la técnica jurídica, del derecho constitucional, o del derecho comparado. Así entonces la conclusión parece obvia: el debate y la definición posterior de las reglas constitucionales será dominado, hegemonizado por algunos miembros de la Convención que impondrán su saber a los demás a la hora de diseñar, evaluar modelos posibles y redactar. La ilustración se impondrá.

Alguna vez Hume dijo que era sorprendente la facilidad con que los pocos lograban dominar a los muchos. Es lo que se conoce más tarde como el poder de las minorías consistentes. En consonancia con ese punto de vista, no es arriesgado pensar que los convencionistas más ilustrados ya han de tener más o menos claras las ideas y los modelos que habrán de inspirar al texto constitucional y solo deben estar pensando en cómo lograr imponer esas ideas y en qué estrategia usar para que los demás crean que las mismas, que ya han de estar más o menos acabadas, son el fruto de la participación de todos. Y es que, como se sabe, una cosa es quién tomará un enunciado bajo su responsabilidad (esta será sin duda la Convención) y otra quién será el emisor real del enunciado (estos serán los ilustrados que allí se desempeñan). Mutatis mutandis (cambiando lo que hay que cambiar), el texto constitucional se imputará a la Convención; pero ello no significa que la Convención será quien lo emita realmente. Hasta ahora esto último es un misterio. Una manera de dilucidar ese misterio —el misterio clave en la redacción del texto— consistiría en distinguir dos grupos en la Convención. Uno de ellos, los portadores de intereses y puntos de vista generales; el otro, los que, coincidiendo con los intereses más o menos mayoritarios, poseen ideas más o menos madurecidas acerca de la fisonomía y el contenido de una Constitución. Identificar a los miembros del segundo grupo —no son muchos— es la tarea fundamental de cualquier escrutinio sobre el proceso constituyente. Y esa tarea está aún pendiente.

"La excepcionalidd chilena" 14 enero 2022

Uno de los rasgos más acentuados de nuestra cultura pública es su anhelo o su pretensión de excepcionalidad. Chile, por ejemplo, cree ser una excepción en la consolidación del Estado, algo que habría acontecido acá mucho más temprano que en el resto de la región. Hasta hace poco existía la idea de que Chile configuraba una excepcionalidad étnica al lado de países con componente indígena. La clase política sería también más proba cuando se la compara con los rapaces de otros países. Y hasta la dictadura chilena habría sido una rareza, tanto en la crueldad como en su espíritu modernizador. ¿Seguirá la Convención fiel a ese anhelo a la hora de redactar una nueva Constitución? ¿Perseguirá una Constitución original, que abra un camino por el que nadie se ha atrevido a transitar? ¿Habrá derechos de la naturaleza, pluralismo jurídico y moral, multitud de órganos autónomos, derechos sociales coercibles, paridad estricta y todo ello sumado?

Para responder esas preguntas y saber si el anhelo de excepcionalidad es bueno o no, razonable o patológico, hay que comenzar por hacer una distinción. Las características idiosincrásicas que un pueblo se atribuye a sí mismo (como las anteriores que se mencionaron) son habituales. Los pueblos, como las personas, anhelan distinguirse, salir del mar del anonimato o la reiteración, empinarse en medio de la bruma del tiempo y erigirse, siquiera por momentos, como distintos. Este es un rasgo propio de la condición humana y no tiene nada de malo que una sociedad se mire a sí misma y se compare con otras y se crea distinta y mejor. Así, entonces, la pretensión de excepcionalidad a la hora de describirse a sí mismo, no parece ser motivo de alarma. La pretensión de ser excepcional en este sentido no tiene, aunque suene paradójico, nada de excepcional. Pero tratar de ser excepcional a la hora de crear instituciones o diseñarlas o a la hora de redactar una Constitución —un propósito que algunos convencionales parecen abrigar—, eso sí es más complicado y no parece ser tan fácil considerarlo virtuoso. Porque ocurre que las instituciones —desde la manera de regular los contratos, hasta la forma de limitar el poder— no son el fruto de la voluntad y la imaginación humanas solamente, sino que la mayor parte de ellas son el precipitado de una lenta evolución, que fue seleccionando prácticas, rechazando otras y creando una cierta concepción intelectual acerca de ellas. Esto es lo que ocurre con el saber jurídico. El derecho es un intento no solo de promover ideales de justicia —es decir, de satisfacer intereses o distribuir recursos—, sino sobre todo un esfuerzo por racionalizar la convivencia, sometiéndola a pautas predecibles y equitativas, que hagan posible la libertad de todos. De ahí entonces que no puede considerarse al derecho como un medio infinitamente plástico a cuyo través se pueda promover cualquier ideal (por apetecible que ese ideal parezca) o realizar cualquier punto de vista. Menos puede considerarse al derecho como un simple modo de redactar lo que la voluntad dicta, porque el derecho es, en cuanto racionalización, una forma de contener la conducta y desubjetivizar la vida. Por eso no es cosa de sumar voluntades, decidir esto o lo otro al compás de la imaginación y el fervor por la justicia, y presumir que de esa forma «se creará jurisprudencia» o se darán al mundo creaciones jurídicas originales que nadie hasta ahora se había atrevido a promulgar. Para saber cuán presuntuoso es lo anterior, basta recordar que lo que hoy se llama derecho es un producto cultural que tomó siglos de manejo de conceptos, distinciones, reglas, contrapesos, formas de concebir al mundo. Ignorar todo eso y pretender que se puede hacer la ley o hablar sobre ella ignorando todo lo anterior es lo que los juristas llaman vulgarismo. Pero el vulgarismo parece haber invadido a algunos constituyentes (no a todos, desde luego, porque entre ellos hay algunos juristas de peso): la creencia de que la Constitución ha de escribirse al compás de la imaginación y los votos, sin temor a la originalidad. Lo preocupante de todo esto es que las pretensiones de originalidad muchas veces no son más que el revés de algo que puede estar bien inspirado, pero que siempre resulta dañino: la ignorancia.

