Ascanio Cavallo

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Cada año puede ser peor, Ascanio Cavallo 11 octubre, 2015

Aunque no hay que ser un mago para imaginar que, de mantenerse las actuales condiciones, el voto voluntario logrará que haya más abstención que votantes, las elecciones municipales de octubre de 2016 pondrán a prueba las tendencias a la dispersión que han estado latiendo en la política chilena. En otras palabras, permitirán saber cuánto pesan realmente los nuevos partidos y movimientos que se han proclamado como los renovadores de la política.

La Nueva Mayoría, con una eficiencia que no ha tenido durante gran parte del gobierno, ya inició el esfuerzo de contención de sus propias fuerzas. En la semana acordó llevar candidatos a alcaldes en una lista unitaria en todo el país, y dejó abiertas a las negociaciones entre los partidos la decisión de postular a los concejales en dos o tres listas separadas. La forma de selección de los candidatos únicos a alcaldes -primarias o designaciones- sería analizada caso a caso, bajo criterios de eficacia electoral.

Cuestión diferente es si todos esos candidatos se promoverán durante esa primavera con las insignias de sus partidos y de la Nueva Mayoría, y con quién desearán salir en la foto. En su caso, aún pueden esperar por algunas encuestas más.

Estas definiciones suponen una primera valla para posibles acuerdos con el PRO, Revolución Democrática u otros grupos similares (el PRI se ha integrado definitivamente a la oposición). No es un obstáculo insalvable, pero supone que quien se acerque tendrá que partir por subordinarse a esas reglas.

Está por verse si los grupos de izquierda más radical, como los que han venido controlando las federaciones estudiantiles, algunos sindicatos y facciones de cartel indigenista, tendrán alguna capacidad para mostrar en las urnas que son algo más que agitación callejera. Desde que el Tribunal Electoral objetó las elecciones de la Fech, la representatividad de estos sectores ha quedado seriamente en entredicho. Siempre se puede argüir que uno no cree en las elecciones, pero en ese momento se deteriora el derecho a pataleo.

Aparte de haber cambiado su nombre desde los sustantivos Alianza o Coalición hacia el verbo Vamos, y de no haber conseguido reunir a la totalidad de sus fragmentos (uno de los resultados paradójicos del gobierno de Sebastián Piñera), la centroderecha ha avanzado muy poco respecto de estas elecciones.

Una de las razones es que está bajo una seria amenaza: el anuncio de 122 alcaldes en funciones de que no competirán con las insignias de sus partidos, lo que significa una forma intermedia de independencia, puesto que tampoco renunciarán (por ahora) a sus militancias.

Esta crisis ya había sido anunciada a la directiva de la UDI -que es el partido más afectado- en junio pasado, durante un encuentro de alcaldes en Pucón. En ese momento primaba una discusión de orden estratégico, no meramente táctico. Los alcaldes estimaban que la conducción de la UDI se había mostrado vacilante y permisiva con los militantes involucrados en el caso Penta, privando al partido de su base ética. La UDI, sostenían, debió haber adoptado medidas para dejar en claro que no respaldaba las conductas de los imputados; en lugar de eso, se presentaba protegiéndolos. A menos que se rectificara ese rumbo, los alcaldes amenazaban con renunciar en masa al partido, acción que hubiese sido tanto o más devastadora que el caso Penta.

Finalmente, el nuevo presidente de la UDI, Hernán Larraín, logró frenar esa estampida, pero no pudo impedir que los alcaldes mantuviesen su voluntad de no identificarse con el partido. Por supuesto que algunos de ellos no comparten las durísimas críticas de Pucón, pero tienen una razón igualmente persuasiva: la marca del partido, hoy por hoy, no les agrega ni un solo voto y más bien los expone a perder unos cuantos.

Vamos Chile aún no ha establecido si tendrá una sola nómina de alcaldes y concejales. Tampoco está claro si, por razones tácticas, buscará alguna forma de articulación con Amplitud (escisión de RN) o con Fuerza Pública (escisión de la Concertación), que han proclamado un pacto de amplio alcance. Tampoco se divisa lo que ocurrirá con Ciudadanos, el movimiento lanzado por el ex dirigente “pingüino” Julio Isamit.

Parece una paradoja que, dadas las cifras de popularidad del gobierno y de la Nueva Mayoría, sea ésta la que enfrenta amenazas menos dramáticas para las municipales, lo que, en otras palabras, significa que no se vislumbra la creación de un polo alternativo de izquierda, ni en el estilo amébico de Podemos ni en el del maoísmo chavista. En la derecha, uno de los problemas más serios es justamente que no ha podido aprovechar la debilidad de la Nueva Mayoría y sus propias cifras de aprobación son parecidamente malas, contraviniendo hasta el principio de Arquímedes. En vez de eso, tiene en su interior un potencial centrífugo que, antes de abrir espacio a un movimiento nuevo o alternativo, puede provocar un nuevo estallido en pedazos.

Todavía falta un año.

Gobierno en desarrollo, 18 septiembre 2022

Era razonable esperar, digamos, unas 72 horas, o incluso algo más, para ver de qué manera calibraría el gobierno la derrota en el plebiscito del domingo 4; o, en otras palabras, para ver si se hacía cargo de al menos una parte de esa maciza expresión votante, sin que la echara exclusivamente sobre las espaldas de los exconvencionales o de los partidos que llevaron la campaña del Apruebo. La reacción inmediata -llamar a la oposición a La Moneda- sugirió que, al menos el Presidente, estaba leyendo el mensaje a medias.

Debía haber cambio de gabinete, movimientos de subsecretarios y asesores, reacomodo de la coalición de gobierno, ajustes de proyectos, redefinición de calendarios y otro conjunto de cambios menores que hicieran ver al país que el gobierno no se hacía el leso con el resultado y que lo tomaba como él mismo lo había planteado: un antes y un después. Esto es: si triunfaba el Apruebo, apuraría su agenda de cambios estructurales, y si ganaba el Rechazo, tendría que frenarla, como mínimo, al menos hasta completar el control de daños.

Pero lo que ha pasado es esto: hubo un cambio de gabinete (limitado), oscurecido por una chapuza en el momento del juramento; se movieron subsecretarios, pero sólo para dejar ver la dependencia emocional del Presidente Boric respecto de los sentimientos del PC; se han ajustado -también en forma limitada- algunos proyectos, especialmente la reforma tributaria, mientras que en otros el desacuerdo interno del gobierno se traduce en pura parálisis. Por ejemplo, la nueva ministra del Interior, Carolina Tohá, asumió anunciando una revisión (otra) del TPP-11 para enviarlo de una vez al Congreso, pero un subsecretario, que parece no creer que el Congreso sea un órgano con calificación democrática para debatirlo, ha decidido retenerlo.

En conjunto con dar señales como estas (débiles, para decirlo brevemente), las nuevas ministras se presentaron al Parlamento con las decididas ganas de ordenar el nuevo proceso constitucional, ponerle fechas y decidir sus reglas. Francamente extraño. ¿Qué le puede hacer pensar al gobierno que tiene la primera palabra en esto cuando acaba de sufrir una derrota tan inequívoca? ¿Por qué tortuoso razonamiento político podría creer que la oposición iba a aceptar que La Moneda quisiera volver a liderar ese proceso de buenas a primeras?

Parecería que el gobierno -en la vertiente de la buena fe- no ha terminado de aceptar lo que pasó, o -en la de la mala fe- que está siguiendo el modelo de Hugo Chávez y Evo Morales, que cada vez que perdían un plebiscito se preparaban para repetirlo un poco más adelante. Hay otras explicaciones que pecan de psicologismo. Casi todas llegan al Presidente. Pero, al final, en conjunto son sólo un síntoma de la forma en que el problema intelectivo se está convirtiendo en deterioro político.

El gobierno está siendo juzgado por razones muy distintas de lo que se obstina en creer. Una es la exigencia de poner fin al escandaloso despliegue del violentismo, delincuencial o con pretextos políticos. Otra es la de multiplicar los esfuerzos para detener la inflación, no sólo con la tasa de interés, sino también con el estímulo a la inversión y el ahorro para atenuar la alarmante situación de la cuenta corriente. Y otra, más indirecta, es movilizar las palancas con que el país obtiene más ingresos (no préstamos) de su red externa, lo que significa poner fin al desgobierno de las relaciones internacionales.

Naturalmente, ningún gobierno puede salir de un atolladero si no evita lo mínimo, esto es, que la rutina sea una sucesión de desaciertos. Ningún gobierno crece si todas las semanas tiene que excusarse por algo.

La izquierda que se proclama nueva (y generacionalmente lo es) no está exhibiendo ninguna audacia interpretativa. Llegó para sustituir a esa izquierda agotada, autoderrotada, exangüe, que hoy le echa una mano con el untuoso nombre de Socialismo Democrático, a la que aún no ha terminado de despreciar. Más bien se muestra dependiente de una vieja izquierda, que resistió a Pinochet, resistió a la transición y ha resistido a la transformación de la sociedad, apoyada en un aparato ideológico que observa el cambio de los vientos a la luz de una fe única e inconmovible. El PC está desempeñando ese papel, en coherencia con su línea histórica.

A diferencia de esa izquierda histórica, la nueva tiene un problema de latitud. Cree en una cosa difusa a la que llama sociedad; ve sus desequilibrios, a los que llama injusticias, y pretende buscar los modos de transformarla, porque tiene las claves para hacerlo. Pero en cuanto esa sociedad pasa a tener un nombre (Chile, por ejemplo) le empieza a repeler: ve allí al nacionalismo, al chauvinismo, a la imaginación de derecha. No ve historia, ni solidaridad, ni sentido de pertenencia. Ve símbolos vacíos -como la bandera, las Fiestas Patrias, el escudo-, no imágenes democráticas. Ve a los demás como productos de construcciones o manipulaciones ideológicas, pero nunca sopesa la carga de la ideología en ella misma. Ve abstracciones, no encarnaciones. Es una izquierda desencarnada.

No importa cuántos halagos se le prodiguen -la política es un mundo de halagüeños- a menos que muestre la profundidad intelectual que no ha exhibido; que despliegue la habilidad política que no ha tenido; que escape de la superioridad moral que no ha confirmado, y que descubra que el sesgo generacional no es una virtud, sino una trampa, corre el riesgo de envejecer en ese estado. Como otra izquierda experimental.

Columna de Ascanio Cavallo: Minoría e ideología, 2 octubre 2022
Ascanio Cavallo: Nada para celebrar 14 ENE 2023

El gobierno de Boric está bajo asedio. Cumplidos los primeros diez meses de gestión, ha logrado la más alta desaprobación que haya tenido en el mismo período cualquier gobierno desde la restauración democrática. Pero eso ni siquiera es lo peor.

La chapucería de los indultos derribó a una ministra y a un asesor personal del presidente, y debería derribar a unos cuantos funcionarios más en segundas o terceras líneas; como hecho político, se convirtió en una hemorragia. Otro ministro, Giorgio Jackson, está bajo la amenaza de una acusación constitucional que día por día se hace más peligrosa. Otros ministerios, como Salud, Educación y hasta Transportes, están entre ceja y ceja de la oposición. En ciertos temas -la seguridad, la inmigración, la educación pública, la vivienda- se ha expandido la percepción de que el Ejecutivo simplemente ha perdido el control.

La coalición de gobierno está metida en una seria crisis, porque una de sus partes, la dominante, Apruebo Dignidad, enfrenta malos prospectos para las elecciones que vienen; una lista unitaria se hace cada vez más dificultosa, tanto por razones de contaminación como de identidad partidaria. La precaria situación oficialista en el Congreso hará inevitable que la derecha tenga hegemonía en el proceso constituyente, que es todo lo contrario de lo que la izquierda buscó al promoverlo. El voto obligatorio se transformó en un peligro, porque con él apareció un país distinto del que imaginaba, confirmando, con Chesterton, que “la democracia es el más arduo de todos los evangelios: no hay nada que dé tanto terror a los hombres como el decreto de que todos somos reyes”.

El horizonte económico tampoco es alentador, con la excepción de una proyección muy favorable del precio del cobre. La inflación sigue ejerciendo una presión agobiante, lo que no impide que ya haya parlamentarios pensando en un nuevo ataque al sistema previsional, sin importar cuánto puede empeorar el costo de la vida. No es un misterio que los inversionistas ya no confían en el gobierno y que, fuera de los proyectos cancelados, los nuevos van en picada. El Estado tiene más grasa y menos eficiencia; como motor económico, es un aparato muy defectuoso.

Este tipo de panoramas entusiasma a las oposiciones en todas partes. Un gobierno recién asumido y ya acorralado es el blanco perfecto. Todo lo que la oposición considera conveniente es seguir aprovechando todos los errores, extenderlos y profundizarlos ad nauseam, y crear problemas nuevos desde todos los espacios posibles.

Así funciona la política de confrontación (no la del conflicto o la discrepancia, que son cosas distintas) y la confrontación más dura es el sueño de dos tipos de políticos: los adolescentes y los aficionados. Los grupos nuevos -que siempre incluyen estas tipologías- construyen su identidad golpeando a los poderosos de turno, pero eso sólo dura hasta que se instalan en el mapa político.

Es un hecho, sin embargo, que en los sistemas políticos como el chileno, cuando al gobierno le va muy mal, también le va muy mal al país. Piñera vivió los dos últimos años de su segundo mandato como una tragedia, un interminable agón en el que debía resistir la voluntad de muchas figuras que se habían entusiasmado con derrocarlo y algunas (pocas) que le insinuaban renunciar. Pero pocas veces como entonces le fue, también, tan mal al país; todos los indicadores que lo tenían en la proa de América Latina se desplomaron y llegó a crujir el fortín democrático construido después del régimen de Pinochet. No es fácil que la derecha gobernante entonces, y hoy dominante en la oposición, olvide esos entusiasmos tan recientes, de hace tan poco tiempo. Tan poco, que la cola de esos momentos infaustos ha terminado alcanzando al gobierno que debía ser el reverso, el de Boric.

Desde luego, no se trata de que la oposición baje sus banderas para ayudar al gobierno, ni de que el gobierno se entregue en los brazos de sus adversarios. Si la política fuese tan simple…

Algo tiene que ocurrir. La iniciativa principal (no necesariamente la más visible) pertenece al gobierno. Y esta es la situación: el programa del gobierno empezó a desplomarse el primer día, con la descriteriada visita de la entonces ministra del Interior, Izkia Siches, a Temucuicui. Y concluyó esa caída con el fracaso del proyecto de la Convención Constitucional, que -según el ministro Jackson- constituiría el cimiento de las transformaciones imaginadas por Apruebo Dignidad. Derrota estratégica, por lo tanto: no hay forma de decirlo de otro modo.

Segundo: la popularidad del gobierno se acerca a sus mínimos tolerables (todavía resiste unos puntos de caída), lo que significa que las tendencias centrífugas aumentarán. Boric tiene cierto instinto para enfrentarse a la contradicción del centrismo, pero aguanta poco la presión moral de la izquierda radical. Los indultos mostraron la naturaleza confusa de esa posición. Derrota táctica, qué otra cosa.

Tercero: por mucho que confíe en que sus dos últimos años tendrán perspectivas más luminosas, el gobierno quedará marcado por lo que ha sido en el comienzo, especialmente si la inclinación a los errores no se detiene.

Cada vez hay más aliados y simpatizantes del presidente que estiman que, dado este cuadro, el gobierno debe cambiar su rumbo, su manera de tomar decisiones y gran parte de su personal, el más programático y menos pragmático.

No se ve nada fácil.

Trayectoria Política

La Tercera, 20 enero 2019 «¡A quien hay que llamar para hablar con la oposición? No hay una, sino dos o quizas cuatro, oposiciones dentro del Congreso: el FA, la ex Nueva Mayoria, la DC y la Coalición Reigonalista Verde

La Tercera, 27 abril 2021: Ascanio Cavallo. “Los opositores más radicales saben que Piñera es el Presidente más abandonado por su propia coalición, probablemente después de Allende. De la experiencia de la Unidad Popular se ha aprendido que la memoria de esas deslealtades perdura por decenios”, asegura. Y pese a que, según Cavallo, el mandatario “tiene una curiosa fascinación por la soledad”, esta vez es distinto, “el país camina por una cornisa”.

