23 Ago Pablo Ortuzar Madrid
Biografía Personal
Pablo Francisco Ortúzar Madrid (Puerto Varas, 10 de Septiembre 1986) es un antropólogo social, escritor y académico chileno, elegido entre los 100 jóvenes líderes de revista Sábado (diario El Mercurio, 2016) y representante en Chile de la comunidad Global Shapers (Foro Económico Mundial).2 Profesor del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile.3 Actualmente se desempeña como Investigador en el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), cuyo objetivo es «formar jóvenes en valores liberal-conservadores».4 También es docente del Magíster en Análisis Sistémico en la Escuela de Comunicaciones de la Universidad Adolfo Ibáñez5 y columnista en diario La Tercera.
Descendencia
Después del silencio, Pablo Ortúzar 1 junio, 2016
Chile parece sumido en la desorientación. No sabemos dónde estamos ni hacia dónde queremos ir. Así, ni siquiera podemos hacer reformas decentes, porque reformar es mantener lo bueno y cambiar lo malo, y nadie tiene muy claro, a estas alturas, qué es lo bueno y qué es lo malo. Andamos a oscuras y comenzamos a desesperarnos. Algunos se aferran al dogmatismo para sentir alguna seguridad. Otros se dejan seducir por los vendedores de humo que siempre parecen tener una respuesta. Pero,hasta ahora, son muy pocos los que se han dado el trabajo de mirar hacia atrás para entender cómo es que llegamos hasta aquí. Y es que recordar no es agradable cuando el pasado vive en el desprestigio.
Sin embargo, eso es lo que hace Daniel Mansuy en su último libro, “Nos fuimos quedando en silencio”: refregarnos la mecánica de la transición chilena en la cara. La mecánica, en este caso, del silencio. El operar de una Concertación que asumió el marco institucional y económico de la dictadura, pero que jamás se atrevió a reconocer esa herencia y a justificar su actuar. La lógica de una derecha que sabía que no necesitaba convencer a nadie para bloquear cualquier intento de transformación profunda, pues contaba con una institucionalidad que no requería muchos votos para ser defendida. Y el resultado de la combinación de ambas coaliciones: la nada política, el empate, la eterna excusa. Ese no-lugar que llamamos “transición” y que es, paradójicamente, la etapa de mayor prosperidad y paz en la historia de nuestro país.
¿Habría pensado alguien que el progreso traería sus propias desilusiones y problemas, cuyos efectos exigirían mediaciones políticas? ¿Y que esas mediaciones políticas exigirían algo más que partidos acostumbrados a decir una cosa y hacer otra, o a no decir nada en absoluto?
Mansuy, atreviéndose a mirar para atrás, logra diagnosticar mejor nuestro problema presente: haber construido un orden tratando de prescindir de la política, sin pensar que ella se volvería imprescindible para hacer frente a los desafíos de nuestra modernización. Y también logra, por cierto, dar algunas luces sobre el camino de salida a este problema.
Si recobrar la legitimidad es la consigna y tratar las tensiones de la modernización es el objetivo, empoderar a la sociedad civil parece una medida que ayuda en ambas direcciones: volver a otorgarle legitimidad a las decisiones sobre nuestra vida en común, recuperar la deliberación pública, rehabilitar nuestra ciudadanía y reconstruir el tejido social. Pero este empoderamiento, para funcionar, no debe seguir una lógica arbitraria, sino orientarse por el verdadero principio de subsidiariedad,evitando así las salidas anti-políticas de izquierda y derecha, que el autor identifica con Fernando Atria y Axel Kaiser.
“Nos fuimos quedando en silencio”, en suma, le ofrece un lenguaje a nuestra post-transición. Nos obliga a salir de la penumbra irreflexiva y nos invita a iniciar una conversación de la cual depende, en buena medida, el destino de Chile.
Fuentes
Metacolumna 2 enero 2022
El columnismo de opinión política es una labor extraña: su fin es manifestar un punto de vista parcial y ofrecer razones para sustentarlo. En este sentido, es más pariente de las cartas y editoriales que de las noticias, cuyo fin es informar de hechos de la realidad.
A pesar de esto, muchos lectores alegan por el sesgo de las columnas, confundiéndolas con las noticias. Este alegato recuerda a los medios que es importante rotular de manera clara los textos de opinión, especialmente en un contexto de expansión y democratización de la opinión pública.
También ocurre que cierto “capital humano avanzado” del mundo de las humanidades y las ciencias sociales cree que las columnas de opinión son pequeños artículos académicos. Esta creencia desnuda el hecho -quizás preocupante- de que varios profesores universitarios en estas áreas conciben su trabajo como un activismo político sofisticado. Habría que ver si también operan como profetas de cátedra en el aula.
Pero, en todo caso, las columnas de opinión no son “papers” pigmeos. No están sujetas a los mismos estándares. Un verdadero artículo académico busca ser un fragmento de conocimiento relevante previamente inexistente. Debería operar como una pieza que un investigador pueda ensamblar con otras. El régimen de publicación académica chatarra a veces oscurece estos hechos. Un artículo de opinión, en cambio, es flor de un día y no aspira a más. Refleja el estado de las cosas según las impresiones contingentes del autor. Y, por lo mismo, está expuesto a todos los vicios del prejuicio y la falsa ilusión. Todos los columnistas podemos leer con vergüenza o humor algún texto del pasado cargado de esperanzas vanas, realidades pasajeras o información incompleta.
La pregunta obvia, una vez descartado el parentesco de las columnas de opinión con noticias o textos académicos, es por su función. ¿De qué sirve leer una opinión ajena? El ejercicio parece inútil frente al supuesto de equivalencia de preferencias que rige la sociedad de consumo. O podría ser incluso ofensivo para los cancelacionistas, que consideran violenta la afectación de su conciencia por opiniones divergentes. De hecho, si triunfa el afán de privatización del conocimiento quizás las columnas desparezcan.
Mientras tanto, leer opiniones ajenas sirve para examinar el propio punto de vista. Si uno comparte la inclinación del autor, puede beneficiarse de las razones que éste ofrece. Si uno discrepa, puede escudriñar esas razones buscando puntos débiles. Y si uno no se ha formado una opinión sobre un tema, puede contrastar las posiciones y razones ofrecidas en la plaza pública. En este sentido, las columnas pueden aportar a la democracia.
Finalmente, parece lógico que una sociedad más compleja produzca y demande más perspectivas y, por tanto, más columnistas y columnas de opinión. Pero expresar de manera breve y articulada un punto de vista es menos fácil de lo que parece. Luego, es importante que más personas se animen a entrenar la pluma en los múltiples espacios que hoy lo permiten, con el objetivo de darle voz a miradas que consideren ausentes. Buscar con constancia y disciplina ese objetivo podría ser, para varios, un buen propósito de año nuevo.
El veneno octubrista 4 septiembre, 2022
El concepto de “octubrismo” recuperó fuerza en el debate público a propósito de un acto del Apruebo donde se ultrajó la bandera nacional. Pero ¿qué es el “octubrismo”? Octubre de 2019 es un momento de catarsis social destructiva en que se legitimó que todos los límites normativos que hacen posible la convivencia pacífica fueran pasados por encima. El mensaje, visto en la distancia, era bastante claro: luego de que durante los años anteriores quedara en evidencia la plaga de corrupción y abusos a nivel de todas las jerarquías institucionales, la sociedad chilena reaccionó con un “si ustedes no respetan las reglas, yo tampoco”.
Por un tiempo, entonces, operó una inversión masiva de los valores. Ondearon banderas negras y mapuches, se quemaron iglesias, se validó todo tipo de acto de transgresión. Contra la hipocresía y las mentiras de la normatividad de los poderosos, se recurrió al cinismo de lo abyecto y lo violento. La filósofa Lucy Oporto hizo la crónica de esta inmersión colectiva en lo ruin, presentada como un acceso a lo verdadero. Todo lo que condensa la frase de un personaje de Cantinflas convertida en consigna durante esos días: “Estamos peor, pero estamos mejor… porque antes estábamos bien, pero era mentira, no como ahora que estamos mal, pero es verdad”. Lo verdadero, se asumió, era lo contrario a lo afirmado, hasta ahora, como bueno.
El orden establecido, en ese punto, quedó sin sustento. Y dos caminos para seguir se abrieron: el del derrocamiento y el de la reforma. El Partido Comunista, si Sergio Micco tiene razón, se la jugó por derribar al Presidente democráticamente electo desde la calle. Querían usar el INDH como ariete. La vía reformista, en tanto, se cuajó en el Congreso y la selló el acuerdo del 15 de noviembre. Ganó este segundo camino. Y Gabriel Boric, al sumarse, se abrió las puertas de La Moneda. Así nació la Convención Constitucional, con un contundente mandato terapéutico: debían sanar la República.
El acuerdo también hizo nítido el “octubrismo”: el rechazo a los acuerdos y el deseo de mantenerse en la inversión de los valores, en el rally de demolición y en el poder de las patotas. Había, de antes, gente enamorada de la violencia y la transgresión. Pero muchos fueron flechados por octubre. Como Walter White luego de sus primeros crímenes, sintieron que la arbitrariedad fáctica le devolvía potencia a su ser. Rafael Gumucio apunta a los casos más ridículos para identificar el fenómeno: oligarcas ultrones de última hora, como Felipe Bianchi, que celebraban desde las comunas donde no pasó nada que en otras pasara de todo. Sin embargo, la disposición octubrista es un hecho más amplio y complejo: un agujero de conejo emocional e ideológico que lleva al nihilismo y a la afirmación de que la verdad la dicta el poder.
Y fue justamente la preeminencia de personajes atrapados en esa disposición -injertados, muchos, al amparo de las sombras de las listas de “independientes” y los “escaños reservados”- lo que hizo fracasar a la Convención en el esfuerzo de convertir el 80% de aprobación de entrada en un apoyo similar de salida. Los octubristas ahí presentes, que pifiaron el Himno Nacional y dispusieron normas que apuntan a la disolución del orden republicano en formas políticas pre y posmodernas, convirtieron la instancia y su obra en otro síntoma de la crisis en vez de en una terapia. Y hoy, en las urnas, y mañana, sea cual sea el resultado, tendremos que lidiar con el veneno que nos pasaron etiquetado como remedio. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Chile desabrido, Pablo Ortúzar 10 febrero, 2016
Recorriendo el camino del Inca junto a mi polola conocimos a una inglesa y a una croata que trabajaban juntas en la riviera francesa y habían decidido hacer un tour por América del Sur. Su viaje incluyó Perú, Argentina, Brasil y Chile. Así, tuvieron la oportunidad de comparar las distintas experiencias turísticas y evaluarlas teniendo como referencia, además, su propia experiencia laboral. Sobre eso se trató buena parte de nuestra conversación cuando nos reunimos en Santiago.
Los premios, no es sorpresa, se los llevó Cuzco. A pesar de la clara y molesta sobre-explotación de Machu Picchu y el estado primitivo de los derechos del consumidor en Perú, el desarrollo turístico de la zona es enorme, los servicios son buenos, los precios son bajos y la comida es excelente. La industria de la artesanía es variada y de alta calidad y la explotación del patrimonio cultural y natural de la zona es bastante intensa y creativa. Así, los turistas entregan felices su dinero a cambio de una oferta generosa de experiencias.
En cuanto a Chile, resumieron su impresión turística del país en la frase de uno de los guías de la viña que visitaron: “Si tienen cualquier duda, me preguntan”. Es decir, un país que no explota sus bondades y que no desarrolla un relato, donde la cultura parece no tener un sabor especial. Esta impresión, por supuesto, se reforzó en ellas al recorrer el Santiago ofrecido a los turistas y concluir que podría estar ubicado casi en cualquier parte del mundo. Ni hablar de las “ferias artesanales”, idénticas en su mediocridad desde Arica hasta Punta Arenas, rematadas por la visita obligada a esas tiendas de lapizlázuli.
Ante tal opinión, nosotros tratamos de destacar todo lo bueno que les había faltado por recorrer. Chiloé, Valdivia, San Pedro, Valparaíso, el cajón del Maipo o Puerto Varas (antes de que el nuevo mega-vertedero pudra la ciudad). Pero tuvimos que rendirnos al hecho de que la impresión que ellas se habían formado, aunque acotada, acertaba en describir un país cuyas tradiciones sobrevivían a medio morir saltando bajo la presión de una mentalidad desarrollista que miraba su historia, su paisaje y su propia diversidad con desprecio y desconfianza. Un país que, en el fondo, se había acostumbrado a mirarse sin cariño en el espejo y cuyas elites sueñan con despertar un día en Oslo o Manhattan.
Y, es cierto, uno podría pensar que no se puede comparar turísticamente a Chile con Perú. Que no tuvimos virreinato ni imperio inca. También uno podría pensar que, a pesar de todo, no estamos obligados a desarrollar una industria turística, porque solo nos interesan los viajeros genuinos y no los coleccionistas de experiencias. Pero esas excusas no borrarían la marca de la falta de cariño por lo propio ni el gusto desabrido de nuestro estar en el mundo. Puede ser legítimo -aunque raro- no preocuparse por transmitir a otros el gozo de una cultura. Pero nunca es una buena señal que dicho gozo no exista, y que tengamos que preguntarle al extranjero qué es lo que le parece valioso o interesante de lo nuestro, en vez de mostrárselo con orgullo.
Pablo Ortúzar: No eran sus votitos, 5 octubre 2022
No, Fernando Atria; no, Eric Chinga; no, Elisa Loncón; no, Hugo Gutiérrez; no, Cristina Dorador; no, Jaime Bassa; no, Natividad Llanquileo; no, Daniel Stingo; no, María Rivera; no, Bessy Gallardo; no, Patricia Politzer; no, Jorge Baradit; no, Manuel Woldarsky; no, Benito Baranda; no, Beatriz Sánchez; no, Malucha Pinto; no, Marcos Barraza; no, Cristian Viera; no, Elsa Labraña; no, Mauricio Daza; no, Francisca Linconao; no, ministra Vallejo; no, ministro Jackson. El Rechazo no arrasó porque la gente no leyera el proyecto. Tampoco porque “los medios”. No triunfó el miedo.
Triunfó la dignidad de no aceptar algo mal hecho. Triunfó el deseo de una patria grande, donde quepamos todos, en vez de la covacha militante que nos impusieron. Triunfó un país que no quería ser inventado de nuevo por ustedes, ni picado en pedacitos. Triunfó el aprecio por el decoro público. ¿Qué es la dignidad sino negarse a ser tratado con la punta del pie?
La propuesta constitucional no la escribieron para los trabajadores, no la escribieron para la clase media, no la escribieron para nuestras ciudades, no la escribieron para nuestros bosques, glaciares y ríos. ¿Cómo se entiende sino que la “Constitución regionalista” perdiera en las regiones, que la “Constitución indigenista” perdiera en las comunas con más indígenas, que la “Constitución ambientalista” perdiera en las zonas de sacrificio y que la “Constitución del pueblo” perdiera en todos los pueblos?
El proyecto ustedes lo escribieron para otros de otro lado y para ustedes solos. Para la organización que los invitaría a Francia, a victimizarse frente al Sena. Para la ONG de ayudismo internacional a la que saltarían después. Para Susan Sarandon, para Bernie Sanders, para el actor de Hulk. Para el profesor tanto y tanto y su curso de anticolonialismo Ivy League. Para Piketty, Mazzucato y el otro señor, que le dirigió la tesis al subsecretario Ahumada. La escribieron para luego sacar un libro sobre cómo la habían escrito. La escribieron mirándose al espejo. Asumieron que todo lo que ustedes pensaban que era bueno, lo era obviamente para todo el resto. Todo, todo lo que imponían, lo presentaban como “mínimo”, “básico”, “indispensable”. Nada que discutir, dijeron. En suma, lo que escribieron era para ustedes mismos. Para expresar su persona en un papel.
Esa falta de generosidad y cariño es la que fue tan duramente castigada. No les costaba nada preguntarse qué era lo que el “pueblo”, manoseado hasta el cabreo, necesitaba. Cada uno ya venía con su pedacito de publicidad propia a colgarla del arbolito. Y el resultado es lo que fue: un embutido de furias reales e impostadas.
Chile eligió una nueva oportunidad para hacer las cosas bien. Para quererse y tomarse en serio como país. No fue gracias a ustedes. Fue contra ustedes. Septiembre le ganó a octubre. Ustedes dijeron con altivez y desprecio, ante preguntas certeras, “no es su platita”. Pues bien, no eran sus votitos.
Borrar al pobre, Pablo Ortúzar 4 mayo, 2016
Los pobres ya no están de moda. Hablar hoy de pobreza en Chile es de facho o de cura buena onda. La clase media es la nueva reina del baile y sus parientes pobres son… sus parientes pobres. Universidad gratis, ciclovías, mujeres en los directorios, nueva constitución y Uber “encienden las redes”. Y las redes mandan: ellas han reemplazado la pega de terreno del periodista y del político. La pobreza es demasiado pobre. Podemos toparnos con ella cuando adquiere forma de portonazo o de niña muerta en manos del Estado, pero no dedicarle mucho tiempo. Nos ofende la miseria, pero no nos conmueve. Recordarla, a estas alturas, nos “microagrede”. Frustra a una generación que no sabe de frustraciones y que cree que es un derecho no experimentarlas (gente que considera “violento” ver a niños discapacitados en pantalla durante la Teletón). Büchi habrá escapado en persona a Suiza, pero nosotros estamos mentalmente allá hace rato.
El grupo punk Dead Kennedys ironizaba en 1980 con la idea de borrar a los pobres usando una bomba de neutrones, mientras izquierda y derecha celebrabran una fiesta. Nosotros no usamos bombas pero conseguimos algo parecido. Los hicimos invisibles amontonándolos en sus propias comunas perdidas, atravesadas por super-carreteras para pasar a toda velocidad por encima de ellos.
Los pobres y los excluidos son los fantasmas de esta nueva democracia ciudadana, higiénica, bienpensante y supremacista moral. Son su mala conciencia: el corazón delator en nuestro subsuelo. Hicimos senames, sernames, cárceles y tribunales dedicados a administrar sus miserias. Donamos con progresista vértigo moral nuestro vuelto en los “neoliberales” supermercados para fundaciones que lidiaban con esa “África nuestra”. Pero “Chile cambió” y ellos ya no caben. No queremos darles ni el vuelto. No les dejaremos ni las monedas de peso. Y ahora que lo público es lo estatal, tampoco dejaremos que esas fundaciones existan peligrosamente “al margen del Estado”, aunque el Estado no exista en muchas poblaciones donde esas fundaciones trabajan. Que los administre mejor alguna burocracia con sigla financiada con impuestos. Pero baratita. Cuando ocurran tragedias tipo Sename, nos daremos con una piedra en el pecho. Y luego nada de nada. La irrelevancia de los pobres parece ser el primer consenso de la democracia post-consensos.
Sin embargo, no hay por qué allanarse a este escenario. Eso es lo que ha tratado de comunicar la fundación Techo para Chile con su última campaña. Y a ello se orienta, en el plano de las ideas, el nuevo libro del Instituto de Estudios de la Sociedad “Los invisibles: por qué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser prioridad”. Catalina Siles, la editora, inaugura el libro con una frase de Raymond Aron que originalmente criticaba la imprudencia de los revolucionarios, pero que hoy apunta perfectamente a la imprudencia de los egoístas de todos los partidos: “A nosotros, a quienes la miseria de los hombres no nos impide vivir, que por lo menos no nos impida pensar”.
Pablo Ortúzar
Mi encuentro local-Pablo Ortúzar 15 junio, 2016
Hicimos nuestro encuentro local siguiendo las instrucciones del gobierno. Todos en el instituto de investigación donde trabajo estábamos motivados con la idea. Invitamos, de hecho, a nuestros amigos mejor preparados para los temas que pensamos que se tratarían.Todos imaginamos diálogos tipo “Padres Fundadores” gringos o de la Convención Nacional francesa: interesantes discusiones sobre los fundamentos mismos de nuestro orden institucional.Pero una vez que estuvo todo listo, una vez que comenzamos a ejecutar el instructivo orientado a cuantificar preferencias y no a recoger argumentos, la cosa empezó a degenerar desde un nivel de debate aceptable a una especie de focus group, hasta tocar las profundidades de un bingo. Nuestro coordinador terminó anotando rayas en un pizarrón para ver qué principio constitucional o institución quedaba dentro o fuera, y luego de algunas horas, agradecimos que el asunto terminara.
¿Cómo pasó esto? ¿Hicimos mal el ejercicio? Yo veía fotos de mis amigos en Facebook orgullosos de sus encuentros locales. Pero luego comencé a notar que todas esas fotos, todos esos mensajes eran anteriores al desarrollo del encuentro mismo. No había fotos ni comentarios ex-post. Y cuando les pregunté cómo había sido la experiencia, las repuestas variaron entre “igual bueno… al principio algo se discutió, aunque después terminamos votando rápido pa alcanzar” y “una pérdida de tiempo”. Es decir, algo más o menos parecido a lo nuestro.
Mirando en perspectiva, este resultado era esperable: es imposible tomarse realmente en serio la discusión constitucional sin que el ejercicio dure no horas, sino días, semanas y meses. Definir y articular principios y derechos fundamentales no es un juego. Lo mismo pasa con la forma del Estado o las instituciones que se pretende que regule la Constitución. En cambio, el tiempo estimado por encuentro que propone el instructivo está calculado para que éstos sean no mucho más que una encuesta en vivo.
Si a ello sumamos la arbitrariedad de las opciones presentadas en cada uno de los apartados dirigidos a ordenar la discusión, y lo complejos que muchos de esos conceptos resultan para alguien sin la preparación adecuada, el resultado se vuelve más que decepcionante. En suma, es un debate del que pocos ciudadanos podrían participar seriamente, por mucho cómic con animales que haga el gobierno, llevado adelante mediante un formato que lo vuelve una mera sumatoria de preferencias.
Esto podría haber sido diferente, incluso considerando las limitaciones de cualquier proceso de consulta directa, si el gobierno hubiera sincerado desde un principio exactamente qué de la Constitución pretende modificar. Habríamos podido discutir sobre ese asunto en profundidad y tratar de impulsar un debate público accesible y argumentado, con posiciones claras. Pero en vez de eso, los ciudadanos fuimos convocados a legitimar el proceso constituyente mediante un simulacro de participación cuyo origen no sabemos si se encuentra principalmente en la torpeza, en la mediocridad o, derechamente, en la mala fe. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Pablo Ortúzar: Aro, aro, aro, 18 septiembre 2022
El pueblo te llama Gabriel,
Desde la ciudad y el campo,
En vez de seguir el llanto
Arrímate pronto a él.
No fue Pura cosa de piel
El gran triunfo del Rechazo
Sino un fuertísimo abrazo
De la razón y la fuerza
Contra la maña perversa
De los que no tienen caso.
¿Quién mató la Convención?
El Partido Comunista
Con los posmos victimistas
Más nativos de cartón
Demandaron rendición
De la mismísima Patria
Con los embustes de Atria
Y las tonteras de Stingo
Nos pisotearon el himno
Nos botaron las estatuas
Ahora el mismo Teillier
Primo malo del poeta
Disparando otra saeta
Exigiendo más comer
Y usted se da a torcer
Estimado Presidente
Se siente tan impotente
Que les agacha el moño
Aunque mande al demonio
El seguir constituyente
Busque mejor el consejo
Del tocayo mandatario
Que contra curso nefario
Se alejó de los bermejos.
¡Alce estandartes viejos!
Busque el camino medio
De los acuerdos más serios
Que curan males sociales
Con medidas transversales
Que sostienen ministerios
Por Chile cambie el rumbo
Abandone los extremos
Y verá lo que podremos
Mostrar a todo el mundo
Con un Apruebo rotundo
A la Carta Magna nueva
Escrita a toda prueba
De fanatismos dañinos
Para guiar el camino
Hacia una paz duradera
Y pa cerrar con propuesta
Pa la casa el Ahumada
Que se lleve sus pescadas
A otra gente dispuesta
A jugarse en apuesta
El costoso desarrollo
Argentina compra tollo
Hable con el señor Bielsa
Que pontifica en la prensa
Con su país en un hoyo
Chile, modernidad y “turbazo” 9 octubre, 2022
Chile, modernidad y “turbazo” 9 octubre, 2022
Marcel Mauss definió los hechos sociales totales como “un punto concreto específico en el cual se puede identificar el conjunto de relaciones sociales de una sociedad”. En sociedades complejas estos fenómenos son improbables y menos densos, pero existen.
Llevo años convencido de que el fenómeno santiaguino del concierto masivo pagado -como los últimos de Daddy Yankee- concentra, más que ningún otro, las estructuras y tensiones que caracterizan a la sociedad chilena actual. Se trata, probablemente, del espacio más socialmente diverso que podemos observar. Su segmentación de precios refleja ese hecho. La capacidad corregida por la disposición de pago se despliega sobre una amplia gama de opciones preestablecidas. El día de concierto, así, gente de todas las comunas converge en un solo punto. Juntos, muy poco revueltos, pero juntos. Deseosos de acceder a la misma experiencia, iguales en tanto consumidores del espectáculo, separados según el desembolso.
El proceso que conduce a ese momento moviliza todas las desigualdades del país. Bancos y compañías móviles ofrecen descuentos y ventajas para asistir a sus clientes preferenciales. Antes de la bancarización masiva, de hecho, se generaba una tensión de clase entre aquellos que compraban su entrada en taquilla y los que lo hacían por internet. La deuda, por supuesto, también se hace presente: ya sea como cuotas sin intereses con tal o cual tarjeta, o bien como crédito de consumo, cada cual debe como puede. En paralelo, por cierto, se diseñan planes de contingencia público-privados de transporte, seguridad y asistencia médica.
Los conciertos masivos, así, nos sirven para observar y pensar. Nos hablan de una sociedad de consumo en que los gustos se han masificado y el acceso se ha democratizado, pero donde la capacidad de pago se traduce en grandes diferencias respecto de la calidad del acceso. Nos muestran a los sectores más frágiles de las clases medias asumiendo onerosas deudas para lograr un lugar entre las peores ubicaciones del evento. Y muestran una forma de organización donde cada cual mira a los que están por delante, pero nunca a los que vienen hacia atrás, siendo los más ricos quienes sólo ven el escenario, pero son vistos por todo el resto.
En este panorama, los “turbazos” son sociológicamente interesantes, pues insinúan una desesperación de acceso mezclada con desprecio por las normas y por los demás. Son un acto grupal, pero con fines individuales. La masividad de la turba es condición para un fin que no es colectivo. Su ocurrencia depende de una masa crítica de oportunistas y desencantados respecto de la justicia del sistema de acceso.
Chile, para bien y para mal, se parece a sus conciertos. Nuestros políticos deberían tenerlo en mente. Nuestra modernidad les prometió a millones de chilenos poder disfrutar de bienes antes exclusivos. Cumplió, pero endeudando y entregando posiciones lejanas y precarias a la mayoría. Y la pregunta actual, en medio de turbazos y enfrentamientos, es cómo generar una organización del espacio y unas reglas de acceso que revivan las ganas de colaborar y respetar el lugar de los otros. Hay que reducir el volumen de anomia a niveles manejables. Sin embargo, hasta ahora, nos ha ido mal con las propuestas. Las élites de izquierda y derecha están enfrascadas en discusiones identitarias respecto de las cuotas de la cancha VIP, y el debate constitucional, que se suponía instrumental a los temas de fondo, se convirtió en un fin en sí mismo. Nadie mira hacia atrás. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
La derecha y la Constitución, Claudio Alvarado y Pablo Ortúzar 9 octubre, 2022
Distintas figuras de derecha, dentro y fuera del Partido Republicano, están empeñadas en obstaculizar el acuerdo constitucional que empujan las directivas de Chile Vamos y otras fuerzas políticas. Este empeño, sin embargo, se caracteriza por recurrir a argumentos deficientes. Por ejemplo, se denuncia una “cocina” o una “traición” de los representantes que dialogan para alcanzar un acuerdo. Algo no calza bien ahí, considerando que estas mismas figuras suelen reivindicar el papel de las instituciones y el Congreso Nacional. ¿Acaso la crítica a la democracia plebiscitaria o asambleísta solo vale contra la izquierda?
