Alejandro San Francisco

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La bandera nacional LT 3 septiembre 2022

Los emblemas nacionales -como la bandera, el escudo y el himno- contribuyeron a la formación de la nación en el siglo XIX chileno. A su vez, representaron en parte la “revolución simbólica” que existió en el país durante el proceso de Independencia, según mencionan Trinidad Zaldívar y Macarena Sánchez en su interesante trabajo “Símbolos, emblemas y ritos en la construcción de la nación” (Bicentenario, 2009).

Chile no tuvo una sola bandera, sino que evolucionó hasta su fórmula actual. A la bandera blanca, azul y amarilla (1812) en líneas horizontales siguió una equivalente blanca, azul y roja (1817). Un decreto del 18 de octubre de 1817 –en el periodo de transición de los emblemas, que menciona Isabel Cruz– estableció la bandera nacional definitiva, si bien se irían ajustando sus colores, tamaño y proporción: la mitad inferior de color rojo, un cuadro superior color azul turquí a mano izquierda y el rectángulo superior derecho de color blanco. Sobre el azul, “la estrella solitaria” blanca, de cinco puntas.

Es interesante observar la socialización de la bandera en las festividades patrias, no solo por lo que implicaba “embanderar” las ciudades y casas, sino también las fiestas populares, chinganas, pampillas o ramadas. El famoso cuadro de Rugendas, “Llegada del Presidente Prieto a la pampilla”, muestra la gente, la fiesta y ciertamente las banderas, en el marco de la expansión del sentimiento nacional, bien explicado por Paulina Peralta en ¡Chile tiene fiesta! (LOM, 2007).

Esa sería la bandera presente en el juramento de la Independencia el 12 de febrero de 1818, como se puede apreciar en los cuadros sobre el acontecimiento. Con el paso del tiempo, la bandera tricolor sería un símbolo de patriotismo y de identidad nacional, contaría con admiración y mitificación (“una de las más hermosas del mundo”) por parte de la sociedad, sería objeto de juramento y mostraría el duelo nacional al ser izada a media asta, llenaría los eventos deportivos e incluso en los desastres nacionales.

Historia y polémicas de 50 años 11 julio 2023

No es fácil escribir historia de tiempos complejos o de temas polémicos, sea por prejuicios o visiones ideológicas, religiosas o partidistas, que nos dificultan conocer el pasado con sus bemoles. Además, parece claro que las contradicciones del presente se trasladan al pasado con sus consecuencias y hostilidad.

El tema reemergió en Chile, a propósito de la conmemoración de los 50 años del 11 de septiembre de 1973. El coordinador nombrado por La Moneda para la conmemoración de la fecha debió renunciar ante el disgusto del Partido Comunista. Las palabras de Patricio Fernández fueron relativamente sencillas y razonables: “La historia podrá seguir discutiendo por qué sucedió o cuáles fueron las razones o motivaciones para el Golpe de Estado”.

La evaluación de las razones de la crisis del gobierno de la Unidad Popular y su fracaso o derrota continúan siendo polémicas. Veamos dos miradas contradictorias de actores relevantes de la época. El Presidente Salvador Allende, en su discurso final del 11 de septiembre, declaró: “El capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, crearon el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición”. Poco después, Eduardo Frei M. precisó las razones de la ruptura, en carta a Mariano Rumor: “A nuestro juicio, la responsabilidad íntegra de esta situación -y lo decimos sin eufemismo alguno- corresponde al régimen de la Unidad Popular instaurado en el país”. ¿Quién se equivoca y quién tiene razón? El proceso de la vía chilena al socialismo debe analizarse con madurez y perspectiva, y buscando una explicación pluricausal. Conocer y comprender un proceso histórico, su desenlace y consecuencias, ha sido un paso necesario y válido en momentos más duros y críticos de la historia mundial, como en las revoluciones Francesa y Bolchevique o en el ascenso del fascismo y el nazismo. Examinar los antecedentes, ponderar los factores que posibilitaron su triunfo y estudiar las ideas, personajes y sucesos es un deber, pese a las dificultades. Eso no implica “justificar” la guillotina, el gulag, una dictadura o los campos de concentración y exterminio. El libro de Enzo Traverso, La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX (Fondo de Cultura Económica, 2012) ilumina al respecto.

No se logra nada cancelando la investigación y el debate, aunque sea valioso acordar ciertos valores permanentes como el respeto al Estado de derecho, la solución pacífica a los conflictos, la subordinación de cada gobierno a la Constitución y las leyes, y el respeto a los derechos humanos como base fundamental de la convivencia social.

El 11 de septiembre no puede generar unidad, porque desde un inicio significó división en Chile. Sin embargo, tampoco se puede silenciar a la historia o a la ciencia política, porque aún hay mucho por conocer y comprender. Tiene razón Keith Lowe, cuando reflexiona en su libro Prisioneros de la historia (Galaxia Gutenberg, 2021): “la historia y la memoria tienen la costumbre de evolucionar de formas absolutamente impredecibles”. Es bueno considerarlo, antes de intentar clausurar la investigación y el pensamiento.