¿Qué derechos debemos tener? 22 de Octubre de 2021

Ahora que la Convención Constitucional se pondrá —por fin— a deliberar acerca del contenido que habría de poseer una Constitución, quizá sea útil examinar algunos de los temas de los que se ocupará. Uno de los más importantes es el de los derechos. ¿En qué consiste exactamente tener un derecho? La modalidad más importante de los derechos es aquella que reconoce a los individuos una esfera de autonomía frente a los demás y frente al Estado. Es el caso de los llamados derechos civiles, como la libertad de expresión, la de movimiento, la de religión, la libertad sexual, el debido proceso, etcétera. Lo que caracteriza a estos derechos es que lo facultan a usted para hacer ciertas cosas, incluso si al hacerlo causara molestias o perjuicio a las mayorías. Un buen ejemplo es la libertad de expresión. Si usted tiene libertad de expresión, entonces debe tener la posibilidad de emitir discursos que a la mayoría le molestan. Si, en cambio, alguien le explica que usted tiene derecho a decir lo que le plazca, pero solo hasta el punto en que la mayoría no se incomode, usted, con toda razón, pensaría que está siendo víctima de una broma cruel.

En suma, esos derechos son contramayoritarios. Gracias a ellos el individuo —o sea, usted— se pone a salvo de la coacción estatal o de la injerencia ajena. Luego se encuentran los derechos políticos. ¿En qué consisten estos derechos? Al igual que los anteriores, estos derechos protegen la autonomía. Pero si los derechos civiles protegen la autonomía personal, estos otros protegen la autonomía colectiva y lo facultan a usted para participar de ella. En otras palabras, los derechos políticos facultan a las personas para formar, junto a los demás, la voluntad colectiva, la voluntad de la comunidad política. Esto incluye el derecho a formar partidos, a ser electo para un cargo de elección popular, el derecho de asociación, etcétera. También se trata de derechos contramayoritarios, por supuesto. Usted tiene esos derechos incluso si la mayoría estuviera mejor si a usted se le excluyera del proceso político.

En fin, se encuentran lo que podemos llamar derechos sociales en un sentido amplio. Uno de los que primero los caracterizaron fue T. H. Marshall, en una célebre conferencia en que analizó algunas ideas de Alfred Marshall, uno de los fundadores de la economía neoclásica. Las sociedades, como consecuencia del quehacer de todos, producirían un cierto nivel de bienestar cultural y económico. T. H. Marshall pensó que ese bienestar era acumulativo, que cada generación lo legaba a la otra. Por lo mismo, pensó él, las personas por el solo hecho de pertenecer a la comunidad política —por el solo hecho de ser ciudadanos— deben acceder al nivel civilizatorio que la sociedad ha alcanzado.

Esto incluye, desde luego, la protección de la salud, el derecho a la educación y a la cultura. Son los derechos sociales. ¿Hay diferencias entre este tipo de derechos y los anteriores? Dijimos que los anteriores eran contramayoritarios. ¿Lo son también estos? No, parece que no. Al revés de los anteriores, este tipo de derechos suponen un esfuerzo distributivo a favor de las mayorías. Cierto: para que esa distribución se produzca es necesario alcanzar un nivel de bienestar. Pero ello no excluye un compromiso de la comunidad política porque ese bienestar se ponga, en algún nivel, al alcance de todos. La sociedad moderna, sugirió Marshall, se desarrolla según un principio divisivo: la estructura de clases. Los derechos sociales tienden a corregir en parte las desigualdades que produce esa estructura.

¿Y la propiedad privada? Bueno, la propiedad se vincula con todos esos derechos. Garantiza la autonomía; sin ella la participación política se pone en peligro y se fortalece con el goce de derechos sociales. Si usted adquiere lo que tiene en una sociedad justa, entonces nadie tendrá motivos razonables para considerar que lo suyo es intolerable. Así el miembro de una sociedad abierta y democrática (como la que debe inspirar a la Convención) posee inmunidad frente a los demás (los derechos civiles); participa en la formación de la voluntad colectiva (derechos políticos); y en tanto ciudadano accede a los mínimos civilizatorios que la sociedad ha alcanzado (derechos sociales).

Análisis constitucional del Rechazo 19 julio, 2022

¿En qué consiste examinar un problema desde el punto de vista constitucional? La pregunta vale la pena ahora que se ha suscitado una controversia acerca de lo que, desde ese punto de vista, ocurriría si triunfa el Rechazo.

El análisis constitucional debe ser distinguido del análisis político. Mientras este último se detiene en la forma en que la correlación de fuerzas existente logrará configurar una determinada situación, el primero intenta dilucidar lo que dicen las reglas acerca de ella. Mientras lo político es contingente, puesto que puede suceder o no, las reglas son decisiones por anticipado que suprimen la contingencia. Mientras en materia política es posible razonar estratégicamente (previendo lo que es mejor para los propios intereses), en materia constitucional lo correcto es hacer un esfuerzo de imparcialidad (sin ocultar lo que contradiga las propias opciones).