Entrevista 11 julio 2021: Ascanio Cavallo: “En la década de Lagos a Bachelet nace mucha rabia, mucho rencor de no ser escuchados”
“A fines de los 90, justo antes de Lagos, se conjugan una serie de fenómenos políticos: la detención de Pinochet en Londres, la reñida elección Lagos-Lavín, la crisis asiática y la primera gran discrepancia dentro de la Concertación entre los autoflagelantes y los autocomplacientes”
El gobierno de Lagos ha sido muy castigado, se le ha culpado de las carencias que se hicieron evidentes, pero fue el último gobierno que tuvo cierta disciplina de los partidos y parlamentarios. Lagos tuvo los primeros díscolos, pero no sufrió desgarramiento de los partidos. Tuvo directivas terribles, autoafirmativas, como Adolfo Zaldívar en la DC; o raras, como Gonzalo Martner en el PS, y eso después a Bachelet le estalló inesperadamente con personas que se fueron del PS, como Marco Enríquez y Alejandro Navarro; se rompió el PPD con Schaulsohn y Flores, se quebró la DC con los colorines. El proceso se agudizó hacia el final de la década. La discusión de flagelantes es interesante, porque si bien es conceptual, y en ella participaron cerebros como Norbert Lechner, Brunner, tiene algo también bien sentimental: hay algo de que no todos estamos incluidos en la discusión, no todos participamos de la política pública. Y algunos advierten que el rumbo estaba generando un resentimiento social, y los otros dicen que lo que genera el resentimiento es la crítica.
A Lagos se le acusa que gobierna para los empresarios, ¿tiene base esa crítica?
Yo no quisiera emitir juicios. Efectivamente, es una acusación que se le hizo. El gobierno entró con el temor de que iba a tener dos poderes fácticos en contra, los grandes empresarios y los militares. Es verdad que tuvo que hacer muchos esfuerzos con las FF.AA. y más con los empresarios. Al final terminó con esa frase de Pablo Irarrázaval: los empresarios aman a Lagos. Una frase bastante fatal para un socialista.
¿Por ahí comienza a decaer su popularidad?
Si miras las encuestas de Lagos, efectivamente son altísimas, pero pronto empiezan a bajar. Su popularidad baja dentro del siguiente gobierno de la Concertación, no es obra de la derecha, sino de la crítica interna. Cuando ves el panorama y lo comparas ahora, parece la prehistoria. Hablas de partidos desprestigiados y que entonces eran poderosos, con grandes dirigentes, discusiones sofisticadas, pero empezaba ya la pelea chica por el poder, los cargos, la distribución de pegas, como es inevitable en las democracias.
El nudo más claro es el del Transantiago, es un proyecto que parte con Lagos. Los buses oruga llegaron con Lagos, ahí se empieza a ver como que no cabían bajo el paso nivel, se quedaban trabados en Bandera. Pasa un año y tanto y se lanza el Transantiago. Hoy resulta evidente que no estaba listo. Pero todos estos desajustes tienen una versión política, en el sentido del desacuerdo de las élites políticas. Eso no había ocurrido. Lagos fue muy cuidadoso con lo que dejó Frei, terminó el funcionamiento de una mesa de diálogo que no le gustaba, siguió adelante con los tratados internacionales, en fin.
La seguridad era una cuestión bien discutida, Chile tenía los mejores índices de delincuencia de la región, pero estaba la sensación de que había zonas del país que eran peligrosas. El PNUD interpretó este sentimiento de inseguridad como una metáfora del miedo al otro, de la desconfianza social propia del proceso capitalista. Es una idea interesante.

Columna de Ascanio Cavallo: Deus ex machina, 17 julio 2021 La Tercera
El centro de la tensión ahora es el Partido Socialista. Es curioso que un partido que luchó con tanto denuedo por la hegemonía de su coalición se venga a dispersar justo cuando la ha conseguido. El PS no comprendió -o comprendió mal- que siempre fue el “enemigo principal” en la creación del Frente Amplio, como lo sería de cualquier grupo que quisiera imaginar una política de izquierda más prístina, con más auctoritas y mayor pureza moral.
Hoy mismo, hoy domingo, el PS se encuentra tensado por cuatro costados: algunas de sus figuras históricas votarán por Gabriel Boric, otras por Daniel Jadue, el partido con timbre mantiene su compromiso con Paula Narváez y el sector coalicionista intenta conservar su compromiso con Unidad Constituyente, aunque la candidatura no sea finalmente la de Narváez. Son cuatro fuerzas que van en direcciones distintas, por mucho que se diga que no, que no es para tanto, que un socialista siempre es un socialista. En este caso no se puede hablar de un resurgimiento del faccionalismo (porque siempre ha existido), sino más bien de una desorientación de hacia dónde ir: con la historia, con la integridad o con la conveniencia. Pero no sería de extrañar que el proceso derive hacia varios PS.

19 julio 2021: Cavallo: Jadue ha sufrido un golpe decisico en su orgullo, su rango mas trasnparente… en una catarata de errores casi de manual.
Dependerá de cómo dirija su campaña Boric, per en principio Boric ejercerá una fuerza gravitacional importante hacia el mundo de la centroizquierda.
Lo sustancial, sin embargo, es el desplazamiento ideológico. La derecha ha decidido moverse hacia el centro… sería un exceso decir que las elecciones representan un movimiento hacia el centro. pero sin duda son una alejamiento de los polos, de los grupos «duros» que portan un discurso más intransigente. Es evidente que esta debería ser una señal significativa para la Convención Constitucional… esta es, más bien, una bomba de efecto retardado.

Ascanio Cavalloe 7 agosto 2022
«… Edgardo Boeninger, que en el 2006 dijo que si no se liberaba del clima de corrupción estatal, La Concertación se exponía a quedar marcada por ella tal como lo había quedado Pinochet con los derechos humanos. Boeninge denunció que en esa época sectores de s coalición sonideraban justo empatar el poder económico de la derecha con el abuso de recursos estatales. Esta puede ser una deriva indeseable de la superiodidad moral, aunque tambien suele ser el mejor refugio para la desverguenza

Es un hecho, sin embargo, que en los sistemas políticos como el chileno, cuando al gobierno le va muy mal, también le va muy mal al país. Piñera vivió los dos últimos años de su segundo mandato como una tragedia, un interminable agón en el que debía resistir la voluntad de muchas figuras que se habían entusiasmado con derrocarlo y algunas (pocas) que le insinuaban renunciar. Pero pocas veces como entonces le fue, también, tan mal al país; todos los indicadores que lo tenían en la proa de América Latina se desplomaron y llegó a crujir el fortín democrático construido después del régimen de Pinochet.  15 enero 2023

Ascanio Cavallo opina que “los indultos le rompieron el techo sólo a la ministra Tohá, pero ella, que confía en que la política tiene cierta racionalidad, sabe que a la postre conseguirá el acuerdo de seguridad, porque nadie quiere cargar con esa ordalía que es el miedo creciente entre los chilenos” 22 enero 2023

Bibliografia

Otras publicaciones

El domingo pasado terminó de caer el sistema político vigente en Chile desde el fin de la dictadura. Ha sido una caída más larga de lo que muchos de sus propiciadores deseaban, pero esa longitud ha favorecido también su radicalidad, el empuje más y más hacia la izquierda de un país que hace sólo tres años eligió a un gobierno de derecha, con un Presidente que también venía a radicalizar su proyecto (¿quién quiere volver a La Moneda si no es para eso?).

Ahora es visible la continuidad entre la disrupción del 18-O y el proceso seguido desde entonces. Sólo para recordarlo, en aquellos días el Presidente creía que su gran momento estaba por llegar, que el boom de la economía iba a estallar y que la ciudadanía sólo debía tener un poco de paciencia. Más paciencia. No sabía él, como no sabía nadie en el mundillo político, que la paciencia estaba colmada y que bastarían cinco centavos de dólar, o quizás cualquier otra cosa, para reventarla.

El Presidente se quedó sin reacción y al día siguiente fue notificado de que no contara con las Fuerzas Armadas para reparar la estantería: eso es lo que comunicó, de modo bastante obvio, el general que dijo que no estaba en guerra. Lo que no se supo es que la única «línea roja» que los militares se trazaron fue La Moneda: no permitirían que fuera asaltada. Más que roja, era una línea corta.

Unas semanas después, cayó la Constitución. De una manera menos estruendosa, más ordenada, más institucional, mediante el acuerdo del gobierno con las fuerzas parlamentarias. Es de notar que se hiciera mediante un camino institucional. Pero también es de notar que ocurriera en un ambiente de furia contra las instituciones, a menudo tan vilipendiadas como el propio gobierno.

Luego vino la pandemia, que el gobierno vio como la tregua adecuada para exhibir su capacidad de gestión, ignorando que eso había dejado de importar y que, en cambio, la parálisis de la economía venía a profundizar los reclamos del 18-O. Durante la crisis sanitaria cayeron el presidencialismo y el Tribunal Constitucional. En el plebiscito sobre el cambio de Constitución cayó la derecha, que se hizo pedazos entre cierta idea de los principios y cierto neopopulismo aún emboscado.

El domingo pasado, después de un año y medio, por fin adquirió rostro el 18-O: la Lista del Pueblo, ese grupo heterogéneo que obtuvo 27 escaños constituyentes, que no estuvo en ningún acuerdo, que lo rechazó expresamente y al final lo aprovechó con una estrategia electoral sagaz, pero que no es obra de la pura ingeniería política. La Lista del Pueblo es antipartidos, antiinstituciones y antisistémica, y al mismo tiempo heterodoxa, multifacética: allí sí se reconoce el núcleo del 18-O, que era tan difícil de ver porque durante largos meses estuvo recubierto por otras cosas, el show, la suplantación, la violencia.

Junto con esa erupción, el domingo cayó el conjunto de los partidos, la mayoría de los cuales venía desbarrando desde el mismo 18-O, a veces para tratar de ponerse del lado de la protesta, a veces buscando alguna autoafirmación y al final desdibujándose completamente, lo que han sido, de dónde vienen y hacia dónde iban. La crítica disolvente contra los partidos es parte de la agenda de los tiempos, pero está bastante visto que nadie les cree si se suman a ella, en lugar de poner el músculo en su renovación.

Cuando se producen cataclismos electorales como el del domingo, lo normal es que las dirigencias asuman sus responsabilidades (o lo simulen). El gobierno prepara un cambio de gabinete del que nadie espera mucho, porque el Presidente ha sido dejado a su suerte. En cambio, en los partidos sólo ha renunciado el jefe de la DC, Fuad Chahin, que encima se quedó con algo parecido a una pistola humeante con ser el único militante elegido como constituyente. En cuanto a los demás, a derecha o a izquierda, no se oye, padre.

La derecha enfrentó las del domingo como si hace un siglo que no ganara elecciones. Como un gato arrinconado, aspirando a la meta de un perdedor, un modesto tercio, y como es lógico, también lo perdió. Lo único que se puede decir en su favor es que al menos logró inscribir una primaria unitaria -hasta por ahí-, que podría darle una sardónica ventaja en un esquema globalmente izquierdizado.

¿Y la Unidad Constituyente? «La noche más trágica y triste» llamó Hernán Cortés a su peor derrota. Sería apropiado si no fuera por lo mucho de farsa que tuvo el miércoles, en todo caso la más negra de toda la historia política de la otrora poderosa Concertación. Así pasó: el PS y el PPD despreciaron a la candidata recién proclamada de la DC; el PS despreció también su renuncia y cumplió igual con sus ganas de deshacerse de la DC para pactar con el PC y el Frente Amplio; el PC y el Frente Amplio despreciaron al PS por su aliado, el PPD, y el PS quedó despreciado, sin los brazos del PC y mirando a los brazos sangrantes de la DC. Y todos reducidos a siglas, sin carne y sin candidatos, o con unos candidatos ensuciados por esas umbrías operaciones. Los militantes dicen que les da vergüenza.

El zafarrancho de la centroizquierda no se compara con nada reciente, por lo menos en un siglo. Como el incendio de un polvorín de bengalas, marca y proclama la destitución de los partidos que fueron ejes y referencias, el último jirón del sistema político.

Hay sólo una salvedad: el conflicto de Chile está en la mitad de su resolución electoral. Faltan seis elecciones para saber si definitivamente el país ha entrado en otro rumbo.

Para la generación que lo ha vivido, esto ha sido como una jornada interminable arriba de un tiovivo. A los historiadores les será difícil entender la cantidad de retortijones en un suspiro de tres años.
La Tercera, 20 junio 2021
Territorios, Ascanio Cavallo
La demanda «territorial» se hará presente en la instalación de la convención y en muchos, muchos de los debates que librará…. detrás del reclamo territorial se esconde una gran proporción del rechazo a la política, los partidos y los parlamentarios…. demandan un espacio de integración a través del Estado… una reconfiguración de lo público
Unidad Constituyente se salvó. Momentáneamente, como todo lo que habita hoy en la política global. Estuvo al borde del precipicio, o del suicidio, con una primaria cuya definición técnico, no convencional, era poca cosa frente a la improvisación, las decisiones de última hora y las dificultades materiales, incluido el invierno.
La primari ade Unidad Constituyente repone la disputa por los grupos moderados, que parecían haber sido desplazados por la elección constitucional.
La primera tarea de Provoste será contener la futa de votos del «centro y la izquierda», como dijo Paula Narváez, por los dos flancos…. entra tarde a la competencia, entra a un espacio programático muy estrecho Pero ha entrado.
En ese limitado sentido, se salvó.  22 agosto 2021

Cuando se esperaba que la deliberación moderase las posiciones radicales, numerosas propuestas de normas han sido presentadas con un maximalismo estentóreo. La fase de “moderación” para crear una democracia renovada simplemente no ha llegado. La segunda es que el resentimiento con la prensa tiene cierto eco también en los equipos del nuevo gobierno, con una inclinación por lo que denominan “medios alternativos”, que en realidad suelen ser los de alto compromiso ideológico, con poca cabida para la interrogación o el disenso. Estos problemas estructurales se reflejan, con distintas intensidades, en los tres proyectos de normas sobre libertad de expresión presentados entre el 16 y el 17 de enero a la Comisión de Derechos Fundamentales. La Tercera, 6 febrero 2022

Cavallo: el prolema de Boric es que su equipo la ha ido perdiendo en lugar de ganarla.
Tiene un Ministro del Interior semivaante, una Segres con la credibiliad seriamene herida y un gabinete desincronizado, ministros que anotan autogles cuando es evitable y que se inventan p olémicas solo por meterse en lo que no han entendido. No es deseable, engneral, que un gabinete termine funcionando por descarte.
Como se muestra hasta hoy, el gobierno resulta demasiado delgado, demasiado liviano para enfrentar el paso por uan borrasca. 24 abruk 2022

El momento tan temido, 25 julio 2021

Columna de Ascanio Cavallo: El momento tan temido, 29  julio 2021
Las primarias del domingo pasado se convirtieron en la sexta elección del año políticamente más recargado de la historia. En principio, las primarias son eventos internos, propios de los militantes y los simpatizantes, pero el modelo chileno les da la posibilidad de convertirse en eventos nacionales, como ocurrió el domingo.
La verdadera sorpresa de estas primarias no fueron los vencedores, sino el volumen de votantes, que las convirtieron en las más grandes en términos absolutos. Es posible que las votaciones de Chile Vamos y del pacto FA-PC hayan sido subsidiadas por votantes ajenos, pero por ahora esa es sólo una hipótesis. Lo que importa es que esa concurrencia fue aún más significativa en términos relativos, porque no estuvo el conglomerado que solía batir las marcas, la centroizquierda.
Esta ausencia tiene el olor de un error estratégico. No es tan raro, porque en el último año los partidos de Unidad Constituyente han cometido torpezas involuntarias y de las otras en abundancia y tendrían buenas razones para culparse unos a otros. Pero eso ya es inútil.
¿Qué acción, qué ocurrencia, podría empatar el alcance de una primaria con tres millones de personas, que concentró la atención del país y hasta del mundo? La proclamación de Yasna Provoste, el viernes, ya convirtió esa interrogante en un problema inminente, que puede derivar en a) varias candidaturas y el fin oficial de Unidad Constituyente, o b) una candidatura unitaria reforzada, con algún tipo de espectacularidad que aligere las disensiones y las dudas.
Por supuesto, es pertinente preguntarse si, como las manías, esta situación no es más que el síntoma de una patología más profunda. Y tiene que serlo: de otro modo resultaría difícil explicar una encrucijada impropia de políticos tan adultos y experimentados como los que tiene ese sector. Quizás también sea pertinente reflexionar por qué esta es la segunda vez que ese mismo grupo no realiza primarias presidenciales (y en la anterior fue derrotado con largueza). Pero esos son temas más largos.
Tal como van las cosas, la elección presidencial podría plantearse entre unos seis o siete candidatos y tres grandes grupos -pero sólo si en Unidad Constituyente se da la situación b)-, en un esquema electoral parecido al de 1970, cuando el grupo situado en el centro (en ese momento, la DC con Radomiro Tomic) fue brutalmente apisonado por los dos flancos, con un masivo drenaje de votantes.
Por supuesto que las condiciones son muy distintas a las de hace 50 años. Y la primera de esas condiciones distintas es que las otras cinco elecciones de este año, realizadas con diferencia de semanas, han tenido resultados totalmente disímiles, hasta el punto de que no es posible establecer una hegemonía clara, ni siquiera una nítida base de supuestos para las parlamentarias de noviembre. Las disputas en curso en la Convención Constituyente reflejan, incluso de manera inconsciente, ese des-centramiento del poder. Alguien dirá que la ciudadanía ha seleccionado los productos conforme a cada necesidad. Puede ser. Lo claro es que no ha entregado votos de manera incondicional.
Aun teniendo en cuenta esas condiciones, el tercero excluido de las primarias, la equis de la ecuación presidencial, tiene ante sí las alternativas de potenciar las fuerzas que mostró en las elecciones territoriales, acaso a la manera de lo que le pasó a la derecha, que literalmente renació con sus primarias, o de verse licuada por la pérdida de su sustento social. Es una coyuntura dramática, que tiene una poderosa caja de resonancia en las listas de candidatos a parlamentarios, incluyendo a todos lo que quieren seguir, llegar o volver, y que se juegan una parte de sus opciones -no todas, no exageremos- en la selección de su mascarón de proa.
No está todo dicho. Pero en cuatro semanas, cuando se cumpla el plazo límite para la inscripción de candidaturas, no quedará por delante nada más que una campaña más breve que nunca, con un grupo de contendores totalmente nuevo y un cierto entusiasmo colectivo por experimentar.
Corren a contracorriente las fórmulas probadas, las caras experimentadas y las ideas garantizadas. Nada de eso está funcionando. Hay un solo elemento que permanece vigente, como en cierto modo lo confirmaron las primarias: la valoración de la gobernabilidad, definida ahora como una combinación de disciplina, tolerancia e innovación. Ni un gallinero nervioso ni una formación militar. Ni temples autoritarios ni caracteres hamletianos. Ni épica magnificente ni minimalismo barrial. Ni gritos ni susurros.
Una cosa rara.