Por Alejandro San Francisco, profesor de la U. San Sebastián y de la UC. Director de Formación del Instituto Res Publica

Ultima reunión Aylwin con Allende, 17 agosto 2023

La noche del viernes 17 de agosto de 1973 se reunieron el Presidente de la República, Salvador Allende, con el presidente del Partido Demócrata Cristiano, Patricio Aylwin, en la casa del cardenal Raúl Silva Henríquez, quien había propiciado el encuentro.

La situación del país era dramática: un largo paro de los gremios mostraba la continuidad de la anormalidad; el tema de la eventual guerra civil o el golpe de Estado se había vuelto cotidiano; la violencia, bombas y atentados le daban a la situación un carácter tétrico. Esa misma jornada se había comprobado el fracaso del gabinete de seguridad, formado solo unos días antes con integración de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y el general director de Carabineros.

Aylwin había asumido en mayo como líder del PDC, con la máxima “no dejar pasar una al gobierno”. Era un fiel representante del sector freísta, que la ultraizquierda no vacilaba en calificar de golpista en sus discursos y medios de prensa. El nuevo timonel falangista había advertido sobre la pérdida de fe en la democracia por parte de la ciudadanía, que comenzaba a mirar a una dictadura militar como una posible solución. Días antes había ocurrido el Tanquetazo, las calles estaban llenas y las fábricas y oficinas más bien vacías y la vida cotidiana se había trastornado para la gran mayoría de la población.

En ese contexto se realizó la primera reunión entre Allende y Aylwin, el 30 de julio, en dos jornadas: una en la mañana y la otra en la noche. A pesar de las ilusiones, terminaron sin acuerdos relevantes. De alguna manera condujeron al gabinete con integración militar, pero no en la forma deseada por el PDC. El 17 de agosto la situación era diferente: se percibía como la última oportunidad. No resulta claro lo que esperaban Allende y Aylwin de la reunión —de “carácter reservado”—, pero el cardenal había dicho que quería “una mesa amigable”, con un intercambio de ideas “y ojalá llegar a soluciones”. En la oposición había desconfianza, cualquier diálogo podría parecer engaño o “un ardid del gobierno para ganar tiempo”, como sostiene Aylwin en su reciente libro “La experiencia política durante la Unidad Popular 1970-1973” (Debate, 2023).

Aylwin llegó puntual a la cita, en tanto Allende arribó atrasado, en parte por el conflicto del gabinete. “Usted, Presidente, puede pasar a la historia con dos imágenes”, le dijo al comenzar, y le aseguró poco después sin ambigüedades que el país marchaba directamente hacia la dictadura del proletariado (no bastaba la figura de Allende como garantía). Había otros problemas de fondo: en Chile nadie trabaja; no se puede estar bien “con Dios y con el diablo”, “con Altamirano y con la Marina”, “con el MIR y con nosotros”. En la ocasión le expresó: “Presidente, usted tiene que elegir. El drama de un gobernante es que tiene que elegir”.

En “Allende y la experiencia chilena”, Joan Garcés —asesor y amigo del gobernante— explica que el Presidente constató en esa oportunidad que “los argumentos y proposiciones del cardenal en torno de la problemática nacional son de mucha mayor altura y calidad que los de Aylwin y que en sus razonamientos y gestos respalda las iniciativas del gobierno para resolver la crisis”. Nada de eso aparece en las Memorias del arzobispo de Santiago, que más bien reproduce el diálogo entre Allende y Aylwin: “me pareció, en algún instante, que había sido una buena conversación, que tal vez se había conseguido mejorar el clima. Pronto me di cuenta de que era solo una impresión fugaz”.

Al día siguiente el líder del PDC visitó al cardenal, y el prelado le dijo que había sido “una buena reunión, en el género de las conversaciones de sobremesa [sic], y que de ese modo había que tomarla”. Se entiende la decepción de Aylwin, sobre la falta de propuestas concretas y el eventual uso que pudiera hacer el gobernante de la reunión. No sabía si Allende quería llegar a algún acuerdo o solo ganar tiempo. La profunda crisis que enfrentaba Chile requería un acuerdo de fondo y no reuniones sociales, a medida que resultaba cada vez más claro que los distintos sectores estaban llevando a la democracia “al matadero”, como expresó gráficamente Radomiro Tomic por esos días.