En la misma línea, otros invocan la “voz del pueblo” para sustentar su crítica, como si esta voz fuera unívoca, uniforme; como si no exigiera interpretación y mediación política. Así incurren, paradójicamente, en el mismo tipo de error en el que cayeron Fernando Atria y otros confidentes de la Providencia que aludían al “pueblo” luego de octubre de 2019.
En el caso de los republicanos, además, sorprende la rapidez con la que olvidaron su participación (voluntaria) en una franja televisiva cuyo eje central era “rechazarla por una mejor”. Quienes hablan con tanto entusiasmo de valores y principios deberían tomarse más en serio la palabra empeñada.
Es obvio que el nuevo proceso debe ser distinto y aprender de las lecciones que dejó el fracaso de la Convención. Pero quizá la principal lección es que sin acuerdos políticos transversales, Chile no tendrá un pacto constitucional legitimado, de vocación mayoritaria y alcance nacional. Los críticos de derecha deberían recordar esto, en vez de entregarse a la búsqueda de pequeñas ganancias de corto plazo. Esa actitud es la que desprestigió la política e impide la estabilidad que tanto añora el país. (El Mercurio Cartas)
Claudio Alvarado R.
Pablo Ortúzar M.
Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)
Ni treinta pesos ni treinta años, Pablo Ortuzar, 16 octubre 2022
hile es hoy un país evidentemente más pobre, violento y enrabiado que antes del 18 de octubre de 2019. Todos los premios al mejor alumno y mejor compañero del mundo civilizado nos están siendo arrebatados. Sin embargo, no fue el evento aislado de la locura octubrista lo que trajo nuestra acelerada decadencia. El alza de 30 pesos a destiempo y la represión irracional y desordenada de las protestas estudiantiles que le siguieron fueron la gota que derramó el vaso.
Partir por ahí es muy importante: tres años después de estos nefastos eventos no hay una sola prueba que indique un “gran plan” detrás del estallido. Todo apunta a que esto no fue algo que nos hicieron, sino algo que nos hicimos. Invito a la gente en la derecha que ve el estallido como algo manufacturado de manera conspirativa a chequear la evidencia no sólo del caso particular, sino histórica. En Chile y en otros lados ha habido revueltas populares a lo largo de la historia. Generalmente comienzan por un tema aparentemente nimio que concentra la carga simbólica de toda la rabia y la frustración acumulada. Por eso no hay proporción entre causa y efecto. Dos ejemplos claros: el “motín del té” en Boston que inició la guerra de independencia estadounidense ocurrió después de que el Parlamento inglés retirara los impuestos sobre casi todos los demás insumos exportados hacia la colonia. Y, en Chile, la “revolución de la chaucha” de agosto de 1949 ocurrió cuando el pasaje del transporte público fue ajustado de 1,4 pesos a 1,6 pesos. Luego, el argumento que identifica la desproporción causal como prueba de conspiración es equivocado.
Otro error común es pensar que los beneficiados por la crisis son necesariamente sus fabricantes. Los grupos políticos son más parasitarios que agentes de los eventos sociales. No hay nada así como la “Liga de las sombras” del universo Batman. El Partido Comunista -al que muchos en la derecha le atribuyen poderes sobrehumanos- es lo más cercano, pero ellos no fabrican las revueltas, sino que intentan conducirlas hacia la revolución, entendida como el asalto al poder por parte de ellos mismos. Los comunistas saben que todo orden social pasa por momentos caóticos. Están equivocadamente convencidos de que eso es culpa del “capitalismo”. Serían las contradicciones internas del capital las que llevarían a crisis de legitimidad y autoridad a las democracias capitalistas. El plan, entonces, es usar una de esas crisis para subir la escalera del poder y luego patearla. Eso es la revolución. ¿Subir quiénes? Una pequeña élite política, supuestamente muy capaz (en realidad no, debido a que la priorización de la obediencia como filtro de militancia no ayuda mucho), que logrará imponer la administración racional de la vida humana por sobre la irracionalidad caótica capitalista (nunca ha resultado, pero bueno).
Los comunistas chilenos evidentemente intentaron hacer lo suyo después de octubre: las gravísimas denuncias de Sergio Micco apuntan a un claro intento por botar al Presidente democráticamente electo desde la calle acusándolo de violación sistemática de derechos humanos. Micco aguantó y el INDH no se prestó para la farsa. El PC no se subió al acuerdo de noviembre porque estaban en eso. Fracasado ese camino, la carta siguiente fue la presidencia de Daniel Jadue, mal militante pero buen actor, pero Boric -y las salidas de libreto del alcalde de las farmacias quebradas- les aguaron de nuevo la fiesta. Su última movida fue manipular a la ultra dentro de la Convención -sus tontos útiles de siempre- para “derrotar al neoliberalismo en un solo acto”, como dijo el senador Núñez. Igual que malo de monito animado, perdieron otra vez. Sin embargo, todo lo descrito es el viejo oportunismo leninista: no inventaron ellos la crisis.
No fueron treinta pesos. No fue el Partido Comunista. ¿Qué pasó entonces? ¿Fueron los treinta años? Responder esta pregunta es el deber más importante que tienen ahora las élites políticas y económicas del país. Ahí está la madre del cordero. Parte del problema, eso sí, es que nuestras ciencias sociales –que son el mecanismo de autoobservación de las sociedades modernas- se encuentran excesivamente politizadas. Eso, y que los grupos dominantes tampoco se las toman en serio, con la excusa de que están muy politizadas. Es decir, un círculo vicioso. Todos los académicos dedicados a la crítica social que celebraron como triunfo personal el estallido (“¡lo vimos venir!”) y luego aprobaron como superlativamente razonables y representativas las locuras de la Convención, quedaron mudos con el último plebiscito. Son un reloj detenido que siempre da la misma hora. Esto no significa que inventen sus datos (los trabajos de campo tanto de Alberto Mayol como de Manuel Canales, así como los de Pedro Güell y su equipo en el PNUD, se han revalidado ampliamente) sino que, casi con independencia de ellos, concluyen siempre lo mismo. Un caso extremo es el de la antropología: ¿Cómo se explica que nadie dedicado al estudio de las comunidades indígenas chilenas advirtiera nada respecto al desastroso derrotero de la Convención? ¿Acaso el activismo indigenista reemplazó por completo la observación científica? Claramente nuestras profesiones necesitan algún tipo de terapia: la línea de producción parece estar ideológicamente corrompida, y eso requiere justamente autoobservación sociológica. No le servimos realmente a nadie como reloj parado y es un despilfarro que el país siga financiando nuestras disciplinas si, al final, se produce propaganda en vez de reflexión.
Alguien que parece tener esto claro es Carlos Peña. Sus análisis sobre el estallido, sólidamente anclados en la sociología francesa de la modernización (particularmente en Raymond Aron), se han mostrado los más fructíferos, junto con el destacado trabajo de Kathya Araujo y algunos textos de Juan Pablo Luna. En los tres hay una disposición más desapasionada, que permite evaluaciones y conclusiones más complejas, sin por ello esconder sus inclinaciones políticas. Falta convertir estas golondrinas en primavera, antes que las explicaciones esotéricas, conspirativas y sacrificiales corrompan todo. Una de las conclusiones del estallido y lo que ha pasado después, de hecho, es que necesitamos que la academia sea capaz de generar mejor reflexión sociológica y, al mismo tiempo, que la política sea capaz de procesarla. Chile dejó de ser una avioneta piloteable “al ojo” y pasó a ser un avión: sin buenos censores, un mejor tablero de controles y pilotos capacitados, estaremos volando a ciegas.
Si queremos terminar, a nivel político, con los palos de ciego, necesitamos entender tanto el bienestar como el malestar que introdujo a nivel masivo la modernización acelerada de las últimas décadas en Chile y dónde es que se estropeó el mecanismo. Requerimos, en otras palabras, un nuevo pacto de modernización basado en un diagnóstico más preciso y desapasionado. De eso, en teoría, se trataba la nueva Constitución, antes de que capotara en la luna.
Macaya tiene razón, Pablo Ortúzar 23 octubre, 2022
Nuestro sistema político se encuentra trabado hace tiempo. Parte del desperfecto tiene origen constitucional, ya que tanto la Constitución de 1980 como la de 2005 mantenían mecanismos de estabilización política cuya combinación tenía efectos excesivos. Quórums supermayoritarios, control previo vía Tribunal Constitucional y sistema electoral binominal, al sumarse, hacían mucho más fácil mantener el orden establecido que cambiarlo. Luego, las fuerzas conservadoras se encontraban en una posición de árbitro de las reformas impulsadas por las fuerzas de cambio.
La estabilidad política producida por este diseño tuvo consecuencias positivas. A ella debemos buena parte del crecimiento de los años 90 y 2000. Sin embargo, también tuvo efectos corruptores. La derecha no tenía incentivos para cumplir de forma reflexiva con el rol de guardianes de la institucionalidad. En vez de eso, vivió un proceso de estancamiento y degradación política e intelectual. La tesis de aguantar la estantería y apretar los dientes hasta alcanzar el “desarrollo” en términos de PIB per cápita premiaba perfiles políticos electoralistas, sumisos y vacíos. Por eso la farandulización de la política comenzó en la derecha.
En el caso de la Concertación, este diseño institucional incentivaba la deshonestidad política. En vez de defender abiertamente y con argumentos los aspectos del orden vigente que consideraban positivos, se dedicaron por décadas a alegar que no podían ir más lejos en las reformas por culpa de la Constitución. Esa deshonestidad mantuvo pegados a autocomplacientes y autoflagelantes: “Usted sabe, compañero, que si de mí dependiera…”. La farsa quedó al descubierto durante Bachelet II, cuando teniendo gobierno y mayoría legislativa fue igual imposible avanzar las reformas supuestamente tan añoradas.
El Frente Amplio, finalmente, es hijo de las promesas falsas de la Concertación, pero no de sus verdades no confesadas. Verdades con las que el Presidente Boric y compañía chocaron a alta velocidad en septiembre. Ahora saben que los 30 años también contienen memorias felices y lecciones valiosas, aunque todavía no tienen claro qué hacer con eso.
Hoy gana terreno una falsa dicotomía entre “hacerse cargo de las necesidades de la gente” y cambiar la Constitución. Es falsa, porque resulta evidente que si no saneamos el sistema político será imposible hacerse cargo de esas necesidades de manera responsable y sustentable. Insistir en dejar el tema constitucional para después es básicamente desear una salida autoritaria que, para peor, probablemente resultaría ineficaz: tenemos problemas de Estado que requieren décadas de esfuerzo sostenido para ser superados.
Por otro lado, los mismos que presionan esta dicotomía señalan que si la reforma constitucional sigue, debería hacerlo en el Congreso, sabiendo que dicha tarea lo anegaría por completo, sacándolo de los problemas contingentes que se supone que son prioritarios. Todo esto al tiempo que insisten en un nuevo plebiscito de entrada, como si no hubiéramos tenido ya suficiente polarización política y caldeamiento de los ánimos.
Una nueva Constitución que, en vez de carta de triunfo facciosa o petitorio de protesta, sea un acuerdo entre las fuerzas políticas democráticas respecto a cómo resolver sus diferencias de manera productiva es un paso fundamental para destrabar y recuperar nuestro sistema político de forma decorosa. Y rehabilitar nuestro sistema político es condición de posibilidad de cualquier prosperidad futura. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Encuentro de los demócratas, 30 octubre 2022
El país vive una crisis de orden y seguridad interior, además de un peligroso estancamiento en la productividad. Enfrentar dichas crisis exige unidad de propósito en la clase política para evitar una deriva autoritaria. Conseguir unidad de propósito implica un acuerdo de las fuerzas democráticas respecto de reglas comunes para dirimir desacuerdos y construir mayorías. El conjunto de dichas reglas es el régimen político constitucional. Luego, llevar el proceso constitucional a buen puerto, en el contexto actual, es clave para enfrentar de forma democrática la crisis de orden y de seguridad interior.
El fracasado borrador constitucional no cumplía esta función. Se partió de la premisa equivocada de que las constituciones sirven para inventar o reinventar países. Así, se armó un pegoteo de anhelos de activismos identitarios -un petitorio- y se le llamó proyecto constitucional. Por lejos su capítulo más débil era el más importante: el del sistema político. Tratando de legitimar el proceso metiendo por la ventana falsos independientes y activistas indígenas sin representatividad, se terminó con un texto tan faccioso como inútil.
¿Cuál es la lección principal? Que un texto constitucional se legitimará, en la práctica, si es que cumple con los objetivos centrales que debe cumplir. Es decir, en este caso, reordenar el juego político democrático para crear unidad de propósito en la clase política, permitiéndole ejecutar reformas ambiciosas, de amplio apoyo y de largo aliento. Ha sido la incapacidad de hacer política de Estado y romper con la fragmentación y el juego de empates y parches curitas lo que tiene a nuestra democracia en el atolladero. Son, por lo tanto, actores políticos con visión y experiencia de Estado los que deberían negociar y redactar cualquier reforma constitucional. Ellos son los verdaderos especialistas en la materia.
La política democrática es muchas veces cocina y negociación. Siempre y en todos lados. Y es que destrabar situaciones imposibles exige frecuentemente transacciones y concesiones que se verían mal en público. Los políticos tragan muchas veces sapos, concentrados en lograr sacar adelante su cometido. La transparencia angelical, hoy de moda, es imposible e indeseable: si no podemos confiar en nuestros representantes ni para que rectifiquen, nuestra democracia ya se acabó.
Los sectores de derecha que están apostando por una restauración autoritaria tipo Bukele, por supuesto, no esperan nada de la clase política y no pretenden continuar el proceso constitucional. Y no es de extrañar que pronto se les una el Partido Comunista, si el nuevo proceso no les parece tan manipulable como el primero. Los comunistas nunca han considerado la democracia más que como una escalera hacia el poder para subir y patear apenas puedan. No les interesará buscar acuerdos para salvar la democracia si eso significa tener que ceder en su agenda.
Por lo mismo, es un grave error que las agrupaciones de Apruebo Dignidad, el hogar político del Presidente, prefieran seguir al PC antes que a las fuerzas democráticas en lo que respecta a la continuidad del proceso constitucional. Es inexplicable, en particular, que Diego Ibáñez, presidente de Convergencia Social, comience a torpedear junto con Teillier la negociación constitucional. ¿Tiene la izquierda joven visión de Estado, o su único propósito es dar testimonio de su pureza? ¿Tienen conciencia histórica, o ignoran que el PC siempre ha utilizado a la izquierda purista como carne de cañón?
Teletón o muerte 8 noviembre, 2022
Friedrich Nietzsche, en su “Genealogía de la moral”, acusa a judíos y cristianos de haber destilado una filosofía del resentimiento como venganza sacerdotal en contra de la clase señorial de los imperios antiguos, conformada por personas más poderosas y felices que ellos. El autor estaba convencido de que en el mundo clásico reinaban valores “aristocrático-caballerescos”, basados en “una constitución física poderosa, una buena salud floreciente, efervescente y rica, que incluía aquellas cosas necesarias para su mantenimiento: guerra, aventura, caza, baile, competencias, y todo aquello que implica un actuar poderoso, libre y feliz”. Esta ecuación de “bueno = noble = fuerte = bello = feliz = bendito”, afirma Nietzsche, fue invertida por los judíos, que habrían afirmado que sólo lo bajo, lo triste, lo impotente, lo enfermo y lo feo era bueno, mientras que todo lo alto y noble merecía condena y desprecio. El cristianismo, por su parte, habría tomado esta filosofía de valores invertidos y la habría traficado a todo el mundo en nombre del amor. Con Constantino y sus sucesores, Jerusalén habría demolido Roma hasta sus más básicos cimientos.
En buena medida, lo afirmado por Nietzsche es derechamente falso. Ni el mundo clásico ni la tradición judeocristiana resisten sus caricaturas. Tampoco, por cierto, la Roma cristianizada. Pero el evento tomado en consideración por el filósofo, el de la declaración del Dios de un pueblo esclavo como Señor del universo, efectivamente constituye uno de los momentos políticos centrales de la historia humana. Esto, porque implica, como afirma Peter Sloterdijk (seguidor moderno de Nietzsche), “la primera separación entre Espíritu y poder, antes unidos de forma difusa, como polos opuestos”. En palabras de Carl Schmitt, se había roto “la vieja unidad político-teológica del paganismo”. La emergencia de una distinción entre autoridad política y autoridad espiritual bifurcó el poder total encarnado por las unidades políticas del mundo clásico.
No es, entonces, directamente una inversión de los valores lo que ocurre, sino que emergen dos planos de sentido: el temporal y el trascendente. Y se asume que la organización del plano temporal está regida por necesidades, restricciones y valoraciones distintas a las del plano trascendente. Esta ambivalencia está en la base del pensamiento cristiano y es fundamental para entender a autores como Agustín de Hipona, quien muchas veces es caricaturizado como un pesimista terrible por el hecho de destacar, constantemente, que los bienes de este mundo son nada más que reflejos pálidos y deformes de los bienes del Reino de Dios. Sin embargo, si se lee con cuidado, se hace visible que en su razonamiento no hay un abandono ni un desprecio por el mundo temporal. Simplemente se esfuerza por ponerlo en perspectiva de la vida eterna.
La ambivalencia judeocristiana, por cierto, encuentra su reflejo en el plano institucional: se reconoce el poder de las autoridades temporales como legítimo en tanto emanado de la providencia divina, pero también se le señala como limitado por el propio mandato divino. La comunidad política manda en lo temporal, en tanto que la comunidad espiritual manda en lo que se relaciona a lo trascendente. La historia del principio de subsidiariedad es, básicamente, la historia de los intentos de arreglar la colaboración entre ambas comunidades, considerando que la comunidad de salvación, en el plano temporal, existe como un cuerpo intermedio respecto al Estado, aunque en el plano espiritual sus fines sean superiores y trascendentes. Esto es lo que define la famosa autonomía de los cuerpos intermedios: el hecho de administrar un ámbito de la existencia que no puede ser sometido a los designios de la autoridad política.
¿Es la historia de la bifurcación entre autoridad espiritual y autoridad temporal una historia feliz? Difícilmente. Eso lo sabemos todos. Cada uno de los intentos por resolver de una vez la tensión hacia un lado u otro ha terminado en miserias indecibles. No se pueden refundir los planos, y su separación no deja de generar problemas. Curiosamente, la verdad cristiana es una verdad que hiere. Es una verdad crucificada, de hecho (Ratzinger tiene un texto impresionante sobre la subversión cristiana de la belleza que se trata de esto). Pero no sólo trae problemas: es la bifurcación judeocristiana de la autoridad lo que, como destaca José Luis Villacañas, se encuentra en el origen de la división de poderes. Es también ella la que sostiene la noción de derechos humanos, que son poco más que los diez mandamientos sin la cita correspondiente (para no generar escándalo). Nuestra modernidad, con todas sus virtudes propias, sigue siendo parasitaria de estructuras valorativas y temporales heredadas de la cristiandad negada. Es el gran elefante con sotana en la pieza.
Por supuesto, luego de décadas de hacer como que no lo vemos, aunque celebremos sus manifestaciones periféricas, comenzamos a actuar como si no estuviera ahí. Nos exponemos de manera desmesurada a la fuerza de los reinos de este mundo. Nos entregamos a la idea de que los materiales con que se construyen esos reinos son también los de la felicidad eterna. Plata, poder, dominación sobre otros. Fuerza, resistencia, rendimiento. Todo lo que Nietzsche confundía con lo noble, lo feliz y lo vivo. Todos vivimos empantanados en este enredo, que hoy hace avanzar el aborto y el suicidio asistido eugenésicos, con los países más ricos del mundo como punta de lanza en la causa. Sin embargo, el culto a la fuerza del mundo antiguo debe envolverse todavía en un manto judeocristiano para avanzar: se mata a los débiles en nombre de las víctimas, de la compasión, de la caridad. No en nombre de la vida, la fuerza y la belleza. Matamos todavía con vergüenza. Le tiramos litros de tinta encima al asunto. Lejos todavía del orgulloso gesto con que el funcionario espartano arrojaba al vacío a los recién nacidos que juzgaba poco aptos para la vida espartana.
En este triste entuerto estamos. Y rara vez alguna luz fulmina de manera decidida nuestra miserable confusión: con una vida del espíritu tullida, si nos hablara un matorral ardiente sólo atinaríamos a llamar a los bomberos. Pero la Teletón es una de esas luces. Es una declaración colectiva de que somos capaces todavía de abrazar verdades que duelen, que atraviesan el corazón y que asustan. Es un portazo en la cara al culto al poder y a la fuerza. Es un evento donde los ricos, los deseados, los talentosos y los poderosos de este mundo le rinden homenaje a algunas de las vidas humanas más temporalmente frágiles que conocemos. Es una jornada donde nos obligamos a ver y a sentir a alguien cuya debilidad física nos asusta. Es una fiesta donde somos sanados, somos rescatados, por quienes más ayuda parecen necesitar. Es un día en que el plano trascendente, que transforma por completo la valoración que hacemos de este mundo, irrumpe a sus anchas.
Cuando abrí el diario y leí las declaraciones del Presidente Boric alabando la Teletón, lo primero que pensé fue lo hipócrita que me parecía todo. “Ahora po, ahora que estai arrinconado, te dai cuenta”. Pero después me acordé de la descripción que C.S. Lewis hace del infierno en “El gran divorcio”: un lugar habitado voluntariamente por pura gente incapaz de dejar ir alguna cosa. Gente atrapada por amores enfermos, dirigidos a sí mismos o hacia otros. Y pensé que quizás, que ojalá, el Presidente había sido fulminado por la verdad que resplandece ese día. Recordé también que, según dijo el mandatario en alguna entrevista, su poema favorito de Jorge Teillier –los de Guillermo no parece disfrutarlos mucho- era uno muy breve que se llama “Botella al mar” y que, entre otras cosas, dice “Lo que escribo no es para ti, ni para mi,/ ni para los iniciados./ Es para la niña que nadie saca a bailar,/ es para los hermanos que afrontan la/ borrachera/ y a quienes desdeñan los que se creen/ santos, profetas o poderosos”. ¿Para quién, en suma, escribe? Ratzinger responde: para aquel que, siendo la belleza misma, “se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar en espinas”, pues “precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega hasta el extremo y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia”. Más fuerte, en suma, que la muerte que Nietzsche confundió con la vida.
¿Puede ser el giro del Presidente Boric respecto a la Teletón el inicio de una reevaluación dentro de la izquierda del rol de la sociedad civil, de la tradición judeocristiana y sus religiones, y de los límites deseables del poder temporal? ¿Puede ser el inicio de una reevaluación del significado de la subsidiariedad como principio de organización política? ¿Puede ser el primer paso en la recuperación de un debate moral público que no sean puros golpes de efecto publicitario? Quizás. Quizás no. No vivimos en tiempos aptos para grandes ilusiones ni el Presidente parece capaz de permanecer mucho rato en un mismo lugar. Pero mientras leo de nuevo, sentado en un pub, el diario con la noticia sobre la exitosa Teletón, vuelvo a las declaraciones de Boric, las juzgo sin reproche, y levanto mi cerveza en el aire. No todos los días, en realidad, se leen noticias felices. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
La (idiota) vida de los otros 4 diciembre, 2022
El lenguaje y la posibilidad de falsificar la realidad mediante él nacieron juntos. Las propias palabras tienen textura abierta, expuesta a la manipulación. De hecho, algunas teorías sobre el origen de la religión defienden que la función de los cultos primitivos era fijar distinciones entre significados verdaderos y falsos. Es decir, controlar el contenido de las palabras y, con ellas, la imagen del mundo.
Junto con la emergencia del dinero, otra de las grandes herramientas de coordinación humana, surgió el mismo problema: el dinero falso. La falsificación es tan antigua como las monedas.
De “noticias falsas”, finalmente, la historia de la humanidad está plagada. Rumores, mentiras, exageraciones y documentos falsificados son parte sustantiva de nuestra experiencia terrenal. Constantino nunca donó el Imperio Romano al obispo de Roma y Marilyn Manson tiene todas sus costillas. Nunca hubo armas de destrucción masiva en Irak, Marcó del Pont no era afeminado y bañarse después de comer no aumenta el riesgo de calambres.
¿Por qué, entonces, el escándalo actual respecto de las mentiras mediáticas? Porque los medios virtuales y las redes sociales han desafiado el relativo control que tenían los medios establecidos y los aparatos burocráticos para establecer hechos, lo que abre un complejo flanco a las élites políticas, económicas y académicas. Hay una democratización en la producción de informaciones, y con ello un descontrol respecto de la “moneda falsa” que se pone a circular. Lo vimos con el tema de las vacunas. También con el “centro de torturas” de Plaza Baquedano. Ni hablar de las interferencias maliciosas internacionales, análogas al plan nazi para reventar la economía británica con billetes falsos.
La reacción de las élites amenazadas, sin embargo, ha sido en muchos casos tosca, apanicada y miope. Tal como explica Dylan Selterman en su artículo “Las personas son lo suficientemente inteligentes como para reconocer noticias falsas”, esto ocurre porque con frecuencia se ha partido de la premisa antidemocrática de que “los otros” son idiotas, muy manipulables y necesitados de tutela. Dicho fenómeno es particularmente marcado hoy en el campo progresista, donde ha retornado el absolutismo ilustrado con ínfulas pedagógicas: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Cuadro que la brutal derrota del Apruebo en el plebiscito de salida, aún no procesada ni política ni psicológicamente por parte de la izquierda, agudizó hasta el delirio en nuestro país. No hay prueba alguna de que las noticias falsas decidieran dicha elección, pero el trauma es sordo y es más fácil perseguir al mensajero.
¿Qué pasa si abordamos el problema de las noticias falsas sin asumir que las mayorías son idiotas? El escenario cambia bastante. Primero, obliga a buscar explicaciones no infantiles respecto a por qué circulan dichas noticias. ¿No será por la falsa ilusión generalizada de que el resto es manipulable y uno no? Luego, exige tomarnos en serio el balance entre libertad de prensa y expresión, por un lado, y el control de la información por interés público, por otro. Y, en esa evaluación, dos tendencias deberían ser consideradas: primero, el retorno masivo a los medios tradicionales, que ofrecen responsabilidad editorial y mediación periodística profesional. Y, segundo, el uso de la excusa de perseguir las fake news por parte de liderazgos autoritarios para silenciar a la prensa y a la oposición. Los remedios peores que la enfermedad son quizás más antiguos que las mentiras. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
La historia en las monedas Pablo Ortúzar 6 diciembre, 2022
El titular dio la vuelta al mundo: una moneda de oro alojada en el Museo Hunterian de la Universidad de Glasgow probaría la existencia de un autoproclamado emperador romano del tumultuoso siglo III, de nombre Esponsiano, hasta ahora desconocido. Dicha moneda es parte de un conjunto de cuatro unidades de oro en poder del museo que supuestamente formaban parte de un entierro mayor descubierto en Transilvania en 1713. Las otras tres monedas llevan el rostro de emperadores conocidos. ¿Cómo llegaron a Escocia? En algún punto las compró William Hunter, famoso médico y anatomista cuyas variadas colecciones, además de una generosa donación, dieron origen al museo que lleva su nombre.
¿Por qué si la moneda de Esponsiano lleva tanto tiempo en el museo recién hoy hace noticia? Porque ella, junto a sus compañeras, había sido señalada como una vil falsificación moderna en el siglo XIX. Falsificaciones que eran muy comunes en los siglos XVII y XVIII, cuando los jóvenes educados y adinerados de Europa recorrían el viejo continente, normalmente en compañía de un tutor, aprendiendo historia clásica y recolectando objetos de interés para sus “gabinetes de curiosidades”. Esta es también la época de oro de la numismática clásica (el coleccionismo y estudio de las monedas del mundo antiguo), siendo un pasatiempo obligado en los círculos ilustrados y atrayendo el interés de muchos nobles. Los tres pesados volúmenes de “The Hidden Treasures of this Happy Island” de Andrew Burnett, que recorren la historia de la numismática británica desde el renacimiento hasta la ilustración, entregan una buena idea del periodo.