Enjambres 15 agosto 2021

Este es el momento de mayor desorden en la política chilena en el último medio siglo. Sin entender la palabra “desorden” en su dimensión valorativa, sino sólo como un término casi técnico, que describe las enormes dificultades de los que están en la política para establecer una disciplina colectiva y para defender ideas de grupo, no solamente como respuesta a las pulsiones de algunos individuos sobresalientes. Por supuesto, en el mismo contexto, los sobresalientes son los más que se exhiben, lo que no siempre coincide con los que más trabajan o influyen.

Una razón, acaso accidental, es la simultaneidad de los torneos electorales y la diversidad de planos en que se mueven. Pero si no se cree en los accidentes, sino en los procesos -una forma de determinismo que suele integrar ex post los fenómenos anteriores-, entonces lo que estos torneos están haciendo es redefinir en todos los niveles la armazón política del país. En este caso el desorden es el anuncio de un orden nuevo, la política como geología en constante destrucción y creación o, en palabras más caras a Marx, la historia como una partera incesante.

La competencia más visible, la presidencial, está afectando directamente el comportamiento del Congreso, cuyos miembros también corren para mantener sus asientos. Y ambas afectan y se dejan afectar por las contracciones de la Convención Constitucional.

Las macizas primarias que definieron a los candidatos de la derecha y la izquierda tuvieron un efecto de nocáut sobre el resto del espectro. En la derecha ha sido menos notorio sólo porque la candidatura exógena de José Antonio Kast, cada vez más alejado de Chile Vamos, se daba por descontada.

En la izquierda, en cambio, se abrió una intensa competencia por debilitar a Gabriel Boric, tanto desde el sector derrotado del PC como de la izquierda radicalizada, cuya representación se ha tomado la Lista del Pueblo, por ahora existente sólo en la Convención. Esta Lista -o una fracción de ella- levantó como candidato al exdirigente sindical Cristián Cuevas, que en cosa de horas fue defenestrado por otro sector que escogerá a su candidato a través de un sistema de patrocinios no sujeto a las leyes de transparencia que obligan a los partidos políticos. Esto es parte de su identidad: un ambiente ideológico donde la palabra “partido” suele usarse como un anatema.

Hasta ahora parece que los grupos a la izquierda de Boric terminarán llevando más de una candidatura, con la alta probabilidad de dispersar más que concentrar votos. Aunque fue Lenin quien escribió que “el izquierdismo es la enfermedad infantil del comunismo”, hay una parte del PC que siente que su fidelidad revolucionaria le exige no alejarse de la Lista del Pueblo y no acercarse tanto a Boric. Esta contradicción llegará, probablemente, hasta el día de las urnas, a pesar de que este fin de semana el PC ha estado definiendo si mantendrá lo sustantivo de su alianza con el Frente Amplio o si optará por un juego más flexible.

Unidad Constituyente presenta un espectáculo parecido. En torno a Paula Narváez se han hecho públicas las disputas por la hegemonía del comando -el PS versus el PPD, en lo grueso- y en la DC se ha desplegado un paroxismo de amenazas disciplinarias para quienes puedan aparecer contrariando el esfuerzo de Yasna Provoste por moverse hacia la izquierda. En la DC hay más llagas abiertas, por el alejamiento de casi toda la dirigencia histórica y por el hecho de que la candidata escogida por elección interna fue despojada mediante un acto directivo. El candidato radical, Carlos Maldonado, parece apostar a la anulación mutua de esas candidaturas y a los cupos que el PR negociará para el Congreso.

A menos de 10 días de la fecha final para inscribir las candidaturas, las primarias no convencionales de la Lista del Pueblo y de Unidad Constituyente tienen mínimas posibilidades de empatar el impacto de las primarias en que triunfaron Sichel y Boric. Parten con dos hándicaps: la contundencia y el alineamiento.

Han empezado a aparecer también esas figuras para las cuales la ocasión reside en el río revuelto. En forma sorpresiva, el propietario del Partido de la Gente, el excandidato Franco Parisi, ha sido desafiado por un discípulo más atrevido, Gino Lorenzini, que funda su popularidad en Felices y Forrados, la empresa emblema del cazafortunismo¿Hay espacio para los dos? Por supuesto. La gracia de la primera vuelta presidencial es que tiene espacio para todos. En eso consiste la república: cualquiera puede aspirar al primer sillón.

Si la situación se congelara aquí, habría ya un repertorio abundante de candidaturas: Kast y Sichel, en la derecha; Boric, Cuevas y una más en la izquierda; otra de Unidad Constituyente, y una (o dos) del Partido de la Gente. Siete u ocho. Y quizás faltan algunos.

La figura que resulte elegida en diciembre -dando por cierta una segunda vuelta- tendrá que vérselas con la Convención, que para entonces estará en su sexto mes, la mitad exacta del período máximo que le confiere su mandato.

Es imposible prever en qué estará para entonces la Convención, tal como ha sido imposible prever su situación actual. Los estudiosos observan que hay movimientos dentro de las tendencias representadas, que se expresan en sus votos; la conclusión principal es que los alineamientos son imperfectos y volátiles. Pero por ahora lo más notorio ha sido el esfuerzo incesante por desbordar las reglas que fijó el acuerdo de noviembre del 2019: los convencionales se duplicaron las asignaciones, mantienen un debate sobre la regla de dos tercios, algunos buscan objetar el plebiscito de salida y una comisión ha aprobado la eliminación del concepto de república. Así las cosas, no parece imposible que la Convención quiera modificar también su plazo de funcionamiento.

En otras palabras: si el estado de desorden supone la generación de un nuevo orden (una reciente película mexicana lleva ese título, Nuevo orden, traduciendo la globalidad del fenómeno), parece que se producirá mediante nuevas sacudidas estructurales del sistema político. El inicio de un enjambre sísmico.

Salvación en el borde 21 agosto 2021

Unidad Constituyente entra tarde a la competencia, entra con una primaria menos espectacular y entra a un espacio programático muy estrecho. Pero ha entrado. En ese limitado sentido, se salvó.

Unidad Constituyente se salvó. Momentáneamente, como todo lo que habita hoy en la política global. Estuvo al borde del precipicio, o del suicidio, con una primaria cuya definición técnica -no convencional- era poca cosa frente a la improvisación, las decisiones de última hora y las dificultades materiales, incluido el invierno.

Algo de eso está implicado en su propio nombre, improvisado para formar una lista en la elección de la Convención Constitucional, pero extendido luego por una combinación de inercia y fuga desde sus nombres anteriores. Unidad Constituyente es la segunda mutación de la Concertación, o, si se prefiere, la tercera identidad de la alianza entre el mundo socialcristiano y el socialdemócrata, aunque ambas parezcan hoy malas palabras.

Se salvó, primero, porque volvió a entrar en el escenario político. Siempre ha estado, pero su potencial división en varias candidaturas presidenciales amenazaba con reducirla a una irrelevancia definitiva. Todavía está pendiente la decisión de Marco Enríquez-Ominami, pero lo cierto es que se ha hecho más difícil después de ayer.

Se salvó también Unidad Constituyente porque, aunque estuvo más cerca del piso que de los sueños, el número de votantes indica que sus militantes siguen allí, fieles a sus capillas, y los circunda una cierta cantidad de simpatizantes, notables por su resiliencia. Las cifras no son comparables con las espectaculares contiendas de la derecha y del Frente Amplio y el PC, pero siempre podrá decir que esas primarias fueron infladas por la polarización. Quizás haber participado en esas primarias y haber obtenido una votación muy baja hubiese sido mucho peor de lo que pasó ayer.

Se salvó por el triunfo de Yasna Provoste, suficientemente holgado para no admitir discusión y a la vez bastante discreto en los números globales como para dar espacio sin humillación al Partido Socialista, al PPD, al PR y al segmento del Frente Amplio que se unió a ellos. Provoste queda impecablemente revestida de legitimidad, algo que no podía darse por cierto hasta la elección de ayer. Y restituye, con la fragilidad que se quiera, la presencia de la DC, aunque será la candidatura con más baja representación en la Convención Constitucional, donde tiene un solo militante.

Y se salvó, al fin, porque adquiere un papel en las presidenciales de noviembre. La irrupción de Provoste vuelve a modificar el cuadro político. Parece probable que Gabriel Boric se sienta empujado a reforzar la identidad de izquierda de su candidatura, dando un nuevo giro a lo que ha sido su estrategia hasta ahora. Algo similar puede ocurrirle a Sichel hacia la derecha. Serían tentaciones comprensibles en una campaña extremadamente corta, donde hay demasiado poco tiempo para ensayo y error.

La primaria de Unidad Constituyente repone la disputa por los grupos moderados, que parecían haber sido desplazados por la elección constitucional (aunque no por las otras). La primera tarea de Provoste será contener la fuga de votos del “centro y la izquierda”, como dijo Paula Narváez, por los dos flancos. La cuestión del “centro y la izquierda” versus la “centroizquierda” tiene alcances ideológicos e históricos muy amplios, y una cierta coincidencia (¿o relación?) con el instante intelectual en que la ex Concertación empezó a dispersar la fuerza gravitacional que por más de dos décadas la sostuvo en la mayoría. Pero esa es otra historia.

La segunda tarea de Provoste tendría que ser la de recuperar a los electores que ya pueden haber migrado hacia Boric o Sichel a partir del cuadro bastante más radicalizado de julio pasado. Aunque todavía no es posible un análisis detallado de los votos de esas primarias, es razonable suponer que hubo allí una participación agregada que se derivaba precisamente de las polaridades que se presentaban en ellas. Un cierto volumen de esos votos podría regresar hacia lo que hoy se parece más a un centro político en el nuevo esquema del país.

Visto en retrospectiva, el proceso político parece estar atravesando por un período de ajuste respecto de lo que se configuró en mayo. El primer momento fue el de las primarias legales, donde el triunfo de Boric y Sichel ya activó un efecto de despolarización, dejando fuera a los candidatos de posiciones o trayectorias más radicales. El segundo es el que ocurrió ayer.

Por cierto, esto no ha conjurado del todo el peligro más relevante para la coalición, que es el de no pasar a la segunda vuelta en las presidenciales. La modalidad electoral chilena permite que esto no afecte a los parlamentarios, cuyas elecciones no dependen de resolver esa incógnita, pero sí dependen de tener una candidatura presidencial. La lucha por la distribución de las candidaturas al Congreso comenzó oficialmente anoche y tendrá que resolverse en el tiempo récord de 48 horas.

Unidad Constituyente entra tarde a la competencia, entra con una primaria menos espectacular y entra a un espacio programático muy estrecho. Pero ha entrado.

En ese limitado sentido, se salvó.

Reducción del campo, 6 noviembre 2021

Reducción del campo, 6 noviembre 2021

egún la encuesta de Criteria conocida esta semana, el promedio de los electores se ubica a sí mismo, dentro de una escala de 1 a 5, en el 3,08. Esas mismas personas identifican en el extremo derecho a José Antonio Kast, con 4,79, y en el extremo izquierdo a Gabriel Boric, con 1,9 (apenas ligeramente superado por Eduardo Artés, con 1,67). Ambos son los candidatos más distantes del “centro” que supone la posición promedio; los más cercanos a ese punto son Franco Parisi y Marco Enríquez-Ominami. Y sin embargo, como han venido señalando todos los estudios de las dos últimas semanas, Kast y Boric aparecen con amplia ventaja en intención de voto.

Puede que las encuestas se equivoquen -como repiten majaderamente los comandos de uno y otro-, pero las tendencias son coincidentes con algunos hechos: por ejemplo, que los candidatos principales no han hecho esfuerzos significativos por moverse hacia posiciones más moderadas. En sus núcleos, siguen presentando visiones radicales acerca del pasado inmediato (el 18-O muestra el disenso más extremo) y también acerca del futuro, a pesar de que sí hay acuerdo en que las perspectivas cercanas de la economía son sombrías.

Una encuesta posterior a la de Criteria, esta vez de Feedback, ha sido la primera en dar una ventaja significativa a Kast, en primera y en segunda vuelta, y también en la mayoría de los atributos que hoy significan gobernabilidad, excepto en el de promover mayor cuidado con el medio ambiente. Este es un discriminador de la mayor importancia para los votantes jóvenes; y en él sólo Boric aparece con ventaja sobre Kast.

La única explicación teórica para este cuadro de aguda polaridad en las presidenciales es que se haya instalado como eje conceptual el de la inseguridad-seguridad, tanto en el campo del orden público como en el de la economía, una posibilidad que había sido sistemáticamente rehuida por los asesores de todas las tendencias. Este es un eje que siempre intenta promover la derecha, a menudo sin lograrlo, pero ya no se puede descartar que la radicalidad del juego político, en el Congreso, en la Convención Constitucional, en los partidos y en las redes digitales, haya terminado por impulsar su implantación en la elección de noviembre. La instalación de un eje suele ser una mezcolanza complicada entre la realidad y lo que emana de las campañas. Una manera de simplificar la decisión. O también una actualización del refrán acerca del que siembra vientos.

Eso es lo que sugiere también la distancia que favorece a Kast en el grupo D y a Boric en el C1, los dos grupos que suelen favorecer las posiciones más duras. Y es lo que sugiere, con aún mayor fuerza, el hecho de los demás candidatos hayan dejado de comportarse como opciones competitivas y estén actuando, más bien, como el que espera que un serio tropiezo saque del camino a los demás. Llama la atención que Provoste apueste tanto a un hecho como el cuarto retiro (de fama incierta incluso entre sus votantes) y Sichel cargue los dados con una enérgica crítica a los partidos (de incierta prestancia incluso entre los suyos).

Hasta hace unos meses se afirmaba, sin perder el tipo, que no era la sociedad la polarizada, sino las elites. Sin necesidad de discutir esa tesis, todo indica que ha sido superada por la dinámica política y social. Quizás no tenga las mismas connotaciones que en el pasado, pero la polarización lo ha permeado todo, hasta el punto de que la discusión social se ha ido desplazando hacia el terreno más angustioso de la integridad. Como también es usual en las últimas fases de campaña, se ha reducido el campo de batalla.

Si esto es así, si el eje principal de las elecciones es el de inseguridad-seguridad (y no, por ejemplo, el de cambio-continuidad, o renovación-conservadurismo, o cualquier otro similar), cabe suponer que influirá también en las elecciones parlamentarias. Esto puede afectar de manera inesperada, y en un tramo de muy cortos días, a las candidaturas más estridentes, que hasta hace poco parecían tener el protagonismo asegurado. Un tramo en el que cada paso en falso puede costar toda una elección, y acaso más de una.

Fríos polares 28 noviembre 2021

Chile camina hacia la segunda elección presidencial más estrecha en 30 años. La primera fue la de Lagos-Lavín, con dos diferencias sustanciales: ambos candidatos rasguñaban el 50% y los dos disponían de toda la flexibilidad política para buscar al centro en la segunda vuelta. En la del próximo domingo 19 de diciembre, en cambio, postulan dos aspirantes que no llegaron ni siquiera al 30% y ambos se ubican en posiciones tan distantes, que parecería difícil que puedan disputar porciones parecidas del electorado.

Y, sin embargo, están obligados a hacerlo. De otro modo su posibilidad de alcanzar la Presidencia se muere de muerte natural. La paradoja es que el principal problema para dirigir ese esfuerzo son los propios candidatos. Gabriel Boric y José Antonio Kast no se han caracterizado por su moderación ni por su disposición a entenderse con sus contrarios. Quizás no sean “ultras” como los define a menudo la prensa internacional, pero la identidad izquierdista de Boric es tan vehemente como la derechista de Kast. Ambos emergieron para desafiar y desplazar a otros dirigentes de sus espacios ideológicos, precisamente porque los consideraban poco ortodoxos, o poco decididos, o poco corajudos, lo que sea. Ambos encabezan la sustitución de las alianzas hegemónicas de la transición. Kast vino a corretear al lavinismo y Boric, al laguismo-bacheletismo.