La cuestión entonces —cuando se la examina jurídicamente— es si acaso hay reglas en la actual Constitución para el caso que triunfe el Rechazo. ¿Hay reglas o lo que ocurra estará entregado a la mera contingencia?

Por supuesto que hay reglas.

Se trata de las que se convino en diciembre del año 2019 y contenidas entre los artículos 130 a 143. Allí se dispuso que en caso de triunfar el Rechazo, “continuará vigente la presente Constitución” (artículo 142). Ahora bien, entre las reglas de esta última se encuentran todas aquellas que (como dice su epígrafe) “regulan el procedimiento para elaborar una Nueva Constitución Política”. ¿Cómo podría afirmarse la vigencia del artículo 142 y sostenerse al mismo tiempo que de triunfar el Rechazo estas últimas reglas están derogadas o caducas? No cabe duda. Si la decisión es elaborar una nueva Constitución, no hay contingencia alguna. Hay un conjunto de reglas que suprimió esa contingencia y de las que forma parte el artículo 142. La única forma de excluir esas reglas es sostener la imposibilidad de la autorreferencia; pero ello (como lo saben los profesores de Derecho) transformaría a cualquier carta constitucional en una ley ordinaria.

Esas reglas representan una decisión política acerca de qué hacer para el cambio constitucional. Y del hecho que subyazca a ellas una decisión política no se sigue que no se trate de reglas. Cuando la política se transforma en reglas (fue lo que ocurrió en diciembre del 2019), hay que atenerse a las reglas, salvo que se quiera volver a la simple política.

Esas reglas tampoco son, como se pretende, temporales o transitorias. Y no están, como se ha dicho, plagadas de fechas (la única fecha es la del plebiscito, los otros son plazos) ni extinguidas por haber cumplido su fin (una forma novedosa de denominar un defecto de presuposición). Son reglas permanentes y actualmente vigentes. Y no tienen defecto de presuposición alguno.

Hay, desde luego, reglas transitorias; pero ellas son relativas a la composición excepcional de la Convención (con paridad y escaños reservados). No a la necesidad de constituir esta última para componer una nueva Carta Fundamental. Estas reglas —salvo que se cambien— seguirán vigentes.

Las únicas reglas que se agotan son las transitorias y la que dispuso el plebiscito de entrada. Las primeras porque su vigencia era explícitamente temporal, y la segunda porque siendo la única con propósito único ya se ejecutó. Y al ocurrir esto último la ciudadanía decidió contar con una nueva Constitución. Si el texto propuesto se rechaza, ello no suprime esta decisión. Porque ¿en qué sentido rechazar la propuesta de Constitución podría equivaler a rechazar la decisión de contar con una nueva? ¿De dónde se sigue que el rechazo de una propuesta constitucional equivale a derogar el procedimiento que se convino para el cambio constitucional? ¿Desde cuándo rechazar el pago de una obligación por estimarlo defectuoso la extingue? ¿Cómo puede sostenerse que una decisión plebiscitaria (la de contar con una nueva Constitución mediante una Convención) no obliga?

¿Cómo explicar la resistencia a aceptar las reglas relativas a la Convención?

Es probable que la resistencia a admitir la vigencia de esas reglas derive del hecho que se juzga mejor, desde el punto de vista político, recuperar la contingencia, la posibilidad que ocurra esto o lo otro. Pero ese no es un argumento constitucional. Por el contrario, equivale a abandonar a este último, puesto que recuperar la contingencia exige omitir las reglas para que cualquier decisión sea posible. Es lo que se ha pretendido en estos días: que si gana el Rechazo, haya un vacío que deba ser colmado.

Alcanzar esa conclusión —que el Rechazo es derogatorio de esas normas— puede ser conveniente políticamente hablando, pero no es plausible como conclusión jurídica. Aunque quizá sea un síntoma de los tiempos que corren que los abogados, e incluso algunos profesores de Derecho, en vez de interpretar las reglas, se esmeren en interpretar los hechos para que las reglas no existan. (El Mercurio)

Carlos Peña

Julio 22, 2022 Los claroscuro de la propuesta de nueva Constitución, según Carlos Peña

El rector de la UDP y columnista expuso este jueves en un seminario del Colegio de Abogados sobre principios constitucionales. Peña manifestó una visión crítica sobre lo referido a la plurinacionalidad, mientras que valoró la “igualdad sustantiva” que -a su juicio- atraviesa todo el texto constitucional. A continuación sus definiciones.


Qué observar. En la misma semana en que el rector de la UDP, Carlos Peña, ha estado en el debate académico por sus columnas en El Mercurio en las que señaló que de ganar el Rechazo se obligaría a repetir el proceso constitucional, participó en un seminario organizado por el Colegio de Abogados y la Asociación de Derecho Constitucional. En su exposición, Peña escogió los 5 principios constitucionales que considera más relevantes del proyecto del texto que elaboró la Convención y a través de ellos manifestó los claroscuro que tiene advierte en la propuesta.

  • Junto al rector de la UDP, también expusieron la académica de derecho de la Universidad de Chile Paula Ahumada y el ex convencional Agustín Squella. El tema a desarrollar fue “Principios Constitucionales”.
  • Peña se mostró crítico frente a algunos aspectos referidos a la plurinacionalidad y dijo que si bien la propuesta acentúa la dimensión de la autonomía en la esfera de la indemnidad sexual y de los derechos reproductivos, lo que valoró, “es extremadamente paternalista”, por ejemplo, “en el derecho a la educación”.
  • A continuación, algunas definiciones que marcó durante su exposición.