El juicio contra la moneda de Esponsiano adquirida por Hunter arrastraba a las otras tres monedas con el rostro del supuesto emperador que formaban parte del supuesto entierro original de Transilvania. Dos de ellas en la colección imperial de monedas y medallas de Viena, y otra en el Museo Nacional Brukhental en Sibiu, Rumania.
Falsas las monedas y falso el emperador, entonces. Hasta que este año una nueva investigación liderada por el geólogo y paleoclimatólogo Paul Pearson defendió la tesis contraria. En su artículo “Authenticating coins of the ‘Roman emperor’ Sponsian”, aparecido en la revista PLoS ONE, este equipo de investigación concluye que las monedas de Esponsiano muestran señales de desgaste genuino por circulación. Es decir, habrían pasado de mano en mano, frotándose con otras monedas, por un buen tiempo, lo cual sería extraño para una falsificación orientada a la venta. Junto con ello, el análisis de las partículas de tierra adheridas a las monedas mostraría, de acuerdo a los investigadores, que los objetos habrían pasado largo tiempo enterrados antes de ser descubiertos. Y, con esta evidencia en mano, los autores sugieren que Esponsiano probablemente habría sido algún comandante del ejército romano de la provincia de Dacia proclamado emperador por sus tropas durante la gran crisis de los años 60 del siglo segundo, cuando la combinación de pestes, guerra civil, invasiones y disputas políticas internas casi llevan al imperio romano a la extinción.
Ahora bien, el debate en torno a las ahora famosas monedas recién comienza. Esto, porque dada la falta de fuentes alternativas para confirmar la existencia de Esponsiano, a menos que aparezca luego un entierro independiente con monedas acuñadas a su nombre, los numismáticos clásicos pondrán toda la presión posible sobre la investigación de Pearson et al. CoinsWeekly, por ejemplo, recoge en su reportaje sobre el hallazgo la reacción de numismáticos expertos, como Jerome Mairat, del Museo Ashmolean de la Universidad de Oxford, quien afirmó que “como todos en el mundo numismático, creo firmemente que esta moneda es una falsificación moderna… toda esta teoría sobre que es genuina es infundada y poco científica”. Lo mismo Richard Adby, experto en monedas romanas del Museo Británico, quien habría calificado la investigación de Pearson como una fantasía.
Vendrán, entonces, nuevos artículos complementando o descartando los argumentos de la publicación original. Y podremos ver desplegadas, en ellos, todas las técnicas y campos de conocimiento que convergen en la numismática: desde la geología hasta la historia del arte, pasando por la arqueología y el análisis de materiales. Vale la pena, entonces, estar atentos a la discusión, y ojalá los medios chilenos contribuyan con ello dándole seguimiento a la noticia. Para entender mejor el debate, por cierto, se puede echar mano a alguna de las muchas buenas introducciones a la numismática que existen. Una reciente y recomendable es “When Money Talks: A History of Coins and Numismatics” de Frank Holt, aparecida el año pasado.
El momento, por otro lado, sirve para levantar otras discusiones en Chile. Para comenzar, el debate sobre la supuesta moneda de Esponsiano deja en evidencia que las monedas son una de las principales fuentes de información histórica, en particular sobre periodos especialmente revueltos y complejos. Esto, porque su capacidad para almacenar información económica y política sobrepasa la de la mayoría de los demás artefactos históricos, tal como la obra de José Toribio Medina deja en claro. Luego, vale la pena tomárselas en serio en la formación de historiadores y arqueólogos, lo que a su vez significa que es relevante que museos y otras instituciones inviertan seriamente en crear o mejorar y poner en valor sus colecciones numismáticas. Es bueno tener en cuenta que, si se ofrecen las condiciones adecuadas de almacenamiento y exposición, varios coleccionistas privados pueden interesarse en colaborar con dichas instituciones. Un ejemplo interesante, como primer paso en la formación de una colección universitaria, es el de Norberto Petersen, cuya colección, donada a la Universidad Austral, dio origen al Centro Filatélico y Numismático, alojado en el Museo de la Exploración R.A. Philippi de la ciudad de Valdivia.
En segundo lugar, las mismas razones que hacen recomendable la formación de colecciones institucionales de buen nivel, vuelven razonable tanto la promoción y apoyo público a la numismática (junto a la filatelia) a nivel masivo, así como su utilización como herramienta pedagógica a nivel escolar. Coleccionar (que no tiene por qué ser caro) o, al menos, trabajar en el aula con piezas históricas y su iconografía es una forma de contacto concreto con el pasado que tiene ventajas sobre su mera aprensión abstracta, especialmente en un país donde campean los problemas en la comprensión de lectura y en el manejo del razonamiento abstracto. Esta idea no es nueva, habiendo interesantes planteamientos y experiencias al respecto.
Por último, el caso en discusión muestra lo relevantes que son los entierros en función de registrar información histórica a partir de las monedas recuperadas. Se olvida con frecuencia el hecho de que la posibilidad de guardar los ahorros en el banco es bastante reciente, lo que significa que la mayoría de los seres humanos del pasado almacenaba su dinero escondiéndolo en algún rincón de su casa o enterrándolo. Por eso es que hay tantos entierros. Y conocerlos es importante para entender su contexto y su historia. Por lo mismo, es de interés público que exista una regulación y un sistema de registro moderno en relación a los hallazgos realizados por particulares, que son relativamente comunes en casas antiguas o por parte de quienes buscan objetos con detectores de metales. La idea es generar el mayor incentivo posible para que cualquier hallazgo interesante genere ganancias tanto al descubridor como al dueño de la propiedad, por un lado, y también para que la información sobre lo encontrado sea registrada y los museos tengan prioridad en la adquisición de los objetos. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Pablo Ortúzar: Las castañas y el gato 15 enero 2023
mo luce un triunfo político en democracia? Curiosamente, no como ganar un campeonato de fútbol. Las elecciones, que se parecen al fútbol, son en realidad una preparación del tablero de juego. Pero ellas nunca aseguran que el ganador podrá llevar adelante su agenda, que es lo que verdaderamente constituye un triunfo. Desplegar con éxito un programa político requiere destreza comunicacional, capacidad técnica, gran autocrítica, prudencia en las decisiones y apoyo popular. Es decir, un vínculo reflexivo con la realidad que se pretende intervenir.
Por lo mismo, ganar es peligroso cuando se hace con promesas vacías o con diagnósticos equivocados. Más todavía cuando no se cuenta con la capacidad de corregir el rumbo a tiempo. Un mal diseño político suele terminar con quien conquista el poder cediendo ante las tesis políticas del adversario. Esto, porque si la propuesta del gobierno se muestra a todas luces equivocada, ganará tracción la propuesta adversaria. Este hecho deja en evidencia la importancia central que tienen en política la elaboración intelectual y la reflexión: un mejor diagnóstico aparejado a mejores propuestas generalmente terminará por abrirse camino por sí solo, aunque sea resistido en un inicio.
Ahora bien, nunca hay más oportunidades de lograr triunfos políticos como cuando el adversario se encuentra en el poder y sus propias malas decisiones y diagnósticos lo han debilitado. Se gana doblemente cuando se logra que el adversario acepte como propia la agenda que en un principio rechazaba. No sólo tendrá él que pagar los costos de implementación, sino que la agenda logrará avanzar sin oposición. El caso de la ley que permite el resguardo militar de infraestructura crítica, aprobada esta semana en el Senado, es de manual. En vez de la lloradera previsible que se generaría si un proyecto así lo impulsara un gobierno de derecha, la propuesta tuvo un solo voto en contra en la Cámara Alta, y para mayor regodeo de la oposición fue el propio gobierno el que incluyó en el proyecto la posibilidad de que los militares resguarden las fronteras.
Este tipo de fenómenos, además, genera efectos ideológicos dentro del grupo gobernante, más allá del oportunismo del momento. Al aceptar las tesis del adversario como mejor ajustadas a las necesidades del país, la pregunta por las razones de esa superioridad tiene efectos sistémicos en el punto de vista del grupo que las acepta. No sale gratis, ni se puede simplemente borrar con el codo. Por lo mismo, la ultraizquierda se ha mostrado desesperada durante estos días: ya que tienen una visión dogmática, antidemocrática y de amigos y enemigos de la política, preferirían no estar en el poder antes que abrirse a modificar sus postulados. Si la realidad no les agacha el moño, peor para la realidad.
Pero no sólo la ultraizquierda está desesperada. Los sectores extremos de la derecha también, pues insisten en presentar el juego democrático como “cocina” o “traición”. Su propuesta, ante la debilidad del gobierno, es patearlo en el suelo en vez de convencerlo de abrazar soluciones que no eran parte de su catálogo político. Esto ocurre, al parecer, porque al igual que sus gemelos opuestos parecen carecer de una agenda constructiva. Su negocio es agudizar el descontento y la frustración, y tratar de usarlo como escalera para llegar al poder. Sin embargo, si lograran su objetivo, se verían probablemente en una situación igual o peor que la del gobierno actual. El poder rara vez perdona a los charlatanes.
Un monorriel llamado antipolítica 17 enero, 2023
Gabriel Boric y sus aliados fueron advertidos repetidamente durante la crisis iniciada el 2019 que si lograban llegar al poder incendiando la pradera reinarían sobre ruinas. Se les dijo que al golpear sin lealtad republicana alguna al Presidente Piñera estaban dañando no sólo al gobierno de turno, sino las herramientas de gobierno. Que estaban mermando el Estado. Nada de esto les importó mucho y, salvo por el intervalo lúcido de noviembre, el resto fue darle con todo a la piñata a ver si les caía el poder en las manos. Acusaciones constitucionales por tratar de mantener los colegios abiertos, marchas en pandemia, operaciones mediáticas acusando que el gobierno “nos mataba” sin evidencia alguna, uso electoralista de retiros que se sabía que reventarían la economía. Una crónica de esos meses deja en evidencia la oposición más mezquina que ha presenciado Chile desde el retorno a la democracia.
Hoy el gobierno sufre las advertidas consecuencias de llegar al poder a patadas. Tuvieron que agarrar la guitarra a la que ellos mismos le cortaron cuerdas y le perforaron la caja. A fierro mataron, y ahora temen la retribución. No les queda otra que apelar a exactamente los mismos argumentos de unidad republicana y subir el nivel de la política que ellos desoyeron rotundamente como oposición. Eso, y prometer monorrieles. Para peor, tal apelación al adversario la hacen en el tono altanero que los caracteriza. Exigen, demandan, ordenan a una centroderecha que ha sido, como oposición, mil veces más leal a la república que ellos, y que ha insistido a buscar espacios de diálogo aún desangrándose por el costado derecho. Todo, mientras los lindos se dan el gusto de indultar delincuentes violentos con excusa ideológica en medio de la mayor crisis de seguridad interna en décadas.
Ahora, pese a lo indecente que sea el tono de la demanda y a lo merecido que tiene el gobierno perecer en su propia ley, el oficialismo tiene razón en lo sustantivo (tal como la centroderecha la tenía durante la crisis del 2019): necesitamos unidad republicana y necesitamos mejorar el nivel de nuestra política. Ojo por ojo quedaremos todos ciegos. Necesitamos una tregua de élites para destrabar las reformas que nos permitan recomponer nuestra estructura institucional y volver a ser un país orgulloso de sí mismo en 20 años.
Si esto es cierto, entonces el antioctubrismo, que respira por la herida, está tan equivocado como el octubrismo. La derecha que pretende recuperar el poder por la misma vía que la izquierda gobernante lo asaltó, sólo cosechará más cenizas. El Partido Republicano y sus satélites no tienen, hoy, una propuesta constructiva para el país. No tienen una visión de futuro donde quepamos todos. Igual que los octubristas, consideran que parte de Chile es simplemente un cáncer que debe ser arrinconado y extirpado. No tienen propuestas reales para destrabar nuestra crisis de modernización porque consideran que es culpa de un puñado de rufianes. Y todo el resto es el voluntarismo de la mano dura y los mercados libres.
Hay que hacerle a Republicanos y afines la misma advertencia, entonces, que se le hizo a la nueva izquierda durante la crisis iniciada en 2019: le están haciendo más daño al país que a sus adversarios. Y, si llegan al poder, lo harán para gobernar sobre ruinas. Y estarán al poco tiempo pidiendo colaboración y altura de miras. Al igual que Boric y sus amigos, no tienen un diagnóstico ni un programa real. La mayoría de sus cuadros intelectuales se dedican a las teorías conspirativas y a añorar la dictadura militar. No tienen respuestas a las preguntas del país, por más que puedan atizar sus miedos y sus rabias para llegar al poder. José Antonio Kast, quien mostró una moderación lejana a un Bolsonaro o a un Trump durante su campaña presidencial, hoy ha perdido la batuta frente a carismas estridentes.
Lo peor es que hasta ahora el fantasma de Pinochet ha tenido un efecto benéfico sobre la política nacional: la izquierda sabe que no puede llevar al país a la ruina sin que el espectro del General comience a recorrer el país prometiendo una prosperidad sin política. Pero esa influencia espectral desaparece si los pinochetistas ganan sin programa y sólo para fracasar. Así como Liz Truss selló con plomo la tumba política de Thatcher, Republicanos, en su situación actual, sólo podría envenenar su propia fuente de inspiración.
Los grupos políticos que no tienen realmente un programa, piensan que el poder los hará inteligentes. Y que basta señalar los vicios del programa adversario para tener una propuesta. Sin embargo, llegan al poder a sobrevivir a la patada y el combo, dañando los propios ideales que pretendían defender, ridiculizando sus propios principios y dependiendo de la bondad de los extraños. Y, al final, son movidos por las fuerzas que pretendían encauzar, como escombros ligeros que se lleva el río. Por no tenerle respeto al medio al que se enfrentan, como la gente que se interna en el mar o en la montaña sin prudencia, van de calamidad en calamidad hasta desaparecer. Es cosa de ver al actual gobierno. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Misas Negras, Pablo Ortúzar 22 enero, 2023
El uso mañoso de las acusaciones constitucionales comenzó el año 2008, bajo la tesis del “desalojo”, con la destitución de la entonces Ministra de educación Yasna Provoste. La vendetta vino el año 2013 contra el también ministro de educación Harald Beyer. Esta etapa de la política chilena se parece a esas películas de mafiosos donde las familias más poderosas se declaran mutuamente la guerra, sólo para terminar destruyendo sus propias posiciones de poder y sumiendo sus territorios en el caos y el pillaje. El momento cúlmine de ese proceso fue el año 2015, cuando el “numerale” de Michelle Bachelet, el entonces ministro del interior Rodrigo Peñailillo, trató de tirar el mantel del financiamiento de la política, pero botando sólo los platos de la derecha. Esta operación terminó, como era previsible, arrasando con todos, incluyendo a Peñailillo. Las grandes trenzas políticas de la transición se vinieron abajo.
Ganaron fuerza, entonces, las pandillas retadoras. Y, entre ellas, la más fuerte era el partido Revolución Democrática (fundado el 2012), corazón del Frente Amplio (articulado oficialmente el 2017). Un lote ambicioso e inmoral, caracterizado por recibir favores y luego morder la mano del benefactor. El 2013 la Nueva Mayoría hizo una serie de gestiones para despejarle el camino hacia el congreso a Giorgio Jackson. Junto con ello, Bachelet incorporó a cargos de primer nivel en el Ministerio de Educación a Miguel Crispi (cabeza de la directiva de RD) y Gonzalo Muñoz. La Presidenta, que había acunado a estos dirigentes en su Fundación Dialoga, veía en ellos una continuidad de izquierda para la Nueva Mayoría. Sin embargo, tras la tirada de mantel de Peñailillo, los revolucionarios democráticos mostraron que no tenían problema en practicar la matrifagia. El 2016 Crispi y Muñoz dejaban Educación tras una gestión bochornosa, le pasaban todos los costos al gobierno, y si te he visto no me acuerdo. Desde entonces, en vez de “colaboración crítica”, lo que comenzó fue un proceso de carroñeo, pillaje y matonaje. El Frente Amplio decidió que le vendería muy caros a los nuevamayoristas los asientos en el bote salvavidas. El precio sería la humillación pública y la sumisión total. Una dinámica tipo Los Gorriones de Game of Thrones.
Ellos, los jovencitos impolutos con estándares superiores, acogerían sólo a los concertacionistas y nuevamayoristas arrepentidos y arrodillados. Los tibios serían escupidos de su boca. El tiempo de los amarillos y los timoratos había pasado. Todo rastro de “neoliberalismo” debía ser purgado. Con Jackson y Crispi instalados en el Congreso desde 2017, comenzaron las ordalías. Y, entre ellas, destacaron las acusaciones constitucionales infundadas contra ministros de la derecha que volvió al gobierno el año 2018. Fueron 14 en total, 11 votadas a favor por Jackson. El objetivo central de esas misas negras era doble: dañar al gobierno, pero especialmente distinguir entre amigos y enemigos dentro de la propia oposición. Con cada una de las ceremonias venía un apuntar con el dedo a los que no participaban del sacrificio. Muchos agachaban el moño, otros se agazapaban. Pepe Auth se mostró el hueso más duro de roer y pagó las consecuencias.
Ahora los Gorriones están en el poder. Usaron el caos como escalera. Pero reinan sobre las cenizas de sus propios incendios. Se han mostrado ineptos, frágiles, ramplones. Y la noche se extiende sobre ellos. Surge, eso sí, una derecha dura con ganas de cobrar ojo por ojo y diente por diente. Y comienza a utilizar las mismas herramientas que el Frente Amplio usó, pero contra la centroderecha. Parte de Republicanos también quiere ir por todo.
Sin embargo, al menos en su primer ritual, la cosa no resultó. Con grandes esfuerzos y dramas, el anillo fue arrojado de vuelta al fondo del volcán. Nadie que no fuera del Frente Amplio, eso sí, defendió al ministro Jackson. Nada bueno se dijo de él. Pero había ganas, al parecer, de enterrar el mecanismo acusador ponzoñoso con que el propio Jackson humilló a sus pares en el pasado. Y, si uno mira con atención la escena final de lo ocurrido, Jackson, tal como Gollum, se fue al fondo del volcán con el anillo. Sólo que nadie le ha avisado. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Pablo Ortúzar: Cambiar con estabilidad exige nueva Constitución 5 febrero 2023
La crisis política permanente y la prosperidad material de las sociedades no se llevan bien. Las luchas entre facciones radicalizadas, aunque ocurran en nombre del pueblo, destruyen riquezas y expectativas en vez de mejorar la calidad de vida general. La lucha de clases, entendida como un enfrentamiento a muerte entre grupos de interés, es una patología social y no un aliciente para el progreso. Un ejemplo es el Chile de los 60 y 70, que se entregó a una lucha sin cuartel entre ideologías extremas, inflexibles en sus programas de “planificación global” (Góngora dixit). Cada lote estaba seguro de tener la fórmula mágica, e imponerla exigía barrer con los demás grupos. Y el choque faccioso terminó con destruir económica y políticamente el Estado. La cortina la terminan de bajar los militares cuando toman control pleno del gobierno (ya lo tenían parcial, porque Allende los había incorporado hasta de ministros) mediante un Golpe de Estado.
La Constitución de 1980 reflejó esa experiencia traumática. No fue escrita por militares, sino por académicos-políticos (casi todos sin posgrado ni “papers”) que habían tenido protagonismo en la vida republicana de los 30 años anteriores. Su objetivo central era extirpar todo impulso revolucionario de nuestra convivencia: que nadie pudiera encaramarse al poder y patear la escalera. Para conseguirlo, el texto introduce una serie de mecanismos de exclusión y de estabilización. Las fuerzas radicales de izquierda son proscritas y la disputa política es reconducida, mediante el sistema binominal, hacia dos grandes bloques en situación de constante empate -inducido, entre otras cosas, por los quórum especiales- que deben negociar constantemente entre sí para hacer avanzar casi cualquier agenda. El control de legalidad del Tribunal Constitucional completa el esquema antirrevolucionario.
Los mecanismos de exclusión directos contenidos en la Constitución de 1980 fueron dados de baja una vez que se recuperó la democracia, pero los de estabilización se mantuvieron. Y, de hecho, son la base de la política de los acuerdos que sacó a Chile de la pobreza entre 1990 y el año 2006. Sin embargo, tuvieron también un efecto corruptor en la vida de los partidos: la Concertación se fue convirtiendo en una agencia de empleos fiscales, mientras que la derecha se dedicaba al electoralismo vacío para mantener la capacidad de bloqueo y poco más. Por lo mismo, cuando llegó al poder lo hizo sin programa.
Para peor, los intentos parciales por arreglar el sistema político, negociados con calculadora en mano dentro del Congreso, resultaron un remedio peor que la enfermedad. El voto voluntario y el fin del binominal callampizaron la actividad política. Se llenó de conglomerados minúsculos, discursos extremos de nicho y cazadores de rentas salidos de la farándula. En vez de facilitar reformas responsables, las hicieron más difíciles que nunca.
Así llegamos al estallido social de 2019, con el país económicamente estancado, un sistema educacional estropeado, corrupción de cuello y corbata galopante y promesas meritocráticas desacreditadas. Y ya que no quedaban programas totales que imponer, la oposición populista de pueblo y élites era el único lenguaje para hacer sentido de la crisis. Bajo esa bandera se organizó la Convención Constitucional, y presenciamos en vivo cómo la política sin partidos era incluso peor que la de “los mismos de siempre”. Payaseo, activismos estrechos, profetismo de cátedra y farándula. Casi todos poniéndose “creativos” en vez de hacer la pega.
Ahora, en el vacío total, la responsabilidad de hacerse cargo de la crisis del sistema político vuelve… al sistema político. No podría ser de otra manera, pero eso no lo hace menos frustrante. Muchos alegan que mejor nos concentremos en lo importante y no más asunto constitucional. Sin embargo, un sistema político fragmentado y en irritación permanente no puede hacerse cargo de esos asuntos. Luego, reformar el sistema político es una necesidad prioritaria. Pero no se puede hacer directamente desde el Congreso, porque con calculadora distrital no resulta. ¿Qué otro camino queda que seguir el proceso constitucional, entonces? En esta vuelta nos jugamos la democracia.
Pablo Ortúzar y elección constituyente: “Hay un intento de autosalvataje de una clase política llena de pifias y carencias” 7 febrero 2023
Antropólogo social e investigador del IES, Pablo Ortúzar actualmente cursa estudios de Doctorado en la Universidad de Oxford. Dice que la inscripción de candidatos y pactos para el Consejo Constitucional demuestra que “no hay nada mejor”. Y advierte: “No quedan más trucos en el sombrero y estamos en una franca deriva autoritaria. Si esto no resulta, la polarización de la élite política, mezclada con las urgencias sociales, terminará desfondando el régimen democrático”.
-Al parecer, según algunas encuestas, la gente ve con distancia el nuevo proceso constituyente. ¿Ves señales de riesgo de que no haya sintonía de la población con el proceso y el éxito del texto se complique?
-Sin duda existe el riesgo. En el proceso anterior los partidos tuvieron un rol secundario: fue conducido por una mezcla de académicos y activistas. Y fracasó rotundamente. El nuevo proceso está siendo coordinado por los partidos, con todos los riesgos que eso implica. Es literalmente un intento de autosalvataje por parte de una clase política llena de pifias y carencias en la cual la mayoría de las personas no confía. Rescatar nuestra institucionalidad democrática depende ahora del instinto de supervivencia de organizaciones altamente defectuosas. Pero no tenemos nada mejor: ni activistas ni académicos estuvieron a la altura la vez pasada. El pueblo unido sin partidos avanzó directamente al basurero de la historia.
-¿Qué impresión te dejan algunos nombres elegidos para competir en las elecciones de consejeros? ¿Se logró una mezcla de experiencia y nuevos liderazgos?
-Cuando uno trata con partidos políticos tiene que tener claro que operan con dos criterios: electoralismo y lealtad corporativa. Aceptan gente de afuera en la medida en que traigan votos, pero siempre haciendo un balance respecto a su lealtad al partido o a alguna de las trenzas políticas dentro del partido. Si no les convencen, optan por gente de la casa. Por eso no les gustan los intelectuales o los personajes del mundo cultural o televisivo que se mandan solos.
En el juicio contra Sócrates los partidos siempre estarán con la polis. Eso explica el tipo de personajes que a veces eligen, que distan de lo que el sentido común consideraría ideal. Lo importante, al menos en mi opinión, es que esa distancia no sea aberrante. Si el sentido común indica que necesitamos un caballo, los partidos probablemente traerán zebras y burros. Lo importante es que no lleguen con salamandras y escarabajos.
-¿Que tipo de consejeros crees que espera el electorado?
-La expectativa social respecto a los miembros de la nueva convención es de “expertos”: eso significa gente con experiencia en los asuntos constitucionales. Es decir, políticos, asesores, gente con un pie en la academia y otro en la política. No especialista en áreas ínfimas del derecho constitucional con miles de papers, ni tampoco operadores políticos que no tienen visión de conjunto. Esa es, en mi opinión, el criterio para juzgar la idoneidad de los candidatos respecto a la tarea que tienen por delante. Y, en base a ese criterio, veo hasta ahora más zebras y burros que salamandras y escarabajos, aunque la presencia de los segundos no deja de ser importante, lamentablemente.
-¿Cuál rol pueden jugar los independientes, que fueron muy criticados en el proceso anterior?
-El gran problema de los “independientes” es que muchos son de un perfil bueno para llamar la atención, robar cámara y ponerse creativos. Se mandan solos, trabajan para sí mismos o para una causa estrecha y se sienten superiores al resto por ello. Ese perfil es un desastre cuando se está en medio de negociaciones políticas serias, donde muchas cosas deben ser puestas en la balanza al mismo tiempo. En otras palabras, bienvenidos los independientes con visión de estado y disciplina política, pero el resto que se quede en los matinales o se dedique a organizar marchas. Faranduleros y activistas siempre estarán más preocupados de su propia imagen que del bien común.
-¿Es posible que Chile vuelva a rechazar? ¿Qué consecuencias tendría?
-No quedan más trucos en el sombrero y estamos en una franca deriva autoritaria. Si esto no resulta, la polarización de la élite política, mezclada con las urgencias sociales, terminará desfondando el régimen democrático.
-¿La derecha está en una disputa por cuál sector ocupa una posición hegemónica? ¿Ves posible que Republicanos y el PDG avancen en desmedro de Chile Vamos?
-La coyuntura actual probablemente haga que el PDG y el PR acaparen una gran cantidad de votos en la convención. Esto lo lograrán, irónicamente, por haber entorpecido y torpedeado el proceso. Ellos jugaron a hacerse los lindos esta vez, así como el FA lo hizo por 10 años antes de llegar al poder. Lo irónico es que si les va bien, estará en su propio interés conducir el proceso constitucional a buen término. No podrán bajarse del barco si lo hunden.
La cosa también será distinta para ellos, así como lo ha sido para el Presidente Boric y su gobierno, una vez que tomen la guitarra. En cuanto a proyecto político, el de la centroderecha está en ruinas, pero el PDG y el PR ni siquiera tienen uno. Luego, no hablaría de hegemonía cuando lo que hay es especulación electoral, pero no disputa de tesis políticas de fondo.
-La izquierda ha vuelto a fragmentarse. ¿Es un error estratégico del PS ir en una lista distinta a la del PPD?
-Es irónico que la amenaza atorrante del senador Latorre, que dijo que si no había alianza no habían cargos en el Estado, parece haber movido el piso en el PS. Latorre sale al centro de la foto de cierre de acuerdo. Si esto es así, el PS se estaría conduciendo por los mismos criterios que llevaron a la DC a convertirse en un partido muerto en vida.