Y con esas fuertes identidades sedujeron, entre ambos, a la mitad de los votantes del domingo pasado, que a la vez son menos de la mitad de los votantes habilitados. La cuestión de la abstención amerita una pequeña ojeada. Ninguna convocatoria electoral, de ningún tipo, ha podido elevarse a las viejas cifras superiores al 80% de participación desde por lo menos el 2009. El tránsito del voto obligatorio al voluntario no produjo ningún cambio positivo en esa tendencia. Dados estos dos hechos, quizás se deba aceptar que una mitad (fluctuante) de los habilitados simplemente no tiene interés en participar mediante el voto. Queda por saber si su forma de participación es otra o sencillamente no es ninguna. La libertad del desinterés es parte de las condiciones de la democracia.

El caso es que los dos candidatos a la segunda vuelta son minoritarios en el sentido estricto y deben salir a cazar algo así como dos millones de votos adicionales. Su situación polarizada, en las puntas del espectro, no es la que tiene la mayor parte de la población, pero esta se verá obligada a elegir en esa zona helada. En la élite y en las redes digitales se libra una feroz guerra de adhesiones, pero nada sugiere que esto apasione al elector cuyo voto anterior fue derrotado, ni al que permanece en la duda. Quizás hay una razón inexpresada: ni Boric ni Kast se ven preparados para gobernar. En el subsuelo de sus apariciones late lo que Elías Canetti llamó el miedo a mandar.

El mismo Canetti escribió: “Nunca he oído hablar de un hombre que atacara al poder sin desearlo para sí”. Esto parece contradictorio con el miedo, pero en realidad es parte de una misma dialéctica. Boric y Kast se han dedicado, en efecto, a atacar a los poderes gobernantes de los últimos años y abruptamente, sin mediar más de cinco meses, están ante la aporía de sustituirlos. Su propia sorpresa puede explicar la morosidad con que han actuado para reacomodarse, la demora en cambiar los comandos, las vacilaciones para modificar programas y discursos. (Esto es más visible en Boric, en parte por la sensación de derrota del domingo, en parte por la total ausencia de un plan alternativo).

Ambos se ven ante un cuadro político sustantivamente nuevo, cuya radicalidad sugiere dos opciones intelectivas: o el momento del clima de “revuelta” (como lo llama un libro reciente) iniciado el 18 de octubre del 2019 terminó, o la interpretación de ese momento estuvo siempre equivocada, acaso distorsionada por ciertos eslóganes de golpe fácil. Mientras falte información fidedigna, cualquiera de esas dos tesis tiene validez similar. Aceptarlas supone dejar a un lado las otras, las que se confirman y se admiran a sí mismas, para entender la naturaleza profunda del cambio que atraviesa Chile. Por desgracia, la política rara vez deja espacio a ese tipo de reflexión, y todavía es más rara la vez en que hay personal para realizarla.

Parte de este nuevo cuadro ya se ha instalado: un Congreso fresco está elegido, con unas representaciones que confrontan las lógicas imperantes tras la elección de la Convención Constitucional; ya se han los gobernadores instalado, con unos consejos regionales altamente discrepantes; los alcaldes se están acomodando a sus concejos municipales, y así por delante.

Debería ser un alivio para Boric y Kast saber que lo dramático de su competencia del domingo 19 está hasta cierto punto acolchado por poderes ya elegidos, pero también es otra fuente de tensión para un cuatrienio que enfrentará un panorama económico difícil. Si hay alguna diferencia resonante entre este nuevo gobierno y los anteriores, es que no asumirá con los bolsillos llenos, como ocurrió en los 16 años de Bachelet y Piñera.

Se puede dar por seguro que una gran parte de los votantes de diciembre se expresará contra algo, que habrá muchos votos por el mal menor y otros tantos por huir de fantasmas arcanos. Nadie está ofreciendo un nuevo país, aunque lo digan sus consignas. Más bien, los candidatos están representando la salvación de un desastre imaginario, la conjura de unos males más soñados que vistos, el terror a los cuatro jinetes. Chile se las tiene que arreglar por su cuenta.

El triunfo de una revolución 20 diciembre 2021

Gabriel Boric obtuvo el triunfo más resonante del último medio siglo. Consiguió el tercer mayor porcentaje de votos desde la restauración democrática (después de Bachelet 2 y Frei), con la mayor participación desde la instauración del voto voluntario. Lo segundo, probablemente, explica lo primero:  los 1,2 millones de votos que se agregaron a los de la primera vuelta se fueron a la candidatura del Frente Amplio, derrotando a los modelos matemáticos que indicaban un resultado estrecho. Tampoco será una sorpresa saber -cuando el Servel abra sus bases de datos, en unos meses- que la masa principal de esos votantes será de jóvenes.

Pero estos números son menos importantes que su significado profundo.

Una línea teórica de las ciencias políticas afirma que cuando una élite es desplazada por otra se debe hablar de revolución. Una revolución incruenta, sin derramamiento de sangre, pero con algún inevitable grado de brusquedad. Ninguna élite se deja desplazar sin resistencia. Boric llega al poder diez años después del movimiento estudiantil que lo instaló en la política, consumando el desplazamiento de la generación de la transición por una generación de jóvenes sub-40 que se ha propuesto terminar con las formas políticas de sus antecesores.

Es una generación que, como todas las jóvenes, no le tiene temor a la violencia ni miedo al desorden del universo, pero que está obligada a dejar esa y otras simpatías blandas en la misma medida en que tiene que tomar las responsabilidades del poder. Y más si se lo ha arrebatado a élites manifiestamente derrotistas, que opusieron sólo una resistencia floja e infiel, en parte porque se agotaron sus líderes con convicciones. En la conjunción de esa derrota con su determinación generacional y personal, el presidente Boric encabeza, por lo tanto, una revolución.

No es menos que eso lo que sucedió en las elecciones de ayer y lo que se vivió en las calles de las ciudades chilenas. En su primer y significativo discurso de triunfo, Boric redefinió las condiciones de esa revolución y la incrustó en 1) la tradición histórica de la democracia chilena y 2) el curso también histórico del pensamiento de izquierda, despojado de maximalismo y exclusividad. Pero, como también era inevitable, el discurso deja más preguntas que respuestas.

La primera de todas es la forma en que organizará su gobierno. De un lado, está la enorme diversidad de los sectores que le dieron el triunfo, todos los cuales tratarán de encontrar un lugar para disponer de poder. De otro lado, está un Congreso poco favorable, dividido, que sería difícil con cualquier gobierno, pero le ha tocado a él, antes de los 36 años, en una noche de euforia. Ambos elementos requieren flexibilidad y sentido de la eficacia. Un gobierno testimonial, dominado por los símbolos, es para este momento lo contrario de la eficacia.

En los próximos 50 días tendrá que quedar definida la mayor parte de lo que será el nuevo gobierno. La experiencia muestra que por lo general son días de gloria y proyectos fabulosos. ¿Cómo serán los de una revolución?

La metamorfosis 25 diciembre 2021

os datos que se han ido conociendo después del domingo 19 confirman que el triunfo de Gabriel Boric se funda en las mujeres jóvenes, menores de 30 años. Ellas son las que se movilizaron masivamente en la segunda vuelta en las comunas pobres; ellas salieron a alterar la correlación en las regiones que estaban semiempatadas; ellas -y no un cambio en los electores de Parisi- son las que dieron vuelta las cifras en Antofagasta y casi todo el norte.

Es cierto que la centroizquierda votó mayormente por el candidato de Apruebo Dignidad, pero con eso no bastaba. Como se dijo en estas páginas, si los votos eran los mismos de la primera vuelta, el resultado sería estrecho e incierto. Y como certeramente ha sostenido la diputada de RD Catalina Pérez, “el triunfo de Gabriel Boric tiene poco que ver con un viraje al centro y más bien habla de una amplia movilización ciudadana donde los jóvenes y las mujeres votaron para defender y avanzar en derechos y libertades”.

Las mujeres jóvenes determinaron que se produjera un milagro muy escaso en la política: el fenomenal desplazamiento de una o dos generaciones por la figura más joven de la historia nacional; no el cambio progresivo de una generación a otra, sino la sustitución completa, en un solo acto, en ocho horas de sufragios. Crudamente, esto significa que no tuvieron gran peso ni Lagos, ni Bachelet, ni los otros presidenciables, ni menos las contorsiones de Parisi. Los así llamados -con cierto retintín extorsivo- “votos prestados” no fueron más de lo que eran en noviembre. Como quiera que se distribuyeran esos votos en los modelos matemáticos, no cambiaban de modo sustancial la escena de la primera vuelta. Fue otra cosa.

Y todo esto lo confirma, de una manera parabólica, el estado de enamoramiento que rodea al presidente Boric en el plano interno y la curiosidad fascinada que suscita en el externo. Algo nuevo, que ocurre muy pocas veces en el planeta, despunta otra vez en Chile, el siempre sorprendente Chile. Los abuelos y los padres imaginarios pueden estar arrobados y orgullosos de lo que consideran un producto suyo, pero, tal como ocurre en las familias reales, eso tiene escasa o ninguna encarnación con la idea del futuro que portan los jóvenes.

Si hay una ancha corriente de la historia que pasa por debajo del presente, por ahora no es la que mueve al río: el caudal dominante es esa ideación del futuro, para la cual el pasado es más una limitación que una inspiración. Ahí es donde se estrella la tentación de comparar el fenómeno con la Unidad Popular: en 1970 triunfó un proyecto ideológico, en el marco de la Guerra Fría; en el 2021 se ha producido una revolución demográfica, en el marco de una ingente era digital. El amor, esta vez, nace de fuentes que tienen medio siglo por delante.

Boric se ha visto colmado de una admiración sentimental, afectiva, apasionada. El nuevo presidente es vitoreado, acogido, tocado y fotografiado como no lo ha sido ninguno en las últimas décadas. El significado preciso de ese afecto es misterioso; otra cosa es convertirlo en gobierno. Pero es claro que no se sustenta en el programa ni en el círculo que lo rodea, sino en el fenómeno mismo de haber triunfado con una movilización nunca antes vista, el despliegue de una generación que ha pasado bruscamente de la protesta continua contra el estado de las cosas a la obligación de hacerse cargo de esas cosas, con una firme determinación de cambiarlas.

Por las características de esta victoria, se tiene la tentación de imaginar que Boric tendrá una “luna de miel” más larga que lo usual, una cierta licencia para tantear, equivocarse, retroceder y avanzar, buscar la sintonía fina con el deseo de país de quienes le dieron el triunfo. Pero, claro, también es inevitable que la realidad, con su tendencia a ostentarse, se haga presente a través de la fragmentación de la política, de la cual es parte y símbolo la misma coalición triunfadora. Dependerá de él y del equipo que lo asista que esto no se convierta en parálisis política.

El presidente Boric ha querido mantener las tradiciones republicanas con su propio estilo, a pesar de las discrepancias que su entorno sostuvo en la tarde del domingo 19. El temido saludo de Sebastián Piñera, que algunos veían como “el abrazo de la muerte”, tuvo la solemnidad que era necesaria para cerrar el ciclo del combate electoral. Boric comprendió que ese era el verdadero cierre de la contienda y que habérselo saltado era como continuar en campaña. Era, en breve, como quitarles la confirmación a las mujeres de menos de 30 años.

Tampoco ha querido alienarse de los perdedores, invitando a todos a integrarse al proyecto que se pondrá en marcha el 11 de marzo. Es un gesto que separa a la figura del fondo y que revela que ha empezado a medir la dimensión del desafío. Piñera suele decir, con esa delectación que dedica a sus chistes favoritos, que este período es el mejor de un presidente: cuando todos lo quieren y las obligaciones aún no abruman. Por repetido que sea, ha de ser cierto. Pero el deslumbramiento con Boric tiene una singularidad única, acaso porque se asiste al nacimiento de una nueva figura, como la mariposa que se despliega desde su oruga.

Ahora ha entrado en las grandes ligas y esa aura probablemente lo protegerá en el año más difícil de su mandato, el primero, cuando tenga que enfrentarse al problema más sensible: la Convención Constitucional y el proyecto que debe ser sometido a plebiscito. Institucionalmente, esta no es una materia que concierna al presidente, pero Boric, que estuvo en todos los momentos que le dieron origen, tiene una propiedad que nadie más comparte. El éxito del proceso será la confirmación de su transformación. O lo contrario.

Un mundo en ascuas 2 enero 2022

Parece increíble, pero hace justo un año el “trumpismo” estaba preparando el más escandaloso atentado contra la democracia representativa que se haya presenciado en la cuna de ese sistema de gobierno. Seis días después, una turba peligrosamente armada irrumpió en las salas del Capitolio, en Washington, reclamando un fraude que habría impedido la reelección de Donald Trump. El episodio estuvo rodeado de intensos visos de irrealidad, hasta el punto de que muchos de sus promotores negaron más tarde que se tratara de una asonada. El hecho es que el propio Trump tuvo que intervenir para hacer volver a la turbamulta a sus casas.

Este fue el clímax de la política de las “verdades alternativas” propuesto por Trump, una forma de introducir en la sociedad democrática, con sus mismos instrumentos, la “corrupción cognitiva” (Rosanvallon) para dar a ciertas opiniones el mismo estatuto que los hechos. En verdad, es una ocurrencia tan antigua como la guerra, pero ninguna guerra había contado hasta ahora con la batería de instrumentos digitales para hacer creer que es cierto algo que no lo es. Por ejemplo, que una derrota electoral fue un fraude.

Así empezó el 2021. Y ha sido un año, como todos, cargado de acontecimientos. Pero hay tres que parecen definirlo: 1) el sentimiento de amenaza y zozobra que ha recorrido a las democracias occidentales, del que el asalto al Capitolio es un símbolo eficiente, pero no suficiente, para abarcar las tensiones del Reino Unido, España, Francia, Europa Oriental y África; 2) la percepción del inicio de un reordenamiento del mundo, con alcances y límites desconocidos; y 3) la extensión de la pandemia del Covid-19 a sus segundas y siguientes olas, acaso una sinopsis de cómo serán los futuros fenómenos pandémicos, de salud o de otros tipos. Las tres cosas parecen enlazadas, aunque es difícil identificar cómo y por qué.

Trump vino a recordarle al mundo que la democracia tiene un flanco débil frente a la voluntad de poder; que un líder autócrata o populista -casi siempre las dos cosas- puede dañar sus instituciones simulando que no lo hace o, más abiertamente, mintiéndole al pueblo; y que esos líderes tienen diversidad de entradas a través de las imperfecciones que la misma democracia produce en el cuerpo social, como la inequidad, el desequilibrio, la corrupción, la violencia y la anomia. Para estos líderes el problema no es la moderación, sino el ritmo en el que pueden ir quebrando las resistencias de las sociedades.

¿Es que esos defectos son endémicos, inherentes a un sistema que privilegia las libertades en vez de las equidades, o habrá formas de democracia que por fin los superen? Esa es la pregunta del siglo XXI. Mientras tanto, la gran lección vigente -el legado del siglo XX- es que, con todos sus problemas, “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás” (Churchill).

Estados Unidos creyó superar el trauma (¿cognitivo?) de Trump eligiendo a un veterano de intenciones impecables, suave, amistoso y de apariencia frágil, justo cuando la pandemia desataba la polémica entre los salubristas y el movimiento antivacunas (curiosamente, también alentado por Trump). Pero este desafío interno no consigue disimular que hay otro, mucho mayor, que ya pasó su punto de inflexión: el 2021 ha sido el primer año en que Washington se ve a la defensiva, disminuido, escuchimizado, por la emergencia de otra potencia con la voluntad de superarlo: China.

La desazón política y existencial dejada por la Segunda Guerra Mundial marcó a varias generaciones con la certidumbre de que la guerra, llevada a esas escalas, ya no era un recurso humanamente aceptable. Quizás esa conciencia hizo que la siguiente conflagración no pasara de ser una Guerra Fría y que se resolviera con la derrota de uno de los contendores, la Unión Soviética, por el efecto combinado de dos instrumentos: la tecnología y el capital. La elite soviética, que siempre creyó en lo primero y detestaba lo segundo, fue arrasada por la evidencia de que, sin recursos económicos, jamás podría imponerse. La estrategia china supera ese déficit. Está dispuesta a triunfar con recursos y con conocimientos. Su forma de comunismo es original y su ambición de superpoder también lo es.

Pero no es una democracia. El régimen político en que se sustenta es incompatible con sus deseos de globalidad y eso la conduce a dos opciones: el colapso o la confrontación con una parte de la humanidad que no está dispuesta a entregar sus libertades públicas. En el primer caso, sería el fracaso de otro sueño de sociedad perfecta; en el otro, una materialización de lo impensable, lo que fue inaceptable para las últimas generaciones del siglo XX.

Es curioso que el año de las superpotencias se cierre con Rusia aplastando otra vez a la disidencia interna y prolongando su ya larga amenaza contra Ucrania, donde, según distintos cálculos, se quedó entre un 25% y un 30% de las armas estratégicas soviéticas. Pero el juego de Putin, angustioso como puede ser, ya es de segunda liga. Puede querer llevar a Europa a una nueva situación de tensión extrema en el 2022, pero es difícil que pase de ser la pretensión de un tiranuelo. No se compara con el tamaño de las ambiciones de la nueva China.