1.”La igualdad atraviesa toda la Carta”: “El concepto de igualdad sustantiva debe ser entendido en el siguiente sentido: que desde el punto de vista constitucional es valioso alcanzar la igualdad en la distribución de las capacidades o de las competencias que las personas requieren para ser agente de su propia vida y partícipe de la comunidad política”.

  • “Es un principio que atraviesa la totalidad del texto constitucional. La idea que la verdadera igualdad no se satisface simplemente con el trato igualitario o equitativo de parte del poder, o el trato igualitario equitativo de parte de la formulación de las reglas, sino la idea es que la igualdad ha de guiar, puesto que se trata de un principio y no un derecho propiamente”.
  • “La igualdad, cuya consecución habrá de guiar al poder político, es concebida como una equitativa distribución de capacidades o competencias para desarrollarse como agente de la de la propia existencia, sea individual o sea colectiva”.
  • “El principio da igualdad sustantiva atraviesa todas las reglas de la Carta: la cuestión de la paridad, el reconocimiento de los pueblos originarios, el reconocimiento tan insistente de la diversidad sexual, de la diversidad familiar, etc. Esta idea de que, finalmente, la igualdad sustantiva exige una distribución igual de competencia que supone reconocer a todos la misma agencia”.
  • “Me parece que este es un principio bastante innovador si uno lo compara con las reglas de igualdad tal como se conciben hasta ahora en nuestra tradición constitucional”.

2.Plurinacionalidad y “estatus étnico”. “El principio de plurinacionalidad inspira desde el mandato de interpretar interculturalmente las reglas, la distribución de competencias territoriales, la concesión de autonomías hasta la idea de reconocimiento”.

  • “Voy a decir algo con un leve tinte polémico a fin de, por supuesto, de aliñar esta discusión. Me parece que el de plurinacionalidad es un principio que subraya una regla que es opuesta a aquella que formuló la Suprema Corte americana en el famoso caso Bown versus Board of Education”.
  • “La Corte Suprema de los Estados Unidos dijo allí, al suprimir la segregación de las escuelas que, no obstante las diferencias, que todas estas diferencias debían encontrarse en una misma práctica social que era la educación”.
  • “Yo creo que el principio de plurinacionalidad tal cual está concebido en este proyecto constitucional, es un principio de Brown al revés. Porque lo que hace es organizar la vida colectiva de las personas en atención a su estatus étnico. Y, desde en este punto de vista, lo que hace es separar en vez de unir el punto de vista constitucional”.
  • “Este principio de plurinacionalidad no es exactamente lo que se conoce en el derecho comparado como multiculturalidad. La multiculturalidad es el reconocimiento de las diferencias étnicas a partir de los derechos individuales”.
  • “La plurinacionalidad, en cambio, establece una forma de reconocimiento a partir del status étnico colectivo, lo que es distinto. Yo creo que esto es toda la diferencia del mundo y este es el gran problema conceptual que tiene este proyecto constitucional. No digo que lo haga bien o mal, pero un problema conceptual porque creo yo que, al acogerse la plurinacionalidad y abandonarse el principio de multiculturalidad que tiene una larguísima tradición en la literatura, se plantea este problema donde ya no se dice ‘unidos pero distintos’, como como dijo la Suprema Corte en el caso Brown, sino que se dice ‘iguales pero separados’. Y yo creo que es una cuestión realmente problemática en la tradición constitucional”.

3.Autonomía en la sexualidad pero paternalismo en la educación. “Este principio de autonomía enseña que es valioso, moral y políticamente hablando permitir a las personas que disciernan cada una libremente el tipo de vida que quieren llevar, elaboren un cierto plan de vida y ejecuten los actos necesarios para su realización”.

  • “La particularidad que tiene este principio en la propuesta constitucional es que acentúa la dimensión de la autonomía en la esfera de la indemnidad sexual y de los derechos reproductivos. Pero es extremadamente paternalista en otros derechos, por ejemplo, en el derecho a la educación”.
  • “El principio de autonomía se opone al paternalismo, que es la idea de que la gente puede no saber exactamente lo que es mejor para ella y, en consecuencia, un tercero podría sustituirlo en la reflexión de su propio plan de vida. Y acá lo que tenemos, desgraciadamente, y este es un defecto del proyecto, es un conjunto de reglas”.
  • “Es paternalista, tutelador. Hace un esfuerzo gigantesco por guiar conceptualmente el quehacer educativo. Y esto es inevitable: la educación es una práctica paternalista, no cabe ninguna duda. Pero cuando usted lo exagera, acaba morigerando la autonomía. Entonces veo algún problema en torno al principio de autonomía, que es muy generoso en la esfera de la reproducción y de la sexualidad, lo que a mí me parece muy bien. Pero tiende a ser paternalista en otras esferas del quehacer colectivo”.

4.Derechos colectivos y derechos de la naturaleza. Según Peña, en la propuesta “los derechos dejan de ser facultades ancladas en la voluntad del sujeto individual y pasan a ser bienes en muchos preceptos del proyecto”.