Alejandro San Francisco
Académico Universidad San Sebastián y P. Universidad Católica de Chile, director de Formación Instituto Res Publica

Trayectoria Política

Historiador, académico:

«Boric y la hora fría de la revolución » 22 enero 2023, El Libero

Bibliografia

Otras publicaciones

Alejandro San Francisco cree que “la centroderecha requiere generar un proyecto político de largo plazo, capaz de presentar una propuesta inteligente y atractiva, que supere las lógicas meramente electorales y los problemas coyunturales, que no sea una lista de medidas, sino un sueño de país”  24 mayo 2021

No son las revoluciones violentas –ciertamente tampoco las retóricas o populistas– los medios adecuados para encontrar el progreso rápido y fácil. No son las campañas demagógicas u odiosas las que generan mejores oportunidades a la población. Fines nobles sin medios adecuados son incapaces de generar calidad de vida y hacer que la gente se desarrolle material y espiritualmente. Por lo mismo, es preciso permanecer alertas, observar con atención las discusiones surgidas de los últimos años y las leyes tantas veces postergadas (también aquellas que no han ido en la dirección correcta), para orientar los esfuerzos y lograr que, efectivamente, los cambios vayan en la dirección adecuada. 27 junio 2021

Presidencialismo y parlamentarismo en Chile

14 noviembre, 2021

Alejandro San Francisco: Presidencialismo y parlamentarismo en Chile

Se trata de un tema no resuelto ni en las convicciones de los partidos ni de los convencionales, no ha sido parte de las contradicciones doctrinales de las últimas décadas y probablemente su irrupción se deba al proceso constituyente que vive Chile.

El comienzo de la discusión de fondo en la Convención Constituyente ha instalado un tema de principal interés público: el debate sobre el régimen de gobierno. Con ello, han regresado con fuerza los argumentos a favor y en contra del presidencialismo y el parlamentarismo, como dos de las grandes alternativas posibles, en tanto otros hablan de la eventualidad de un régimen semipresidencial o semiparlamentario.

Se trata de un tema no resuelto ni en las convicciones de los partidos ni de los convencionales, no ha sido parte de las contradicciones doctrinales de las últimas décadas y probablemente su irrupción se deba al proceso constituyente que vive Chile. En el pasado –en los siglos XIX y XX– fue un tema de la mayor relevancia e incluso gravedad en los debates públicos, que incluso estuvo en el corazón de la guerra civil de 1891 y de los golpes militares de 1924 y 1925. En el primer caso, el presidente José Manuel Balmaceda comenzó ese año con un Manifiesto a la Nación, en el cual planteaba retóricamente: “Gobierno representativo o gobierno parlamentario. Éste es el dilema. Opto por el gobierno representativo que ordena la Constitución”. El gobernante hacía sinónimos los conceptos representativo y presidencial. Sin embargo, tras su derrota en el conflicto intestino, debió reconocer sin ambigüedades: “El régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla”.

Después de tres décadas de un parlamentarismo a la chilena, sin contrapesos, consuetudinario, se produjo el ruido de sables y la demolición del régimen, que implicó la caída del presidente Arturo Alessandri y la clausura del Congreso Nacional. El Manifiesto de la Junta Militar, del 11 de septiembre de 1924, explicitó algunas definiciones fundamentales: “Este movimiento ha sido fruto espontáneo de las circunstancias. Su fin es abolir la política gangrenada. Se trata de un movimiento sin bandera de sectas o partidos, dirigidos igualmente contra todas las tiendas políticas que deprimieron la conciencia pública y causaron nuestra corrupción orgánica”. Al año siguiente, cuando la Comisión que estudiaba la nueva Constitución se inclinaba por regresar al modelo parlamentario, el León de Tarapacá –de regreso en Chile y en el gobierno – veía peligrar los objetivos que se había planteado. Entonces intervino en el seno de la Comisión el inspector general del Ejército, Mariano Navarrete, quien expresó de manera lapidaria: “El Ejército tiene horror a la política y, por consiguiente, no se mezclará jamás en sus actividades; pero tampoco mirará con indiferencia que se haga tabla rasa de sus ideales de depuración nacional, es decir, de que se olviden las finalidades de las revoluciones del 5 de Septiembre y del 23 de Enero para volver a la orgía política que dio vida a estos movimientos”. Con ello, Chile regresaría al presidencialismo en la Constitución de 1925, después de esa advertencia, o amenaza, como señaló uno de los miembros del organismo.

Incluso en 1973, cuando el problema estaba muy lejos de manifestarse en la dicotomía parlamentarismo-presidencialismo, la cuestión del régimen de gobierno reapareció oblicuamente en las semanas previas al 11 de septiembre. El Acuerdo de la Cámara de Diputados sobre el Grave Quebrantamiento del Orden Constitucional y Legal de la República generó una airada respuesta del presidente Salvador Allende, a través de un Manifiesto del 24 de agosto. En ese documento, el gobernante socialista rechazó la acusación opositora, y denunció a su vez que el mencionado Acuerdo “pretende, asimismo, constituir a la Cámara de Diputados en poder paralelo contra la Constitución y revela su intención de concentrar en el Congreso el poder total al arrogarse funciones del Ejecutivo, además de las legislativas, que le son propias”. Es decir, Allende acusaba un parlamentarismo abusivo e inconstitucional.