China también fue el punto de origen del Covid-19, que cumple dos años obligando al planeta a tomar una panoplia de medidas extravagantes, como convertir a todas las personas en enmascaradas, cancelar los placeres más queridos del nuevo siglo -los viajes, las fiestas, las multitudes- y desolar las ciudades. El Covid-19 ha reconfigurado muchas prácticas sociales, posiblemente de manera permanente, y ha conseguido postergar temporalmente la otra idea apocalíptica, el cambio climático. Sin embargo, esa es otra materia en la que China tiene mucho que decir. O escuchar.- ¿Qué tiene todo esto que ver con Chile? Todo y, sin embargo, poco. El aliento de lo que pasa en el mundo parece llegar desvaído y algo retrasado al sur del planeta. En el mismo año en que realizaron las elecciones más importantes de su historia reciente, lo que los chilenos recuerdan más positivamente del año, según un estudio de Ipsos, son el IFE y el proceso de vacunación. Será, seguramente, una manera castiza de aterrizar los grandes dilemas del comienzo del siglo.

Dos fuegos 8 enero 2022

La elección de la mesa de la Convención Constitucional fue bochornosa para varios de sus participantes, pero no por su resultado, ni porque tuvieran que votar muchas veces, sino porque en cada ronda parecía erigirse un nuevo sistema de bloqueo que hacía imposible alcanzar un acuerdo. La cuestión de fondo, sin embargo, había sido planteada por constituyentes comunistas: se trataba de impedir que la Convención adquiriese un aspecto “centrista”. Esa es la explicación y el fundamento del bloqueo.

Cabe deducir que esa será la exigencia principal que se hará a María Elisa Quinteros y a Gaspar Domínguez. Pero, al final, el mensaje va dirigido al presidente electo, Gabriel Boric. La coalición del presidente había propuesto para la testera a Beatriz Sánchez, una idea que debió contar con la anuencia del presidente. Pero los convencionales, no sin cierta razón, estimaron que esto amenazaría lo que muchos convencionales estiman, no sin cierto exceso, que es el principio más preciado de la Convención: su autonomía. Beatriz Sánchez no significaba la subordinación a La Moneda, pero sí una cercanía que a muchos convencionales les parecía negativa, aunque por razones muy diferentes. El bloque del PC no puso el acento en esta relación, sino en la orientación de la Convención. Y esa, no la otra, fue la tesis que triunfó.

Puede sonar muy descarnado decir que el presidente fue derrotado en la Convención. Pero no es exagerado. Lo importante no son las personas rechazadas y elegidas, sino la tesis. En horas posteriores se ha discutido acerca del modo en que la coalición Apruebo Dignidad reparará la fractura exhibida en la Convención, que es lo mismo que discutir por qué no fue escuchada la posición de la subcoalición del Frente Amplio. ¿Cómo se traducirá el conflicto en la formación del gobierno y, lo que es más importante, en la necesidad de dar gobernabilidad?

El PC siempre ha creído contar con una “mayoría social” que durante muchos años no pudo expresarse. Ahora sí. Con esa convicción, no está dispuesto a aceptar que el gobierno que ayudó a elegir se muestre vacilante, timorato, “moderado”, en su proyecto de cambio social; el costo de tocar las libertades del liberalismo le parece subalterno. El PC fue leal al camino progresivo de Allende, porque confiaba en su experiencia de político fogueado. No es el mismo caso. Y, además, eran los 1970, no los 2020.

Pero el presidente no gobernará con la Convención (aunque ella puede derrumbar colateralmente al gobierno si produce una Constitución que resulta rechazada). Más importante para la marcha efectiva del gobierno es el Congreso. Allí ocurre lo contrario que en la Convención. En conjunto, Apruebo Dignidad apenas empata a la ex Concertación en diputados y es la mitad en senadores. Quien predomina es la derecha, especialmente en el Senado.

El nuevo Parlamento aún no se constituye, pero su composición es muy elocuente. Y lo que expresa, prima facie, es que no aceptará un gobierno impetuoso, radical, inmoderado, iliberal. Por lo menos, no les hará la vida fácil a los proyectos que presenten una voluntad refundadora. Tampoco será un Congreso disponible para aceptar excesos de entusiasmo de la Convención, como cambiar sus reglas o modificar sus mandatos. Hay un punto en que el Congreso y la Convención pueden verse enfrentados; es algo que no le conviene a nadie, pero nadie está libre de la incuria y el error.

De modo que, dos meses antes de terciarse la banda, el presidente ya se ve flaqueado por dos fuerzas radicalmente contrarias, con el agravante de que una de ellas lo ayudó a llegar a La Moneda y tendrá que estar en el intestino del Ejecutivo.

El presidente está en el medio. Quién lo habría dicho.

La teoría dice que cuando ocurre este tipo de cosas, también existe la posibilidad de escapar de la trampa. Esto significa administrar con enorme astucia las relaciones con los poderes laterales: usarlos para neutralizarse mutuamente. El Ejecutivo podría moderar a un Congreso muy hostil en alianza con la Convención, y viceversa. Pero este es un desfiladero enormemente peligroso, donde todo depende de que el otro no perciba la maniobra.

Las instituciones han mostrado sus peores rostros durante la crisis de octubre del 2019 y durante los dos años de la pandemia. Pero sus inteligencias no deben ser subestimadas para el momento en que se inicia una nueva normalidad. El presidente enfrentará un conjunto de problemas estructurales, desde la economía hasta la violencia, en la primera mitad de su mandato. Aparte de decisión, necesita cierta libertad para hacerles frente. Tras las votaciones de esta semana, no la está teniendo.

Boric, el primero y el segundo 16 enero 2022

En uno de esos discursos “de prueba”, tan propios de la transición entre un gobierno y otro, el presidente Boric rechazó, con algún aire de hartazgo, la idea transmitida por “algunos analistas” de que hay un Boric de primera vuelta y un Boric de segunda vuelta, distintos el uno del otro. En sus palabras, “analista” es cualquiera que haya emitido esa opinión en un medio público, lo que es bastante lícito, porque la categoría se ha vuelto difusa, hasta el punto de que ningún analista se quiere reconocer entre los analistas.

Fenomenológicamente, el presidente tiene razón: es la misma persona de las dos rondas electorales. Pero, al mismo tiempo, no la tiene. Políticamente, todo ha cambiado desde esa dramática elección del 21 de noviembre, que Boric perdió por dos puntos y que motivó la más extraordinaria movilización de votos nuevos que se recuerde en Chile, ese impresionante salto con que casi triplicó su votación. Ese giro sin precedentes es lo que ha creado el misterio central de este período: cuál será la interpretación hegemónica de lo que sucedió entre la primera y la segunda vuelta.

De todos modos, lo que le pasa a Boric no es nada nuevo: en 1997, la interpretación de unas simples elecciones parlamentarias fracturó a la Concertación en los “flagelantes” y los “complacientes”, porque todo programa de cambios se enfrenta siempre a las mismas disyuntivas: el ritmo y la radicalidad. La moderación y la inmoderación tienen estos dos significados; uno se refiere al tiempo que ha de transcurrir para las reformas, el otro a la profundidad con que se proponga sustituir a lo existente. La retroexcavadora de hace algunos años fue un buen ejemplo de inmoderación en los dos sentidos.

¿Por qué depende esto de cómo se interprete el resultado electoral? Porque es igualmente lícito entender que los nuevos votos fueron ganados gracias a la moderación, como entender que fueron ganados por otros factores, por ejemplo, la reacción contra la derecha. Es igual de lícito, pero las consecuencias de creer una u otra cosa son totalmente diferentes. Para comprender mejor esto basta con mirar la Convención Constitucional: entre los que creen que son herederos del “estallido” del 18 de octubre y los que creen que se deben al acuerdo del 15 de noviembre hay no menos que un abismo político y programático.

Lo que han mostrado los hechos posteriores a la segunda vuelta es que en Apruebo Dignidad viven las dos interpretaciones. Y un sector de la coalición, encabezado por el PC, se ha estado organizando para evitar que en el gobierno -paralelamente con la Convención- impere esa forma de moderación a lo que ha llamado como “centrismo”, donde se incluyen desde las formas socialcristianas, como la DC, hasta las socialdemócratas, como el PS.

A diferencia de lo que ocurría en la Nueva Mayoría, el PC se siente parte sustancial de Apruebo Dignidad, no como un invitado de circunstancias. No puede ser la actitud subalterna de entonces. Pero hay que decir en su favor que incluso entonces, incluso sometido a la aquiescencia de Bachelet, el PC mantuvo su crítica implacable hacia la Concertación y sus 20 años de gobierno. Esa versión es la que ahora domina en su coalición y por eso el movimiento hacia el “centrismo” (la revalorización de Lagos, Bachelet, el PS) le resulta un peligro objetivo, la amenaza de un retroceso que pudiese convertir al nuevo presidente en el jefe de una nueva socialdemocracia, más avanzada que la anterior, pero, al final, socialdemócrata. Siempre hay que recordar que en el mundo del PC esta es una mala palabra.

Sin ironía alguna, la situación más parecida a la de Boric es la que tuvo Patricio Aylwin en 1990: partidos con fines diferentes, una coalición de muchos componentes, poca experiencia en el aparato del Estado, focos de violencia instalada, escasa tolerancia a la oposición (y una oposición totalmente defensiva), una impaciencia por derribar la Constitución heredada, incluso una demanda por amnistía para presos políticos. Y, sobre todo, un sector que quería ir más rápido y más a fondo. Ya sabemos cómo fue la historia.

También sabemos que no se repite. El presidente tiene el viento a favor, pero no ha resuelto -no podría haberlo hecho a estas alturas- el salto entre la primera y la segunda vuelta. Aunque es el mismo, sin duda alguna.

Si se pone atención a sus palabras de estos días, parece más preocupado de asegurar que es capaz de ofrecer gobernabilidad, que no querrá pasar por encima de nadie, que se irá con prudencia y que quiere cumplir su programa. Es un esfuerzo de afirmación, no de desafío.

La bruma del tiempo 30 enero 2022

A comienzos de la década del 2010, en los años en que el presidente Boric todavía era estudiante, circuló entre algunos profesores de Derecho una cierta reivindicación del pensamiento del alemán Carl Schmitt. Un pensamiento que se creía superado por muchos filósofos del Derecho posteriores, pero que de pronto parecía adquirir nueva vigencia tras la megacrisis financiera del 2008. En Chile, esa crisis fue eficazmente atenuada por el primer gobierno de Michelle Bachelet y por eso quizás algunos de los promotores del renacimiento de Schmitt no lo ligaban a ella. Pero el aire mundial estaba impregnado de rechazo al liberalismo financiero y a las democracias liberales incapaces de castigarlo.

Quizás Schmitt tenga mucho que ofrecer a la reflexión sobre el Derecho, pero se le menosprecia si se cree que el pensamiento de un hombre inteligente puede ser recogido sólo por pedazos, los trozos que convienen, como si no fuese un sistema donde una cosa lleva a la otra y el todo es coherente, estructurado, integral. Hay una alegre fruslería en cortarlo en filetes de ideas.

Schmitt escribió principalmente en los años 1920, en una Alemania que, además de ser derrotada y devastada en la Primera Guerra Mundial, vivía en una ruina sin fondo, cargada con las compensaciones que le había impuesto el Tratado de Versalles. Como la historia también es integral, la guerra cimentaba el inicio de la modernidad, con su aspecto gaseoso, descomprometido, despolitizado, demasiado artístico y un tanto frívolo.

En ese ambiente de fracaso y disolución social floreció el Kulturpessimismus, el “pesimismo de la cultura”, una formulación intelectual para el hondo sentimiento alemán de decadencia e injusticia del mundo. Oswald Spengler escribió la piedra angular de ese estado anímico, La decadencia de Occidente, que se convirtió en la guía para explicar que las democracias liberales serían inevitablemente seguidas por períodos tiránicos, como el costo necesario para cerrar su ciclo que histórico, sangre lava la sangre.

De entre todos los intelectuales que siguieron esa línea, Carl Schmitt fue el más claro en proponer una salida para el problema de organizar la vida en comunidad en condiciones de extrema debilidad institucional: la política debía definirse, escribió, no a partir de la moral, ni de la religión, ni de las clases sociales, sino a través de la identificación de un “enemigo”. La cuestión central del poder caía en una lógica totalmente distinta de la conocida: lo primero era identificar con una causa e identificarse con ella hasta la máxima intensidad; luego, identificar a un “enemigo”, que se distinguiría con relativa facilidad: serían aquellos que exhibieran la máxima diferencia, la más absoluta distancia con uno, una “sustancia” distinta de la nuestra, incluyendo a los escépticos y los desapasionados. Sería una distinción entre “ellos” y “nosotros”. La cuestión de la “sustancia” fue uno de los aspectos problemáticos en los años que siguieron.

Hasta aquí lo que interesa de su pensamiento. En cuanto a su actuar, no fue incoherente. Schmitt se integró al Partido Nacionalsocialista y fue una inspiración constante para Adolf Hitler, que adoptó sus ideas sobre el “enemigo en sustancia” con el entusiasmo que es bien conocido. Sus demonios más grandes fueron la democracia liberal, con toda su ristra de libertades públicas, y los poderes económicos, a los que puso forzadamente al servicio de una “Alemania por sobre todos”. Otros juristas agregaron nociones coherentes, como la del “Estado absoluto”, una representación del Pueblo (Volk) encarnada en un líder también absoluto. Nadie ha olvidado al Führer y a sus camaradas de confianza -Göring, Goebbels, Himmler, Heydrich, Schacht-, pero muchos parecen querer esconder en la bruma del tiempo a sus intelectuales, Spengler, Ernst Jünger, Edgar Jung y, por supuesto, Carl Schmitt.

Estas ideas costaron las vidas de por lo menos 50 millones de personas y arrastraron al mundo a la guerra más cruel de la historia. Ningún intelectual puede sentirse libre de esa responsabilidad y ningún profesor que las mencione -por omisión o por ignorancia, a menudo más lo segundo que lo primero- puede referirlas sin ese contexto de horror y devastación.

Pero no fueron pocos los que así lo hicieron. La noción del “enemigo” como base de la política vino a servir a la izquierda post soviética, una neoizquierda que necesitaba una nueva narrativa en contra del liberalismo, al que, como expresión refleja de su propio reposicionamiento, pasó a llamar neoliberalismo. Los jóvenes de hoy creen que todo rechazo al Estado es neoliberal.

La consecuencia inmediata es que si el liberalismo estaba demasiado asociado a la democracia representativa, correspondía atacar a ese tipo de democracia. Si la representación se llevaba en un Congreso, entonces debía reestructurarse la idea misma de congreso (por ejemplo, en las asambleas nacionales). Y si estaba asociado a libertades cívicas, como las de expresión y de prensa, también ellas merecían ser reformuladas conforme al principio del “enemigo”. Estas son las ideas que ordenaron y arreglaron Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y otras figuras del neopopulismo latinoamericano, que toman casi tanto de la izquierda radical de los 70 como de la derecha extrema de los 30. La bruma del tiempo difumina las fronteras.

Lo que mejor los hermana es su rechazo a ese tipo de democracia “blanda”, la liberal, que no quiere politizar la vida entera, que desmoviliza, que tiende a ser conformista, que carece de pasión y de fiereza política y que nunca, nunca resuelve los problemas de todos. El profesor Michael Walzer advirtió hace unos años que el activismo político siempre avanza en una dirección contradictoria con las ideas de civismo y tolerancia.

¿Cómo se convierten esas tesis en una política de gobierno? La experiencia reciente muestra que la izquierda neopopulista tiene una capacidad adaptativa que no tenía la tradicional, acaso porque cuenta con un dispositivo cognoscitivo esencialmente voluble. En Venezuela, por ejemplo, se gobierna en contra del “enemigo en sustancia”; en Argentina, en cambio, es preferible gobernar para los “amigos”, que son demasiado cambiantes; España vive una experiencia donde prevalece la incerteza, porque no ha sido resuelto el problema previo de la hegemonía política.

Lo cierto es que las ideas de Schmitt y sus contemporáneos deberían calificar en la categoría de “pensamiento abominable” que la humanidad le asignó al conjunto de la ideología nazi. La bruma del tiempo hace creer a veces que los fanatismos que acompañaron a la Segunda Guerra Mundial existieron sólo en el campo militar y se expresaron sólo en sus payasadas desactualizadas. En esa bruma tiende a borrarse el recuerdo de que hubo un pensamiento detrás de ellas, y profesores e intelectuales que lo difundieron. Y otros que lo resucitaron.

Los balazos en Ercilla 20 marzo 2022

El gobierno de Boric empezó, como lo hacen muchos, con un esfuerzo por copar la agenda pública. Un empeño, en este caso denodado, por diferenciarse del gobierno saliente, sobre el cual mantiene el juicio que tenía mientras era parte de la oposición más implacable, pero que ahora debe abordar desde la perspectiva de la continuidad republicana. Es siempre una paradoja en la que cuesta encajarse.

Lo que ocurrió esta vez es que el principal acto inaugural fue una buena idea convertida en mala en virtud de su ejecución. Era una buena idea que la ministra del Interior, Izkia Siches, debutara el lunes en La Araucanía, subrayando la prioridad que el gobierno confiere a la situación de esa zona. Era una mala idea que lo hiciera en Ercilla, uno de los lugares más candentes, sin tomar el cúmulo de previsiones que podía ser necesario para que no la recibieran a balazos. Sin embargo, tampoco se puede pedir a ningún ciudadano -autoridad o no- que no pueda circular por caminos que son públicos. Ambos son delitos: interrumpir vías y usar armas de fuego sin autorización.