  • “En la tradición moderna, desde el siglo XVl en adelante, en la historia del derecho tal cual la conocemos, los derechos subjetivos son facultades ancladas en la voluntad de un agente individual. En cambio, esta concepción tiende a abandonarse en el proyecto en la medida que se consagran derechos de la naturaleza, por ejemplo, y se consagran derechos colectivos”.
  • “A mí me parece muy bien lo de los derechos colectivos, me parece más incomprensible los derechos de la naturaleza. Lo que quiero subrayar es la cuestión conceptual: el derecho subjetivo deja de ser una facultad volitiva (…) y pasa a ser un bien, a ser conferido o alcanzado. Yo creo que eso va ser un problema conceptual que va a causar quebraderos de cabeza a la futura teoría constitucional”.

5. Las mayorías: “A mí me parece muy bien la idea de que la democracia consiste en que la mayoría adopta las decisiones públicas. La democracia es la respuesta a la pregunta ¿quién adopta las decisiones? Y la Carta responde correctamente: la mayoría. Otra cosa es la pregunta ¿qué límites tienen esas decisiones? Y ese es el tema del catálogo de derechos”.

  • “La particularidad que reviste este principio en la Carta constitucional es que es un principio de la mayoría prácticamente irrestricto. Porque tanto la elección del Congreso de Diputadas y Diputados como de la Cámara de las Regiones, es de una sola vez, un solo certamen, donde se elige íntegramente a los integrantes, de manera tal que la mayoría de una sola vez se lleva todo”.
  • “Esto es absolutamente opuesto al tipo de sistema político que tenemos hoy día, donde la mayoría tiene que sostenerse y consolidarse por un largo lapso que alcance prácticamente a la renovación del Senado para poder gobernar. Este el gran problema del sistema político que consagra la Constitución de 1980. Y en esto, creo yo, el proyecto tiene una gran ventaja”.
“Chile está convertido en un desastre. Yo no sé cómo no lo advierten” 16 octubre 2022

ientras más pasa el tiempo, más convencido parece estar de que el tiempo le da la razón. Carlos Peña, abogado, columnista, rector de la UDP, fue de los primeros en aventurarse en una tesis sobre el estallido social que hace tres años nos sacudió. Una mezcla de una juventud sin reglas de convivencia, un cambio en lo que Marx llamó las condiciones materiales de la existencia producto de la modernización capitalista, que desembocaban en una frustración. Una frustración, también, de los grupos medios que vieron cómo aún poniendo sus mejores méritos y esfuerzo no lograron aquello que el desarrollo les prometía que iban a alcanzar. Y estallaron.

Dijo Peña, también, desde un inicio, que una nueva Constitución, aun siendo necesaria, no resolvería ese problema. Y dijo también, con el consecuente escozor, que el mundo intelectual prefirió plegarse al fervor de la idea del Chile desigual, en lugar de buscar las razones profundas que expliquen lo que aquí ocurrió. Que aquí, el miedo a la funa, al no agradar, nublaron el campo de la reflexión. Y hoy, a tres años, todavía no se recupera del todo.

-Lo que ocurrió en octubre estuvo precedido por un evidente simplismo intelectual a la hora de comprender la vida social. Recordemos que durante muchos años todos los problemas de la sociedad se resumían en la cuestión del lucro. Y más tarde, eso mismo fue sustituido por la cuestión de la desigualdad. Y todo esto acompañado de una especie de beatería juvenil, con la idea absurda de que los jóvenes eran una especie de depósito de virtud, de ideales puros. Y esta mezcla, creo yo, condujo, entre otras cosas más profundas, a lo de octubre. Esto acabó convenciendo prácticamente a todos, que se dejaron anestesiar por este entusiasmo: la violencia no era violencia, era desobediencia civil. Las marchas y los actos de destrozo no eran marchas violentas tampoco, era un acto pacífico, sólo alterado en parte por personas que se infiltraron. Creo que es una mezcla de hipnosis y de adormecimiento intelectual con cobardía. Las élites intelectuales, allí donde las hay, brillaron por su ausencia.

Se plegaron a la hipnosis, dice usted.

Los rectores universitarios, de quien uno ha de suponer, forman parte de la élite intelectual, en vez de poner paños fríos, tomar distancia crítica y examinar el problema, se sumaron a la mayoría, todos poseídos por el fervor por la igualdad. Los medios de comunicación alteraron también su agenda. Apareció una nueva forma de farándula, dedicada a cuestiones sociales y políticas. Esto fue lo que ocurrió y entonces todos los procesos sociales subyacentes a ese, que los hay, se olvidaron. La cuestión generacional que yo he subrayado hasta el cansancio, la aparición de los grupos medios… todo eso desapareció como si Chile hubiera sido una masa empobrecida en manos de un pequeño grupo de abusadores que de pronto se rebeló. Hemos estado presos de esta estupidez durante mucho tiempo.

Ahora, usted dijo que esto fue producto de una anomia juvenil, el cambio en las condiciones materiales de la existencia, la modernización capitalista y quienes quedaron frustrados con el sueño de lo que se les había prometido vía meritocracia. ¿Ese diagnóstico sigue vigente?

Sí. O sea, por debajo del proceso constitucional que hemos vivido este tiempo, y que ha sido otra hipnosis colectiva, sigue habiendo procesos sociales subyacentes de los que nadie se ocupa hasta ahora. Desde luego, hay una crisis generacional de gran envergadura. Todos quienes vivimos hoy día, en este momento en Chile, no somos contemporáneos, tenemos horizontes vitales radicalmente distintos. Y hay toda una generación, nacida a comienzos de los 90 o fines de los 80, incluso, que es profundamente anómica en el sentido de que ha estado exonerada de agencias socializadoras, que les enseñaran una cierta orientación del comportamiento. No es casualidad que esta generación naciera, creciera y se formara en un momento donde toda la agencia socializadora -pensemos en la familia, el sindicato, los partidos políticos, la Iglesia, los colegios, para qué decir- perdieron su autoridad, entraron en crisis. Pero ocurre que los seres humanos necesitamos un maestro. Kant dice esto: “El ser humano es un animal que necesita un maestro”.