En mi opinión, Óscar Landerretche y Ricardo Lagos tenían toda la razón en tratar de reivindicar el proyecto del socialismo democrático como algo distinto a la faramalla del FA + PC. El PPD está dispuesto a morir en esa loma, pero el PS se asustó a último minuto, cediendo a las presiones de Boric y de Bachelet, quien finalmente ni siquiera va a ir como candidata a la convención. Puede que el plan de algunos PS sea mantenerse en buenos términos con Apruebo Dignidad pensando en tomar control del gobierno desde adentro y por las buenas, pero la apuesta sigue siendo muy arriesgada por lo desperfilados que pueden quedar políticamente.
-Has dicho que el sistema de salud británico (NHS) es el paradigma institucional de Fernando Atria y la nueva izquierda. ¿Crees que Boric está tentado de imitarlo y dejar caer a las isapres?
-Fue genial cuando Chantal Mouffe, en un ataque de honestidad hace un par de meses, dijo que menos mal había tenido un percance de salud en Chile y no en el Reino Unido, donde vive, porque no habría tenido una atención tan oportuna allá. Y eso es exactamente cierto, porque el NHS, que tiene un nivel de presupuesto que Chile no podría empatar, se encuentra en serios problemas: en un país envejecido, con amplios segmentos sedentarios y mal alimentados y con un serio déficit de médicos y personal de la salud, la atención primaria a la que se accede resulta cada vez peor. Y eso significa subdiagnósticos y un creciente exceso de muertes.
-¿Hay una crisis del sistema público?
-Ahora mismo este asunto está en el centro de la discusión pública. Y quizás parte de la lección es que la variedad institucional es valiosa. Tal como un bosque nativo tiene más teclas para tocar que un monocultivo, pues sostiene un ecosistema más complejo y variado, combinar las capacidades de lo estatal, lo privado y la sociedad civil pone más cartas en la mano de un país para adaptarse a distintos desafíos. Por eso la batalla entre estatistas y mercadistas tiene muy poco sentido.
-¿Dirías que Boric es estatista o ha cambiado?
-El gobierno se veía jugadísimo por el estatismo ciego, pero parecen haber reconsiderado esa posición en el último tiempo, tanto en el caso de las isapres, donde parecen querer ir por la demolición controlada y no por el derrumbe, como en el caso del combate a los incendios y los esfuerzos de reconstrucción, donde la ministra Vallejo ha repetido ya varias veces lo valioso y central que resulta el aporte de la sociedad civil.
Ojalá esto representara un giro ideológico de la izquierda en ese sentido. Me consta que gente como Javiera Martínez o Noam Titelman representan a una nueva generación intelectual sin los sesgos ideológicos de personajes como Fernando Atria, y sería una gran noticia que ellos tomaran la batuta en ese ámbito.
Verdadera subsidiariedad 26 septiembre, 2020
El judaísmo del Segundo Templo y los primeros cristianos compartían, entre muchas otras cosas, una forma de relacionarse con el Imperio Romano que podríamos llamar “intermediaria”. Se reconocía la autoridad imperial en la medida en que respetara la autonomía de la comunidad en aquellos aspectos regulados por mandato divino. El Reino de Dios, creían ambos grupos, no podía ser construido por medios políticos humanos. Luego, lo correcto era buscar pactos básicos con el statu quo que blindaran, en lo posible, al pueblo elegido, hasta que llegara el momento definitivo.
El tema se complica cuando, impulso misionero paulino mediante, se abre la posibilidad -teórica y remota en principio- de que la cabeza imperial, así como otras autoridades, se convirtieran al cristianismo. El poder político no es uno de los dones del Espíritu depositados en la Iglesia. Luego, dichas autoridades tendrían un pie adentro de la comunidad de salvación y otro afuera, en un terreno que siempre se había asumido ajeno y moralmente pantanoso.
¿Era el Estado imperial un mecanismo adecuado para llevar adelante agendas cristianas? ¿Era razonable pasar de una política intermediaria negativa, de no intervención, a una positiva, de dirección? ¿Cuál debía ser la relación entre la cabeza de la Iglesia y la del Estado, si quien detentaba el poder temporal era un cristiano?
El principio de subsidiariedad intenta hacerse cargo de estos problemas. De ahí sus dos caras: positiva y negativa. Se le exige al poder estatal relacionarse de manera habilitante con las organizaciones intermedias. Es decir, haciendo posible su despliegue en vez de suplantándolas.
¿Por qué los “cuerpos intermedios” y no simplemente la Iglesia? Básicamente porque la comunidad de salvación es integral: la religión es concebida como una forma de vida, y no como una porción delimitada y abstracta de la existencia individual relativa a participar en ciertos ritos y sostener ciertos discursos. El pueblo de Dios es, efectivamente, un pueblo: no la mera jerarquía eclesiástica. Luego, lo protegido es la posibilidad de vivir cristianamente. De existir como pueblo.
El actual debate constitucional es una oportunidad para que los cristianos volvamos a este asunto. ¿Cuál es la forma del Estado que mejor sirve, en nuestra situación actual, a la expansión y consolidación de formas de vida auténticamente cristianas? Durante décadas hemos visto cómo el culto a la soberanía individual avanza, demandando (a veces sin que sus promotores se den cuenta) un Estado cada vez más total y neutralizante para sostener la soledad artificial del sujeto radical. Vemos también el daño que este culto autodestructivo hace a las personas, progresivamente más atomizadas, debilitadas y alejadas de las fuentes de sentido. Sabemos que la crisis de octubre tiene un gran componente moral.
El fondo real del debate constitucional es antropológico. Esto rara vez se hace visible porque las dos alternativas que se plantean como las únicas posibles (Estado de bienestar y Estado mínimo) conciben de la misma forma al ser humano. Tenemos la oportunidad de exponer ese consenso velado y ofrecer una mejor opción, que se tome en serio la dignidad demandada. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Milei, 17 agosto 2023
Señor Director:
Luego de ver horas de entrevistas e intervenciones del candidato presidencial argentino Javier Milei, he concluido que se trata de un demagogo de signo radicalmente opuesto a los demagogos que hoy gobiernan ese país.
No es un hombre de Estado, sino un indignado vociferante, cargado de ofertones de soluciones simplonas a problemas sumamente complejos. Quizás el mejor ejemplo es su propuesta de cerrar ministerios como Educación, Salud y Obras Públicas, reemplazándolos con nada. Ni hablar de su posicionamiento político de amigos y enemigos, condensado en la idea de que “a los zurdos de mierda no les puedes ceder ni un centímetro, no puedes conversar con ellos”. No es raro que alguien así haya acaparado el voto de protesta de argentinos cansados y enfurecidos con el régimen cleptocrático vigente en ese país. Pero igualmente no es para nada claro que ofrezca una alternativa viable a él.
En otras palabras, el triunfo de Milei me parece parte de otro capítulo desesperado y triste en la zozobra de Argentina, y no una luz de esperanza. Y, tal como señaló Cristián Warnken, es en extremo preocupante que los mismos sectores de derecha que solo ayer decían temer el populismo más que a la muerte, se lancen ahora a los pies de un demagogo de su propio signo. Lo que muestran con ello es un deseo de arbitrariedad y de venganza muy parecido al de la peor izquierda. Es decir, un resentimiento ciego: aquello de lo que siempre han acusado a sus adversarios.
Pablo Ortúzar Madrid
Investigador IES
Trayectoria Política
Pablo Ortuzar: lo que hagamos en Chile durante los próximos 10 años sellará el futuro del país y su gente en este nuevo escenario global. Si no logramos unidad de propósito, nos volveremos un Estado fallido, gobernado por una larga sucesión de demagogos autoritarios y explotado sin misericordia por alguna de las potencias mundiales que se van consolidando. Todos nuestros recursos, incluyendo nuestra gente más capaz, irán a parar a otros países a cambio de casi nada. Lo que quedará será el raspado de la olla. La Tercera 1 mayo 2022
De más está decir que si el nuevo orden chileno fracasa en el desafío alimentario, los vapuleados “30 años” terminarán pareciendo un paraíso al lado de las décadas que vendrán. «Pluriproblemas» 19 junio 2022
Bibliografia
Pablo Ortúzar «Lo público lo estatal y la sociedad civil» en «La mayoría de las ideas. De la retroexcavadora al Manifiesto republicano» (2017) … el «régimen del Estado» en un orden pluralista y el «régimen de lo público» no son los mismo. El espacio público surge al margen del Estado, desde la sociedad civil, como un espacio de encuentro de miradas, identidades y tradiciones distintas. El régimen del Estado lo que hace es tolerar esa pluralidad de miradas en los márgenes de lo razonable y tratarla como igualmente valiosas…. el régimen de lo público, en conclusión debería ser definido como un régimen de convivencia plural entre distintas organizaciones sociales con fines legítimos diversos e inspiradas por visiones distintas, respecto a cuestiones diferentes…»
Otras publicaciones
«Derecha Crítica» La Tercera, 2 diciembre 2015 «Los esfuerzos por generar pensamiento crítico desde la derecha son muy valiosos. Tal labor parece vivir hoy un momento promisorio…. la publicación de «Los fundamentos conservadores del orden liberal» de Daniel Mahoney, que intenta mostrar de la mano de autores como Raymond Aron, Edmund Burke o Alexis de Tocqueville, que la idea de un liberalismo «integral» o «puro» solo puede resultar en una amenaza contra los fundamentos mismos de las libertades que pretende reivindicar»
Salir jugando
Por Pablo Ortúzar, La Tercera, 20 mayo 2021
Es un lugar común decir que los primeros cristianos eran pobres y mujeres. Hoy suena virtuoso, pero para los romanos que lo inventaron era un insulto, sinónimo de debilidad mental y poca educación. Sin embargo, la realidad histórica es otra: la mayoría de esos cristianos eran personas libres de pequeño patrimonio, parte de una nueva clase media comercial nacida de la pax imperial. A ellos se sumaban mujeres de clase alta, en una época de mayores libertades públicas, pero de igual sujeción doméstica. Se trataba, así, de personas cuya situación social había mejorado, pero sin espacio en el viejo orden.
¿Por qué no eran más agradecidos del Imperio y sus tradiciones? Porque la posición alcanzada les permitía ver que eran invisibles para el sistema que los había elevado. Vivían en un intersticio incómodo. Era una posición mejor, pero sin dignidad. El cristianismo, en cambio, los hacía ciudadanos de un Reino mayor al imperial, y en igualdad de condiciones. Era -y es- un horizonte de dignidad plena.
Hoy, que cunde el miedo apanicado en las élites de derecha, hace bien volver a esta historia. ¿Cuántas veces no reprodujimos el gesto despectivo de los patricios romanos frente a la nueva clase media y sus anhelos de dignidad? ¿Con cuánta seriedad nos hemos tomado el malestar de familias que claman hace una década que no pueden más, que las deudas las tienen reventadas, que sienten que no hay escapatoria, y que no tienen cómo hacerse cargo de sus adultos mayores mal jubilados?
¿Es racional creer que para salir de esta situación tenemos que repetir más fuerte los mismos dogmas libertarios apolillados que sabotearon desde adentro el proyecto de clase media protegida, pilar del triunfo el 2017? ¿El estallido se explica acaso porque una masa de febles mentales y maleducados le creyó el cuento a la izquierda, y bastaría encandilarlos con otro cuento? ¿Los abusos, colusiones y zonas de sacrificio son inventos de la izquierda? El clasismo mal disimulado, la lucha de clases desde arriba y la amnesia selectiva son el peor engendro del miedo oligárquico. El «tupido velo» de José Donoso.
Para recuperarse, la derecha debe producir una propuesta mejor que la de izquierda para cerrar la brecha entre estructura institucional y estructura social, convirtiendo la clase media en un lugar de llegada deseable y no en un mal espacio de tránsito. Para eso debe comenzar por mirar y sentir con ella. Desde la galería se nota la necesidad de apretar la cancha VIP. El desafío presidencial y constitucional es el mismo: defender una perspectiva subsidiaria de los derechos sociales.
El programa, en suma, es expandir los brazos tanto del Estado como del mercado, para que nadie sea demasiado rico para el primero y a la vez demasiado pobre para el segundo. Podemos partir, siguiendo la lección pandémica, por un sistema universal de salud, que integre de manera virtuosa los sectores público y privado, respetando la naturaleza de cada uno. Podemos seguir con un sistema previsional de reparto para la cuarta edad. Hace años promovemos estas y otras ideas desde el IES, pero los que hoy alegan falta de programa les corrían el tupido velo. Ahora el telón de la realidad les cayó encima a ellos.
Investigador del IES
Columna de Pablo Ortúzar: Jadue y compañía, 26 junio 2021
La propaganda no es, por cierto, sólo una herramienta eficaz. Es también un modo de pensar basado en el voluntarismo. Querer es poder. De ahí el desdén por la verdad y, finalmente, por la ciencia. El caso de Daniel Jadue y su constante recaída en dichos falsos y distorsiones, así como en acciones temerarias como la promoción, sin respaldo científico, del interferón y el avifavir en Recoleta, es de manual.
Esta mentalidad voluntarista y autoritaria, por supuesto, se lleva mal con el humor y la duda. La pretensión de imprimirle solemnidad política a todo es enemiga de la risa. Y ni hablar de la libertad de expresión o la autonomía institucional. La reacción desaforada de Carmen Hertz, Camila Vallejo y Luis Messina respecto a las preguntas hechas por los periodistas a su líder lo dejaron claro: hay que “democratizar” a los impertinentes. Lo mismo la campaña del PC contra Sergio Micco del INDH por tratar de entregar cifras reales en vez de útiles a “la causa”.
«Ni soberanía ni refundación» «La nuestra es la época de la soberanía de la voluntad individual: cada cual exige decidir el contenido de su identidad e imponerla al resto… el neoliberalismo, si es algo, es esta ideología de la razón del cliente»
Esta visión choca con la idea de representación. El rol del Estado, asi como el del mercado, es simplemente asegurar los medios para la autodeterminación.
La crisis política chilena ha hecho visible las contradicciones de esta ideología:… los delirios absolutistas de algunos miembros de la convención son otro ejemplo: bajo la visión de la soberanía popular, los momentos soberanos del proceso serían los plebiscitos de entreda y salida.
Otro problema es la paradoja identitaria: para que cada uno puede definirse a voluntad se necesita un catálogo identitario.
Queremos comunidades robustas, con formas de sentido fuertes, pero necesitamos disolverlas para consumirlas… todo signo disponible es convertido en mercancía y espectáculo. De este laberinto no hay salida sin dejar ir la noción de soberanía, frente de los peores delirios políticos colectivos e individuales.
Reconocer que no hay autoridades temporales absolutas ni refundacionales totales es la matriz de todas las humildades que Chile necesita» La Tercera, 10 julio 2021
Pablo Ortúzar sobre la Convención: “Hay una mezcla de la lógica corporativista con la lógica democrática, que lamentablemente no funciona muy bien”. El analista comentó los primeros días de la Convención Constitucional. “La convención debe desentenderse de la coyuntura política. No son un órgano político en el sentido de que tengan que hacerse cargo de la contingencia”, aseguró en Radio Infinita. Sobre la dinámica al interior de la instancia, opinó que “es una disputa de los sectores de la ultra, que entraron por la ventana de la convención, y los sectores de izquierda más moderada, que quieren que el proceso termine en algo constructivo. La negociación es un baile de máscaras”. Destacó que “hay una mezcla de la lógica corporativista con la lógica democrática, que lamentablemente no funciona muy bien”. Con respecto a la bancada de Vamos por Chile, indicó que “no entiendo la posición de atrincherarse, siendo una minoría política dentro de la constituyente”. 14 julio 2021
«lo que me interesa es conversar sobre el contenido de la renovación política que tiene que venir…. nosotros tenemos que ser capaces de ofrecerle al país algo mejor que una alternativa de naufragio. De eso se trata esta campaña presidencial» 25 agosto 2021
Pablo Ortuzar, carta La Tercera, 14 octubre 2021
Jaime Guzmán demonizaba a los comunistas: «El mal de los marxistas es ejercido por quienes obran el mal por amor al mal, y no por simple debilidad. No se arrepentirán jamás porque forman la ‘descendencia del demonio’. Nunca comprenderemos del todo esta terrible verdad… el error diabólico de marxismo, con su intento de inutilizar la Redención de Cristo, ofreciendo la utopía de un paraíso temporal y político» («Jaime Guzmán; su legado humano y político»)
Allende Baradit
Columna de Pablo Ortúzar: Allende Baradit, La Tercera 17 julio 2021
La inauguración de la Convención Constitucional fue pródiga en símbolos. Pero ninguno fue más desconcertante que el del novelista Jorge Baradit portando la pluma del Presidente Salvador Allende, prestada por la familia de este último. “Entrega un mandato claro”, tuiteó el convencional, ahora famoso por defender la agresión callejera contra sus pares de derecha.
Baradit pertenece a una de las generaciones políticas más lamentables de la historia de Chile. Los hijos de la Concertación que nunca lograron rebelarse contra el padre y fijar una identidad. Personajes tipo Mala onda, de Fuguet, que pasaron de predicar el hedonismo lascivo de los 90, a convertirse ahora en sacerdotes de la cancelación. Perdidos, cómodos y fatuos, en suma, arrastrados por las modas epocales, sin un centro de sentido. Nihilistas secos como pan tostado, enmantequillados levemente con el progresismo del día.
¿Qué puede tener que ver Baradit, entonces, con Allende? Sorprende algo. Allende, aunque sea de otro calado, cuando es desconectado de su fulgor final, aparece arrastrado constantemente por la vanidad (“¡carne de estatua!”), la superficialidad y la contradicción. Sus gustos privados son más los de un Tiberio que los de un Cincinato socialista. Y el devaneo incesante de su lealtad entre la revolución y la vía democrática, así como entre el partido y el pueblo, desesperan a cualquiera. No le agacha el moño a Fidel, pero le regala una pistola a su sobrino mirista. Rechaza la vía armada, pero usa su valija diplomática para mover armas, y se hace fotografiar, en delirio fálico, metralleta en mano.
Si hay un “mandato claro” ahí, proviene de la clave de lectura que el médico viñamarino entregó en su último mensaje, cuando llamó al pueblo a no salir a combatir a las calles y condenó la violencia como método de acción política. Allende, así, dejó este mundo elevándose sobre sí mismo, pensando no en la gloria partidaria o propia, sino en la vida de los hombres y mujeres humildes que parte de su coalición de gobierno hubieran querido usar como carne de cañón contra los militares. Murió, entonces, como Presidente de la República -de todos los chilenos- y no como comandante o compañero.
Una de las razones principales del naufragio de la Unidad Popular es haberle cedido demasiado a la ultraizquierda, que los traicionó siempre. Otra es haber buscado imponer cambios radicales con poco apoyo popular y alienando al resto de los actores políticos (el PC en guerra a muerte con la DC, y la derecha -que apoyó nacionalizar el cobre- aterrorizada por la ultra). Y una tercera razón es la irresponsabilidad en materia económica: imprimir billetes no es crecer ni redistribuir.
Construir a ritmo calmo, con miras al bienestar del pueblo -y no a delirios mesiánicos-, en base a mayorías democráticas y acuerdos amplios, aislando a fanáticos y violentistas, y cuidando las bases del crecimiento económico, todo en un marco republicano de límites y contrapesos, ¿cuál, sino esa, sería la lección?
Baradit y sus compañeros de generación de la convención probablemente no tengan otra oportunidad relevante para intentar ir más allá de sí mismos. Aquí se juega su modesto legado vital. Ojalá lo consideren.
Los mapuches necesitan Estado
Columna de Pablo Ortúzar: Los mapuches necesitan al Estado
¿Quién atacó al equipo de TVN frente a la casa de Héctor Llaitul, luego de que lo entrevistaran? ¿Tiene ese evento algo que ver con la radicalización de la CAM? ¿A quién le estaban mostrando las armas en el funeral de Pablo Marchant? ¿Hay una disputa por control territorial entre distintos grupos? ¿Cuál es la naturaleza de estos grupos, si es el caso? ¿Sólo organizaciones etnonacionalistas o también bandas criminales?
¿Está siendo la relativa autonomía de las comunidades mapuches explotada por el crimen organizado? El secuestro, tortura y asesinato de un mecánico por una organización narco que involucra a la hermana y al sobrino de Víctor Ancalaf entregan una pista preocupante. También la detención, hace un año, del exdirigente de la CAM Emilio Berkhoff con una tonelada de pasta base. Ancalaf señaló que la situación de sus parientes tenía que investigarse y no era parte de la lucha mapuche. Poco después fue atacado a tiros en su casa. Y, en rigor, hermana y sobrino también figuran detenidos en mayo por cortes de ruta y desórdenes públicos por “la causa”. Los mismos en cuyo contexto fue asesinado el sargento Francisco Benavides.
Por otro lado, ¿cómo y por qué terminan estudiantes de raigambre urbana como Berkhoff (UC Temuco) y Marchant (U. de Concepción) involucrados en grupos radicales mapuches? ¿Cómo fueron reclutados? ¿Tiene algo que ver que ambos estudiaran Antropología? ¿Cómo fue su proceso de radicalización? ¿Cuántos otros estudiantes siguen ese camino?
La zona abarcada por el “conflicto mapuche” crece día a día, así como la complejidad y brutalidad del mismo. Y demasiadas preguntas terminan sin respuesta. Tanto, que cuesta hacerse una idea de lo que está ocurriendo. Esto, a su vez, es explotado sistemáticamente por campañas de desinformación y propaganda de los grupos radicales, que trafican medias verdades como “información independiente”. Y así se alimenta el “agujero de conejo” que lleva a los incautos a una realidad paralela empapada en consignas.
Todo esto, sin embargo, parece no quitarle el sueño a Santiago. En la capital el asunto es tratado con total superficialidad. Hay poco espacio entre los estetas del marichiwew y los convencidos del “correr bala”. Y ambos grupos coinciden en no darle prioridad política al asunto mapuche. Se retuercen de gozo o rabia al ver a Elisa Loncón como presidenta de la convención, pero más allá de eso, nada.
Y lo cierto es que el asunto de La Araucanía es uno de los más importantes para Chile. Es una zona de nuestro territorio mal constituida, con daño político estructural. Un verdadero problema constitucional, que podría seguir creciendo hasta dimensiones de las que todos, finalmente, se arrepentirán.
Los mapuches necesitan al Estado chileno. Necesitan un marco institucional y un horizonte político moderno. La autonomía política a la que muchos aspiran jamás surgirá de la guerra anárquica entre bandas. El bienestar añorado tampoco surgirá de anclarse en la pobreza campesina y asumirla como componente identitario. Sin embargo, necesitan vincularse al Estado de una forma distinta a la que hemos venido cultivando (curiosamente, de forma realmente subsidiaria). Ahí está el desafío. ¿A alguien le interesa? La Tercera, 24 julio 2021
El derecho a comprender
Columna de Pablo Ortúzar: El derecho a comprender. La Tercera 7 agosto 2021
Escribo esto poco después de enterarme de la intempestiva muerte de Juan Manuel Vial. Duele saber que su buen humor y mejor corazón no andarán ya por los caminos de este mundo. Chile pierde en él, además, a uno de sus mejores lectores. Un alma culta, entregada sin alarde a la escritura, traducción, comentario y lectura de columnas, artículos y libros. Un crítico cuya notable ironía, que pocas veces tenía por fin dañar, nos recordaba siempre que nada en esta vida es para tanto, y que bien podemos reírnos de nuestra precaria situación existencial. Un privilegiado, en fin, que tuvo el mérito enorme de entregarle sus muchos talentos a la rigurosa contemplación y cultivo de la belleza.
Cuando pienso en el país que me gustaría dejarles a los que vengan, querría que fuera más como Juan Manuel Vial. Un país más culto, contemplativo, cariñoso y tranquilo, que viviera a un ritmo adecuado para apreciar la maravilla que nos rodea. Que recorriera asombrado tanto su historia como su geografía, sin degradarlas. Un Chile lector, comprometido con lo bello, que hubiera vencido el feísmo y el imbunchismo, y que cambiara el crudo sarcasmo por la ironía. Y sé que ese país soñado comienza por la lectura. Que así como Chesterton iniciaba su análisis de lo que estaba mal en el mundo desde el pelo de una niña, nosotros podemos comenzar el nuestro por la comprensión lectora.
Lamentablemente, el libro tiene más prestigio que uso en nuestras tierras. Como objeto sagrado, se le venera de lejos. Aprendimos hace varias generaciones a repetir que la educación es muy valiosa, pero no a valorarla. La pandemia, entre otras verdades terribles, aclaró que estamos dispuestos a desgarrar el alma con tal de salvar el cuerpo. Ni el mínimo riesgo sanitario nos parece justificado por mantener la civilización andando. No se nos ocurriría esperar de los equipos docentes la misma entrega que de los equipos médicos, pues derechamente no creemos que la educación sea igual de importante que la salud física. “Hay que estar vivo para estudiar”, retrucan los sagaces, exagerando un riesgo y minimizando otro, como si la infancia pudiera congelarse dos años sin secuelas terribles.
Los datos sobre analfabetismo funcional son contundentes. El 80% de los chilenos apenas entiende lo que lee. Un porcentaje similar no logra manejar la aritmética básica. Eso significa que casi todo el patrimonio cultural de la humanidad, todo lo que supera un cierto nivel de abstracción, les resulta ajeno. ¿A qué tipo de desarrollo podemos aspirar con esas cifras? ¿Qué “mayor complejidad” puede tener una economía iletrada? ¿Cómo aspirar a una mayor calidad de vida en esas condiciones?
La idea de la presidenta Elisa Loncón de crear una biblioteca para la Convención Constitucional (que bien podría llevar el nombre de Vial) quizás sirva para que sus miembros reflexionen sobre la situación de la lectura en Chile y su relación con nuestro desafío democrático. ¿No debería ser un derecho fundamental terminar la educación básica entendiendo lo que se lee y manejando los rudimentos aritméticos? ¿Qué tendría que cambiar para lograrlo? ¿Qué deberes tendríamos que asumir los hombres y mujeres de este tiempo para construir ese legado?
El despueble
Pucha que tienen ganas de sentirse poderosos. De ponerle la pata encima a alguien. De decir: tú no, porque yo lo digo. Son la encarnación de la fantasía patronal de los capataces. ¡Digan la verdad! Búsquenla en su fuero interno, pero después díganla. Pisan el palito de negarle igualdad de derechos políticos a Jorge Arancibia no por “negacionismo” -ese concepto que antes significaba algo pero que ustedes torturaron hasta desfigurarlo- sino porque la dictadura militar es su rival mimético. Ustedes desean lo que se imaginan que Arancibia encarna. Desean ese poder ilimitado, la pachorra, el sarcasmo arrogante de los tiranos. Ustedes no tienen temple, no tienen el carácter de ciudadanos de una república. Hasta les molesta el concepto. Lo que les gusta es Pinochet, y es peor que Pinochet. Es lo que proyectan en él desde la impotencia odiosa que los carcome por dentro.
Manuel Woldarsky con fina y sumaria voz expulsando organizaciones adversarias del espacio público. “Negacionistas” dice el hilito sonoro. “Según el acuerdo acordado”, remata con la falsa formalidad de todos los tinterillos de purga. ¿Cuándo dejarán de hacerle perder el tiempo y la dignidad a la democracia chilena?
Igual que Pinochet, los creadores de la lista del pueblo se arrimaron a la república poniendo carita de oveja. Los pobrecitos. Los pobrecitos pueblo. “Pobre Augusto”, comentaba Salvador Allende el 11 en la mañana. ¿Y qué resultaron ser? Sátrapas y pinganillas, peores que cualquier partido político, usando la instancia constitucional como plataforma para su bingo indecente de campañas electorales a cuanto cargo puedan saltarle al cuello.