En los momentos de crisis profunda, o de ruptura, suele discutirse el régimen político, así como la continuidad de la Constitución vigente. Por lo mismo, no es casualidad que Chile viva en la actualidad ambos procesos: la elaboración de una nueva carta fundamental y el debate sobre la naturaleza del régimen de gobierno. El primer misil relevante lo envió el expresidente del Senado, Jaime Quintana, cuando afirmó que si el presidente Piñera quería gobernar con tranquilidad, debía aceptar la existencia de un “parlamentarismo de facto”. En la práctica, algo de eso ha existido en estos últimos dieciocho meses, a lo cual se ha sumado la discusión actual sobre el futuro régimen de gobierno.

Uno de los problemas más importantes que se advierte para llevar adelante un debate serio, argumentado, sin descalificaciones ni excesos, es la evidente descomposición de la vida política en el Chile que sucede a la revolución de octubre. Pero no se trata solo de eso, pues desde antes ya existía una degradación de los dos grandes poderes articuladores de los respectivos regímenes de gobierno: el Presidente de la República y el Congreso Nacional. No es un misterio que tanto Michelle Bachelet como Sebastián Piñera han gobernado largos periodos de sus gobiernos con menos del 20% del respaldo ciudadano, lo que lógicamente perjudica a sus administraciones, pero también a la institución. A esto se suman los ataques sistemáticos que recibieron ambos, no solo por razones políticas, sino también algunas de carácter personal. Como consecuencia, se ha producido una degradación de la institución Presidente de la República, cuyas consecuencias se sentirán por largo tiempo. A ello se suma un factor histórico: la reacción constituyente contra la carta de 1980 y la oposición radicalizada contra Piñera son también manifestaciones contra el presidencialismo, y por lo mismo se abren a sistemas alternativos.

Sin embargo, la solución no es tan fácil. Desde luego, porque la degradación del Congreso Nacional ha corrido en paralelo, como muestran diversas encuestas. No se trata simplemente de realizar malas evaluaciones sobre los shows encabezados por algunos parlamentarios, sino que el problema es más profundo. En los últimos años han existido proyectos inconstitucionales, uso de recursos públicos para campañas de reelección, una procrastinación inexcusable de algunos proyectos de alto interés público (pensiones, por ejemplo), un populismo desatado y transversal, falta de austeridad y otros problemas.

Por lo mismo, no resulta claro que Chile deba dejar atrás el presidencialismo para caer en el parlamentarismo. El cambio de régimen no significará –ni de lejos– adoptar de inmediato las virtudes del sistema británico, ni sus tradiciones políticas o institucionales. Por otra parte, hay ciertos elementos de la historia democrática chilena muy apreciados por la ciudadanía, como es el caso de la elección directa de Presidente de la República. Parece claramente inconveniente delegar esa elección en los partidos representados en el Congreso. A esto habría que agregar un problema adicional: el fraccionalismo del sistema de partidos, que lleva a tener numerosas corrientes políticas, muchas veces sin doctrina ni posiciones claras, que volverían todavía más inestable el régimen político, como de hecho ocurrió con el parlamentarismo histórico chileno, aunque esta fuera una fórmula heterodoxa de aplicación de dicho régimen.

Estos son solo algunos elementos para incorporar a la discusión. Ni el Presidente de la República es un órgano divino, ni el Congreso Nacional logrará superar los problemas del tiempo histórico que vivimos. Los problemas de fondo son otros: crisis institucional, polarización, una política contrahecha y una sensación de decadencia que cruza a los poderes del Estado. Por lo mismo, se requiere altura para la discusión, que debe considerar elementos históricos y políticos en los análisis, dejando de lado las falsas ilusiones sobre las bondades de uno u otro sistema. Cuando fallan los “resortes de la máquina”, como se decía en otros tiempos, los problemas tienden a perpetuarse. Y debemos tener claro que las cosas no mejorarán por arte de magia ni por prescripción constitucional.

Elecciones 2021: Un momento histórico 21 noviembre 2021

Este domingo 21 de diciembre Chile tienes sus octavas elecciones presidenciales desde 1989, cuando la ciudadanía eligió a Patricio Aylwin como Presidente de la República. Desde entonces hasta ahora ha gobernado la Concertación de Partidos por la Democracia (1990 a 2010), Chile Vamos (antes Coalición por el Cambio, en 2010-2014 y 2018-2022) y la Nueva Mayoría (2014-2018). Dos presidentes se han repetido el plato en este período –Michelle Bachelet y Sebastián Piñera– y otros tres lideraron en una ocasión al país: Patricio Aylwin, Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos. Sin embargo, desde 1989 hasta ahora no ha habido comicios más estrechos, complejos e impredecibles que los actuales.

Tras el retorno a la democracia, solo la elección de 1999-2000, que enfrentó a Ricardo Lagos contra Joaquín Lavín, tuvo resultados realmente disputados. En la primera vuelta Lagos superó a Lavín por apenas 31 mil votos (un voto por mesa, como se dijo en aquella ocasión), y la segunda vuelta también fue estrecha: el socialista obtuvo el 51,3% de los votos y exalcalde UDI logró el 48,69%. En todas las demás los resultados fueron más predecibles, particularmente en las dos primeras, de Aylwin y de Frei R-T, aunque se puede decir que Bachelet tampoco pasó apuros en ninguna de sus dos victorias, mientras Piñera también triunfó con claridad en dos oportunidades: más estrecho contra Frei Ruiz-Tagle en 2009-2010, y con una diferencia bastante clara en 2017, frente a Alejandro Guillier.