Una guía.

Alguien que lo guíe, que lo interese. El ser humano es un tronco torcido, decía Kant. Bueno, yo creo que esas verdades sencillas las hemos olvidado ahora. El caso más claro es el sistema escolar que está experimentando una crisis de extrema gravedad. Las escuelas hoy son instituciones de control social, no son instituciones educativas. Estamos retrocediendo 100 años. Y hay otra cosa: los grupos medios que aspiran a mejorar su estatus también son muy renuentes a la autoridad. Y están muy frustrados, porque son grupos que se entusiasman con la modernización capitalista, pero a condición de que se mantenga la expansión del consumo y la promesa meritocrática sigue siendo plausible. Pero ambas cosas han fracasado.

Y la pandemia lo agudizó.

Por supuesto, pero yo creo que estos grupos medios se van a incrementar con los inmigrantes, porque nadie se cambia de país para cambiar de proletariado. Son grupos con gran capacidad de esfuerzo.

Esta falta de guía en los jóvenes, pareciera que se profundizó con el estallido, con la validación de la violencia.

Por supuesto. Recuerdo que el día 20 de octubre yo fui invitado a un programa de televisión con Iván Valenzuela. Él me decía “se dice que lo que está ocurriendo en las calles es desobediencia civil”. Yo le decía “no, yo lo que veo son pandillas alérgicas a la autoridad”. Eso es lo que estábamos viendo, pero envolvimos todo esto en un manto intelectualmente dudoso que acababa justificándolo. La principal lección de todo esto es aprender de una buena vez que los diagnósticos, las palabras, los discursos, la manera en que concebimos las cosas, no son nunca inocentes. Uno legitima la acción, convalida la acción. Entonces los intelectuales, los académicos, tienen que tener una actitud un poco más rigurosa frente a los hechos.

¿Y eso no ha cambiado en nada?

No del todo. Creo que estamos ahora en un momento de quiebre y de cambio con lo que ocurrió con el plebiscito, pero la verdad es que esta manera de ver las cosas es muy difícil de abandonar sin reconocer crasos errores propios. Entonces la primera reacción es continuar explicando el asunto: “en realidad las personas no conocen bien sus intereses”, “los medios de comunicación acabaron manipulando a las masas”. Todo, con tal de salvarse a sí mismos y la posición propia en el campo intelectual. Hemos asistido a diagnósticos absolutamente absurdos.

¿Cuál le ha parecido peor?

Todos me han parecido pencas, malos. Una suma de simplismos… La idea de que Chile tiene élites desconectadas con la mayoría, ¡como si las élites no se definieran así! También me parece una tontería describir la sociedad como una oposición entre una masa abusada y una pequeña élite corrupta, y ver a los jóvenes como redentores. Así se sienten en el Frente Amplio, pero quien se ve a sí mismo como redentor, ve a los demás como víctimas estúpidas, como corderos sacrificiales. Falta el respeto a las grandes mayorías.

Yo alguna vez escribí el punto de vista de estos jóvenes burgueses, que son la mayor parte de los dirigentes del Frente Amplio, como una especie de síndrome de un Techo para Chile. Gente que se ve a sí mismo como personas dotadas de una particular visión moral que les permite detectar injusticias donde los demás no ven ninguna. Y de una valentía que les hace abandonar sus propios privilegios y dedicarse a luchar por reivindicar a las masas abusadas. Todo esto, que es una mezcla de tonta arrogancia intelectual y de abajismo, siempre me pareció una tontería mayúscula. Yo confío que abandonemos eso y nos pongamos más serios.

¿Qué pasa cuando esa visión octubrista -como Boric increpando a un militar en Plaza Italia, o Jackson agradeciendo a los jóvenes por saltar el torniquete- llega al gobierno y debe inspirar autoridad?

No quiero ser injusto, tengo una buena opinión de Boric, pero creo que estamos en presencia de una gran irresponsabilidad. La responsabilidad consiste en mirar para atrás y decir “me equivoqué”. Boric ha cometido persistentemente el error de creer que todo se arregla a punta de excusas. Como un fanático religioso que se alegra de pecar porque le da la oportunidad de reconciliarse con Dios cada cierto tiempo. Un político de veras no homenajea a sus convicciones; está atento a las consecuencias que de sus convicciones se siguen en la realidad.

¿Eso esperaría del Presidente?

Sí, y creo que él tiene disposición a hacerlo.

¿Pero que diga “me equivoqué” en qué?

En varias cosas. A mí me parece que derogar los últimos 30 años de la manera que Boric y los grupos que lo apoyan lo han hecho, es grave por una cuestión más profunda; porque el 60% de los chilenos que viven en Maipú, en la Florida, etcétera, en estos 30 años han mejorado radicalmente su vida y se enorgullecen de haberlo hecho. Es verdad que tienen quejas y demandas, pero de pronto llega un grupo de jóvenes y le dice “en realidad su vida es la vida de una víctima sacrificial que además no se daba cuenta que era víctima”. El gran líder político logra hacer que la gente revalide su trayectoria vital.