La reacción de la ministra ha sido evitar la presencia de esos delitos. Aceptar que lo son podría complicar lo que desea, que es abrir una ruta de diálogo, con la idea fija de que el gobierno de Piñera no hizo nada de eso, sino todo lo contrario. Terminar el estado de excepción es otra parte -coherente, racional- de ese enfoque.

Y entonces, en un acto que es casi de diseño, desvió la atención hacia la prensa, anunciando la preparación de un manual de buenas prácticas para referirse al pueblo mapuche. Hay que entender que ese manual aún no existe, pero la ministra “colgó” en su cuenta de Twitter otro, anterior, elaborado por dos periodistas étnicas, que es altamente normativo. Muchos de los contenidos de ese texto son adecuados no sólo para el pueblo mapuche, sino que servirían para poner atención al tratamiento de muchos otros grupos sociales de Chile. Al mismo tiempo, sin embargo, representa un punto de vista comprometido, no esconde su orientación ideológica y, por lo tanto, no podría servir a la libertad editorial de los medios. Es un trabajo laborioso, interesante, dentro de sus propios márgenes.

La ministra Siches declaró que no sería el propósito de su futuro manual servir como censura a los medios. Es una promesa para retener, porque los manuales oficiales siempre tienen una inclinación restrictiva. Su fin es crear homogeneidad, no respetar la diversidad ni el pluralismo. Por eso suelen ser un instrumento autoritario, salvo cuando -como anunció la ministra- tienen un propósito de homogeneidad dentro del gobierno, y no fuera de sus dispositivos de comunicación. Dentro de ese espacio pueden cumplir su vocación de instrumentos disciplinarios.

Nunca es fácil convivir con una prensa libre, pero es imposible conservar la democracia sin ella. La tentación de parametrar sus conceptos y sus orientaciones infantiliza a la prensa y también a aquellos que pretende proteger. Es el reflejo de una mirada simplificadora y paternalista sobre la complejidad social. Pero -de acuerdo con sus dichos- lo que busca la ministra Siches dista mucho de tal cosa.

Esto es importante, porque el conflicto mapuche -y no “el conflicto del Estado con el pueblo mapuche”, como exige el manual anterior, puesto que esto simplemente no es cierto en muchos de los casos de violencia- no se resolverá con la imposición de un punto de vista en contra de los otros. No se resolverá si no se aceptan todos los puntos de vista en conflicto, aunque tome mucho tiempo. Esto se lo dijo a Fernando Paulsen el exministro Alfredo Moreno, a quien se atribuye la calidad de haber sido el único que se acercó a conseguir una conversación fecunda acerca de la situación del sur.

Moreno estuvo en esto durante el 2018 y parte del 2019 y lo dejó, no después del asesinato de Camilo Catrillanca como usualmente se cree, sino después del retorno de los atentados violentos en la zona, que cancelaron la posibilidad de continuar sin la presencia de fuerza estatal. Es probable que fuese justamente lo que buscaban los autores de esos hechos: esa es la copiosa experiencia de los grupos violentistas en Chile y el mundo. Esto ocurrió en la primera mitad del segundo período de Piñera. En la segunda mitad, en cambio, se pasó cinco meses con estado de excepción, y tiene razón Siches cuando dice que la excepción no puede ser permanente. ¿Cuál es la otra opción? Conviene escuchar la principal lección de Moreno: “Hay que ocupar muchísimo tiempo”.

La advertencia sugiere, con toda nitidez, que no podrá ser la ministra Siches quien lleve el proceso, a menos que se dedicase exclusivamente a él. El envío a La Araucanía del subsecretario Manuel Monsalve, un socialista experimentado y de peso político, es un indicio de que el gobierno tendrá que estructurar un diseño especial para el caso, sin rodearlo de espectacularidad noticiosa ni del protagonismo oficial. Vale decir, evitando las fantasías de un éxito rápido y de una refundación de un debate que pasa de 200 años.

El gobierno de Boric tiene la preciosa oportunidad de cambiar el eje de la discusión sobre La Araucanía. Los que dispararon en el camino de Ercilla le han planteado un desafío violento, delictuoso, pero no decisivo. Sólo han mostrado la inmensa complicación que ha alcanzado la ocupación territorial en la región, antes siquiera de discutir si ella es legítima o no y si ese territorio está sujeto a un estándar diferente de los bienes públicos que el resto de los chilenos está obligado a respetar. Le han hecho ver que los gestos publicitarios no son suficientes, ni siquiera bienvenidos.

Tampoco lo sería dirigir a la prensa.

Materiales esparcidos por el suelo 17 abril 2022

¿Cómo medir lo que le pasó esta semana al ministro Mario Marcel en su primera refriega importante, la del quinto retiro? Con buena voluntad, se puede creer que fue un retroceso táctico para defender lo esencial (la nueva bola de presión inflacionaria). Pero la verdad es que más parece lo contrario: una derrota estratégica en la unidad de propósitos del gobierno. El tiempo dirá. No mucho tiempo.

En todo caso, ahora sabemos un poco más acerca de octubre de 2019. Lo que se devastó en esa disrupción no fueron sólo las plazas de las ciudades, sino también algo más sutil, más invisible: la idea de representación con que los parlamentarios quedaron después de esa fecha. Hasta entonces se entendía que “representar” consistía en equilibrar el estado del país con las demandas de los electores personales. Aterrados, los parlamentarios se refugiaron en lo último. Sólo importan los que me reclaman el 10%.

El Frente Amplio quiso creer que esto ocurría únicamente porque allí estaba Piñera. No es una novedad que no estaba preparado para triunfar; nunca se dio cuenta de que lo que decía ayer podría serle fatal mañana. Ahí está el alcalde Jadue, como un Pepe Grillo jacobino, para recordarle cada frase de ayer. ¡Qué difícil refutarlo!

Resultado: el principal ministro para la crisis económica, zaherido.

La propuesta “alternativa” de retiro previsional presentada por el Ministerio de Hacienda es un triunfo del ingenio, pero no alcanza a ocultar que el problema de fondo es que se está disputando el poder: dentro de la coalición de gobierno y entre el gobierno y un Parlamento anarquizado, que en su grado alto desafía las certezas técnicas de su ministro más competente (“no mintamos”, ha escrito un dirigente del PC) y en su grado bajo simplemente afirma que no, que no pasa nada, que el ministro es un cuco.

Es una notificación. El Congreso no era otra torpeza de Piñera. Es lo que le espera al nuevo gobierno. La dinámica autodestructiva (no se ha detenido) mantiene su inercia, que ni siquiera la derecha -ahora en la situación más cómoda de ser la única oposición- logra controlar en sus filas. El nuevo sistema electoral, el voto voluntario y todas esas novedades no han cambiado nada; ya llegará la hora de estudiar si más bien no han contribuido a la crisis del concepto de representación.

El gobierno está entrando en un callejón muy amenazante. Demasiados errores, demasiado personal no calificado, demasiadas disculpas, demasiada contrariedad en la coalición, demasiada presión desde la izquierda, demasiado desafío de la violencia pública, un Parlamento hostil y una Convención Constituyente demasiado entrópica. No ha tenido luna de miel: en un mes ha perdido la popularidad que otros empiezan a perder después de los 90 días. ¿El Presidente? Un poco ausente, dejando que sus ministros hagan el juego.

Las amenazas no son tan lúdicas. Ya está aquí, adelantada respecto de lo que se creía, la inflación, doméstica y externa (en el Reino Unido se le está llamando “crisis del costo de la vida”), cada vez con más presiones para afrontarla mediante un dinero público que no existe. Los estragos de la guerra en Europa empiezan a llegar como lentas olas demoradas. El paquete de ayuda social del gobierno, que debía ser su gran golpe estratégico, se ha hundido en la ola más violenta del quinto retiro.

La agenda legislativa está dañada después del golpe a Marcel. Los proyectos que vengan serán probablemente sometidos a la misma tensión desde el maximalismo. La violencia (no se ha detenido) mantiene secuestradas áreas urbanas y rurales y la policía, fuera de no dar abasto, no muestra el menor interés por arriesgarse a ser acusada desde sus propios mandantes.

A las ideas sui generis de la Convención se les han cruzado las personalidades más diversas; es difícil seguir sosteniendo que está asediada por un solo flanco. Se siente única en la historia y, al menos en un sentido, lo es: fue elegida con un sistema electoral de excepción, que no coincide en nada con los demás órganos de elección popular y que probablemente será irrepetible.

Pero eso no la hace “histórica”, a menos que lo sea su resultado. La fijación igualitarista que derriba los liderazgos internos ha derivado en una forma solipsista de tratar las materias, que desacredita toda crítica externa, casi como si no supiera que, después de pasar por sus propios sistemas, al final tendrá que enfrentarse a la votación de todos esos que están afuera, los 15 millones de advenedizos que tendrán que reconocerse o desconocerse en el nuevo texto.

La pelotera de las propuestas expresa ristras de ansiedades, esperanzas, deseos, muchos de ellos largamente insatisfechos o reprimidos, pero otros tantos producidos por la propia imaginación emancipatoria. ¿Cabe imaginar siquiera que todas esas expectativas sean satisfechas por un nuevo texto?

El gobierno está atado al resultado del plebiscito con que culmina la Convención. Suena trágico en el sentido clásico: una fuerza externa, que escapa a su más mínimo control y, sin embargo, lo condiciona, en este caso por el resto del cuatrienio. Esto, en el supuesto de que el plebiscito es exitoso y sólo produce las frustraciones del libreto. Si fracasa, ni hablar: gastará todo su tiempo en encontrar una nueva salida para el problema constitucional. La Constitución no será la solución de los problemas de Chile; a estas alturas podría ser un problema más.

Como todas las sociedades, la chilena está divida en dos mitades, o en tres tercios, o en todos los pedazos que se quiera. Tiene y tendrá diferencias de difícil escapatoria, en valores, intereses, opiniones, subculturas y generaciones. Se puede trabajar con esa realidad o se puede nadar infinitamente contra ella.

“Aquí están los materiales esparcidos por el suelo”, escribió Emerson, en referencia a la construcción social. Quería decir que se los puede reunir con éxito, pero también desunir catastróficamente.

El aspecto de cachivache 15 mayo 2922

La Convención Constitucional terminó la segunda fase de su trabajo, que se presumía la más compleja. En realidad, ha sido tan compleja como la primera, aunque algunos opinan que aquella consumió más tiempo del conveniente en los pasos de instalación y discusión del reglamento.

La expectativa sobre un debate reglamentario más breve suponía que los convencionales elegidos tenían experiencia en el tipo de confrontaciones que se dan en un parlamento o en una comisión especializada. No era así. La mayoría de ellos fue elegida con el rótulo de independientes, una fórmula engañosa que a la postre significó que sólo eran independientes respecto de los partidos tradicionales. No lo eran en el sentido en que el pensamiento conservador suele entender la independencia, que es una cierta despolitización, como la que prevaleció en los primeros 10 años de gobiernos de la Concertación. Eran productos, más bien, de la politización creciente que se desarrolló en los siguientes 10 años de la misma coalición y que estalló como granada a partir del 2010. Estos independientes venían de ese intenso período de politización sin partidos, o fuera de ellos y contra ellos; no carecían de opiniones políticas, sino, al revés, las tenían en grado sumo, sólo que fuera o en contra de las instituciones.

La mayoría de estos independientes procedía de grupos movilizados en otras escalas, quizás menores o menos públicas, pero en ningún casi menos intensas. El debate del reglamento fue un adecuado enmascaramiento para una necesidad mucho más sentida en esos grupos: hacerse ver, notar, levantar la voz, incluso insultarse, como si ese fuese el modo de combatir toda hegemonía, política, social, intelectual, cultural. Se hallarán pocos reglamentos institucionales que contengan un acápite que señale entre los deberes de los miembros “tratarse unos a otros con consideración y respeto” (título II, párrafo 1°, artículo 23, numeral 11). Este, como otros de esos acápites, tiene un aire más religioso que político: parecen mandamientos, no normas jurídicas.

La mayor parte de la reivindicación identitaria que se desplegó en ese período, y que constituyó la base de discusión para la posterior presentación de normas, no fue un fenómeno local ni novedoso: todas estas afirmaciones vienen fastidiando a los partidos tradicionales en distintas partes del mundo, sin que siquiera sea claro si favorecen a la izquierda o a la derecha. Son la alteración de la política por la politización. Esa intromisión ha hecho que la palabra “progresismo” (tan asociada a hegemonías pasadas, el PS, el PPD, y tan extraordinariamente poco usada en la Convención) haya sido una de las primeras bajas y ya luzca -Borges dixit- ese aspecto de cachivache que tienen los cadáveres.

En esta segunda fase, la Convención tuvo la suerte de no sufrir un segundo caso Rojas Vade, que quizás hubiese sido letal. Pero se permitió toda clase de excentricidades, porque las ansiedades de la primera fase no se podían saciar sólo con un reglamento. Ese período es el que acabó ayer. Mañana se conocerá el texto que será entregado a las últimas tres comisiones en las que la Convención vivirá sus últimos días, hasta el 5 de julio, comisiones en las que se deposita una expectativa acaso desmedida de perfeccionamiento. Cada fase ha sido menor que la anterior, como un juego de muñecas rusas… o como fue, también, la tramitación de 1980 y la del 2005. Tampoco en esto se ha inventado la rueda.

¿Cumplió la Convención con las expectativas? Es muy difícil responder a esto: primero, porque es probable que haya tantas expectativas diferentes como grupos de intereses parciales se han descubierto en el país; segundo, porque no se conoce el texto terminado, ni menos el final, y tercero, porque la única verdadera ocasión para disipar la duda ocurrirá en cuatro meses más.

Lo que no cumplió son ciertos estándares que los convencionales podrán, si quieren, llamar accesorios. Por ejemplo, el deber de síntesis que es inherente a todo artefacto lingüístico: el texto que se entregará mañana es el más largo de América Latina y de gran parte del mundo. Tampoco con la accesibilidad, que supone no sólo que las oraciones sean claras, sino que tengan coherencia recíproca (la Corte Suprema hizo una severa cantidad de observaciones de este tipo). Tampoco con el propósito de transparencia deliberativa: normas rechazadas varias veces fueron presentadas de nuevo a través de otra comisión, una truculencia que hasta la supuesta sede de la trampa legislativa, el Congreso, consideraría antiestética.

En círculos proclives al gobierno se ha ido instalando, además, la consigna de que cuanto antes desaparezcan los convencionales de la vista pública, mejores son las posibilidades de que el texto final sea aprobado. Esa tesis supone que ese texto será superior a las veleidades de las personas que lo prepararon; o, en su línea inferior, que el bienestar del gobierno depende de que la población se olvide de la elaboración de la nueva Constitución.

Esto no ha de ser muy halagüeño para los convencionales. No hay duda de que preferirían pasar a la historia en un papel más noble que el de cachivaches que es explícito en esta idea. Pero si así se plantean las cosas, la mayor expectativa no cumplida sería la propia calidad de los convencionales, que la democracia, representativa, corregida, proporcional, y con asientos reservados, debería haber garantizado. Si no fue así, si la democracia no dio con ese resultado, todo el proceso sería un cachivache. Toda una teoría social estaría frente a un desgarrador riesgo de iniquidad.

Las cosas serán más complejas. Para bien o para mal, de la Convención se hablará todavía por muchos, muchos años.

Sinopsis de la sociedad violenta 29 mayo 2022

La paradoja más chillona, más estridente, más burlesca y sardónica de estos días es la siguiente: el gobierno debutante proclama su fervor por la educación pública y la Convención Constitucional, siempre un paso más lejos, casi la santifica como la única educación posible; y eso, en el mismo día, hora y acaso minuto en que la educación pública se incendia en los patios de los que fueron sus mejores colegios. Es lo que Fromm llamó pensamiento doble.

Hace unos días, el profesor Gonzalo Saavedra, rector dimisionario del Instituto Nacional Barros Arana, el histórico INBA, describía su desaliento tras las experiencias de violencia con sus alumnos, uno de los cuales lo estrelló de una patada contra una reja: “A nadie le interesan estos cabros”.

La destrucción de los colegios mal llamados “emblemáticos” comenzó con la leyenda de la selección. En verdad, el Instituto Nacional, el Liceo 1, el Liceo de Aplicación, el Barros Borgoño, el Carmela Carvajal, el INBA, el Amunátegui, no deberían ser definidos por una metáfora vacía y pacotillera, sino por su condición esencial: colegios públicos, estatales, laicos, de alta calidad docente y de selección.

Hay alguien -más de alguien- que ha creído que selección es sinónimo de discriminación o segregación social, de seguro ignorando que en esos colegios fue donde radicó por dos siglos la zona más importante de las transferencias interclasistas en Chile. No han sido colegios de la aristocracia ni del lumpen, sino de toda la ancha franja intermedia que ha formado la mayoría del país. No ha habido otros espacios donde se pudiera aspirar a un cambio en las condiciones de vida en una sola generación. Tampoco han sido colegios para “igualar la cancha” desde la partida, porque la mayoría sólo imparte los cursos del ciclo secundario (desde séptimo básico o primero medio, según el enfoque), cuando los niños ya tienen un currículo y los padres han tomado una decisión sobre su futuro. De esa lógica nacía su selectividad.