La situación hoy es radicalmente distinta. Diversas encuestas han mostrado de manera repetida un equilibrio –en el margen de error, como dicen los especialistas– entre José Antonio Kast y Gabriel Boric. Los estudios de opinión anticipan casi una igualdad en la primera vuelta entre ambos candidatos, resultado que se mantiene para la segunda vuelta que deberían enfrentar al mes siguiente. Como es evidente, ambos procesos deben verificarse todavía y podrían cambiar eventualmente –si es que algún candidato da la sorpresa este domingo 21–, pero no cabe duda que la sensación existente sigue siendo de equilibrio entre las candidaturas con más respaldo popular. ¿Quién ganará? ¿A quiénes se sumarán los que no obtengan uno de los dos primeros lugares? ¿Qué harán los que no votaron en primera vuelta? Todo eso sigue estando en la lista de los problemas pendientes, que mantienen la elección disputada y de resultado impredecible. Veremos si se mantiene así.

Sin embargo, estos no son los únicos aspectos relevantes. Como hemos visto en las últimas semanas y de acuerdo a la película que muestran las encuestas y el ambiente de campaña, estamos frente a unas elecciones históricas en otro sentido. José Antonio Kast, líder del Partido Republicano, y Gabriel Boric, máximo representante del Frente Amplio, son los candidatos de dos coaliciones nuevas en la política democrática, y cualquiera de los dos que llegue a La Moneda, mostraría una alternativa –por la derecha o por la izquierda– diferente a la Concertación y a Chile Vamos. Por lo mismo, estos comicios no solo significarían un cambio de personas, sino que también un nuevo ciclo político, cuyas proyecciones son insospechadas, pero que podrían dar inicio a una era diferente en la historia nacional, más aún cuando en paralelo se desarrolla el inédito proceso constituyente que vive el país.

Un aspecto diferente, y quizá más polémico y difícil, se refiere al significado ideológico o doctrinal de los candidatos que aparecen con más posibilidades de llegar a La Moneda. El tema lo puso en la palestra el semanario The Economist, con un título ilustrativo: “El electorado en Chile está al borde de un terrible error” (el artículo está reproducido en El Mercurio, página B6, viernes 19 de noviembre de 2021). La llamada de atención nos devuelve a un tema de fondo, que hace poco plantearon en España el escritor Mario Vargas Llosa en su artículo “Votar ‘bien’ y votar ‘mal’” (El País, 17 de octubre de 2021) y el filósofo Daniel Innerarity, en su texto “Votar bien o mal” (El Correo, 17 de octubre de 2021). El medio británico partió recordando que durante buena parte del siglo Chile había sido “un país estable y predecible”, incluso un caso de éxito y modelo para el continente. Sin embargo, la afirmación más dura es de carácter histórico: Boric representaría “el gobierno más izquierdista desde el caótico gobierno socialista-comunista de Salvador Allende”, en tanto “Kast ofrece el más derechista desde la dictadura del general Augusto Pinochet”. Y remata señalando que ninguno de ellos ofrece “la combinación de estabilidad, crecimiento económico y reforma que el país necesita”.

El análisis periodístico –también el político y el académico– es necesario y valioso, pero la realidad política es mucho más difícil y con múltiples dimensiones. Y para nadie es un misterio que en los últimos años Chile ha experimentado un proceso de polarización que no se veía desde hace décadas, que ha tenido muchas expresiones, algunas de ellas especialmente lamentables, como los hechos de violencia y su justificación. En la actualidad, una de las manifestaciones más visibles es la consolidación de proyectos a la derecha de Chile Vamos y a la izquierda de la Concertación. Sin embargo, el tema no se termina ahí, y es conveniente dimensionarlo adecuadamente. En el plano institucional, Chile hoy tiene consagrada la segunda vuelta electoral para resolver casos como el actual, en que ningún candidato presidencial obtenga más de la mitad de los votos (en este caso, además, es probable que se mantengan muy lejos de esos números). En el pasado, Jorge Alessandri llegó a La Moneda habiendo obtenido apenas el 32% en la elección de 1958, en tanto Salvador Allende lo hizo solo con el 36% de los sufragios en 1970. Nada de eso ocurrirá este 2021, y cualquiera que sea elegido lo hará con la mayoría absoluta de los votos.