Las movilizaciones más masivas de la historia de Chile abrieron la oportunidad de reformas institucionales que podrían allanar un camino de dignidad para el esfuerzo de millones de familias chilenas. Pero “La lista”, que inauguró la instancia pifiando el himno nacional y con un griterío de feria, nos tiene semanas discutiendo sobre héroes políticos imaginarios encarcelados supuestamente por “pensar distinto”: pensar, uno supondría mirando sus prontuarios, que el robo no robaba, que el fuego no quemaba, que los golpes no dolían. ¡Vaya profunda ideología! ¡Vaya mártires! ¡Linos y Teclas del saqueo y el pillaje!
Y después el lloriqueo y la victimización: la derecha sabotea la convención. ¿Han organizado purgas los convencionales de derecha contra sus organizaciones? ¿Han vetado a alguien? ¿Le han negado iguales derechos políticos a alguno de ustedes? ¿Han usado la convención como plataforma para sus campañas venideras? No, no lo han hecho. Ni los más recalcitrantes. Ni Cubillos, ni Marinovic. “¡No lo han hecho porque no pueden!” Dirán los sagaces populares. No tienen la mayoría para abusar de ella. Nosotros sí. Nos toca abusar. ¿Esa es la idea?
Lo bueno es que el choclo se desgrana y el barco mal habido se les hunde. No sólo su farsa timó electores, sino también candidatos, que ahora huyen. Va uno, van tres, van cinco. Que se multipliquen los gestos de verdadera dignidad. Que la república siga recuperando a sus hijas e hijos. Y que a ustedes las urnas los revienten y la historia los olvide como el reflejo final de la dictadura en un pequeño espejo. La Tercera, 13 agosto 2021
Tirar lejos la huasca
Tirar lejos la huasca 28 agosto 2021
Nuestra política y nuestra institucionalidad enfrentan intensos esfuerzos de renovación. Nos movemos hacia lo desconocido. Y para darnos ánimo declaramos que lo que fue ya no volverá. Que lo haremos mejor, porque somos mejores. Sin embargo, parte de las generaciones políticas barridas por octubre son todavía jóvenes, y están esperando el derrumbe de la ilusión, que vendrá. La obscena implosión de la “Lista del pueblo” es sólo el comienzo.
Los hoy defenestrados 30 años relucen en nuestra historia como el periodo de mayor prosperidad económica y estabilidad política. Comenzamos a hablar de pobreza multidimensional recién cuando logramos superar la otra, la del hambre. Miramos ahora ese pasado como mezquino, “en la medida de lo posible”, y oteamos igualdades y prosperidades nórdicas más allá de lo posible. Nadie dice que esté mal. Pero seremos juzgados en nuestros resultados contra esas décadas. Agarrar la guitarra es más fácil que tocarla.
Es por lo mismo que las recetas de reforma y renovación son superiores a las refundacionales y revolucionarias. Son respetuosas del pasado, menos soberbias. Y más políticas: el revolucionario tiene que actuar como portador de la fórmula secreta. “El modelo”. “El otro modelo”. El reformista, en cambio, no habla como mago: promete cambios graduales y, por lo mismo, bien hechos. No saltos al vacío.
La centroderecha, en este sentido, tiene una gran oportunidad: apropiarse críticamente de lo mejor del legado de la Concertación. Hacerse herederos de un reformismo sobrio y pragmático, atento al entorno y consciente de que el desarrollo es paradójico. Y también de la legitimidad del esfuerzo con que miles de familias empujaron adelante sus sueños durante ese tiempo: sus conquistas, sus vidas, no fueron un puro engaño, como declara cierta izquierda.
Pero para lograr ese objetivo este sector debe volver a pensar y hablar políticamente. Y ello exige enterrar lo que queda del discurso revolucionario de la dictadura, que los hizo pasar décadas atajando cualquier reforma por motivos genéricos, así como a gobernar dos periodos con logros de gestión (reconstrucción y vacunación) y horrorosos resultados políticos.
La pretensión de hablar desde “el sentido común” y encargarse de “los problemas reales de la gente” con supuesto “sentido de urgencia” se tiene que terminar. No es un discurso buena onda: es el eco de un régimen autoritario que no reconoce el disenso legítimo, sino que intenta expulsar la política declarando que son “puras peleas” (o “puras ideas”, “puro escritorio”), mientras que ellos, en conexión mística con “la calle”, saben lo que debe hacerse.
Ahora que tantos en la izquierda se despolitizan y hablan con la huasca en la mano, es momento de que la centroderecha tire la suya lejos. Cada vez es más claro que la gran lucha de nuestra era no será entre “neoliberales” y “antineoliberales”, sino entre políticos y autoritarios, entre pluralistas y canceladores, entre republicanos (reales) e identitarios facciosos. Si la centroderecha elige bien en estas disyuntivas, podrá ofrecerle a nuestra democracia un camino de reformas responsables para consolidar su clase media, en vez de simplemente otra alternativa gritona de naufragio.
Sostener la república 18 septiembre 2021
Uno de los grandes dramas de la política chilena es la dificultad que las disposiciones moderadas y reflexivas encuentran para abrirse paso. El código de nuestra interacción política tiende a ser fálico, patronal y autoritario. El alma dominante en la izquierda y la derecha, salvo felices accidentes históricos, es una que considera serias sólo las posiciones extremas, que dibujan al adversario como enemigo y amenaza existencial. Y “el pueblo” no ha sido, históricamente, más tolerante que sus representantes. Por algo los elige. Sólo es más cauto, porque normalmente ha pagado con sangre las locuras de los de arriba.
Hoy suenan de nuevo los tambores de guerra, y si no somos capaces de sostener el centro, guerra será lo que vendrá. Me explico: la nueva izquierda se construyó en el desprecio por la Concertación. Ve sus gobiernos, los más estables y prósperos de la historia de Chile, como una mera extensión de la dictadura. El reformismo incremental de la transición les parece una tara moral, puro entreguismo. Y se identifican, en cambio, con la tradición irresponsable y extremista que va desde el MIR, actor central en el hundimiento del gobierno de Salvador Allende, hasta el desmarque comunista tanto del plebiscito del 88 como del acuerdo de noviembre de 2019, apostando en ambos casos por el violentismo. La forma más intensa de la política, para esta gente, es la violencia, y ella es la verdadera partera del cambio. Todo el que plantee dudas al respecto -incluyendo a Gabriel Boric- es un amarillo, un cobarde y un iluso.
Al otro lado, en tanto, se cuece un caldo neopinochetista, cuyo diagnóstico es el mismo que el de la nueva izquierda pero con signo invertido: todas las virtudes de la transición se deberían a la dictadura. La izquierda sólo gobernó bien porque tenía las riendas cortitas. Por miedo. El extremismo que asoma siempre fue su verdadero rostro. Cualquiera que diga lo contrario es un ingenuo, un intelectual de escritorio, un iluso. Aquí la cosa es entre la dictadura del sable y la del puñal. No fueron las protestas masivas las que condujeron al proceso institucional en marcha, sino el violentismo extremo. El acuerdo de noviembre es un pacto de rendición.
Ambos lotes apuestan a torear a todo el mundo a alguna de las dos trincheras. Se alimentan mutuamente. Y si queremos sostener el centro, en un contexto en que los moderados de izquierda y derecha todavía somos mayoría, es fundamental consolidar una visión pluralista a la que podamos ser todos leales. Y el epicentro de ese acuerdo tiene que ser la libertad de educación, viga maestra, junto con la libertad de culto, de la división de poderes y la tolerancia cívica. Los seres humanos rara vez están dispuestos a matar por ellos mismos, pero otra cosa es por sus hijos.
Necesitamos con urgencia, entonces, forjar acuerdos sustantivos en torno a la prioridad pedagógica de los padres, la autonomía de los establecimientos y la libertad de capacitación docente de los colegios. Poner todos los problemas arriba de la mesa y trabajar sobre ellos. Si no lo logramos, me temo mucho que en ese frágil eslabón se romperá esa cadena republicana que, llena de parches y alambritos, está hoy de cumpleaños.
El señor de los elásticos 9 octubre 2021
Las instituciones subsisten porque la mayoría somos leales a ellas. Es decir, porque lo normal es respetar el espíritu que las informa. Esto es reforzado por la presión de pares, o moral, en los órdenes más tradicionales, y por la formalización legal en los más complejos y modernos. Pero por mucha obediencia y sanción que haya, siempre habrá polizones, pillos o “free riders”, que se relacionarán de manera mañosa e instrumental con las formas y las reglas de la sociedad en la que habitan. Y normalmente se saldrán con la suya, porque el resto preferirá dejarlos abusar que poner en riesgo la institución abusada.
Un ejemplo a la mano es el de las regulaciones electorales actuales que, para prevenir el financiamiento irregular de la política, entregan dineros públicos a los candidatos según los votos que obtengan. Esto abre la puerta para que chantas faranduleros de toda laya vean una oportunidad de negocios en una “pasada” electoral: si la inversión por voto sacado les resulta mucho menor que la retribución pública por sufragio, el negocio es redondo. Estas candidaturas de cazadores de rentas son indignantes, pero son el costo a pagar para evitar otros males mayores. Luego, las toleramos.
El Presidente Sebastián Piñera es una persona que siempre ha jugado con los límites institucionales. Tiene mentalidad de apostador y una pulsión casi infantil por poner a prueba las restricciones. Como muchos de su generación, considera una “viveza” encontrarles la trampita a las cosas. Porta el estandarte de los compatriotas que viajaban a Europa con bolsas de monedas de cien pesos para usarlas como si fueran euros, cuando las máquinas expendedoras del Viejo Continente no distinguían entre unas y otras.
Siempre, por este motivo, hubo una contradicción entre la persona de Sebastián Piñera y el rol de Presidente. Quien gusta de jugar con los límites institucionales para hacer brillar su personalidad difícilmente será capaz de someterse a una disciplina impersonal para encarnar la representación de la institucionalidad. Y el efecto ha sido, efectivamente, la degradación del cargo. Piñera ha sido el sepulturero de la figura presidencial, soporte clave del entramado institucional chileno. Si hoy vivimos bajo una especie de parlamentarismo tropical de facto, se debe en buena medida a su incapacidad para entregarse a un rol superior a él mismo.
Con el escándalo relativo a la compraventa del proyecto Dominga en un paraíso fiscal, se rompe el último elástico del señor de los elásticos. Y la degradación de las instituciones durante los últimos años ha sido tal, que ya resulta difícil calcular si vale la pena custodiar lo que queda de la presidencia salvándole el pellejo de nuevo. Esta decisión, que en el caso de la izquierda se mezcla claramente con intereses de propaganda electoral, no es fácil ni siquiera para el propio conglomerado político detrás del Presidente.
A esto hemos llegado. Pero la pregunta siguiente es si queda algún justo. Piñera también es síntoma, y el egoísmo cínico hoy es legión. No hay república sin ciudadanos, y ni el Congreso ni la Convención, controlados hoy por la izquierda, brillan por su civismo. Es cosa de ver el circo de miserias del cuarto retiro.
Entrevista 10 octubre 2021 La Tercera
Pablo Ortúzar: “Una elección Boric-Kast sería como el repechaje entre los derrotados del 88”
En su último libro, un diálogo imaginario entre Jaime Guzmán y Carlos Peña le permite a Ortúzar explorar las secuelas de la dictadura que, según él, aún pesan sobre la política y la sociedad chilenas. Aquí perfila esas contradicciones no resueltas, visualiza el escenario electoral como un eterno retorno y explica por qué la idea de pecado original lo alejó del anarquismo.
“Una crítica de la razón pinochetista”. Así, nada menos, define Ortúzar lo que trató de hacer en el breve y curiosísimo libro que acaba de publicar: El precio de la noche. Diálogo imaginario sobre la tiranía (Tajamar Editores).
En efecto, se trata de un diálogo al estilo platónico (“aunque mis dotes literarias son ninguna maravilla”) que tiene lugar en el café del GAM. Allí, un sociólogo que investiga las claves intelectuales de la dictadura entrevista al “primer pinochetista”, personaje que viste, habla y piensa como Jaime Guzmán. Para más señas, bebe un agüita de menta. Más adelante se suma un tercero: “el rector”, espectro de Carlos Peña que escuchaba desde la mesa contigua y no resistió la tentación de intervenir.
“Después de 30 años de democracia, se ha perdido la conciencia sobre lo coherente que puede ser un régimen autoritario, las bases de sentido sobre las que puede operar”, prosigue Ortúzar, antropólogo de la U. de Chile e investigador del IES, hoy terminando un doctorado en Oxford. “Tanto es así que el pinochetismo es leído hoy desde la caricatura, pese a la potencia, sofisticación y masividad que adquirió ese discurso. Y en este libro, de origen bastante anterior al estallido, traté de condensar un montón de preguntas que tenía hace tiempo sobre los efectos de largo plazo que eso dejó en la derecha −aunque también en la izquierda−, lo cual se cruzó con muchos años de estudio e interés por la figura de Jaime Guzmán. Porque obviamente hay una tensión moral entre su catolicismo y la dictadura, tensión que luego se convierte en una carga para la derecha por el tiempo que viene”.
La tesis que propone el libro es que Guzmán pudo consentir la destrucción del otro porque, desde su catolicismo, identificó al comunista con el demonio. No le haces buena propaganda a tu religión.
Es que justamente intento mostrar que ahí hubo una confusión de planos. La tradición cristiana establece que los humanos hacemos el mal por error, porque no entendemos las consecuencias últimas de muchos de nuestros actos. Por eso es tan central la idea de pecado original, que nos define desde nuestra condición caída y no haciendo el mal por amor al mal. Los demonios, en cambio, entienden el juego completo y saben lo que va a pasar. Ellos sí eligieron, por orgullo, la perdición. Por eso es tan raro este elemento aberrante de Guzmán cuando se refiere a los comunistas como la descendencia del demonio. Desde el punto de vista teológico, está diciendo que no son personas sino ángeles. Yo creo que él estaba muy influido por Julio Philippi, con quien conversó harto sobre el demonio.
¿Qué planteaba Philippi?
Se supone que era un demonólogo experto, lo que es medio invento, pero leía sobre estos asuntos y en sus textos mezclaba el folclor semirrural del Chile antiguo con la idea de gente que hace el mal por amor al mal. Y me parece que Guzmán termina identificando esa idea con la figura del comunista. Es un error de consecuencias gravísimas, porque finalmente está asumiendo que la salvación se juega en la política, idea que toda la tradición condena porque implica que te crees capaz de borrar el pecado original. A San Agustín le tocó ejercer como juez del Imperio romano y persiguió gente, usó la fuerza contra herejes, metió las manos al barro. Pero nunca, jamás, creyó que a través de eso estaba extirpando el mal ni castigando al demonio en persona. De partida, porque uno mismo está marcado por el pecado, entonces ya es un instrumento defectuoso y penca para dar esa pelea. Pero además, porque esa pelea no se gana aquí, la redención siempre viene de arriba. Esa es la claridad que Guzmán pierde por su anticomunismo. En el libro de su hermana, del que se dice que es superficial, lleno de recuerdos ingenuos, hay muchas claves un poco escondidas. Y una de ellas es que su ideología política es el anticomunismo, más que cualquier otra cosa, y que lo mezcla con ribetes metafísicos que confunden el plano temporal y el espiritual.
¿Y crees que eso operó como una especie de teología inconsciente de la dictadura, o un respaldo espiritual de la Doctrina de Seguridad Nacional?
Yo no sé qué calado tuvo esto en el resto de la dictadura. Pinochet usa mucho las imágenes religiosas, pero siempre son la Virgen y Dios, no el demonio. Tampoco Jesús, porque de algún modo él mismo se pone en la figura de Jesús. Pero no tengo claro si la dictadura se entendió a sí misma combatiendo al demonio tanto como Guzmán. Sí te podría decir que en esa época hay otros escritos que juegan con ideas parecidas. Una figura importante ahí es Miguel Poradowski, un sacerdote polaco que vivió el comunismo en Polonia y obviamente tenía un trauma feroz.
En el campus Juan Gómez Millas, donde fuiste un activo anarquista de izquierda, se contaba que te fuiste a la derecha porque leer a Guzmán te iluminó.
No, no es verdad. Pero sí fue importante la idea de pecado original.
¿Para dejar de ser anarquista?
Sí. Porque la idea de revolución era un horizonte muy importante para mí, al que uno también llega por la educación cristiana desde niño, si estas cosas están muy relacionadas. Pero me fui desencantando al darme cuenta, primero, de mi propia precariedad moral. Segundo, yo estuve cuatro años estudiando a Marx y la historia de las revoluciones, todos los días. Y los niveles de barbarie que dejaban las grandes revoluciones te hablaban de que no hay ese salto ético el revolucionario espera: no existe, no viene. Ese era otro llamado a la humildad. Pero nunca tuve una experiencia de conversión. Más bien fui quedando a la deriva y me terminé moviendo hacia la derecha a través de otras lecturas.
Y más allá de lo intelectual, ¿no te costó sentirte parte de la derecha como grupo social? Porque en tus años de anarquista debiste detestar a ese grupo profundamente.
Claro, pero desde lejos, porque en Gómez Millas no conocí a nadie de derecha. Y como crecí en el sur, tampoco entendía muy bien lo que era la derecha santiaguina. Y terminé en la derecha, en buena medida, porque lo que sí odiábamos era el mundo de la Concertación, por tenerlo más cerca. O sea, nunca se me pasó por la cabeza pasarme para allá, que podría haber sido, porque al final mi posición no era tan incompatible. De hecho, el otro problema que siempre me acomplejó mucho eran sus éxitos económicos.
¿Por qué te acomplejaban?
Porque según nuestra formación, el triunfo del socialismo iba a mejorar mucho las condiciones materiales de las clases explotadas. Pero, de nuevo, estudiando las revoluciones veías que eso resultaba falso casi siempre, y que los teóricos marxistas incluso justificaban ese sufrimiento como una transición necesaria. En cambio, los avances de la Concertación en ese mismo sentido eran históricamente brutales, y nosotros no teníamos respuesta para eso. Podíamos decir que seguía habiendo problemas, lo que era muy cierto, pero había una cierta deshonestidad en desconocer que esos problemas surgieron de soluciones que aliviaron problemas mucho peores. Nuestro estatismo era bien irreflexivo, además. Nadie sabía cómo íbamos a cambiar las relaciones sociales. Y el resto era supremacismo moral: estos son malos, nosotros buenos. Lo cual se sostenía, en buena medida, en las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura.
La discusión del año 2018 sobre el Museo de la Memoria, que reactivó los conflictos de la derecha al respecto, parece estar entre las motivaciones de este libro.
Sí. Todo el proceso del Museo de la Memoria a mí me influye harto, porque su finalidad nunca termina de quedar clara. Yo pensaba al principio que preservar esos hechos sólo como hechos no era problemático. Y todavía me parece muy valioso. O sea, la otra vez una constituyente que es bióloga me decía que ya no cree en el método científico, porque “la pluralidad de epistemologías” y qué sé yo. En ese contexto, decir “estos son hechos y no pueden ser refutados por ninguna epistemología alternativa”, me parece bien. Pero luego la pregunta era cómo obtenemos lecciones de estos hechos brutales. Y ahí siempre aparecía una traba: que la Concertación derivaba buena parte de su legitimidad política de la legitimidad sacrificial de las víctimas de la dictadura. Y no digo que los responsables del Museo lo hayan querido así, pero era un poco inevitable que cayera en esa órbita, lo cual impedía que las preguntas más complicadas pudieran tener lugar.
¿No crees que atestiguar esos hechos te lleva a preguntarte cómo se evita que ocurran?
Puede ser, pero creo que no es lo normal. Cuando uno ve cosas terribles, lo que en general se pregunta es “quién hizo esto”. Genera más bien emociones, “los odio, gente perversa, maldita”. Por eso, cuando se estrenó la película La caída, se criticó que los nazis parecían personas normales. Pero esa era la gracia, mostrar que estos tipos no eran demonios venidos de otro planeta y por lo tanto estas cosas pueden volver a pasar. Porque la mente se resiste brutalmente a eso. Hay una idea de progreso moral que te dice “no, esto ya lo superamos, seríamos incapaces de hacerlo”. Y creo que la mera experiencia de estos memoriales no te saca de ahí. El Museo de la Memoria no te hace pensar, por ejemplo, que las brutalidades ahí expuestas pueden venir de cualquier bando político. Pero decir eso parecía una relativización, porque explicar sería lo mismo que justificar. En parte por eso construí el libro como un diálogo. Es un género que te permite mostrar los límites de los argumentos, pero también exponerlos con toda honestidad, y con toda brutalidad, sin que el lector tenga que espantarse.
¿Por qué lo titulaste “El precio de la noche”? ¿Cuál fue, al final, ese precio?
Cuando Portales dice “el orden se mantiene en Chile por el peso de la noche”, se refiere a que sólo existe el orden que dejó la monarquía. Y se me ocurrió jugar con esa frase porque la idea de restaurar ese peso de la noche siempre estuvo presente. La fronda aristocrática de Alberto Edwards promueve básicamente eso: Portales restauró ese orden con un contenido republicano y ahora hay que parchar de nuevo el mismo programa. Y con la idea de “precio” intento plantear dos preguntas. La primera, cuáles son los costos morales e intelectuales que paga una persona por involucrarse en una empresa como esa. Y la segunda es cuál fue el costo, para la sociedad completa, de que esa restauración se haya apoyado en un reformismo liberal durísimo, que usa los mercados formadores de precios –de ahí el doble juego con la palabra− como herramienta de coordinación de la mayoría de las esferas de la vida.
Siguiendo tu reflexión sobre la tiranía, creer que las libertades económicas atenuaron la opresión del régimen es no captar muy bien qué pasó ahí.
A mí me impactó mucho leer un diálogo de Jenofonte, historiador contemporáneo a Platón, en el que un poeta le da el siguiente consejo a un tirano: concentrar todo el poder público en su persona, pero a la vez permitir, para que la tiranía funcione y el pueblo no lo quiera matar, que las personas prosperen en sus vidas privadas, sin miedo a que él les quite sus ganancias. O sea, lo importante es construir una esfera privada donde la gente, si no se mete en problemas −si no hace política, en realidad−, pueda entretenerse y preocuparse de su familia. Es muy impresionante leer la receta de la dictadura chilena escrita hace 2400 años. Y comprobar cómo eso funciona y consigue, además, construir un sujeto que ya no concibe la dimensión pública de las cosas. Ahí uno se asusta. Y también se pregunta en qué medida este consumidor enfurecido del estallido social no es el producto de la tiranía que lo crió sin conceptos de lo público.
Caracterizar al sujeto del estallido como cliente y no como ciudadano, ¿podría ser también un atajo fácil para rebatir a la izquierda? ¿No hay en esas reivindicaciones una razón pública que concibe la sociedad en términos más colectivos?
En la retórica del estallido, sin duda. Aunque tampoco tanto. Cuando se concibe a los políticos como puros ladrones o mentirosos, o directamente se rechaza la representación política, diciendo “quién es otro para venir a hablar por mí”, ahí hay pura soberanía individual. Pero en las acciones es todavía peor. Un amigo filósofo decía el otro día que la “pedagogía lenta” de Atria al final es como el moonwalk de Michael Jackson, porque está yendo para atrás.
¿En qué se notaría eso?
Por ejemplo, la izquierda planteó razonablemente que la gratuidad universitaria se retribuyera a través de un impuesto especial a los profesionales, dado que son privilegiados. Esa idea se hacía cargo de otra discusión muy larga de Atria: que el derecho social no es individual, sino una concepción bajo la cual todos dependemos de todos. Pero eso fue arrasado –incluso en la propia izquierda− por el discurso “dame mi derecho sin letra chica, no me hueís con solidaridad de no sé qué”. Ese fue el primer tiro que salió por la culata. Y así hasta los retiros del 10%, donde también se impuso que cobrar impuestos a los privilegiados es letra chica porque “el Estado no me puede quitar esta plata que es mía, yo la ahorré”. Realmente no se entiende cómo la izquierda está avanzando hacia lo que −se supone− pretende construir. Ni ellos lo tienen claro. Y es muy dramático pensar esos discursos a la luz de algo que dice Leo Strauss cuando analiza el diálogo de Jenofonte: la justicia propia de los súbditos de un tirano es la de las relaciones contractuales privadas.
Carlos Peña, en tus diálogos, dice que la modernización capitalista es incompatible con la espiritualidad cristiana, cosa Guzmán intenta rebatir. ¿Quién crees que gana esa discusión?
Creo que Peña deja muy golpeado a Guzmán. Porque Guzmán, con tal de vencer al comunismo, buscó una alianza estratégica con sectores libertarios y estuvo dispuesto a llegar muy lejos en la legitimación cristiana del capitalismo. Pero esa alianza dejó muchas bajas. Una de ellas fue el principio de subsidiariedad, que quedó atado, hasta el día de hoy, al Estado mínimo. Si lees a libertarios actuales como Felipe Schwember, encuentras la vigencia de esa confusión. Entonces el personaje de Peña baja de la ilusión a Guzmán: “Oye, parece que no mediste los efectos de la mezcla que estabas haciendo. La individuación radical sí tiene consecuencias morales y hace muy difícil construir una comunidad de salvación cristiana”.
Pero más que en la individuación como tal, lo arrincona en el costo de haber hecho esa pedagogía social a través del miedo.
Sí, eso es, la individuación a través del miedo y de la violencia. Esto queda muy bien retratado en la serie Los 80: ese retraimiento de Juan Herrera, que durante mucho tiempo no cuenta la firme, hasta que dice “mira, al final cuando queda la embarrada a los ricos no les pasa nada y nosotros pagamos el pato”. Y si yo construyo un sujeto que teme ocupar el espacio público, y que desconfía profundamente de las personas que lo ocupan, el resultado es que evito el comunismo, pero también la posibilidad de comunidad. Y con esto no pretendo condenar al capitalismo, sino ponderar que así se modernizó Chile y hay que ver qué huellas quedan de eso. El propio Guzmán, cuando le decían “en Chile no hay democracia”, a fines de los 80, respondía que hay otras formas de democracia como el mercado, donde yo expreso mis preferencias a través del uso del dinero. Y que entonces la democracia política, cuando viniera, ya no iba a ser tan importante, porque la gente conoció una democracia donde tiene una libertad de elegir mucho más amplia.
¿En qué medida traer a colación a Guzmán es una forma de decirle a la izquierda “cuidado con parecerse”?
Como te decía, este libro surgió antes del estallido, así que no estaba pensando en la izquierda de la Convención. Pero creo que esa misma izquierda –parte de ella, siendo justos− se mete en ese saco cuando usa un argumento mimético para justificar los tintes cada vez más autoritarios con que se comporta: “Ustedes tampoco respetaron esto en el pasado, así que no vengan a darnos lecciones”. Es como el viejo de El señor de los anillos, cuando ya agarra el anillo dice “bueno, por qué no me lo quedo”. Y en el plano más teórico, en la argumentación de schmittianos de izquierda como Atria hay algo que se parece bastante al ánimo revolucionario de Guzmán. Creo que están ocupando las categorías de Carl Schmitt de una forma peligrosa y que no han discutido en serio esos riesgos. El tema no es si Schmitt era nazi, es que el horizonte de su teoría es construir un Estado sobre el asentimiento total de los súbditos y la destrucción de los cuerpos intermedios, entendidos como los gusanos que corrompen el cuerpo político.
¿En qué posiciones se refleja esa supuesta aversión de la izquierda a los cuerpos intermedios?
Aparece, por ejemplo, en los debates sobre la prioridad de los padres en la educación de sus hijos. O cuando se dice “el problema del Sename es que hay privados dando las prestaciones y eso corrompe todo”, pese a que muchos de los abusos más brutales se dieron en casas de acogida del propio Sename. Esa evidencia les da lo mismo, porque la idea es que lo privado y las organizaciones intermedias son perversas de por sí, sólo motivadas por el lucro o la exclusión. Y en el debate sobre libertad educacional, que al parecer ya es una mala palabra, muchos sectores de la izquierda consideran ilegítimo que ciertas comunidades de sentido −por ejemplo, de orientación religiosa− pretendan reproducirse a través de comunidades educacionales.