El otro error, creo yo, es la lenidad, no hay otra palabra. Esta especie de torpeza y lentitud casi deliberada de usar la fuerza. Chile está convertido en un desastre. Yo no sé cómo no lo advierten. Grupos disputando el monopolio de la fuerza en el sur al Estado. Grupos de inmigrantes para los cuales la versión más amable del monopolio estatal, que es la policía, no existe. Un país no se sostiene así.

Y también entra al narco.

Alguien que sabe ser político sabe que consiste, en última instancia, en ser capaz de usar la fuerza. Weber dice que quien no comprende esto es un niño. Y el tercer error de Boric es que la gente espera que se les satisfagan también sus intereses, y en esa esfera no tenemos ningún programa, ningún proyecto, no hay políticas públicas. Entonces en estos tres planos lo que tenemos son frases.

En la campaña, una de las ideas que se repetía, desde los críticos, era que estaríamos gobernados por niños. ¿Lo ve así?

No, yo creo que estamos siendo gobernados por una generación que tiene una visión errada de la realidad social, que tiene déficits intelectuales a la hora de comprenderla y que ha sido acunada por los medios de comunicación y por los políticos durante la última década, convenciéndolos de que son redentores.

Da la impresión, escuchándolo, que piensa que somos una tropa de pelotudos fáciles de seducir.

Bueno, las mayorías son eso, en general. Hume dice eso en el tratado acerca de naturaleza humana: “Lo más llamativo de la sociedad humana es la facilidad con que los muchos son dominados por unos pocos”. Y eso es exactamente así. El comportamiento de las masas que salen a la calle, que se inflama por una demanda, disminuye sus niveles de racionalidad. Eso lo sabemos. Las asambleas, todas, son espacio de puras pulsiones.

¿Era la Constitución la forma para ponerle paños fríos a la crisis social?

No, el tema constitucional era un intento de racionalizar ex post un conjunto de fenómenos que no éramos capaces de entender. Era intentar proveer una sola razón para explicar un conjunto de fenómenos que nos desconcierta. Pero yo nunca creí, y afortunadamente así lo escribí, que la cuestión constitucional fuera a resolver el problema. Es probable, decía yo, que el proceso constitucional, si se llevaba adelante como un debate, con una cierta deliberación acerca del mundo que tenemos en común, podría tener un efecto terapéutico. Pero eso tampoco ocurrió porque, bueno, sabemos lo que ocurrió en la Convención.

Usted decía que la Constitución no iba a resolver esto, pero sí podía ser una buena salida y que debía ser paritaria, cien por ciento electa, con escaños reservados, como fue. Ahora lo que fue…

Un desastre. Sí, pero no es la única vez que ocurre. Siempre estos debates son así. Ahora, evidentemente, si son monopolizados por una élite más intelectual o cuyos intereses están más atados a la cuestión política, es distinto. Lo que ocurrió con la Convención, es doble: Por una parte, fue un payaseo. No fue un foro, fue un corral. Pero al mismo tiempo, quienes estaban allí representaban parte de la sociedad chilena que nos negábamos a ver. Entonces, esta doble dimensión tiene que llamarnos a reflexionar. Es verdad que fue un circo, pero al mismo tiempo allí se expresaron identidades, formas de vida, intereses a los que tenemos que poner atención.

¿No parecía que sería tan circense?

Yo pensé que iba a ser más violento, pero fue más pintoresco que violento. Pero, a pesar de todo, hay ciertos frutos. Arrojó una especie de consenso subyacente en la sociedad chilena que cualquier proceso a futuro debiera recoger: la idea de que necesitamos derechos sociales no se puede abandonar, porque tienen la virtud de ser un compromiso de la sociedad porque la clase no tenga la última palabra en la vida de la personas. Esto es un compromiso porque haya una directriz integradora que modere el principio divisivo de la clase. Yo creo que es un consenso. Lo otro que también rescataría es la necesidad de reconocimiento de los pueblos originarios, y la tercera, es la paridad. Hay que distribuir las posiciones de poder atendiendo a la desventaja histórica que el género introduce.

Ahora se discute un nuevo proceso, y el rol de los expertos es un punto clave en la negociación. Hay varios que secretamente les gustaría que ellos la escribiesen y punto. Usted había dicho que la Convención tenía que ser cien por ciento electa…

Si lo que se hace es una cosa similar a lo que se está haciendo, que es que el Congreso da instrucciones de principio a un comité de expertos, para que redacte un borrador que luego sea aprobado por una convención, o por un plebiscito, se parece bastante a una reforma constitucional. Bueno, tal vez sea una salida. A lo que me niego es a la creencia de que los expertos pueden suplantar a la clase política o a los ciudadanos.

Ya, ¿pero es presentable que hoy en día la clase política haga este proceso y se salte una convención cien por ciento electa, sino que más bien se hace este texto, se plebiscita y ya?

Esa pregunta puede ser respondida en dos planos: en el plano conceptual, puramente normativo, creo que no, porque la sociedad ya se pronunció en un plebiscito por una convención y eso podría contribuir a mayor legitimidad del acuerdo que se adopta. Pero lo que yo creo es que ese anhelo se está debilitando conforme pasan los días y conforme el debate sigue, eso se va a alejar. La clase política lo va a ver como poco urgente y va a tener la tentación de elaborar un proyecto asistido por expertos o personas notables, sometiéndolo luego a un plebiscito. ¿Sería tan malo? Bueno, no tanto desde el punto de vista de la política real. Recordemos que la carta del 25 fue eso: Alessandri había convocado una asamblea constituyente y más tarde acabó designando la comisión redactora y sometió el asunto plebiscito. La política es así.