Con seguridad, esto obligará a ambos candidatos a buscar no solo el tantas veces referido “centro político”, sino que también deberán repensar algunos aspectos que puedan ser más polémicos en sus programas, menos aceptables en el contexto actual o que quizá produzcan dudas razonables y temores fundados. Después de todo, en el caso de Kast, el líder republicano hizo un programa pensando en tener un buen desempeño y consolidar su proyecto político, quizá lograr en torno al 15% de los votos, pero no en ganar la elección presidencial. Boric, por su parte, tardó mucho en dar a conocer su proyecto, en buena medida por las difíciles negociaciones con el Partido Comunista, que –quiéralo o no el joven candidato de la izquierda– es la agrupación más importante de Apruebo Dignidad, la coalición que promueve transformaciones de fondo en el Chile post Pinochet. Ambos candidatos deberán abrirse política y electoralmente, así como también en el plano programático: después del domingo 21 de noviembre comienza una nueva elección, en la cual será necesario conversar, llegar a acuerdos, liderar grupos más amplios y por lo mismo más heterogéneos. Las “barras bravas” y los incondicionales darán paso a votantes menos convencidos, pero que otorgarán la posibilidad, a Boric o a Kast, de llegar efectivamente a La Moneda, y no quedarse a mitad de camino.

Este 21 de diciembre Chile tiene unas elecciones históricas, pero no se termina aquí este proceso. En cualquier escenario habrá segunda vuelta, que para muchos efectos será una nueva elección. En este mes se pagarán los errores y se premiarán los aciertos, como de hecho ha ocurrido en la campaña de la primera vuelta. No obstante, ahora existirá una realidad radicalmente diferente: después del 19 de diciembre, día de la segunda vuelta, no hay vuelta atrás, pues en ese momento Chile elegirá a su Presidente de la República. De manera democrática y pacífica, pero con resultado abierto hacia adelante, especialmente por lo difícil que se ha vuelto gobernar este país siempre maravilloso y tantas veces inescrutable.

Crecimiento económico y progreso social 22 agosto 2022

La realidad económica ha comenzado a mostrar su peor cara. En un sector que ha estado visitado por el terraplanismo y las ideologías, pocas cosas resultan más fuertes que los hechos.

En este ámbito, es evidente que la situación es los últimos tres años -y probablemente de los próximos- ha sido considerablemente peor que la existente en las décadas anteriores, al menos desde 1984 en adelante.

Hoy la economía muestra una parálisis y la inversión proyectada para el 2023 presenta una caída dramática. La agencia Bloomberg ha expresado, sin eufemismos, que Chile “ Favorito de Latinoamérica, ahora es más riesgoso que caótico Perú”. Triste, pero así nos perciben desde hace algún tiempo.

Como sabemos, desde mediados de la década de 1980 -y tras una severa crisis económica- Chile experimentó un proceso de constante crecimiento, que muchos apreciaron como un milagro, cuando en realidad era el fruto de instituciones sólidas y políticas económicas adecuadas.

La Concertación de Partidos por la Democracia consolidó, desde La Moneda, una fórmula que significó un crecimiento económico estable y mejoramiento visible en numerosos aspectos sociales, como la reducción de la pobreza o el acceso a ciertos bienes que permiten una mejor calidad de vida.

Incluso en el sexenio del presidente Ricardo Lagos se produjo una reducción de la desigualdad, que mostraba avances en un tema que se había manifestado difícil de enfrentar y que era preocupante para el mundo político.

Por diversas razones, los primeros quince años de la democracia chilena tuvieron mejores resultados que los quince años siguientes, con todo lo que ello implica desde una perspectiva económico-social.

Todos los índices económicos y sociales tuvieron buenos números y mejoraron la calidad de vida de las personas, aunque desde el 2006 en adelante ese progreso se ha ralentizado, deteriorado o detenido.

De esta manera, el crecimiento dejó de ser una prioridad y los números han sido francamente pobres en los últimos tres lustros; por otro lado, diferentes gobiernos optaron por la fórmula facilista y torpe de subir los impuestos, en vez de apostar por un crecimiento efectivo, con todo lo que ello implica en cuanto a incremento de recursos para el Estado.

Como resultado, la máquina funciona más mal, lenta y gastada, lo que se suma a cambios ideológicos que parecen no advertir la relevancia del desarrollo económico para una sociedad más libre y justa.

Se trata, sin duda, de un tema de fondo. El crecimiento no es un asunto meramente económico, sino que es la mejor forma de avanzar en el progreso social y de contribuir a que mejore la calidad de vida de la población.

Eso fue lo que permitió, en buena medida, la reducción de la pobreza en Chile: de un 45% en 1987 disminuyó al 38% en 1990, cuando asumió el presidente Patricio Aylwin. En los años siguientes siguió bajando en forma sistemática, sacando a millones de personas de esa condición.

A esto se sumó un mejoramiento objetivo en las posibilidades en ámbitos tan diversos como la vivienda, la salud y la educación, que permitieron a Chile ubicarse en el primer grupo en el Índice del Desarrollo Humano del PNUD, así como ingresar al grupo de los países de la OCDE.

En la última década la tendencia ha cambiado. Hoy Chile tiene más pobres que hace cuatro o cinco años; si en 2010 había 26 mil familias viviendo en campamentos, al 2022 la cifra se ha triplicado; numerosos jóvenes no encuentran oportunidades laborales y pasan a formar parte de ese medio millón de “ninis” que debiera avergonzarnos como sociedad.