En los últimos años, ya no necesitan seleccionar. Simplemente, no llenan sus cupos; no hay postulantes suficientes y será difícil que los haya mientras sea ostensible que en ellos hay más jornadas de violencia que de clases. Avanzan hacia un destino de edificios en ruinas.

Nada ha sido más destruido que el Instituto Nacional (como síntesis y decano). El lunes 23, un grupo de alumnos incendió la Inspectoría General, el sancta sanctorum de la disciplina interna. Al parecer, conmemoraban la ingloriosa muerte de un anarquista cuando le estalló una bomba por anticipado. Lo mismo hacían, a 15 cuadras, otros alumnos del Liceo de Aplicación, vestidos también con los overoles blancos que son el traje de guerra del anarquismo, ya no “punki”, sino estandarizado.

A esos muchachos los han convencido de que es necesario destruir para construir lo nuevo. Alguien debería aclararles que no, que no es así, que esa no es más que una figura retórica, porque una vez liquidado, el Instituto Nacional desaparecerá para siempre, repudiado como la chatarra intelectual hacia la que va derivando, sostenido apenas por unos pocos profesores ya exangües.

Alguien debería decirles también que es falso que sea necesario eliminarlo para crear un modelo perfecto de educación pública igualitaria, porque tal modelo simplemente no existe. La muy admirada educación holandesa no sólo es selectiva en términos académicos, sino, además, durante la trayectoria de los alumnos, el tan famoso como temido tracking. Y en la francesa, es en esa franja donde se inicia nada menos que la carrera de los políticos y altos funcionarios del Estado.

Alguien debería decirles que el Instituto Nacional brilló por su actividad política -y fue la cuna de muchas carreras políticas-, no por la violencia. El molotov no era un argumento. El Centro de Alumnos podía ser disputado a garabatos, no a cuchillazos. No es la política la innovación, no es la politización, sino la creencia de que la violencia es una forma superior de la política.

Y alguien debería decirles, por fin, que hay una ideología que los detesta, que los quiere ver en el suelo o entre las llamas, porque ya es bastante desagradable que hayan llegado allí como para que, además, obtengan una educación de calidad. La expresión naif y remota de ese rencor fue el ministro que les quiso quitar los patines, Nicolás Eyzaguirre, en la época en que era arrastrado por la ley de Peter a la condición de titular de Educación. Hay otras muchísimo peores.

La adolescencia es dura, incómoda e insegura. Se es todo y nada. El futuro es una escalera para arriba y para abajo. La vida se ofrece y se esquiva. “Hay algo aterradoramente puro en su violencia y su sed de autotransformación… su rabia es combustible”, escribió Philip Roth a mediados del siglo pasado. Y cien años antes, Dickens ya divisó a esos docentes en los que impera “la ficción lamentable y ridícula de que todos los alumnos son niños inocentes”. Por 200 años, comprendiendo lo uno y lo otro, hubo en el Instituto Nacional comunidades sucesivas que lo convirtieron en el modelo de la educación pública, estatal, laica y de alta calidad. Las de los últimos años lo han transformado en la imagen de unas generaciones infernales, “dispuestas a hacer cualquier cosa que, en su imaginación, pueda cambiar la historia” (Roth, de nuevo).

Sería injusto -incompleto- no agregar que la violencia que impera en los colegios públicos es un espejo deformado de la violencia que se ha tomado a amplias capas de la sociedad chilena, frente a la cual este gobierno, como los anteriores, interpone más declaraciones que acciones, un empedrado de buenas intenciones. Es muy violento que los jóvenes preparen cócteles incendiarios en sus patios, pero no lo es menos que otros circulen con puñales o destornilladores, como dijo el exrector de INBA. La violencia incontrolada de estos jóvenes es la sinopsis de la sociedad de mañana.

La educación pública está perdiendo su batalla de fondo en el Instituto Nacional, mientras quizás la esté ganando en la categoría de las frases vacías.

Sería el crimen histórico de la clase política de estas épocas.

Abrir los ojos con tiempo 17 julio 2022

Lo que le está pasando a la Democracia Cristiana es una sinopsis de lo que le va a pasar al país en las siete semanas que vienen y una conjetura de lo que le puede ocurrir más allá. Es cierto que la deriva autodestructiva de la DC lleva ya varios años, casi independientemente del desarrollo político, con un clima de pasiones reverberantes que parece buscar nuevas disputas más que resolver las pendientes. La lógica diría que un partido que en 30 años ha perdido 50 diputados y ocho senadores (¡cuando ambas cámaras han aumentado!) tendería a replegarse sobre sí y a buscar las fuerzas para volver a crecer. No es así: lo que ha crecido es el apetito por la expulsión.

De acuerdo: el de la DC puede ser un caso de canibalismo celular. No hay ningún otro partido que se haya atrevido a amenazar con la expulsión a figuras “notables”, y menos a un expresidente de la República, por disentir de una opción electoral. No se ha oído que en el PS o el PPD alguien haya imaginado tal cosa respecto de Ricardo Lagos. Igual que Lagos, Eduardo Frei meditó mucho tiempo, conversó con mucha gente, consultó a muchos correligionarios y en su caso firmó, con otros siete expresidentes del partido, una petición para declarar la libertad de acción, por el hecho simple, y visible para todos, de que el plebiscito del 4 de septiembre lo desgarraría. Desde que esa propuesta no fue atendida, lo que ha sucedido se volvió predecible.

Lo primero que muestra el caso de la DC es que la definición blanquinegra de Apruebo o Rechazo infectará en estos días a todos los espacios comunitarios, cualquiera sea su tamaño. La polarización es el resultado inevitable de someter a la sociedad a la idea de un corte histórico, donde cada opinión adquiere el viso de una definición épica, es decir, trágica. Los países salen generalmente mal de ese estado de ánimo; los únicos que no pueden ignorarlo son los partidos.

La polarización se agudizará a medida que se acerque el 4 de septiembre y permanecerá una vez que pase. Esto es lo que trata de evitar el Presidente Boric cuando imagina una alternativa que, a la vez, mantenga la voluntad reformista y llene el vacío de un rechazo a la propuesta de la Convención Constitucional. El gobierno ha comprendido que la polarización puede servir para ganar elecciones, pero es una desgracia para gobernar.

La segunda dimensión envuelta en el caso de la DC tiene alcances más largos. El rechazo a los “notables”, el desprecio a las autoridades pasadas y la amenaza contra Frei reproducen un cuadro de repulsa a las élites similar al que prevaleció en los días del 18-O. La Convención se sintió siempre heredera de ese espíritu y por eso persistió con denuedo en desechar a todos los posibles líderes, políticos o intelectuales, como se expresó en la noche de la elección de la segunda mesa, noche de Walpurgis en la que hubo más votos en contra que a favor de algo.

El antielitismo no es lo mismo que el populismo, pero en las sociedades actuales se funden en un abrazo muy estrecho. Comparten el rechazo a la riqueza y al poder económico (ese es el punto de partida), y luego a la política y los partidos, a la educación, a la burocracia estatal, a los símbolos de poder, a la meritocracia igual que a la aristocracia y, en forma muy especial, a cualquier modalidad de autoridad histórica. Se trata de reinterpretar todas las formas de poder como herramientas de la élite para mantener excluidas a las masas populares. Ya no es explotación, como en el marxismo clásico, sino exclusión o, en un lenguaje más postmo, “invisibilización”. Ya no se trata de la plusvalía monetaria, sino de una plusvalía existencial.

Algo de esta borrasca intelectual permea también al gobierno del Presidente Boric. De ahí nacen sus aparentes descuidos, su aspecto de informalidad deliberada, sus rifirrafes con lo institucional. Sólo que, más temprano que tarde, el gobierno está obligado a gobernar, y eso le exige preocuparse de cosas tan elitarias como la inflación, el orden mundial, la violencia y lo que pasa después del 4 de septiembre. El nuevo planteamiento de Boric se sitúa precisamente en el rango de lo que se podría llamar “conciencia de gobierno”.

La cuestión crucial es que el impulso populista tiene una relación únicamente de oportunidad con el plebiscito; se juega mucho en él, pero no se juega todo. Consiguió imponerse en las deliberaciones de la Convención; pero no se ha impuesto en la sociedad de una manera inequívoca y tendría dificultades para volver a imponerse en un proceso constitucional nuevo. Nadie debería extrañarse si el Presidente es acusado de traición por haber abierto esa posibilidad; pero de otra manera, el 5 de septiembre el gobierno se quedará con un país dividido y una mitad enojada, ofendida y desilusionada.

En el 2019, la pulsión populista chilena se mostró como una de las más vigorosas del mundo. Sólo que, a diferencia de la política bufa de Italia, de la necrosantería venezolana o de la política mafiosa del Este europeo, ha carecido de líderes que traduzcan sus deseos. Ese espacio está vacío y a la espera de que aparezca la figura redentora. Si hay un peligro para la democracia chilena, se agazapa mucho más en ese trono vacante que en las veleidades del plebiscito, que después de todo no será más que un accidente, feliz o penoso, para el proyecto del poder puro y duro. De verlo a tiempo depende la posibilidad de contenerlo.

Eso es lo que hoy se le escapa a la mayoría de los partidos: lo que tienen al frente no es una vieja élite agotada, sino una nueva élite que querrá constituirse sobre sus ruinas. La salida de la trampa de la antipolítica no es la claudicación, sino alguna forma de autoafirmación, alguna memoria de que los partidos fueron los grandes cauces del pueblo y no sus enemigos. Hay que recordar a Gracián: “Ni la promesa inconsiderada ni la resolución errada indicen obligación”.

El país del 5 13 AGO 2022

Hay algo demasiado ríspido en las campañas para el plebiscito del 4. En un país que lleva bastante más de 30 años con intensa práctica electoralista, cabría esperar más cuidado, más sutileza, más profesionalismo. En la propaganda política, el exceso de elaboración plantea el mismo problema que el exceso de crudeza: todo parece falso. La artillería propagandística que se ha desplegado para el plebiscito luce cruda, anticuada, sin innovación.

En pocas palabras: con poca convicción.

El protagonismo de estos días lo ha tenido la larga negociación del oficialismo para producir algunos compromisos de reforma al texto constitucional propuesto por la Convención. Como era de esperar, los exconvencionales han sido refractarios a esa idea desde su primera formulación. Pero también lo han sido los partidos de Apruebo Dignidad, la coalición hegemónica en el gobierno. Ambos grupos argumentaban, no sin alguna razón, que sería suficiente el hecho de que la propuesta constitucional entrega un muy numeroso paquete de materias a la elaboración de leyes posteriores por el Congreso; ellas podrían corregir los defectos, si los hubiese.

El gobierno vaciló desde el fin de la Convención respecto del papel que debía asumir ante 1) el texto de la propuesta y 2) la campaña para el Apruebo. Finalmente, y aun corriendo el riesgo de someter a una tensión aguda a sus bases políticas, el Presidente Boric decidió hacerse cargo de las dos cosas. A las alturas en que tomó la decisión, se vio obligado a incluir la necesidad táctica de moderar el texto, comprometiendo reformas con cierto grado de precisión, de modo de facilitar el tránsito a los que tuviesen dudas.

Reconocía en ese momento el pronóstico negativo de las encuestas, por las que durante demasiado tiempo no mostró más que desconfianza. Pero las encuestas también estaban diciendo una segunda cosa: que los votantes con dudas disminuyen aceleradamente. Como siempre pasa con las elecciones polarizadas, las intenciones de voto se endurecen en fases tempranas y para el final quedan sólo movimientos en los márgenes. Para alterar voluntades se requieren gestos muy dramáticos, como lo supieron los estrategas de Pinochet en los últimos meses de 1988, cuando ya era tarde.

El PC y algunos de los ocho grupos que componen el Frente Amplio se negaban a tomar compromisos para después del plebiscito; preferían, con sus motivos, un juego de todo o nada. La negociación de la última semana mostró que, en verdad, el centro de la posición del PC se sitúa en el sistema político, esto es, las reglas que rigen las relaciones entre el Presidente, el Congreso y el sistema electoral. De allí que no fue posible otro acuerdo que el compromiso de “analizar” tal sistema después de que esté en funcionamiento. Guillermo Teillier terminó por aguarlo con una declaración posterior en la que dijo que incluso ese acuerdo no debería tomarse como un compromiso sin considerar la soberanía popular.

Los sistemas políticos democráticos se caracterizan por desarrollar dispositivos que impidan que la totalidad del poder se concentre en un grupo, aunque disfrute momentáneamente de una mayoría relativa. Al revés, los sistemas autocráticos son los que facilitan el asalto al poder sin contrapesos, radicando amplias facultades en un solo órgano. La Convención se movió en esta última dirección, eliminando primero al Senado y creando luego una Cámara de las Regiones cuyas facultades son incomparables con las de la Cámara de Diputados y Diputadas. Dada la incidencia de esta Cámara en la conformación de otros organismos, es bastante probable que lo que siga sea la lucha por el control del sistema electoral, es decir, la forma en que se genera la misma Cámara.

A esto apuntaba en julio pasado el expresidente Lagos cuando pedía una revisión del sistema político. Como era previsible, la respuesta del PC ha sido negativa. Su baja disposición a tomar compromisos impidió un acuerdo más robusto, que hubiese podido (quizás, sólo quizás) tener más incidencia para modificar las intenciones de voto.

El efecto secundario de un compromiso sin convicción es agudizar el clima de polarización. El propósito de pacificación explícito en el acuerdo para reformar la Constitución está por irse al despeñadero. Por supuesto, nadie puede adelantar exactamente cómo quedará el país después del 4 de septiembre. Pero de momento, el clima de amigos contra enemigos se arrellana cómodamente en el debate público. Para instalarse en ese salón, es preciso sentir alguna motivación, más que política, moral. Pero, como ha dicho el politólogo español Fernando Vallespín, “la distinción entre ‘votar bien o mal’ no tiene sentido en democracia”. La democracia consiste en aceptar opiniones diferentes. Quien vota distinto, solamente piensa distinto. No es un delincuente. Cuando se criminaliza la disidencia, se puede asegurar que detrás de esa polvareda viene galopando algún tiranuelo.

El país del 5 de septiembre será de ganadores y perdedores. Y ahora también el gobierno, que a partir de ese día verá inaugurarse una nueva fase en la lucha por la hegemonía.

“La presidencia de Ernesto Silva está muerta” 12 enero, 2015

El periodista y escritor, Ascanio Cavallo, sostiene que la crisis que atraviesa actualmente la UDI, luego que se conocieran irregularidades en torno al financiamiento electoral de sus candidatos, lo que está siendo investigado por la justicia, ha provocado que la “presidencia de (Ernesto) Silva está muerta”, debido a que la colectividad ha desaparecido del escenario del debate político.

En su columna en La Tercera, Cavallo explica que el gremialismo vive “una debacle que no tiene procedentes en la historia de los partidos políticos chilenos”.

Expone que esta catástrofe se inició hace más de tres meses, una vez que se conoció la investigación por fraude tributario en contra de los controladores del grupo Penta y donde “a pesar de todas las advertencias, la UDI recién vino a apreciar algo de la magnitud de su crisis el miércoles pasado, cuando el senador Iván Moreira reconoció la irregularidad de los aportes de Penta a su campaña y rechazó el argumento de que esta práctica podría ser generalizada como un modo de eludir su responsabilidad”.

A su juicio, Moreira actuó en consonancia con muchos factores, pero con “una inferencia que ya era conocida días antes: que los dos controladores de Penta, Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín, habían decidido entregar toda su información a la fiscalía, con la expectativa de mitigar la penalidad que se les pueda imponer. En pocas palabras, la delación compensada y el juicio abreviado tienen hoy más valor que la sobrevivencia de la UDI”.

“La declaración de Moreira dinamitó la línea defensiva establecida por el presidente de la UDI, el diputado Ernesto Silva, y puso de manifiesto lo que en verdad –e incluso más allá de sus intenciones– ha significado su gestión al frente del partido. Aunque fue presentado como el rostro de la “renovación” de la UDI, en los hechos no ha sido mucho más que el esbozo de una “renovación controlada”, sujeta a la incontestada influencia de Jovino Novoa y lo que va quedando de los “coroneles” de los 90”, explica.

Cavallo señala que horas antes que Moreira diera a conocer su posición en el tema, Silva había quedado expuesto por la revelación de un correo electrónico en el cual Carlos Eugenio Lavín le pide aclaraciones sobre una modificación a la ley de isapres.

“Pero cualquiera que conozca el estándar de los congresistas chilenos sabe que el tipo de patronización que sugiere ese mensaje requiere una de dos condiciones: una amistad muy estrecha o una posición de control. Ambas cosas son tóxicas para un partido que quiera servir ideas y no cuentas corrientes”, menciona.