Han cuestionado los colegios selectivos o con espíritu de lucro, no tanto a los religiosos.
Yo diría que están las dos cosas mezcladas. El ánimo de que un consenso construido desde arriba defina lo que está bien o está mal, y que el Estado libere al estudiante de sus ataduras familiares o comunitarias, también existe. Pero como la nueva izquierda asume que ya superó la vocación homogeneizante que tuvo en otro tiempo, no se da cuenta de que en su discurso sobre la diversidad hay una disonancia brutal.
¿Cómo así?
Por ejemplo, si tú defiendes que el Estado pueda subvencionar colegios cristianos, te lo reducen al absurdo: “Cómo una comunidad que cree que la Tierra se creó hace 6 mil años va a poder hacer un colegio”. Pero si yo dijera que mañana voy a crear un colegio mapuche, que sólo hará clases en mapudungún y que va a exigir tener el primer o el segundo apellido mapuche, muchos de ellos dirían que es estupendo, que eso preserva la cultura ancestral y que el Estado tiene que financiarlo. Entonces, por un lado incentivan el pluralismo, el multiculturalismo y el multi cualquier cosa, pero en otros asuntos siguen anclados a la visión absolutista del Estado. ¡Y esas dos visiones no interactúan en ningún punto! Ahora, la derecha también mezcla las cosas. Muchas veces salió a defender la libertad educacional para defender la libertad de empresa, en el fondo.
Lo que nunca termina de quedar claro, cuando el IES critica que la derecha sólo cree en el mercado y la izquierda en el Estado, es qué significa para ustedes, en una sociedad plural, promover los cuerpos intermedios.
Lo que le da energía al IES es, justamente, tratar de resolver ese problema. Porque en verdad tampoco lo teníamos muy claro. Sí entendíamos que entre el libremercadismo de la derecha y el estatismo de la izquierda queda un resto, y ese resto queríamos teorizarlo y entenderlo mejor, pero ha tomado muchos años. De hecho, yo me fui a Inglaterra a estudiar los orígenes del principio de subsidiariedad, porque al profundizar en él quedaba sumamente perdido. Y claro, en realidad no es un principio neutro, porque se construyó desde una cierta identidad entre Iglesia y sociedad, en oposición al poder político y también al económico. Entonces, cuando los cristianos decimos “aquí hace falta subsidiariedad”, en realidad estamos diciendo que hace falta crear las condiciones para que la comunidad de salvación pueda desplegarse. En versión más secular, uno dice que las asociaciones generan valores positivos, vínculos entre vecinos, son más eficientes, etc. Y todo eso es cierto, pero en otro nivel, lo que uno está diciendo es que aquí no hay espacio para que germine y florezca la comunidad de salvación, desde el punto de vista cristiano. Y obviamente, compatibilizar las dos versiones en un contexto moderno es difícil. Ese es el enredo en el que uno está.
Por lo mismo, se podría sospechar que en realidad quieren que el Estado subsidie iniciativas de la sociedad civil según criterios culturalmente arbitrarios.
Sí, este es un diálogo problemático entre el pluralismo moderno y la tradición cristiana. Pero creo que tiene salida. Y al racionalismo tampoco le conviene ignorarlo. Por ejemplo, José Luis Villacañas, un filósofo de izquierda muy cercano a Íñigo Errejón, plantea que la división de poderes nació de la tradición judeocristiana y que sólo va a existir en sociedades que en alguna medida reconozcan esa herencia. Y uno dice “pero esto es muy raro”, porque obliga a una sociedad a afirmar esos principios –incluida la separación entre Iglesia y Estado− en una tradición que en apariencia los contradice. Es la misma incomodidad de la Unión Europea cuando, para afirmar su pluralismo, intenta definirse sin remitir al pasado cristiano de Europa, lo que al final es absurdo porque ese mismo pasado dio origen a las visiones pluralistas.
¿Pero por qué sería necesario reconocer la herencia judeocristiana para preservar la división de poderes?
Porque la idea de un poder político que no puede reclamar la totalidad del poder, puesto que hay una comunidad cuya legitimidad no depende de que él la reconozca, nace cuando los judíos le dicen al Imperio romano: “Ya, les aceptamos que nos dominen políticamente, pero nosotros no creemos en sus dioses así que vamos a seguir siendo una comunidad religiosa y en eso no se pueden meter”. Y ese principio se transfiere al mundo cristiano, Jesús y Pablo de Tarso están muy marcados por esa idea. Entonces, dice Villacañas, la división de poderes que después racionaliza la tradición republicana no puede olvidar del todo que proviene de ahí, porque de algún modo correría el riesgo de volver juntar lo político y lo sagrado en un mismo núcleo de poder. Hay un capítulo de South Park que ilustra esto muy bien, porque van al futuro y resulta que ya todos son ateos, pero están en guerra por cuál es el verdadero ateísmo y se están matando por eso. Por eso yo soy un convencido de que la relación entre razón y fe es problemática, pero mucho menos de lo que la gente más racionalista piensa. Finalmente, una vida reflexiva, basada en el autoexamen y la observación del mundo, es muy compatible con una vida espiritual que acepta y comprende los elementos de la revelación.
En el plano estrictamente terrenal, las tres encuestas publicadas esta semana dejan a Kast pasando a segunda vuelta. ¿Qué te parece?
Justo hace un rato pensaba que venimos hablando hace mucho de que el ciclo del Sí y el No ya se agotó, que ese “clivaje” –palabra que siempre odié− ya no divide aguas, etc. Pero parece que se empieza a armar un remake, porque en cierta medida una elección Boric-Kast sería como el repechaje entre los grupos derrotados del 88: la izquierda que quería ganarle a la dictadura con una lucha más frontal y la derecha pinochetista. Puesto a un nivel burdo, de caricatura, sería como el repechaje entre la Avanzada Nacional de Cruz-Coke y lo que eran el PC, el Frente y lo que quedaba del MIR. De hecho, los mensajes de los candidatos –de todos− tienen muy poco futuro, son de horizontes temporales enanos. Son campañas medio apagadas, ninguna tiene un tono de mucha esperanza. La entrada de Yasna Provoste a mí me generó un shock anímico muy negativo. Parecía una alternativa de transición razonable y con visión de Estado, pero entró como una luchadora de la WWF, a puras patadas y combos.
La campaña de Boric, con la simbología del árbol, ha instalado con cierto éxito un mensaje centrado en la consideración por el otro. ¿Ese tampoco sería un tono de esperanza?
Puede que en el caso de Boric me esté fijando más en el halo de irrealidad que hay en esa promesa, dada la situación económica y las posiciones de su coalición política. Pero su discurso, y el de muchos que lo rodean, sí me devuelve al 88 porque está muy basado en la tesis de que la dictadura en realidad nunca terminó, porque la Concertación sólo la administró y Piñera repite a Pinochet y ahora sí vamos a terminar con todo eso. Lo divertido es que la derecha más dura cree algo muy parecido: la Concertación no dejó la cagada porque las instituciones de la dictadura todavía los tenían cortitos, pero ahora van a destruir eso y sí la van a dejar, porque es lo único que la izquierda sabe hacer, entonces nosotros tenemos que preservar el legado del régimen. Ese sería el choque en ese partido de repechaje.
¿Podrías votar por Kast? ¿O si esa es la segunda vuelta tendrías que volver a la izquierda?
No, ahí prefiero irme directo a la entrada del Infierno, lugar que Dante destinaba a la gente que no toma posición en momentos de crisis. Justamente porque ambos defienden esa premisa. Al final, he terminado identificándome fuertemente con el proyecto de la Concertación: con su visión del Estado, de la historia de Chile, de la política social bien hecha. Es interesante, porque al mismo tiempo que la Concertación renunció a su herencia, parte de la derecha se vio obligada a abrazar ese legado para no quedar atada a Pinochet para siempre. Y me parece el único camino para una centroderecha con futuro. Fue lo que en su momento salvó al Partido Conservador inglés, cuando la Revolución francesa dividió a la “izquierda” de entonces, que era hegemónica hacía más de un siglo, y el Partido Conservador se reinventó a partir de los que se alejaron de la izquierda revolucionaria. De lo que estamos viviendo ahora puede salir una centroderecha muy razonable construida a partir de los concertacionistas que no se dejaron llevar por el octubrismo.
Haces decir a Guzmán que el Frente Amplio “son los hijos de las promesas de la Concertación, pero no de sus verdades”.
Sí, porque la Concertación dijo todo el tiempo que no podía hacer el socialismo por los amarres de la dictadura. “Oiga, compañero, usted sabe que hacemos lo que podemos, pero tenemos al frente a la derecha de Pinochet, entonces tiene que ayudarnos, si nosotros luchamos juntos contra la dictadura”. Así operaban, en buena medida. Pero en realidad terminaron aceptando mucho de ese orden capitalista por convicción, como lo plasmó Daniel Mansuy en su libro. Algunos, quizás, por conveniencia, pero economistas como Marshall o Marcel no cambiaron porque los invitaron a directorios. Fue porque la lucha contra la pobreza, que era lo que marcaba a esa generación, avanzó de una manera que ellos no tenían idea cómo igualar siguiendo otro camino. Pero esas verdades son inconfesables. Significan reconocer el fracaso total de la tradición económica socialista, por un lado, y peor aún, que parte de la obra de una dictadura militar asesina, que persiguió y mató a tu gente, podía ser algo bueno para el país. Las dos cosas son terribles.
Si gana Boric, ¿qué te imaginas para los cuatro años que vienen?
Eso le restaría presión, quizás, a la Convención. Uno de mis miedos es que la Convención, como le ha costado mucho alejarse de la contingencia, haga una Constitución distinta según quién sea el presidente. Y Jaime Bassa genera un temor razonable en esa dirección con sus declaraciones. Pero a Boric no van a querer sacarlo en la mitad de su mandato, así que podría haber más estabilidad. Lo preocupante de Boric es que mucha gente de su coalición lo apoya por ser una buena carta electoral, pero intelectual y políticamente no lo siguen, como queda de manifiesto a cada rato. Y un presidente solo es una cosa bien trágica, que en la izquierda remite a la soledad política de Allende. Sabemos que los comunistas, que trabajan para sí mismos, van a tratar de imponerse. Y al frente, si no modera a sus filas, va a tener una derecha cada vez más polarizada. Entonces, tiene dos caminos: o se aleja del PC para construir una alianza con los sectores de Paula Narváez, incorporando al aparato concertacionista para poder gobernar, lo que políticamente sería muy difícil, o se va a ver en la desprotección más profunda.
Participas mucho en los debates públicos y cada tanto armas buenas discusiones, pero también te han criticado harto por ser muy agresivo. ¿Se te carga la tinta más de lo conveniente?
A veces se me arranca la moto para ese lado, pero creo que no es lo más común. Generalmente me pasa cuando identifico mala fe. Ahora, atribuir mala fe es un negocio complicado, porque es muy fácil caer en eso y al final te quedas sin entender al resto y cortas líneas de comunicación. Lo sé por mi experiencia tratando de discutir con Fernando Atria, para quien toda persona que lo critica está actuando de mala fe o es tonta. Por eso ya ningún par discute con él, sólo sus seguidores. Pero es verdad que en el último tiempo he usado mucho en las columnas el registro de jeremiada, la condena moral frontal. Quizás como reacción a esta nueva lógica de no llamar las cosas por su nombre −cuando no conviene− y luego jugar al ofendido si alguien lo hace. Yo prefiero mil veces a Artés, que te dice la firme aunque pierda votos, que a Matías Walker o Pamela Jiles, a quienes no puedo desafiar en el plano de la razón porque no es un plano que les interese, su tema es la apariencia. Y en ese marco, lo que ya me parece tremendo es cómo los legisladores están jugando con la inflación. Como no puedo creer que ignoren el poder destructivo de la inflación, ni la manera en que tortura a los más pobres, tampoco puedo creer que estén jugando con ella de buena fe. Por eso me parecen unos monstruos morales y no me queda más recurso que denunciarlos como tales.
Una sana resignación 16 octubre 2021
Casi todo el mundo se pregunta hoy qué hacer con su dinero. La inflación viene entrando a la ciudad como la plaga. Y los políticos hacen fila para mostrar su total ignorancia económica. Como niñatos consentidos, parapetados en sus sueldos millonarios, nos dicen que los retiros le inyectan plata al PIB (?), que Mario Marcel es un mequetrefe por no adular los tontos prejuicios del hemiciclo o que no entienden por qué sube el dólar. También se repite la muletilla de separar lo político y lo económico como si fueran ámbitos estancos. Un voluntarismo andrajoso se ha apropiado de mucho representante que ya no vela más que por su reelección.
Así, los mismos políticos que reventaron el valor de los títulos universitarios facilitando que casi el único requisito para ser profesional fuera endeudarse, ahora van por reventar la moneda. El Banco Central ha intentado defenderla subiendo las tasas para estimular el ahorro, pero siempre la tiene difícil el que llama a ser cauto frente al que ofrece abundancia fácil.
La situación es tal, que el optimismo de corto plazo resulta absurdo: no tiene de dónde asirse. En algún momento habrá que dejar de llamar “campaña del terror” al uso de la razón y enfrentarse a las ruinas que avanzan. Hasta el falso optimismo tiene límites, y lo que necesitamos ahora es comenzar a construir desde una sana resignación, si es que no queremos que la reacción desesperada termine primando.
Por lo mismo, no es sólo por el dinero que es razonable temer estos días, sino por el propio espíritu. Enfrentar épocas aciagas sin desolarse exige un esperanzado pesimismo que no se improvisa de un día para otro. Toma tiempo y trabajo. Y varias lecturas y prácticas pueden ser de ayuda.
Usos del pesimismo, de Roger Scruton, debería repartirse en las plazas. Su objetivo es poner en evidencia las falacias que blindan el optimismo fantasioso de toda crítica racional. En una época en que todos quieren desconfiar de todos, pero pocos se atreven a racionalizar su desconfianza y ponerle límites, aquí hay un gimnasio mental para la desconfianza lúcida.
La ciudad de Dios, de Agustín de Hipona, se inicia con una consolación por la destrucción de Roma por los bárbaros. Nos incita a dejar de lado la pretensión vana de construir paraísos terrenales a partir de nuestros febles instrumentos, y nos invita a valorar las humildes y limitadas aspiraciones que debe tener la política en el mundo.
Escolios a un texto implícito, del colombiano Nicolás Gómez Dávila, es una furibunda crítica a la estupidez moderna. Un desahogo tan afilado como adolorido respecto de las bajezas y las mentiras en las que recurrentemente caemos. No es necesario estar de acuerdo con él para admirarse y beneficiarse de su ejercicio.
Finalmente, la oración y el retorno a los servicios religiosos parecen algo muy aconsejable de cara a lo que viene. Al igual que las caminatas por los cerros, nos alejan del ruido atronador de la contingencia y nos relacionan con espacios y tiempos distintos. Del mismo modo, demandan ir de a poco y con constancia, hasta desarrollar un hábito que despeja por dentro para dejarle espacio a la gracia: la extraña y potente certeza de, a pesar y a través de todo, ser amados.
Los señores políticos 13 noviembre 2021
El político acorralado es la bestia más peligrosa. Una clase política contra las cuerdas es capaz de malignidades sin analogía natural. Hienas, lobos o ratas constituyen, en comparación, aristocracias del espíritu. La razón es que los animales se matan por acceso a recursos concretos, pero los políticos viven de un recurso inmaterial destilado, salvo loables excepciones, del sufrimiento humano: la legitimidad.
En efecto, no hay representación política sin legitimidad. Ella, en tiempos normales, se reproduce por vía procedimental. Pero sus raíces suelen ser sacrificiales: los políticos administran los símbolos y ritos de sacrificios comunes. El patrimonio emotivo de las hecatombes.
La última gran fuente de legitimidad sacrificial, exprimida por la Concertación, fueron las víctimas de la dictadura. Piñera I y Bachelet II recogieron sus migajas. Pero el vacío ya era claro: faltaban nuevas causas comunes. Y ni los mineros, ni el terremoto, ni la retroexcavadora contra “los poderosos de siempre” lograron el truco. El espíritu del 15 de noviembre, que prometía una regeneración, se disolvió al poco andar.
Nuestros políticos, incapaces de grandezas, buscan víctimas para vampirizar. Olfatean sangre. El octubrismo intentó usar de ese modo los casos de brutalidad policial del estallido. Parte de su delirio fue forzar una equivalencia entre Piñera y Pinochet, hasta inventando un centro de torturas. Toda una épica entre violentista y victimista fue brotando, pero su carácter exagerado y contradictorio la descarriló, “Pelao” Vade -falsa víctima- y la Lista del Pueblo incluidos. Finalmente, sus restos fueron incendiados por el violentismo conmemorativo del último octubre, que cobró vidas inocentes y operó en alianza con bandas criminales. Hasta ahí llegó la canonización de “los presos de la revuelta”.
Una hebra octubrista que resultó mejor fue el “ancestralismo”: la idealización de los indígenas como víctimas buenas y sabias de la crueldad occidental. Pero los brutales actos contra civiles en la Macrozona, que mezclan crimen organizado y etnonacionalismo violento, y la incapacidad de líderes políticos e intelectuales mapuches para condenarlos, lo degrada.
La Convención Constitucional, lamentablemente, quedó marcada por estas épicas victimistas devaluadas. Habrá que ver si logra sobrevivirlas y plantear un proyecto constitucional sustentable.
En tanto, la clase política hurga desesperada. Intenta raspar la olla con el dinero previsional de los propios votantes. El linchamiento de la senadora Goic por los candidatos Provoste y Boric -cada cual más hipócrita- es un clásico ataque de chivo expiatorio. También la acusación contra Piñera. Pero estas movidas son tan indignas como ineficaces. Carlos Montes, mezclando cobardía y lealtad, se sumó al retiro con tono de condenado. Quizás intuye que los mejores candidatos a víctima propiciatoria son ellos mismos. No sería la primera vez que el hartazgo popular con el deterioro económico, institucional y del orden público lleva a la hoguera a los representantes. En el silencio del Congreso, en cada encuesta, una temida voz retumba: “Los señores políticos a sus covachas”. Y faltarán más que trucos baratos para silenciarla.
¿No pasarán? Ya pasaron 27 noviembre 2021
Le ha costado un poco más a Kast reunir apoyos en la centroderecha política que a Boric en la centroizquierda. Hay dos explicaciones posibles a este fenómeno: una es que el proyecto de Boric sea más moderado que el de Kast. Otra es que la centroizquierda esté siendo más mediocre, entregándose rápido e incondicionalmente con la esperanza de recibir algo de vuelta si Boric triunfa. Me inclino por esta segunda hipótesis.
En mi opinión, ambas candidaturas son de frontera: representan los extremos políticos tolerados por el esquema democrático. Y ambas tienen programas que ponen en riesgo los derechos, las libertades y la prosperidad pública del país. Cada votante, por su parte, ve como relativamente más extrema a la candidatura que queda más lejos de su propia posición. La distancia política opera como si fuera geográfica. Luego, el debate sobre quién es más extremo resulta estéril y arrogante. Lo único que señala son puntos de referencia distintos.
¿Qué deberían hacer los moderados de cada sector frente a la candidatura de frontera que les tocó? Intentar moderarla. Pero eso no es llevarla hacia el “centro” dentro del esquema político de la transición. No es empatarla ni neutralizarla. Es intentar hacerla viable en términos del equilibrio entre cambio institucional y orden y seguridad que parece convocar la expectativa popular.
En ese sentido, el posicionamiento de Evópoli respecto de Kast resulta ejemplar. Ellos condicionaron su apoyo electoral a modificaciones programáticas de fondo, aclarando, al mismo tiempo, que no harían gobierno con él. En otras palabras, que lo apoyarán si se modera, pues ven un mal mayor en Boric y el Partido Comunista, pero no a cambio de cargos: si Kast gana, serán independientes y libres respecto de su gobierno.
Las condiciones impuestas son de fondo: respeto incondicional a los derechos humanos de todos, combate al cambio climático y opción preferencial por la infancia. Ellas apuntan a extirpar las aberraciones del programa del Partido Republicano. Kast ha dicho que las acepta.
¿Qué garantía tienen de que JAK cumpla si gana? Ninguna, salvo que mentir en política nunca es gratis (ojalá Gabriel Boric también lo sepa, ahora que busca -con piruetas- parecer moderado). Y también que, al no tener gente en el gobierno, podrán sumarse fácil a la oposición si Kast incumple. La pistola está arriba de la mesa.
Evópoli, así, cuadró el círculo. Salvó el alma sin abandonar la ciudad. Y lo hizo pagando el precio: parte del progresismo liberal abandonará ahora el partido, pues su desacuerdo con JAK es radical, y bastante de su burocracia estatal lo hará si es que JAK gana, para conservar sus pegas. Este gesto de coherencia impulsó a que un sector de RN, liderado por Mario Desbordes, abriera también un debate sobre condiciones programáticas.
La centroizquierda, hoy embobada en el onanismo moral del “todos contra el fascismo”, debería tomar nota. Su rendición incondicional a Boric es un gesto vacío e inútil. Mientras Evópoli actúa contra el extremismo propio haciendo política -imponiendo condiciones y asumiendo costos-, la ex Concertación proclama la belleza de su alma, renuncian a la política y firma su propia acta de muerte por efebofilia.
Boric frente a Kast 4 diciembre 2021
Gabriel Boric es el líder político más importante de mi generación, y está por sobre todos los liderazgos de la generación perdida de la Concertación. Por eso hoy los viejos le entregan, con más o menos entusiasmo, la batuta. Y los Elizaldes, Provostes y demases le agachan servilmente el moño. Unos ya terminan de marchitarse, los otros nunca florecieron. La pista está despejada.
Liderar humanos es como arriar gatos. Parece (y es) castigo griego. El cinismo y carácter tiránico de tantos políticos viene de ahí. Muchos querrían vengarse de sus votantes. Boric no es el caso: ha logrado movilizar, con infinita paciencia y recibiendo varias puñaladas arteras, a casi todo el izquierdismo criollo. En el camino ha cometido errores graves (como reunirse con un criminal prófugo por asesinar a un senador, defender por años la tiranía chavista o despreciar el mundo rural y el militar), y ha sido también inconsecuente (ejemplo: el show de los retiros). Pero sus puntos altos son sólidos. Entre
ellos brilla el acuerdo del 15 de noviembre, que firmó sabiendo que la mitad de su coalición y todo el Partido Comunista pedirían su cabeza. “Sangre por sangre” decían los listos del pueblo.
Hoy todos los ultrones y rifleros que llevan meses celebrando, legitimando o ignorando el violentismo octubrista, así como el terrorismo etnonacionalista mapuche, se amontonan detrás de Boric. Esta vez no para apuñalarlo, sino para disfrazarse de él (que los deja). Y tienen la desfachatez de exigir la rendición del voto adversario en nombre de la democracia, los derechos humanos y la civilización.
Al frente, la derecha ha terminado arrimada a una candidatura llena de cegueras y miserias, pero que tiene un mensaje verdadero y claro: la izquierda no es moral, intelectual ni políticamente superior. No constituye una aristocracia del espíritu: sus filas alojan harto pirata, violentista y mediocre. Sus buenas intenciones han creado reiteradamente infiernos en el mundo. Su buenismo progre, en que se solazan, tiene numerosas víctimas, que ignoran. Y la democracia les gusta hasta que pierden: no toleran la diferencia ni el disenso. Si Sichel, que resultó maridaje de Piñera y Golborne, hubiera pasado a segunda vuelta, hoy toda la izquierda que celebra sus “condiciones” lo trataría, por lo bajo, como a otro Pinochet, tal como hicieron con Piñera.
El meteórico crecimiento de Kast -un político serio que lleva tanto como Boric armando con paciencia su liderazgo y sufriendo golpes e insultos- es, en gran medida, el producto de la arrogancia y autoritarismo de la propia izquierda. El grito de las miles de víctimas de la bondad fingida del progresismo. La herida abierta de los que han padecido la humillación de los símbolos patrios, la destrucción de sus bienes, y la petulancia facciosa de Bassa, Stingo, Loncón y otros que abusan de la convención mientras piden “cuidarla”. Y Boric, si de verdad aspira a ser presidente de todos los chilenos, debe escuchar esas voces y observar esas heridas, en vez de unirse al coro de hipócritas. Quien gane la presidencial sólo podrá avanzar si logra aprender de su adversario y forjar acuerdos que rompan el empate a muerte. Sino, la demagogia piramidal lo hará.
Se gobierna en prosa 16 enero 2022
El objetivo central de todo gobierno, incluyendo el de Gabriel Boric, es la paz. Tal como señala Agustín en La ciudad de Dios, no hay nada más dulce y deseable que ella en este mundo. Vivir con tranquilidad en nuestras posesiones y relaciones es condición de posibilidad de todos los demás bienes humanos.
Ahora, la paz es inseparable del bien común. No se vive en paz cuando se experimenta la vida como una lucha a muerte por la supervivencia. Es a través de la reciprocidad que superamos la dialéctica del amo y el esclavo. Y ella supone normas, sanciones y procedimientos. Y también demanda recursos: las instituciones de la civilización tienen un precio. En este sentido, el presidente electo tiene razón cuando invita a evaluar su propuesta de reforma tributaria no mirando lo quitado, sino lo que se busca financiar con ello.
Sin embargo, es necesario preguntarse cuánto de esos recursos llegará efectivamente a financiar aquellos bienes. Un problema de la izquierda es moralizar el Estado hasta la ceguera. En El otro modelo, Fernando Atria postula que las prestaciones estatales se hacen con vistas al bien del que las recibe, y no del interés del que las presta. Esto contradice casi toda la sociología de los Estados existentes, cuyos aparatos burocráticos tienden a lógicas de interés corporativo y clientelismo político. Otro sería el resultado si el mismo estándar de crítica desarrollado por la izquierda contra las instituciones del Estado que no les agradan, como Carabineros, fuera aplicado a las que sienten cercanas.
Si el gobierno de Boric quiere expandir la capacidad del Estado como prestador de servicios, debe tomarse en serio su modernización y profesionalización. Sólo así puede vincular tributo y bien común.
Por otro lado, el bien común no es sólo el de la unidad política. Es también el de las personas y las asociaciones intermedias a través de las cuales se despliega la vida humana. Vivimos en paz y concordia a través de grupos pequeños a los que debemos nuestras primeras lealtades. El sujeto “liberado” de dichos nexos se vuelve antisocial y egoísta. Esto también supone un desafío para la izquierda, que suele negar toda relevancia a las organizaciones entre el individuo y el Estado (excepto si se trata de grupos de protesta o comunidades indígenas). El Presidente Boric tiene la oportunidad de reconciliar a su sector con la familia (en todo su espectro), las iglesias, los clubes deportivos, los bomberos, los centros de padres, las universidades y tantas otras “pequeñas plataformas” que generan y sostienen bienes públicos fundamentales sin ser estatales. Golpearlas para amoldarlas al Estado, en vez de colaborar con ellas, sólo destruye tejido social.
Por último, la paz construida debe ser defendida. La espada no se blande en vano. Perseguir y hacer justicia contra delincuentes y malvados es una de las razones fundamentales de ser del Estado. Obliga porque protege. Y no hay protección si no hay control real del territorio ni castigo para los criminales. Kast saltó de no existir en las encuestas a un 44% de los votos en segunda vuelta básicamente por martillar este clavo. Que no piense el nuevo gobierno que no seguirá creciendo si es que lo ignoran.
Esperanza y espejismo 22 enero 2022
Muchos consideran a Agustín de Hipona un pesimista por sus duras descripciones sobre la condición humana y el orden político. Otros, más caritativos (o igual de pesimistas), lo ven como un realista que enseña a no esperar mucho más que palos y bizcochos de las instituciones humanas. Pero si uno lee La ciudad de Dios y trata de aprehenderla como un todo, en vez de quedarse solo con las frases más escandalosas, emerge una película cuyo tema central es otra cosa: la esperanza anclada en el amor. Sería difícil algo distinto de un discípulo de Pablo de Tarso.