En definitiva, hemos vuelto a ver problemas que parecían desterrados o iban en esa dirección, en los años del crecimiento económico y el progreso social. En otras palabras, cuando todo parecía predispuesto para alcanzar el desarrollo, una vez más este se ve frustrado y nos invita a seguir esperando hasta la próxima oportunidad.

Este 2022 la realidad nacional presenta otras dificultades. Entre ellas podemos mencionar el aumento del costo de la vida -tenemos la inflación más alta en décadas-; un nulo crecimiento de la economía, que incluso podría conducir a una recesión del país; una caída drástica en la inversión, que tendrá dolorosas consecuencias en la creación de empleo; menores recursos para el fisco por la caída de la actividad productiva, que se refleja en las más diversas áreas.

Contra lo que algunos creen o sueñan, estos problemas no los resolverá una nueva constitución, tampoco una política odiosa y estéril y mucho menos el deterioro del estado de derecho y la proliferación de la violencia. El tema es mucho más complejo y requiere ser enfrentado con decisión y liderazgo, lo que no significa que no sea problemático.

En primer lugar, se requiere un cambio de mentalidad y una decisión muy clara sobre el Chile del futuro. Es necesario volver a crecer económicamente, para lo cual se requiere fomentar la inversión nacional y extranjera, despejar la incertidumbre y desarrollar todas las potencialidades del país.

No es tarea fácil, considerando que en los últimos años los incentivos han ido hacia motivar el retiro de capitales Chile y, en muchas ocasiones, a esperar el cambio en las reglas del juego.

Además, cuando un país pierde la confianza no es fácil recuperarla, por lo que la solución no vendrá de un día para otro.

En segundo lugar, se requiere comprender la íntima conexión que existe entre crecimiento económico y progreso social, tema que parece olvidado en el mundo político, o bien derechamente no se comparte esta fórmula.

En tercer lugar, Chile debe desplegar toda su capacidad y libertad para emprender, crear riqueza y promover el desarrollo, así como fomentar una solidaridad y compromiso -del sector privado y también del Estado- para que todos disfruten de la consecuencias del progreso.

Chile vive una hora sicológica, un momento crucial. Temo que el próximo 5 de septiembre sean muchos los que hablen de cambio de gabinete, negociaciones partidistas, cómo hacer una nueva constitución o incluso anticipen la discusión presidencial, ese viejo deporte nacional.

Sin embargo, la clave del desarrollo efectivo de Chile no pasa por esa discusión política -ciertamente relevante y necesaria- sino por sentar las bases para un efectivo crecimiento económico y su consecuencia necesaria e impostergable, el progreso social.

Los campamentos, las vidas que se pierden en la droga y la falta de oportunidades, las regiones abandonadas a la violencia o el subdesarrollo, las familias relegadas a su suerte y acechadas por la delincuencia, no se pueden conformar con un debate político más odioso que fructífero, demasiado frustrante para un país tan hermoso y potencialmente próspero como es Chile.

Alejandro San Francisco, académico Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Pública.

Alejandro San Francisco: La hora de las instituciones 28 agosto 2022

La revolución de octubre de 2019 fue muchas cosas a la vez: un estallido de violencia, un movimiento social masivo, una rebelión generacional y el fin de una época y el comienzo de otra.

En cualquier escenario o forma de analizar lo que sucedió entre el 18 de octubre y el 15 de noviembre de ese año, resulta claro que un aspecto clave, para comprender el proceso, que existió una doble ruptura histórica: contra los “30 años” de la democracia chilena y contra las instituciones del país.

Es habitual que ese sea el sentido y el ritmo de las revoluciones: es necesario romper con el pasado y con sus instituciones, y levantar sobre ellas algo nuevo. A su vez, es preciso cambiar las normas de convivencia política y, por cierto, al grupo dirigente. En otras palabras, un nuevo edificio comienza a levantarse sobre las ruinas del sistema que llega a su fin.

Esa es una de las razones que explica la renuncia del Congreso Nacional a ejercer sus prerrogativas constituyentes en noviembre de 2019, para delegarlas en un órgano tan inédito como añorado por muchos: una Convención Constituyente.

En este órgano aparecieron nombres nuevos, liderazgos distintos, agrupaciones políticas originales y una forma original de elaborar una carta fundamental en Chile. En buena medida, todo ello era una reacción contra las instituciones tradicionales y esa clase política –fuertemente deslegitimada– que había dirigido los destinos del país en las últimas tres décadas de la democracia chilena.

Sin embargo, sabemos que los procesos históricos no son lineales, sino que el camino siempre se muestra alambicado, con recovecos, contradicciones y problemas, que van alterando lo que podría parecer –al menos a primera vista– el curso natural de los acontecimientos. Esto es lo que sucedió, precisamente, con el proceso constituyente, caracterizado por un desgaste interno y la pérdida de la voluntad unitaria que parecía dominar el deseo de cambio constitucional.