El periodista explica que las ideas tampoco quedan bien paradas, explicando que el diputado de Evópoli, Felipe Kast, también reconoce haber pedido ayuda a Lavín, argumentando en su correo que era por la “defensa de nuestras ideas”, “lo que por sí mismo supone una oferta de retribución, un canje de ideas por dinero. El financista Lavín habría rechazado su petición por estimar que este nuevo movimiento no sería el canal adecuado para tales fines”.

Y agrega que “aquí, la selectividad de Lavín ya no es una decisión monetaria, sino político-estratégica. No es el control de Penta y de la UDI, sino de la derecha como tal. Lavín y Délano sentían tener la autoridad para decidir qué era bueno o malo para la derecha, aunque la expresión final de ese discernimiento no era más que un mero cheque. A lo menos uno de ellos, Délano, ha participado en varios de los mayores errores políticos del último cuarto de siglo, y aunque tendrá derecho a decir que todo lo ha hecho por el bien del país, también significa que una parte de la derecha y de la UDI ha convertido el problema del pensamiento y las credenciales en uno de transacciones”.

Cavallo señala que “una selectividad similar parece haber operado dentro de la misma UDI. No todos los candidatos de ese partido recibieron el dadivoso trato del grupo financiero. Moreira no se relacionó con Délano ni Lavín, sino con el ejecutivo Hugo Bravo; no recibió los montos que obtuvieron otros postulantes, y se resignó a pedir, como dicen sus correos, “un cupón de combustible” o “un raspado de la olla””.

Explica que las palabras de Moreira dan cuenta de la “perfecta conciencia del senador acerca de la marginalización que ha sufrido dentro de la UDI, de la cual dejó contundente constancia en su declaración del miércoles. Esas operaciones de desplazamiento fueron ejecutadas por un grupo de dirigentes del partido que casualmente resultó ser el de los mejores amigos de Penta. Moreira sabía que la olla estaba allí, y que el resto sólo podía aspirar a los raspados; de ahí el intenso sentimiento de humillación que describió en su comparecencia ante la prensa”.

“Por razones que es difícil escrutar, la UDI ha actuado desde el comienzo de las revelaciones como si estuviese narcotizada, alienada de la capacidad de distinguir entre lo grave y lo superfluo, desestimando, acusando, negando y mintiendo a plena vista pública”, afirma.

Cavallo concluye exponiendo que “ahora que la gangrena es innegable, la pregunta del día es si la conducción de la UDI puede seguir como ha estado. La respuesta larga es que el partido tendría que entrar en una redefinición estructural si quiere restaurar algo de su prestigio y, por lo tanto, no es un simple problema de caras. La respuesta corta es que la presidencia de Silva está muerta, no sólo porque ya no protege a nadie, su estrategia fue hecha añicos y la UDI ha desaparecido de todos los escenarios de debate político, sino también porque la multiplicidad de sus lazos con Penta hace que su sola aparición recuerde la forma en que ese grupo ha escorado mortalmente a uno de los principales partidos políticos de Chile”. (El Mostrador-La Tercera)

Unos datos y un embrollo 21 agosto 2022

n los primeros cuatro días de la semana que concluye hubo 21 millones de consultas a la página del Servel acerca de mesas y locales de votación. Esta es una cifra jamás registrada, que hace pensar en un interés desusado por la votación del 4 de septiembre; muy superior, digamos, a la segunda vuelta presidencial del 2021, que es la elección que ha tenido mayor número de votantes desde la restauración democrática: 8,3 millones de sufragios.

Las razones son diversas, pero hay algunas que sobresalen. La primera es que se trata de una elección con voto obligatorio y con una multa asociada al abstencionismo, que la ley deja a criterio de los juzgados de policía local, pero en un rango de entre 30.000 y 180.000 pesos. Dado que la misma ley entrega estas multas “a beneficio municipal”, los alcaldes tienen un alto incentivo para ayudar a que sus juzgados conviertan estas multas en otra fuente de ingresos. Cosa distinta, por supuesto, es que tales juzgados tengan la capacidad material para procesar esas infracciones: de contarse por millones, parece improbable que puedan ejecutarlas en su totalidad. Pero eso no lo puede saber nadie todavía.

Una segunda razón es la polarización que se ha producido desde las fases más tempranas del debate constitucional. A pesar de que algunos lo advirtieron en la primera hora, nadie detuvo las actuaciones destempladas de ciertos convencionales y el fenómeno terminó por castigar a la Convención misma, la mayoría de cuyos miembros ha desaparecido de la escena pública por voluntad propia o porque se los han pedido. La necesidad de desvincular los incidentes personales del texto final fue advertida hacia el final de las deliberaciones, pero no tuvo eficacia mayor, tal vez porque el tiempo era muy escaso. Los desbordes de algunos convencionales siguen dominando la imaginación de muchos votantes.

Por fin, está el hecho, más bien administrativo, de que en este plebiscito se aplica por primera vez la georreferenciación de votantes ordenada por la ley de octubre del 2021, que no alcanzó a aplicarse en las presidenciales. El propósito de que las personas voten más cerca del lugar donde viven se ha cumplido, según estimaciones del Servel, en más de un 75%. Si esto es así, entonces la facilidad para votar ha aumentado, a pesar de que ha significado modificar locales, números de mesas y vocales. De todas maneras, este es un factor de confusión que se ha de tener presente y que puede provocar angustiosos casos de aglomeraciones.

El padrón total de votantes supera ligeramente la barrera de los 15 millones. Estimaciones confiables dicen que ese padrón podría estar “inflado” en unas 500 mil personas. Todos los padrones de mundo tienen alguna distorsión de esta clase. Por ejemplo, en Chile hay unos 20.000 mayores de los que no se ha informado muerte, pero que ya superarían los 110 años; otros 25.000 morirán desde que se cerró el registro, en mayo, hasta el torneo de septiembre, y así por delante. O sea que, en verdad, el máximo de votantes posible es de 14,5 millones.

Desde 1988 en adelante, la base de votantes ha sido de entre 7,5 y ocho millones. Ese es el número de personas que, de forma bastante constante, ha participado en la mayoría de las elecciones de cualquier tipo. Las que llevan menos público son las municipales, y eso pudo tener un efecto sobre la de convencionales, que se realizó junto con una municipal, y que llegó sólo a 6,4 millones.

Pero el techo imaginario de los ocho millones ya fue roto en diciembre pasado y es razonable estimar que, con todas las nuevas condiciones, se puedan sobrepasar los 10 millones de votos. Para decirlo de otra manera, la verdadera rareza sería que votaran menos de ocho millones.

Hasta ahí los datos. Cristóbal Huneeus, director de Data Science de Unholster, observó que ni la franja televisiva del Apruebo ni la del Rechazo han puesto un énfasis particular en el llamado a votar, que fue uno de los mensajes centrales en la campaña del plebiscito de 1988. “Da la impresión -dijo Huneeus- de que no quieren que vaya a votar mucha gente”.

Algo similar se puede decir del gobierno. No hay campañas centradas en la necesidad de votar, en su obligatoriedad, en la redistribución del padrón o incluso en las medidas de seguridad que se necesitan para el día 4.

Ya es sabido que en el gobierno se cree que un número de votantes muy alto es favorable al Rechazo. Si la concurrencia excede los nueve millones, la distancia tendería a crecer en desmedro del Apruebo. Es importante notar que esta tesis solía ser a la inversa: por mucho tiempo se creyó que la abstención perjudicaba sobre todo a los proyectos de transformación asociados a la izquierda. Ahora, en cambio, se presume que podrían entrar al ruedo los votantes antipolítica, cuyas motivaciones principales serían los agobios de la coyuntura y, por lo tanto, las “culpas” de la gestión de gobierno.

El caso es que una de las obligaciones del gobierno, cualquiera que sea, es la de promover el voto y subrayar las consecuencias de no votar cuando la ley así lo exige. La otra obligación es abstenerse de intervenir en favor de una opción. Menudo embrollo.

Es una de las consecuencias de no desligar al gobierno del plebiscito. Sólo la primera.

Chile se ha vuelto un país débil Ascanio Cavallo 5 abril, 2015

Chile se ha vuelto un país débil. Nunca ha sido físicamente fuerte, ni por tamaño, ni por choreza, ni por densidad intelectual, pero hoy sería muy difícil describirlo a partir del soft power que los países desarrollados le reconocieron durante los 90 y buena parte de los 2000. Ese poder “blando” descansaba, en gran medida, en las ideas de sensatez, moderación y honradez que parecían modelar su dirección como comunidad, ideas que desde luego estaban correlacionadas, aunque muchos de los profetas del fuego no se detuvieran a pensarlo: en algún punto, al final del día, la honradez tiene una alta familiaridad con la sensatez.

La debilidad de Chile es un fenómeno cuya gestación seguramente ha sido lenta y larga, materia de antropología. Pero se ha hecho abruptamente visible en los últimos dos meses, cuando el desfile de insensateces liquidó el prestigio de las instituciones, sin dejar en pie más que a la policía y a la justicia, y algún día habrá que estudiar si las tonterías sociales son contagiosas, esto es, si un traspié del gobierno conduce inevitablemente a otra chambonada, esta vez, por ejemplo, de la Iglesia.

Hace dos meses estalló el caso Caval. Sería injusto y excesivo depositar en un solo sujeto una declinación que debe haber estado en marcha desde antes y que para llegar al nivel actual tiene que ser multicausal. Pero tampoco se puede negar que pocas veces en la historia nacional un solo sujeto pudo provocar tanta decepción y desaliento con un modo y un plazo tan fulminantes.

Las encuestas de la semana confirman lo que se sabía, que la popularidad del gobierno y la Presidenta han caído hasta un tercio de los chilenos. Algunos hallan cierto consuelo en el hecho de que el Presidente Piñera llegó un par de puntos más abajo cuando los universitarios le copaban las calles. Otros lo buscan en la anomia del siglo XXI y del mundo, desde Ollanta Humala hasta François Hollande. Pero lo más cierto es que casi nadie ha dependido tanto de las encuestas como Michelle Bachelet. Gracias a ellas no tuvo primarias en el 2005, y por ellas las del 2009 se redujeron a una mera competencia por evitar el tercer lugar.

Así como el primer gobierno de Michelle Bachelet puede ser visto en retrospectiva como la extensión de las ideas y el estilo de la Concertación, el segundo es en buena parte una construcción desde las encuestas, o por lo menos de una interpretación de las encuestas que hizo posible eliminar la Concertación, inventar la Nueva Mayoría y el programa. Las cifras de popularidad han sido el argumento para aplacar la disidencia interna, establecer las prioridades y hasta ordenar las filas en el Parlamento (Piñera quiso hacer lo mismo en el inicio de su cuatrienio, pero, acaso porque no lo necesitaba, le duró muy poco). Las mismas encuestas que castigan a la Presidenta son las que en igual tiempo la libran de una culpa personal en el caso de su hijo.

Puede ser comprensible que en un período de desaliento interno la confianza y la seguridad de los ciudadanos se debilite. Pero ¿cómo se ve desde fuera? Quien haya acompañado a Bachelet en sus giras internacionales ha visto lo mismo: el respeto que concita fuera de las fronteras es superior a la simpatía que le profesan los chilenos. Parte de ese respeto -dicen- tenía que ver con su alegría optimista, su manera liberal y a la vez conservadora de confiar en el progreso de la humanidad. ¿Seguirá siendo así? Habrá que esperar para saberlo, porque la Presidenta canceló dos giras para esta semana, en una de las cuales -la Cumbre de las Américas, en Panamá- buscará copar el escenario el obstinado Evo Morales.
El mundo no ha mirado con rechazo las reformas promovidas por la Nueva Mayoría; en algunas latitudes hasta pareció sorprendente que tales cosas no se hubieran hecho antes, siendo ya un país asociado a la Ocde. Tampoco se ha empeñado en meter a Chile dentro de América Latina -como sí lo hacen algunos añosos promotores del corporativismo hemisférico-, a pesar de que los toques de corrupción local podrían ser confundidos con los que asedian a Peña Nieto en México, a Dilma Rousseff en Brasil, al clan Kirchner en Argentina y así por delante. Nada de eso.

¿Sigue actuando entonces algo de ese soft power que hacía que para el presidente boliviano fuese un acto temerario emplazar a Chile en un foro multilateral, o que Hugo Chávez se lo tuviera que pensar dos veces antes de montar una de sus escenas en Santiago? ¿Permanece algo de ese capital moral que tuvo a Chile en la cima de los países menos corruptos del continente, al que sólo Uruguay logró alcanzar gracias a Tabaré Vázquez? ¿Cuánto queda del aire republicano que limeños, quiteños, porteños o paulistas creían respirar en el centro cívico de Santiago? (La Tercera)

Por soñado lo vivido Ascanio Cavallo 24 mayo, 2015

Si es que alguna vez fuese a ser recordado, el mensaje presidencial del pasado 21 de mayo -el segundo del actual mandato de Michelle Bachelet, el sexto de su historia- lo será sólo por su clave baja, su deliberado timbre de low key, su manera de hacerse el plano y quizás, quizás, lo que no puede salir más que de una lectura entre las líneas: un esfuerzo por dar vuelta la hoja y, al mismo tiempo, una cierta conciencia de que eso todavía no es posible. Una sonrisa y un rictus.

Es cierto que las expectativas que se habían depositado sobre el mensaje eran excesivas. Se esperaba de él claridades que La Moneda no ha tenido -precisión sobre el “proceso constituyente”, medidas de reactivación económica, situación de La Araucanía- y definiciones políticas que aún están en pleno desarrollo. A sólo 10 días de haber materializado un cambio de gabinete dramático, era excesivo pedirle al gobierno que, además, conceptualizara su propia situación. La Moneda no da para tanto. Ni esta ni las anteriores.

Por lo demás, el gobierno no ignora que el cambio de gabinete ha tenido un lado caricaturesco, según el cual la salida de Rodrigo Peñailillo representa la derrota de las fuerzas del “cambio estructural” y un frenazo para el ritmo de las reformas. Por obra de esa interpretación, la Nueva Mayoría pende de un hilo y no hay quién ignore que unos cuantos de sus miembros dejaron de oír el discurso en los primeros minutos, más seducidos por la protesta callejera en Valparaíso.

Pedirle al mensaje que fuese más definido en términos políticos podría haber significado cortar ese delgado hilo. No era necesario ir tan lejos, dicen algunos bacheletistas de la primera hora, para haber reconocido los servicios de los que cayeron tras las dos grandes primeras reformas, Peñailillo con el sistema binominal y Alberto Arenas con la tributaria. No hubo una sola referencia, tampoco la ha habido antes, ¿alguien la esperaba? Los nombres están muy por detrás de la causa. En este cementerio, los sepulcros no tienen nombre.

Peor aún, para entonces ya había salido de imprenta la revista Qué Pasa, con Michel Jorratt fusilando a Peñailillo por las presiones del Ministerio del Interior para detener las investigaciones sobre SQM, muestra incandescente de que el escándalo del financiamiento de la política está muy lejos de terminar.

Probablemente, La Moneda prefiera dar lo vivido por soñado y seguir adelante con un tono más soft y un ímpetu menos rabioso que el que mostró en el 2014, como en efecto lo sugiere la configuración de su nuevo equipo político. Pero el realismo llama a salir del puro solipsismo de la estrategia ministerial. Lo que más se echa en falta en el discurso del 21 de mayo es un marco de interpretación acerca de lo que ha sucedido en la política chilena en el último año.

La Presidenta habló de un “punto de inflexión”, sin aclarar a qué se refería exactamente, e hizo un esfuerzo para admitir que “hemos cometido errores”, de nuevo sin precisar cuáles. Ha de entenderse que en estas dos frases se contiene todo lo que el gobierno puede decir sobre su propia situación -nada parecido a las ideas “potentes” que le pareció escuchar a la presidenta del PS, Isabel Allende-, esto es, que no termina de procesarla ni de contenerla. No es verdad que la Presidenta haya superado su propia desazón con el informe Engel o el cambio de gabinete. No es verdad que el gobierno se sienta en posición de dar vuelta la hoja. No es verdad que todo haya terminado. No es verdad que haya confianza en que ha llegado el momento de “reconstruir nuestras confianzas”.

¿Hay cierto déficit intelectual en el discurso? Sin duda. Pero esto no sería una gran novedad: el gobierno actual no se ha caracterizado por su densidad de ideas. Parece más bien que, al contrario, aspira a ser mejor recordado por su capacidad ejecutiva, su velocidad transformadora, su activismo traducido en cantidades y magnitudes. Hasta el discurso parece desplazarse a sus anchas cuando enumera medidas, sobre todo cuando muestra a un Estado que entra en todo, que se mete a regular la acción empresarial y también dicta cierta cátedra sobre la vida privada, un Estado que se expande gozosamente desde las universidades hasta las mascotas.

En condiciones normales, ese discurso enumerativo, anticonceptual, sería más que suficiente para un gobierno que recién pasa un cuarto de su mandato. Pero las cosas no están normales, y si el mensaje no ha podido hacerse cargo de esto, quizás sea menos provechoso enojarse que inquietarse. Cuando el gobierno dice que tiene el timón y en verdad no lo tiene, miente. Pero cuando el gobierno no dice nada del timón -como ocurrió este 21 de mayo-, hay una muy buena razón para pensar que el horizonte no está nada despejado.

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