¿Pero qué puede tener que ver el amor con esas descripciones descarnadas? Todo, pues. El amor, dice Pablo, todo lo espera, pero también todo lo soporta. Su esperanza no está basada en falsas ilusiones o meras proyecciones del deseo propio sobre el otro. Eso no sería esperanza, sino espejismo. El amor, en cambio, se dirige a la verdad del otro. A la realidad sin adornos ni cuentos. A la firme, porque se quiere al otro por lo que es, y no por lo que uno quisiera que fuera. Pero también porque se desea su bien, y entender los caminos hacia ese bien pasa por ubicar correctamente las coordenadas del ser que se ama.
Agustín convoca, entonces, no al fatalismo, sino a la amistad con la realidad de las personas -partiendo por uno mismo- y el mundo. Eso significa no esperar peras del olmo, pero sí del peral. Y aprender a mirar con cariño a los demás, en tanto creaciones de Dios con un alma trascendente. Esa asociación amistosa, el ordo amoris, es el horizonte que termina dibujando el obispo de Hipona -cerca de Calama- como un mundo de relaciones humanas corregido por la gracia divina.
Estas lecciones son valiosas para la política. Raymond Aron dice en algún lado que cuando los revolucionarios se dieron cuenta de que los proletarios no eran ángeles, sino meros seres humanos, terminaron tratándolos como animales. Frecuentemente nos vengamos en el otro de ilusiones que le colgamos. No hay nada más peligroso, advertía Roger Scruton, que los optimistas sin escrúpulos.
Ahora, este verano, cuando todos desean la amistad de Gabriel Boric, cuando hasta sus bostezos son alabados, vale la pena una pausa agustiniana. No podemos honestamente desear el bien de su gobierno si no enfrentamos el desafío de descolgarle nuestras falsas ilusiones. Boric mismo ha pedido algo así, pero le devuelven adulaciones a su “maravillosa humildad”. Da miedo pensar en el futuro de tanto halago.
Por otro lado, el propio Boric y su gabinete, que incluye varios de sus amigos, deberían dedicarse a observar con cariño la verdad del país que llegan a gobernar. Nuestras élites políticas jóvenes son generosas en personas que parecen despertar cada día tristes porque Chile no es Finlandia, Nueva Zelandia o Inglaterra. Y eso puede llevarnos por ancho mal camino. Especialmente si terminan o ya están aliados con una Convención Constitucional dada a la fantastica fornicatio: la prostitución de la mente a sus propias fantasías.
¿Es la expectativa de que la verdadera esperanza le gane al espejismo una vana ilusión? Ya veremos. En todo caso, vale la pena, como Carlomagno, acompañarse de La ciudad de Dios. Si no anima, por lo menos cura de espanto.
Convención: prueba y error 6 febrero 2022
La Convención Constitucional ha resultado, hasta ahora, un ejercicio legislativo absurdo, pero un interesante laboratorio político. La gran hipótesis a prueba se refería a la representación política. Existía la ilusión popular, históricamente recurrente, de que el pueblo unido avanzaría sin partidos. Independientes, indígenas, ecologistas, capuchas y académicos sueltos, en teoría, nos devolverían la dignidad secuestrada por los partidos tradicionales. Superaríamos los problemas de la mediación “superándola”.
El primer golpe de realidad lo entregó la “Lista del Pueblo”. Eran el buque insignia de la hipótesis a prueba. Y resultó un barco pirata. Rodrigo Rojas Vade y Diego Ancalao son nombres que quedarán atados a la infamia circense de esta época. Pero también, como Karina Oliva, son chivos expiatorios -aunque no inocentes- usados para tratar de blanquear al resto de sus excamaradas. Truco que, por cierto, no funcionó mucho: la ilusión de pureza se ha roto. Lo que vemos son lotes tan chantas como el peor de los partidos de siempre, usando artificios idénticos para zafar por actos que empatan con lo más bajo de los “30 años”. Décadas cuya crítica histérica por el FA, además, menguó apenas se acercaron al poder.
Todo esto debería poner la lupa sobre las asociaciones civiles supuestamente ciudadanas y locales desde donde provienen muchos de estos actores. ¿Son tales, o más bien plataformas de ultraizquierda, levantadas con excusas feministas o ecologistas? La conducta incongruente de ellas (cuando solo se activan en casos funcionales a la izquierda, y nunca en otros) indicaría lo segundo.
Para seguir, la pretensión de representación corporativa de los pueblos indígenas se ha mostrado una farsa. Se dañó el principio democrático -haciendo que el voto de algunos ciudadanos valiera mucho más que el de otros- para terminar con representantes que antes de pertenecer a tal o cual etnia son, en su gran mayoría, activistas de izquierda. El velo étnico, rasgado por las votaciones en bloque con comunistas y listapoblistas, terminó de caerse con la censura de los originarios a Richard Cailaf para integrar la mesa técnica de participación indígena, por no comulgar ideológicamente con ellos. Requiere un alto grado de autoengaño seguir simulando que el corporativismo étnico constituye un aporte a la democracia, cuando la daña en el principio y en la práctica.
Finalmente, el afán de “elegir personas” terminó sometiendo nuestro destino institucional al capricho de muchos vanidosos que solo se representan a sí mismos. Y lo cierto es que el egoísmo táctico de los partidos resulta menos peligroso que el narcisismo individual tuitero. Un adicto a su propia imagen es un tirano. En eso deviene la “superación” de las mediaciones.
La hipótesis alternativa a la del octubrismo debería llevarnos a concluir que Chile necesita algo parecido a lo que tenemos, pero correctamente reformado, reparado y reconducido. El problema es que los convencionales que encarnan el fracaso mismo de los principios puestos a prueba ahora quieren elevarlos a rango constitucional. Sería raro que los únicos beneficiarios del error no insistieran en promoverlo, a pesar de todo, como santo remedio
Estupidez y revolución 13 febrero 2022
Muchas de las propuestas aprobadas en las comisiones de la Convención Constitucional, partiendo por los “¡exprópiese!”, son económicamente estúpidas, porque son políticamente revolucionarias. Luego, no es que todos sus defensores desconozcan sus destructivas consecuencias en el primer nivel, sino que las ven como costos de transacción de sus objetivos políticos.
¿Cuáles son estos objetivos? Hubo una época en que la gente pensaba que las revoluciones socialistas se relacionaban con la justicia social. El siglo XIX abrazó esta fantasía y el XX la mantuvo a punta de farsas y asesinatos. Los primeros en notar que la cosa iba por otro lado fueron algunos previamente encandilados. Robert Michels, un antiguo leninista, fue pionero en denunciar con claridad -en su libro Los partidos políticos– que la doctrina revolucionaria vigente conducía al reemplazo de una oligarquía por otra, sin afectar realmente la forma del poder. Rudolph Rocker, anarquista alemán, enfrentó el asunto en La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo.
Los comunistas, hasta el día de hoy, no tienen una teoría de la sociedad justa. Asumen que dicha sociedad es aquella dominada por el partido. Marx no dijo mucho al respecto. Y todas las revoluciones comunistas en Occidente han seguido un patrón calcado: de un momento caótico-romanticón se pasa a una violenta y arbitraria tiranía, generalmente culpando a algún “enemigo externo”.
Nuestros convencionales revolucionarios, fieles a esta tradición, lo que quieren es asumir un control estrecho de la maquinaria del poder. Les da lo mismo degradar la economía y las instituciones con tal de dominarlas. Su objetivo es convertirse en amos. Y todo aspirante a amo se declara movido no por el egoísmo, sino por el más profundo altruismo, espolvoreado con las causas de moda.
Chile se encuentra, ahora mismo, en el momento estúpido y caótico que precede al retorno brutal de lo real. “Todo el poder a los sóviets”, “para todos, todo”, “venceremos y será hermoso”, etc. Espacio en que teorías de una imbecilidad evidente, como que de una “dictadura del proletariado” luego se pasaría, mágicamente, a una sociedad sin Estado, son tomadas con toda seriedad. La corrupción del debate público, degradado en matonaje, es una forma de escabullir lo obvio. Es ilógico esperar que alguien en situación de imbecilidad defienda una causa absurda de manera reflexiva. Se promueve, además, un doblepensar: Atria, Bassa y Daza nunca se comunican en un nivel distinto al de la manipulación. Humo, espejos y amenazas.
Una vez entronizados los revolucionarios, el asunto cambia. Comienza la repartija entre camaradas, amigos y parientes. Y les vuelve el realismo y el gusto por el orden público. Cárceles y cementerios suelen repletarse más después de las revoluciones que durante ellas. Basta leer La revolución desconocida, de Volin; Cómo llegó la noche, de Huber Matos; El pasado de una ilusión, de Furet, u Homenaje a Cataluña, de Orwell, para captar esta ironía.
La pregunta que los chilenos debemos hacernos ahora es si deseamos otra revolución o preferimos reformas que enderecen y redistribuyan los frutos del orden ya establecido. Es la decisión que sellará nuestro destino.
Una opción es que odiemos tanto a la actual oligarquía, que prefiramos nuevos amos. El riesgo de esta posición, generalmente motivada por el resentimiento, es que los nuevos amos nunca se instalan de forma pacífica. Cuesta ponerle una brida nueva al pueblo. Por lo demás, casi toda nueva oligarquía pacta con la anterior. Los humanos en la mesa con los chanchos al final de La granja de los animales, de Orwell. No faltan hoy Ferraris en los barrios acomodados de Caracas, donde conviven la antigua burguesía y la “boliburguesía”.
Albert Camus entendía el camino de la rebeldía como alternativo al de la revolución. El rebelde es un inconformista que busca ganarle espacios de libertad, responsabilidad y reflexividad a la dominación. Este sería el camino de la reforma: el de quitarles espacios de arbitrariedad a los oligarcas, en vez de sumar otros nuevos. Básicamente, es un proyecto de domesticación del poder por la sociedad. El problema es que esa sociedad tendría que defender valores alternativos al mero deseo de dominación para que ese proyecto tenga contenido. Bienes como la belleza, el saber, la naturaleza o el espíritu. Pero no es claro, al menos hoy, que haya un deseo colectivo por algo más elevado y verdadero que el poder y la plata. Nada lo indica todavía.
El tussi de los convencionales 6 marzo 2022
El derrumbe de la Unión Soviética arrastró consigo el poco prestigio que le quedaba al materialismo dialéctico histórico, que previamente ya se había convertido en una ideología oficial alienante, como mostrara Raymond Aron en El opio de los intelectuales (1955). Igual, hasta los años 70 había aún economistas occidentales defendiendo las bondades de la planificación central o la teoría del valor-trabajo, incluso después de la irrupción del desvarío esteticista de mayo del 68. Pero para los 80 subsistía poco y nada: algunos marxistas analíticos salvando muebles y un par de sociólogos repitiendo consignas separadas del mundo. La pretensión de conocer con exactitud científica las supuestas leyes que gobiernan la historia humana había muerto. El discurso de Engels frente a la tumba de Marx sufrió, cien años después, la misma suerte que su destinatario.
Y así como las personas expuestas a catástrofes personales a veces optan por tomar fuertes drogas para evadir el dolor, la izquierda académica occidental, viéndose enajenada del timón de la historia, se refugió en el irracionalismo. Así nace el izquierdismo posmoderno, el opio recargado de los intelectuales. Mezcla de relativismo radical (todo es constructo ideológico), paranoia política (todo es dominación), ambientalismo primitivista, odio exotista contra Occidente (basado en lecturas antojadizas de pensadores foráneos) y un amorío con las identidades “subalternas” (en reemplazo del proletariado “aburguesado”). El libro Imposturas intelectuales (1997), de Bricmont y Sokal, es un safari de la risa por los disparates de la “nueva izquierda”. Locos, impostores y agitadores (2015), de Roger Scruton, en cambio, es una refutación indignada.
Lamentablemente, por un tema generacional y de clase (la antes llamada pequeña burguesía), buena parte de nuestra Convención Constitucional está marcada por dicha decadencia intelectual. El posmo, podríamos decir con Marcianeke, es el tussi de muchos convencionales. Esto se refleja en la ubicuidad de conceptos labrados por los departamentos de estudios culturales del primer mundo en las propuestas supuestamente emanadas de los pueblos y territorios: multiculturalismo, interseccionalidad, decolonialismo, deconstrucción, epistemologías alternativas, etc. Todo un arsenal humeante que pretende ser embutido, en nombre del sentido común popular, en un texto constitucional. Los demenciales planteamientos de las comisiones de Sistemas de Conocimiento o Medio Ambiente son sólo la superficie.
Para peor, el posmo ha devenido autoritario. Esto era lógico, ya que quien piensa que la verdad es una creación de la fuerza y la propaganda sólo puede actuar políticamente como tirano. El odio parido de mucho convencional a la libertad de expresión, reflejado en la regulación de esta materia, nace de ahí. También el criptofascismo de los representantes admiradores de Putin o de la agresión física a nuestro Presidente de la República.
Esta situación genera problemas en distintos niveles. El primero es que una Constitución es un mecanismo de organización del poder político. Su función es articularlo, primero, y luego limitarlo y orientarlo hacia el bien común. No es un petitorio, un diario mural de magíster en estudios culturales, ni una carta colectiva al Viejo Pascuero. Su lenguaje debe ser todo lo claro que sea posible, pues los derechos y deberes de cada cual, para ser efectivos, deben ser entendibles por cada ciudadano. Pero también porque cada una de las piezas constitucionales debe encajar en un diseño escueto, coherente y claro, capaz de soportar sobre sí el resto del edificio jurídico. Una Constitución inflada, llena de jerigonza opaca y fabricada a partir de consignas pegadas con chicle, es políticamente poco democrática e institucionalmente inviable.
Luego, hay otro tema práctico: el país necesita reformas sociales importantes y de amplio alcance. Y un pastiche identitario incoherente duplicaría nuestros problemas, al mismo tiempo que reduciría a la mitad nuestra capacidad institucional para enfrentarlos. La Convención estaría traicionando su propia función.
Finalmente, la agresión miserable del régimen ruso contra la democracia ucraniana ha hecho patente que la libertad política -cuya base son las libertades de conciencia, asociación, expresión y religión- y la división de poderes que la sostiene son una conquista preciosa de Occidente, y no algo dado. Y que defenderlas, a veces, exige plantarles cara a matones y nihilistas disfrazados de otra cosa.
“Acierto involuntario” 20 marzo 2022
¿Cometió un error la ministra del Interior al intentar poner un pie en Temucuicui? Según los más que dudosos especialistas en protocolo mapuche, claramente sí. Resulta que si uno visita una comunidad sin el visado lonkal necesario, es obvio que te reciban a tiros: regla número uno del manual de Carreñolef. Según casi toda la prensa, también: Siches estaba avisada de los riesgos por Carabineros y hubo fallas evidentes de coordinación y logística. De acuerdo, por último, a la propia ministra, sin duda: ella parece haber estado convencida de que los sentimientos de la izquierda avatar por los comuneros mapuches eran recíprocos. Pero el tronar de cañones -que no respetó ni siquiera el piadoso despliegue del emblema indígena- acabó con la ilusión, aclarando que no todo el que diga “wallmapu, wallmapu” podrá entrar al reino.
Sin embargo, no todo error de juicio es un desacierto político. Intenciones y resultados tienen una relación complicada. Y la temeraria acción de la ministra Siches la dejó, al final del día y sin pretenderlo, con más cartas en la mano que las que tenía antes. Esto, porque los extremistas de la contraparte no pudieron jugar a la víctima esta vez: el costo de repeler a la fuerza a la segunda autoridad de gobierno fue dejar en evidencia tanto la radicalidad teórica y práctica del grupo que controla Temucuicui, como el aparato de propaganda que normalmente utilizan para escabullirse de la opinión pública. No sólo la ilusión de la ministra y su entorno político resultó rota, entonces, en la escaramuza: el irreflexivo hechizo indigenista que se venía arrastrando desde el estallido social de 2019 -y que la Convención ha intentado elevar a nivel de dogma- sufrió un duro golpe.
El primer elemento, el de la radicalidad, comenzó a quedar expuesto por la sola constatación práctica de que al ministro del Interior le es denegado el acceso a un rincón del territorio chileno, bajo amenaza física. Una cosa es pensarlo, otra es presenciarlo. Luego vimos aparecer a un lonko reclamando una especie de soberanía feudal sobre dicho rincón y llamando al orden a Marcelo Catrillanca, quien se mostró literalmente avasallado, culpando a la ministra cuando él mismo la había invitado a su casa. Ahí nos dimos cuenta de que las libertades civiles básicas consagradas en la actual Constitución parecen no regir dentro de Temucuicui. Es decir, estaríamos frente a algo así como otro país -no democrático, por cierto-, que es lo que afirmó la convencional Rosa Catrileo para justificar el tiroteo. Y eso nos lleva al segundo tema: la exposición del aparato de propaganda.
Como todos saben, la estrategia zapatista para obtener control del territorio ocupado en Chiapas fue una mezcla de fusiles y buena prensa, pero especialmente lo segundo. El subcomandante Marcos era casi Lennon y casi Lenin. Lograrlo exigió montar un aparato de propaganda orientado a generar un efecto dominó de prestigio mediático, que luego se alimenta solo. Si logras posicionarte como víctima ancestral inocente, todo lo demás, hasta Rage Against the Machine, vendrá por añadidura. En el caso del radicalismo mapuche, dicho aparato lleva años montándose. Para identificarlo basta revisar la red de “información alternativa” que se activa en redes sociales cada vez que un hecho de violencia es cometido por grupos mapuches extremistas, o cuando alguno de sus combatientes resulta abatido: ellos siempre son inocentes, el Estado y/o los civiles afectados siempre son culpables. “Sí, le quemaron la casa, pero…”. Y luego algún intelectual activista aparece con equivalencias chomskianas tipo “no te vi reclamar por las rucas quemadas en la pacificación”.
Este frente mediático venía con problemas por el caso Luchsinger Mackay -donde también tuvieron que defender lo indefendible- y los hechos brutales asociados con la operación de grupos criminales -incluyendo narcotraficantes- en la zona. Todo muy poco EZLN. El indigenismo octubrista les dio oxígeno, pero haber recibido a tiros a la ministra Siches, que pone de inmediato bajo otra luz las propuestas de autonomías indígenas de la Convención, bien puede ser un punto de quiebre comunicacional. Y si la opinión pública retira el cheque en blanco y nota, además, que la mayoría de los mapuches no comparte los ideales etnonacionalistas extremos, a los grupos radicales se les vendrá la noche encima. Penumbra en medio de la cual poder negociar directamente con Interior se volverá mucho más atractivo y necesario de lo que les parece hoy.
Es mentira 17 abril 2022
Nos mienten cuando afirman que no puede criticarse el trabajo constitucional de la Convención porque aún no entregan el proyecto final. Las normas aprobadas en el pleno (van 239) pueden consultarse en chileconvencion.cl y las propuestas de las comisiones están a la vista, así como las posturas de los convencionales. Si alguien decide preparar un ceviche de pollo no es necesario esperar a que al ave cruda con limón le agreguen cebolla y cilantro para advertir el error. Si el sistema político ya aprobado carece de los contrapesos básicos para evitar la deriva tiránica de nuestra democracia, entonces la Convención ya fracasó. Echarles la culpa a la prensa y a los periodistas es pura arrogancia autoritaria de taimados incapaces de reconocer que les quedó grande el poncho, tal como atisbó la madre del Presidente Boric.
También es mentira que el Senado de la República sea una obstrucción de la voluntad popular. Su función es mejorar y aclarar esa voluntad. Los individuos y los colectivos muchas veces tomamos decisiones apresuradas, movidos por pasiones momentáneas, y luego nos arrepentimos. La función de la Cámara Alta es darles una vuelta a esas decisiones. De este modo, introduce racionalidad en la operación del Poder Legislativo. Por eso, también, los periodos senatoriales duran más: esto evita que la víspera de toda elección de diputados sea un circo de ofertazos irresponsables. Eliminar el Senado es introducir más irracionalidad y cortoplacismo en nuestra democracia.
Es falso, por lo demás, que la Constitución que nos rige hoy sea la del 80. Si eso fuera cierto, por ejemplo, los comunistas que repiten esta mentira no podrían ser parte del gobierno ni existir como partido. El famoso Artículo 8 del texto original se los impediría. La Constitución democrática hoy vigente, con sus problemas reformables y aciertos sostenibles, es la de 2005, firmada por el Presidente socialista Ricardo Lagos, tal como él mismo aclaró hace poco.
Una engañifa adicional es decir que el proyecto constitucional de la Convención, de aprobarse, poseerá un origen democrático impecable. Esto no es así por dos razones vinculadas: una es que el principio democrático fue violado para incluir un pésimo diseño de cupos reservados indígenas, aprovechados por activistas de extrema izquierda poco representativos, lo que fue confirmado por la fallida consulta indígena. A esto se suma la farsa de la “Lista del Pueblo”. El resultado previsible es un proyecto faccioso y lleno de privilegios injustificados. Les importó un bledo cuidar el 80% de aprobación de entrada.
También es un embuste decir que los retiros de los fondos previsionales no aumentan la inflación. El factor internacional pesa, pero el doméstico gana cada vez más terreno. Casi la mitad de la inflación acumulada del año pasado viene de estas inyecciones de circulante en un contexto en que la oferta de bienes en el mercado no puede crecer a la par. Si el aceite sube al doble por la invasión de Putin a Ucrania, duplicar la cantidad de plata dando vueltas sólo hará que su precio vuelva a multiplicarse. Los precios han subido por escasez de bienes, no de billetes. Y al que piense lo contrario después lo engañarán diciéndole que basta fijar precios para arreglar el problema.
Otra patraña es decir que la presencia de nuestras Fuerzas Armadas en territorios acotados de la Macrozona Sur no mejoró la situación. Los ataques disminuyeron con ellos y escalaron (un 146%) con su retirada. Fueron los militares los que permitieron una temporada de cosecha sin extorsiones ni incendios, en una zona que produce la mitad del trigo nacional.
Es cuento, igualmente, que la ideología etnonacionalista que motiva el terrorismo de algunos grupos mapuches tenga una versión noble. Todo nacionalismo anclado en la raza es racista, aunque responda a una discriminación previa. Haber sido víctima no disculpa el afán de convertirse en victimario. ¿Hasta cuándo la intelectualidad mapuche va a seguir operando como aparato de propaganda de este nacionalismo obtuso, sin asumir responsabilidad ni liderazgo reflexivo alguno?
¿Hasta cuándo, chilenos y chilenas, seguiremos escuchando y repitiendo mentiras, a ver si alguien más muerde el anzuelo? ¿Preferimos falsedades confortantes a verdades dolorosas? ¿Ignoramos acaso que las deudas con la verdad tendremos que pagarlas tarde o temprano? ¿Qué pasa si, como cantaba Mercedes Sosa, la cosa no era tan fácil ni tan simple, y además de ofrecer el corazón tenemos que ponerle más paciencia y más cabeza?
Rechazo por Boric 15 mayo 2022
Los países son sistemas sociales complejos y el objetivo de la política es tratar de orientar esa complejidad hacia un óptimo de resultados mediante políticas de Estado. Esto, por supuesto, es muy difícil. Antiguamente, las ideologías políticas proveían recetas globales que respondían todas las preguntas importantes, pero hace décadas adquirimos conciencia de la precariedad de estos grandes modelos. Esto pasó luego de que, una y otra vez, ideas que parecían excelentes y lógicas en el papel produjeran desastres al entrar en contacto con la realidad. En los 90 se terminó imponiendo, entonces, un pragmatismo de prueba y error sin muchas altisonancias. La famosa y hoy desdeñada “tecnocracia”.
El déficit que se generó, sin embargo, fue de sentido. Los grandes desafíos colectivos exigen un grado de disciplina y unidad de propósito para funcionar. Y ya que las ideologías y todo su imaginario militante están muertas, por más que algunos reciclen su estética con fines promocionales, lo que se abrió camino fue la fragmentación identitaria. Un ensimismamiento del ser, que pasa a ser militante de su diferencia. Este proceso fue empujado, por cierto, por las dinámicas de mercado que, en pos de acelerar la circulación del capital, incentivan un estado de permanente definición y diferenciación identitaria. Una adolescencia eterna.
La política identitaria es parasitaria: su posición es demandar eternamente reconocimiento -y recursos de todo tipo- por parte del orden social huésped. No tiene visión de conjunto, sino intereses estrechos que promueve desde el activismo permanente. Esta competencia por capturar reconocimiento ha llevado, a su vez, a un torneo victimista: quien logre mejor reivindicar la posición de vulnerado podrá capturar más recursos. La ironía es que parte clave de ser realmente víctima es experimentar grandes dificultades para poder hacerse visible como tal. Luego, los victimistas más exitosos suelen ser personajes acomodados dedicados al rentismo moral. Es parte de lo que el youtuber César Huispe pone sobre la mesa en su fulminante análisis de la serie de Amazon Prime La Jauría, dirigida por Pablo Larraín.
Los activismos identitarios tratan el orden institucional huésped como piñata: le pegan a ver qué cae. Hay dependencia, pero no lealtad, respecto a él. Esto conlleva la decadencia del orden compartido, lo que enfrenta a los grupos identitarios a la misión de tratar de mantener vivo el organismo huésped. Sin embargo, tal tarea es imposible desde sus lógicas autorreferentes. La Convención Constitucional, que ha sido una especie de gran feria del victimismo estratégico, nos ha dado una valiosa lección al respecto: los activistas de lo propio son incapaces de pensar en términos públicos. Su única pregunta y preocupación es qué tajada le toca a cada lote. Luego, su propuesta final es más una desconstitución -una repartija- que un orden alternativo con expectativas de funcionar. Al octubrismo no le da para más.
La crisis política que hoy vive el gobierno tiene su origen ahí mismo. La izquierda liderada por el Presidente Boric es una precaria asociación de activismos identitarios. No tienen visión de país ni de Estado, y se nota. Es un eterno alimentar clientelas victimistas, pero inconsistente y carente de horizonte. El gremio de apaleadores de la piñata se hizo del gobierno de la piñata, pero no tienen idea de qué hacer con ella. Luego, siguen actuando como “movilizados”. Están todavía en modo demanda, cuando les toca ofrecer respuestas.
Para peor, esta parálisis degenerativa es un lujo que no podemos darnos. El mundo está entrando desde 2020 en un proceso de reconfiguración política que, si nos agarra mal parados, nos mandará al basurero. Y los desafíos de adaptación al cambio climático no aguantan más atrasos. Si no logramos unidad de propósito luego en torno a objetivos estratégicos claros, Chile se convertirá rápidamente en un Estado fallido: se romperá la máquina.
¿Cómo superar esta situación? La derrota en las urnas de la propuesta constitucional octubrista es un paso clave, pues le dará una oportunidad de salida de la trampa identitaria a Gabriel Boric, permitiéndole pararse como Presidente de todos los chilenos -con los dos pies firmes en su versión de segunda vuelta-, en vez de como pastor de activismos dispersos. Será libre para conducir la búsqueda de amplios y pragmáticos acuerdos políticos sobre lo común y lo compartido. Y celebrará el 18 en un país con, al menos, ganas de seguir existiendo como tal.
Algunos más iguales que otros 29 mayo 2022
Hubo una época en que la minuta de la nueva izquierda, repetida en matinales y columnas, era que cuando todos leyéramos el proyecto constitucional final, el Apruebo recuperaría el terreno perdido. Pero ahora que el borrador está listo, cambiaron de consigna: “Aprobar para reformar” (aunque en paralelo promueven quórums de dos tercios hasta 2026 para poder hacer cualquier reforma). ¿Por qué cambiaron la cantinela? Porque cualquier lectura reflexiva del texto final revela que todas las taras y vicios intelectuales y morales de los convencionales -tan condenados por las mayorías- fueron traspasadas íntegramente al documento. Luego, los mismos que nos decían ayer que leyéramos, hoy nos dicen que mejor no.