Con el paso de los meses comenzó a producirse un desprestigio claro de la Convención y de muchos de sus representantes, también bajaron sus índices de apoyo. Más grave todavía, para las expectativas del cambio histórico, comenzó a crecer la posibilidad de un triunfo de la opción Rechazo en el plebiscito de salida del próximo domingo 4 de septiembre.

¿Qué esperar en la actual coyuntura política y electoral? Cuando falta solo una semana para el evento plebiscitario, podría parecer innecesario realizar más proyecciones, pues solo queda esperar unos días para conocer el resultado y, de acuerdo a ello, comenzar a preparar el Chile que viene.

Sin embargo, parece necesario prever escenarios posibles, especialmente en la eventualidad de un triunfo del Rechazo, que es la alternativa que aparece con más probabilidades según advierten diferentes estudios de opinión, y que ha sido factor de análisis tanto del oficialismo como de los sectores contrarios a la carta fundamental propuesta por la Convención. Es decir, el tema relevante no solo es qué pasará el 4 de septiembre, sino que ocurrirá en Chile después de esa fecha, cualquiera sea el resultado, aunque especialmente si triunfa la opción Rechazo.

No basta con anunciar, como si fuera una obviedad o una definición preestablecida, que el triunfo del Rechazo llevará de inmediato a una nueva Convención, que debería elaborar la Constitución de una forma tal que ahora sí tenga un buen resultado final. El tema es mucho más complejo.

Si bien es evidente que desde hace mucho tiempo Chile tiene un problema de discordia constitucional que debe ser resuelto –el 78% votó por la nueva carta en el plebiscito de entrada y se evalúa el rechazo a la propuesta de la Convención en el plebiscito de salida– la verdad es que hay varios asuntos previos que deben ser solucionadas con especial celeridad y de buena manera. De lo contrario, el país sufrirá nuevamente problemas graves, que no tendrán una solución adecuada y oportuna.

Una de las cuestiones fundamentales que debe afrontar el país es recuperar la fortaleza de sus instituciones. La tarea no es fácil, considerando que la Presidencia de la República ha experimentado un claro deterioro en la última década: no es casualidad que tanto Michelle Bachelet como Sebastián Piñera gobernaron durante mucho tiempo con una aprobación popular bajo el 25%, como mostraban diversas encuestas; por su parte, el presidente Gabriel Boric es quien ha tenido el deterioro más rápido en el respaldo popular y cuenta con un gabinete débil y que vive en una clara situación terminal.

El problema de fondo es que la superación de la difícil coyuntura nacional posterior al plebiscito requiere contar con un Presidente de la República con liderazgo y capacidad de articular acuerdos, no solo con su coalición minoritaria, sino que también con amplios sectores sociales y políticos que lo ven con distancia o desconfianza.

Felizmente, es difícil pensar que la oposición y los sectores productivos se vayan a restar a colaborar con el gobernante en una tarea de reconstrucción institucional, búsqueda de acuerdos amplios y fortalecimiento de la democracia y el estado de derecho, que hoy aparece debilitado.

El otro gran fundamento político institucional es el Congreso Nacional, debilitado desde octubre-noviembre de 2019 por el abandono de su función constituyente y que vivió un falso fortalecimiento mediante el llamado “parlamentarismo de facto”.

Es necesario que los partidos políticos, así como el Senado y la Cámara de Diputados, recuperen la iniciativa y la capacidad de implementar una agenda legal que permita destrabar iniciativas y proyectos, abra paso a la recuperación económica y procure acuerdos sociales que vayan al corazón de los dramas y dificultades económicas y sociales que sufren hoy millones de chilenos.

Esto no vendrá solo, tendrá adversarios en el camino y también aparecerán legítimas diferencias entre los diferentes actores. Sin perjuicio de ello, un Congreso Nacional débil o irresoluto, torpe o lento, profundizará la crisis en vez de contribuir a resolverla.

Un buen punto de partida se produciría en caso de que tanto el gobierno como el Congreso logren priorizar una agenda social fuerte, ciertamente acotada, pero clara y con resultados esperables y posibles.

El aumento de los campamentos, la pérdida del poder adquisitivo de las familias, las promesas multiplicadas sin fondos que permitan cumplirlas y el visible deterioro económico son todos factores que dificultan resolver los problemas de forma rápida y con sentido de futuro.

No es claro que los partidos y miembros del Congreso estén conscientes de la urgencia que implican estos desafíos sociales y parece claro que la prioridad de La Moneda es más política y constituyente que económica y social. No obstante esa dificultad, es posible que –como en otros momentos de la historia– la propia crisis, el hastío de los fracasos y el amor a Chile, conduzcan finalmente a definiciones patrióticas y a resultados esperanzadores.

En tareas tan importantes como las que se vienen por delante, el fortalecimiento de las instituciones no es una posibilidad, sino una exigencia, y por lo mismo colaborar en esa dirección es un imperativo patriótico y vital.

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