¿Y no es dejar abierta una permanente razón para un estallido?

Yo creo, por eso pienso que no es deseable que sea así, pero yo creo que puede ocurrir.

¿Y cuál sería la fórmula deseable para usted?

Lo que me parecería más razonable es una elección con un buen sistema electoral, similar a los diputados, que garantice paridad, con escaños reservados en proporción al lugar que tienen en el padrón los pueblos originarios. Que esa convención tenga un tiempo acotado y que trabaje, por ejemplo, sobre un borrador, o asistida por expertos, pero a condición de que ellos tengan la última palabra. Eso es perfectamente posible. Y con plebiscito.

Días después del estallido, dijo que si el debate constitucional eludía la pregunta ¿podemos vivir juntos?, no serviría de nada. ¿Se eludió?

La política surge donde las personas se plantean la pregunta de ¿cómo cooperamos entre nosotros? Sin esa convicción, la deliberación política no se puede producir. Y lo que ocurrió por múltiples motivos en Chile fue que el tema de las identidades de pronto estalló. La política de la identidad anegó, inundó la situación pública. Efectivamente, los seres humanos necesitamos anclar lo que somos, aquello a lo que aspiramos y nos unifican con otros. Pero acá llevamos el punto a un extremo totalmente absurdo. Hicimos la razonable demanda de respeto por la propia identidad, una directriz del conjunto de la política. Yo creo que ese fue un error muy serio.

¿Por qué cree que se pasó todo para la punta? ¿Qué pasa?

Es un problema intelectual, finalmente. Cuando la gente lee poco y conoce poco de la diversidad del discurso humano, compensa esa carencia aferrándose religiosamente a una sola idea. Eso les pasa mucho a los jóvenes, pero también a los viejos. La racionalidad y el trabajo intelectual, cuando se la ejercita sistemáticamente, te conduce de alguna manera a la intemperie: te dice ‘bueno, no hay nada muy cierto de lo cual aferrarse’. Y mucha gente, claro, mantiene esa actitud reflexiva y se cura abrazando una fe religiosa o lo que fuere. Pero otros, claro, abrazan una idea mundana como si fuera una verdad. En Chile hay muy poco diálogo público intelectual.

Da la impresión que con la crisis que hay en los colegios y la pandemia eso va a ir decreciendo.

Lo más dramático que está ocurriendo en Chile es la cuestión educativa, es gravísimo realmente. Me preocupa que no seamos capaces de afrontarlo. Y esperaría que el ministro de Educación tenga una opinión sobre esto, pero repite lugares comunes sobre la comunidad escolar, sin mirar la realidad. Lo que tenemos es una gigantesca generación de jóvenes, que forman parte de la educación pública, que no está siendo ilustrados. Están siendo contenidos, que es distinto. Y ni siquiera. Y esto no se resuelve repitiendo los lugares comunes.

Para ir cerrando: dice que quizás el Frente Amplio, el gobierno, estaban experimentando un punto de quiebre posplebiscito. ¿En qué lo nota?

Por lo menos lo deja traslucir en algunas de sus intervenciones, incluso en su gestualidad, el Presidente Boric. Él ha demostrado ser un hombre capaz de hacer giros, y es suficientemente inteligente como para darse cuenta que de esta manera no vamos a llegar a ninguna parte. Y que tiene que ser capaz de retomar el control del orden público con severidad. Elaborar políticas públicas razonables, rápidas y atender a la cuestión escolar. Cualquier político con sentido de responsabilidad futura tiene que ocuparse del sistema escolar. Hay que recuperar el papel del profesor. El profesor no es un animador de los jóvenes, tampoco está para contenerlos, está para educarlos. Y para educar se requiere autoridad. Pero hoy día la gente tiene miedo de ejercer la autoridad.

“La idea de estallido descansa en la siguiente imagen: la imagen de que la sociedad chilena es una especie de globo inflado de injusticia y que de pronto, harto de injusticia, estalló. Yo creo que esa es una tontería”.

 

Pero la crisis de la autoridad se ve en todos los planos, en los Carabineros…

Exactamente. Pero hay que empezar… La única manera de resolverlo es dotando a los Carabineros de la posibilidad de usar medios lesivos cuando sean atacados. Pero nadie se atreve a decirlo tampoco. A mí me parece increíble que una pandilla ataque a los carabineros y que no se atrevan a usar sus armas.

Al inicio de su libro, en alguna parte, decía como, irónicamente, que a esto se le había puesto estallido, sin mucha razón. ¿Por qué no es un estallido visto hoy?

Porque la idea de estallido descansa en la siguiente imagen: la imagen de que la sociedad chilena es una especie de globo inflado de injusticia y que de pronto, harto de injusticia, estalló. Yo creo que esa es una tontería. A lo que asistimos fue a la suma de un conjunto de procesos que son propios de una sociedad que vivió una modernización muy rápida y que no alertó a tiempo de lo que estaba ocurriendo.

Pero lo que eso produjo si no fue un estallido, ¿fue una revolución? ¿Una revuelta?

Una revuelta. Una reacción violenta de masas que, con la retracción de la autoridad que hubo, evidentemente iba a ocurrir lo que ocurrió.

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