Exploremos un ejemplo. Un fundamento clave de todo orden democrático es la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Un régimen que crea distinciones odiosas entre ellos, fijando privilegios injustos para grupos determinados, no es propiamente democrático. La izquierda identitaria, que adquirió un peso desmedido dentro de la Convención gracias a las listas de independientes y los cupos reservados, siempre ha reñido con este principio. Esto, porque su ideal es la igualdad corporativa entre todas las identidades grupales, y no la igualdad entre todos los ciudadanos. Luego, no ven un problema, sino lo contrario, en asignar privilegios a ciertos grupos de la población en desmedro de otros, con el supuesto objetivo de lograr una nivelación política entre dichos grupos, aun a costa de crear desigualdades injustas entre los individuos que los componen. Invito al lector a leer lo que sigue con el borrador de la Convención a mano.
En el proyecto constitucional hay dos frentes identitarios mal resueltos. Uno es la tensión evidente entre sus aspiraciones paritarias para las mujeres en relación a los hombres (numerales 1, 3, 385) y la pretensión declarada de incluir mediante acciones afirmativas a las “diversidades y disidencias sexogenéricas” (1, 2, 3, 105, 249, 254). No es claro si el régimen paritario estará anclado en el sexo o en el género. Ni tampoco cómo se montarán las acciones afirmativas para grupos “no binarios” sobre la paridad binaria establecida. El proyecto, así, establece ventajas especiales para las mujeres, pero no definen “mujer”. ¿Son mujeres las personas de sexo femenino o las de identidad femenina? ¿Y, de ser lo segundo, qué pasa con las demás identidades?
El segundo frente identitario mal resuelto, y por lejos el más problemático, es el indígena. No es exagerado decir que los chilenos no adscritos a una etnia pasan a ser ciudadanos de segunda categoría bajo el régimen propuesto. A los miembros de 11 “naciones o pueblos” (más los que “renazcan” después con la ayuda interesada de algunos antropólogos) se les garantiza un régimen institucional paralelo al de todos los chilenos (6, 113, 117, 127, 190, 192, 242, 279, 288, 292, 312, 340, 353, 463, 489, 499). Tendrán su propio gobierno, territorio, leyes, procedimientos judiciales, símbolos nacionales, lengua oficial, escuelas, seña étnica en documento oficial de identidad, procedimientos médicos y medios de comunicación. La tutela estatal sobre todos estos ámbitos es limitada, pero su financiamiento vendrá de los impuestos de todos los chilenos. Junto con estos privilegios, cuyo acceso probablemente estará mediado por las oligarquías étnicas hoy establecidas (aunque el numeral 69 dice que cualquiera que se “autoidentifique” como indígena puede postular a ser reconocido como tal, y aprovecha de meter por la ventana al “pueblo tribal afrodescendiente”), los indígenas podrán participar, “si quieren”, de la vida del Estado chileno (que está obligado a incorporarlos a todo nivel dentro de su estructura institucional, como señala el numeral 6 y los escaños reservados en 67, 68 y 69).
El chileno que no pertenece a ninguna etnia deberá financiar con sus impuestos todos estos privilegios indígenas, sin poder acceder a ninguno de ellos. Estará sujeto a un solo régimen institucional, en vez de poder elegir el que le convenga según la ocasión. Y no participará de ninguna entidad con “derechos colectivos” especiales. Todo lo cual está en directa contradicción con lo establecido en los numerales 101, 102 y 104, que declaran la igualdad de derechos y dignidad para todas las personas.
El segundo frente identitario mal resuelto, y por lejos el más problemático, es el indígena. No es exagerado decir que los chilenos no adscritos a una etnia pasan a ser ciudadanos de segunda categoría bajo el régimen propuesto. A los miembros de 11 “naciones o pueblos” (más los que “renazcan” después con la ayuda interesada de algunos antropólogos) se les garantiza un régimen institucional paralelo al de todos los chilenos (6, 113, 117, 127, 190, 192, 242, 279, 288, 292, 312, 340, 353, 463, 489, 499). Tendrán su propio gobierno, territorio, leyes, procedimientos judiciales, símbolos nacionales, lengua oficial, escuelas, seña étnica en documento oficial de identidad, procedimientos médicos y medios de comunicación. La tutela estatal sobre todos estos ámbitos es limitada, pero su financiamiento vendrá de los impuestos de todos los chilenos. Junto con estos privilegios, cuyo acceso probablemente estará mediado por las oligarquías étnicas hoy establecidas (aunque el numeral 69 dice que cualquiera que se “autoidentifique” como indígena puede postular a ser reconocido como tal, y aprovecha de meter por la ventana al “pueblo tribal afrodescendiente”), los indígenas podrán participar, “si quieren”, de la vida del Estado chileno (que está obligado a incorporarlos a todo nivel dentro de su estructura institucional, como señala el numeral 6 y los escaños reservados en 67, 68 y 69).
El chileno que no pertenece a ninguna etnia deberá financiar con sus impuestos todos estos privilegios indígenas, sin poder acceder a ninguno de ellos. Estará sujeto a un solo régimen institucional, en vez de poder elegir el que le convenga según la ocasión. Y no participará de ninguna entidad con “derechos colectivos” especiales. Todo lo cual está en directa contradicción con lo establecido en los numerales 101, 102 y 104, que declaran la igualdad de derechos y dignidad para todas las personas. Tal como en La granja de los animales de Orwell, el proyecto constitucional establece, en suma, que todos somos iguales, pero algunos -según la raza- son más iguales que otros.
Romperlo todo 17 julio 2'22
Los Soprano y Breaking Bad son de las mejores series de la historia. En ambos casos el espectador es inducido a empatizar con un personaje principal que, de a poco, se va revelando pérfido o convirtiendo en tal. En la medida en que la cosa avanza, entonces, quien la mira se encuentra inventando excusas e hipótesis que exculpan o les restan gravedad a las conductas del personaje hasta que, en algún punto, la primera impresión se rompe. En ese momento, una nueva imagen se forma y resulta inevitable mirar hacia atrás en la trama e identificar las advertencias que se pasaron por alto o que se vieron bajo otra luz.
He pensado en estas series porque los momentos de alta polarización política necesariamente ponen bajo presión los vínculos que tenemos con personas que se inscriben en el campo adversario. Personas que son familiares, amigos o conocidos. Por supuesto, los más fanáticos de cada lado, que son pocos, no tienen ese problema, porque no se relacionan con gente que piense distinto. Pero para la mayoría restante el tema es complicado. La virulencia de las acusaciones, el miedo y la angustia transforman la mirada y entibian la confianza. Y, a veces, los vínculos emocionales y la imagen del otro se degradan o rompen.
Por lo mismo, es importante cultivar la duda. Mantener una reserva de escepticismo respecto del propio juicio. Insistir en el cariño y la confianza en quienes piensan distinto. Practicar y aceptar la corrección fraterna, perdonando los exabruptos. Entender que también uno está cegado por la trifulca. Esa duda sostiene la pequeña vereda común que llamamos “amistad cívica”, y ella es casi todo lo que nos separa de la guerra y la barbarie. Pero también hay momentos en que hay que decir basta. Hay límites. El mundo en que es posible empatizar con el adversario y dudar del propio juicio también tiene líneas rojas. Es un espacio que necesita ser defendido. La concordia sí tiene enemigos.
Hay muchas imágenes del otro que son reparables. Entiendo, por ejemplo, que expertos preparados como Jorge Contesse y sus amigos se dediquen a hacer campañas tipo TikTok en vez de sacarle lustre a su oficio. Asumo que es algo temporal y circunstancial. Y no hay, además, poder político sin sicofantes ocasionales o permanentes, como Claudio Fuentes. Nada escandaloso ahí.
Pero no me parece tolerable que Faride Zerán, de quien siempre tuve buena opinión, esté dispuesta a utilizar al Consejo Nacional de Televisión como plataforma de censura y matonaje contra periodistas que hagan comentarios incómodos para el Apruebo. Tampoco que la diputada Carmen Hertz se niegue, presidiendo la Comisión de Relaciones Exteriores, a dejar que se investigue el caso de su hijo. O que se castigue sin más al cónsul que lo hizo visible, por ese hecho. Y mucho menos que la ministra Vallejo, al parecer por orden partidaria, ataque la autonomía del Banco Central desde su cartera. ¿No se dan cuenta acaso de lo peligroso que es el victimismo paranoide mezclado con poder real sobre la vida de otros? ¿No se dan cuenta de que los poderosos con capacidad de abusar que ustedes temen, por hechos horribles del pasado, son ustedes mismos ahora? ¿No notan el riesgo de acusar públicamente de mentiroso o infame, desde posiciones de autoridad, a cualquiera que no les agache el moño?
Por último, que el Presidente Gabriel Boric esté dispuesto a seguir su campaña con sordina por el Apruebo -reprochado por Contraloría y respondido con desacato-, pero además pasándoles billetes fiscales por la cara a los más necesitados es algo que me remece. Y es que, al igual que tantos otros, yo siempre he creído y querido creer que Boric se mueve por motivos nobles, que se traducen en medios decentes. Y en base a esa creencia he puesto en el trasfondo hechos como el de sus fotos riendo con la imagen de un senador asesinado, su reunión en París con un terrorista prófugo o su acto campañero de votar en favor de un cuarto retiro que él sabía inflacionario. Confié, en cambio, en el Boric del acuerdo de noviembre, en el que derrotó a Jadue y en el de la segunda vuelta. Pero esa imagen pende ahora de un hilo. Y, de romperse, lo que quedaría, mirado en retrospectiva, sería un personaje bastante siniestro. Alguien que el 5 de septiembre, aunque celebrara el triunfo de su Constitución, amanecería siendo uno de esos “señores presidentes” banana, como Chávez, Ortega o Fernández, que alguna vez fueron o se presentaron como jóvenes idealistas, pero que florecieron a la historia como demagogos y gorilas.
Columna de Pablo Ortúzar: Respuesta a Faride Zerán y a Daniel Matamala 26 julio 2022
Respondo en este espacio a dos reacciones a columnas de mi autoría. La primera es de la presidenta del Consejo Nacional de Televisión y premio nacional de Periodismo, Faride Zerán; la segunda es del también premiado periodista y columnista Daniel Matamala. Antes que todo, agradezco dichas respuestas, pues abren la posibilidad de debatir y disentir públicamente, cosa que en Chile –cuyo debate público se asemeja a las batallas más oscuras y absurdas de la Primera Guerra Mundial- rara vez ocurre. Dicho eso, vamos al grano.
Yo afirmé en la columna “Romperlo todo” que me parece intolerable que la profesora Zerán pretenda usar el Consejo Nacional de Televisión como una herramienta para perseguir periodistas que pongan en aprietos al Apruebo. Esto, en relación al caso de la periodista Mónica Pérez, quien ha sido objeto de un burdo matonaje con publicidad, utilizando el sistema de denuncias ante el CNTV en su contra con el objetivo de dañar su reputación y advertir, por la vía de este ejemplo sacrificial, a otros periodistas que pudieran incomodar al Apruebo.
¿Cuál fue el pecado de Pérez? Leer la propuesta constitucional, en particular el Artículo 44 y entender que del 44.5 (“El Sistema Nacional de Salud es de carácter universal, público e integrado…”) y del 44.7 (“El Sistema Nacional de Salud podrá estar integrado por prestadores públicos y privados”) se concluía que todos tendríamos que pasar por el sistema de atención primaria antes de pasar a un especialista. La respuesta a esta interpretación, para nada descabellada, ha sido la persecución en vez de explicaciones razonables respecto a cómo se supone que operará el sistema de salud bosquejado en el texto. ¿Es el CNTV el llamado a hacerlo?
Zerán me responde en su columna recordando las funciones y atribuciones de su cargo, así como del Consejo, y señalando que no es posible hacer uso de él como herramienta de persecución política, y que el caso de Mónica Pérez está siendo procesado igual que cualquier otro denunciado ante el organismo. Concluye alegando que esperaría que quienes hacen estas advertencias tengan presentes al menos las instituciones a las que se refieren.
Yo podría coincidir con la profesora Zerán en que hoy resulta difícil utilizar formalmente el CNTV como herramienta de persecución política. Sin embargo, eso no quiere decir que no pueda ser utilizado informalmente con esos fines. Y han sido justamente las declaraciones de Zerán sobre una supuesta campaña de desinformación y mentiras por parte del Rechazo, cruzadas con la utilización política del sistema de denuncias ante el CNTV en contra de Pérez, lo que ha causado escándalo y a lo que yo, al menos, me refería como algo reprochable e intolerable en mi columna.
Ahondaré en este punto: parte de la estrategia comunicacional de la campaña del gobierno en contra de la opción Rechazo en el plebiscito de salida ha sido acusar la existencia de una supuesta campaña organizada de desinformación y mentiras enquistada en los medios de comunicación, pretendiendo que el crecimiento de dicha opción se debería a un engaño mediático en vez de a objeciones sustantivas al texto de la propuesta emanado de la Convención o a la Convención misma. El ataque a la prensa y a los periodistas por parte de la nueva izquierda liderada por el Presidente Boric ha sido reiterado, y ya lo usaron durante la primera vuelta presidencial. Cuando no les va bien, suelen culpar a los medios.
Las acusaciones en contra de la periodista Pérez son parte de esta misma estrategia y tienen como objeto validar sus acusaciones. Basta reconstruir su origen para notarlo. Luego, al reproducir Zerán, desde la presidencia del CNTV, los eslóganes de la campaña del Apruebo y, al mismo tiempo, anunciar que el caso de Mónica Pérez será investigado ha contribuido al asesinato ejemplar de imagen urdido en contra de la periodista. Ha validado el discurso de los perseguidores, al mismo tiempo que le toca juzgar a una de las perseguidas. Lo que falle finalmente el CNTV, para el caso, es de escasa importancia. El impacto mediático y político es ahora. Con esto se cierra mi argumento respecto al caso CNTV.
Finalmente, quiero hacerme cargo también del argumento de autoridad esgrimido por Zerán. Ella se señala a sí misma en su columna como un ejemplo de la lucha por la libertad de prensa. Yo quisiera responderle, con todo respeto, que luego de revisar sus acciones durante la última década me siento obligado a discrepar de esa evaluación.
En primer lugar, la profesora Zerán lleva años reclamando respecto a una supuesta concentración de los medios de comunicación que llevaría a un monopolio político de los mismos. Sin embargo, su argumento se sostiene principalmente sobre lugares comunes relativos a la propiedad de la prensa impresa, dejando de lado cualquier consideración sobre la mediación profesional de los periodistas que trabajan en dichos medios, por un lado, e ignorando la nueva realidad de las comunicaciones generada por la masificación de internet y los medios digitales, por otro. Para peor, como solución a este supuesto monopolio, Zerán propone la creación de medios de comunicación “públicos”, pero desde un marco teórico en que lo público se entiende exclusivamente como lo estatal y lo estatal como patrimonio de la izquierda. El mejor ejemplo de la puesta en práctica de esta filosofía, lamentablemente, es la rectoría de Ennio Vivaldi en la Universidad de Chile, en la que la profesora Zerán ejerció desde 2014 como vicerrectora de Extensión y Comunicaciones.
Por otro lado, es un hecho público que Zerán apoyó en las primarias de la izquierda la candidatura del comunista Daniel Jadue y defendió su infame “ley de medios”. En otras palabras, Zerán promovió a un candidato que pertenece a un partido que defiende abiertamente regímenes donde la libertad de prensa no existe o es perseguida a diario: la Venezuela de Chávez-Maduro, el (superado) Ecuador de Correa, la Argentina kirchnerista, la Cuba castrista y la Nicaragua de Ortega. Y validó sin dobleces una propuesta programática que constituía un asalto descarado a dicha libertad.
Yo no puedo, entonc
es, concordar con la imagen que Zerán tiene de sí misma como paladín de la libertad de expresión. Claramente entendemos cosas en extremo distintas a partir de ese concepto (así como parecemos diferir bastante en torno a la definición de lo público o lo estatal). Haría falta una discusión mucho más larga para aclarar estos asuntos y precisar bien nuestras discrepancias.
Daniel Matamala, por su parte, expresó desconcierto en su columna dominical “Mapuches millonarios” en La Tercera respecto de otra columna dominical de mi autoría, “La Constitución del privilegio”.
En primer lugar, creo que es sano comenzar despejando el hecho de que cualquier beneficio legalmente asignado a un individuo o grupo de personas por sobre el común de los demás constituye un privilegio legal. Otra cosa es que evaluemos dicho privilegio como justo o injusto. Y yo entiendo que alguien que se precia de ser un campeón antiprivilegios, pero se encuentra haciendo campaña por privilegios que cree justos, se sienta contrariado. Sin embargo, lo correcto es que aclare que su lucha es sólo contra los privilegios que le parecen injustos, en vez de irse contra el significado de los conceptos. No sea cosa, además, que algún actor compungido por haber sido desinformado lo denuncie a la RAE.
Tal como reproduce Matamala en su columna, yo afirmo que la actual Constitución (2005, firmada por Lagos) no establece privilegios legales para ningún grupo en particular, a diferencia de la propuesta constitucional emanada de la Convención, que establece una abrumadora batería de privilegios en beneficio de los “pueblos y naciones” que se identifiquen como indígenas o “tribales”. En mi columna detallo dichos privilegios, cuyo efecto combinado me parece odioso e injusto, y su ubicación en la propuesta.
El argumento de Matamala parece ser que esa igualdad formal contribuye, justamente por su neutralidad, a reproducir las desigualdades reales. Sería, entonces, justamente porque la Constitución del 2005 no privilegia a nadie desfavorecido en el plano de la realidad, que protege los privilegios reales de los favorecidos.
Yo, en principio, concuerdo con que una misma ley puede volverse más o menos onerosa de cumplir dependiendo de las condiciones materiales de quienes se ven obligados por ella. Y también estoy de acuerdo en que existan determinadas políticas de reparación respecto a grupos históricamente oprimidos. Sin embargo, veo en la igualdad ciudadana ante la ley un valor republicano fundamental y una condición básica para la realización de la justicia y la legitimidad del orden político. Luego, me parece que todo privilegio legal debe ser ampliamente discutido y justificado para lograr precisión y ponderación en su asignación. De lo contrario, con la excusa de ayudar a los grupos desaventajados, bien podríamos terminar desmontando los fundamentos mismos de la cooperación social bajo instituciones republicanas. Y cuando el Estado de Derecho se viene abajo, son los más débiles los que más sufren.
Este debate no es nuevo, de hecho. Basta revisar Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías, de Kymlicka (1995), El multiculturalismo del miedo (2000), de Jacob Levy, y El archipiélago liberal (2003), de Chandran Kukhatas, para notar que incluso liberales progresistas y de izquierda como Matamala, si se toman en serio este tema, tendrán que pasar por un quebradero de cabeza. Y es que muchos de los supuestos de su tradición política se encuentran en abierta tensión con los corporativismos identitarios, tribalismos, nacionalismos étnicos y filosofías “decoloniales” que inspiran la propuesta de la Convención. La historia del liberalismo es, en buena medida, la historia de la lucha contra todo privilegio legal corporativo, racial o social. Al avance de esa lucha es que le llamaban “progreso”. Luego, no es llegar y asumir la política identitaria con cara de “aquí no ha pasado nada”. Si lo hacen, comenzarán a avanzar con los ojos cerrados, de tropiezo en tropiezo.
El caso chileno, además, es particularmente complejo. No sólo somos un pueblo efectivamente mestizo, sino que nuestra identidad nacional siempre lo ha sido también. Los únicos nacionalismos étnicos de factura chilena son la teoría de Nicolás Palacios (en su libro Raza Chilena) de que la combinación del elemento visigodo hispano y el mapuche había generado una súper-raza guerrera, y la ((más) delirante) ampliación de la misma teoría por parte de Miguel Serrano (El ciclo racial chileno). Serrano alegaba que, en realidad, los mapuches eran visigodos del sur, hiperbóreos todos, por lo que no se trataba de un caso de mezcla racial, realmente (lo que, a su vez, explica que los nazis chilenos se sientan “arios” sin tener apariencia nórdica, lo que es material constante de burlas). Nadie, ni los nazis chilenos, han logrado pasado por alto nuestro carácter mestizo. ¿Por qué la nueva Constitución y Daniel Matamala sí lo hacen?
A diferencia de los colonos ingleses u holandeses, los españoles se mezclaron masivamente con la población indígena. Y el mundo que emergió de esa mezcla, con todas sus injusticias estructurales a cuestas, no se parece en nada a la realidad neozelandesa, australiana, estadounidense o canadiense. Por lo mismo, las políticas de reparación diseñadas en esas latitudes resultan difícilmente aplicables a nuestra realidad, en que lo indígena es un asunto de grado y no de absolutos. Compartimos sangre, territorio y costumbres. Reparar se hace más difícil en la medida en que más cuesta distinguir al destinatario de la reparación del resto. Es complejo trazar una línea y, donde sea que se trace, la distinción resultará cuestionable, arbitraria y probablemente odiosa. ¿No es evidente lo problemático que resulta recargar de privilegios al que se presente como indígena en un contexto tal? ¿No es claro, además, el incentivo al rentismo étnico que conlleva la propuesta?
Los chilenos siempre han aspirado a una severa igualdad ante la ley, justamente bajo el entendido de que esa igualdad es la fuente de la justicia en nuestras relaciones. La propuesta constitucional de la Convención establece una diferencia odiosa, en base a criterios raciales cuestionables, entre chilenos que son exactamente igual de oprimidos. ¿Qué esperan que surja de aquello sino indignación? Matamala toma el caso facilito (en los que suele caer para hacer un punto) de un chileno millonario de tez clara para hacer su punto. Algo que representa a un porcentaje ínfimo de la población. Pero que tome ahora el mucho más probable y obvio de alguien claramente mestizo vecino de un indígena privilegiado, cuyo voto valdrá menos, su propiedad tendrá menor protección y no contará con ninguno de los muchos beneficios estatales asignados según raza, pero tendrá que financiarlos todos (además de toda la burocracia indígena paralela) mediante impuestos.
Por otro lado, la propuesta mezcla con total descuido reconocimiento y reparación, cuando hay etnias respecto a las que el Estado chileno no tiene ninguna deuda histórica. ¿Qué les hizo el Estado chileno, por ejemplo, a los changos, aparte de ayudar a reinventarlos mediante el rescate de lo que se cree era su idioma? ¿Qué le hizo el Estado chileno al “pueblo tribal afrodescendiente”? ¿No es evidente la desmesura de tratar estos y todos los demás casos como equivalentes al mapuche para efectos de reparación histórica?
Finalmente, incluso el argumento de que esta asignación de privilegios es el precio por la paz en la Macrozona Sur resulta débil y probablemente falso. La propuesta constitucional incentiva las disputas por tierras en vez de contenerlas. Y esas disputas llevarán el conflicto y la violencia a todos los confines del país. Lo que se está viviendo hoy en Coronel y en El Quisco, cuando no lo que pasa hoy en Capitán Pastene o Quidico, será la tónica de la realidad creada por el nuevo orden institucional. El proyecto de la Convención facilita, al atomizar políticamente la administración, que movimientos etnonacionalistas y secesionistas avancen sus agendas amparados, o al menos usando como excusa, la ley.
Por lo mismo, no es raro que muchos indígenas no se identifiquen con la propuesta (que emanó, por lo demás, de representantes que no representaban casi a nadie y una consulta indígena que cubrió a un porcentaje irrisorio de sus destinatarios). Algo evidentemente tan mal pensado, polémico e injusto los podría poner en un mal pie respecto a los demás chilenos, que efectivamente quedan como ciudadanos de segunda categoría en la propuesta. Y el resultado de algo así, nos señala la historia, suele ser el horror.
Concluyo, entonces, señalando que el proyecto republicano chileno de una nación mestiza es incompatible con el corporativismo étnico introducido por la propuesta de la Convención, por más que le hayan metido un par de artículos sobre la unidad nacional como saludo a la bandera. Y que, por lo mismo, quienes creemos en dicho proyecto deberíamos rechazarla. No tengo idea qué pensará el señor Matamala sobre esto, pero le puedo asegurar que, en este tema, le será mucho más difícil sentirse “en el lado correcto de la historia”. Bienvenido a esa incomodidad.
¿No son guardería? 12 julo 2022
Nuestro sistema educacional está roto. Fracasa estrepitosamente en su función central, que es habilitar a los estudiantes para que aprendan. La mayoría de los chilenos terminan la educación media prácticamente sin entender lo que leen y sin ser capaces de utilizar la aritmética básica. Y la masificación de la universidad simplemente está haciendo que la farsa se extienda por más años, a costa del endeudamiento familiar o del dinero de los contribuyentes.
Hay tres factores principales que impulsan esta situación: la mentalidad nobiliaria, el interés económico y el interés político. La mentalidad nobiliaria es una herencia de nuestro pasado estamental y lo que hace es divorciar título de capacidades. Se asume, sin más, que a cierto título le corresponde cierto nivel de renta y prestigio social. Así, el título deja de entenderse como una certificación de habilidades y pasa a verse como una concesión de estatus y rentas. Es decir, como un título nobiliario.
Es la mentalidad nobiliaria, por ejemplo, la que explica que se prefieran porfiadamente las carreras universitarias por sobre las técnicas, a pesar de que la rentabilidad y retornos de muchas de estas últimas sobrepase con creces a varias de las primeras. También explica que los padres y apoderados prefieran, normalmente, que sus hijos no repitan antes de asegurarse de que aprendan. Un título de cuarto medio es un título de cuarto medio.
Por supuesto, este rasgo está directamente relacionado con el carácter fuertemente clasista que persiste en la sociedad chilena, y a la vez lo reproduce, pues el divorcio entre título y certificación de habilidades justifica y refuerza el reclutamiento profesional por razones de proximidad y confianza personal. El mérito no puede operar bien sin certificados de habilidades creíbles, que permitan que la capacidad se imponga a los vínculos personales. De ahí, también, que muchos empleos exijan muchísima experiencia previa, al no poder confiar en los títulos, lo que dificulta enormemente la inserción laboral de los recién titulados y los hace depender especialmente de sus vínculos personales para obtener un primer empleo.
El interés económico detrás de nuestra catástrofe educacional, en tanto, tiene que ver con dos cosas: la utilización de la etapa escolar como corral de menores de edad, cuyo fin es liberar la mano de obra de sus padres, y el lucrativo negocio de los títulos universitarios. La comprensión del colegio como guardería que libera tiempo a los adultos tiene como efecto que no se le exija ningún estándar educacional. Con tal que devuelvan vivo al estudiante al final de cada jornada, todo bien. La extensión de esta lógica a la etapa preescolar es un peligro directo respecto a la salud mental y la habilitación cognitiva y emocional de los menores involucrados. Extrañamente, justo en este tema el ejemplo nórdico -donde se privilegia una etapa preescolar con los padres debido a sus ventajas cognitivas y emocionales- es pasado por encima.
El corralismo educativo también explica que se espere poco y nada de los profesores. Se paga mal por un trabajo que se concibe equivalente al de un pastor o arriero. Por lo mismo, se exige poco para su estudio y no se le confiere prestigio alguno. Nuestra carrera profesional docente parece diseñada con precisión científica para destruir la vocación de quienes la tienen y expulsar a los que son capaces de reinventarse, privilegiando a los resignados. Luego, toda demanda por mejorar condiciones choca con el dato de la mediocridad promedio. Es un círculo vicioso.
Acabar con las pruebas de aprendizaje estandarizadas, en este contexto, es simplemente sincerar que a casi nadie le importa el aprendizaje de los estudiantes ni la calidad de los profesores. Se puede, por cierto, perfumar con otras excusas, pero casi todas esas excusas dependerían -para ser consideradas creíbles- de reformas y cambios que no están siendo ni pensados. La realidad es que se apagan los instrumentos de navegación porque a nadie le importa el destino del buque.
El negocio de los títulos universitarios, por su parte, es equivalente a una autorizar a una entidad para emitir dinero sin exigencia alguna de encaje. Hoy se ha moderado un poco -lo que causó el cierre de varias casas de “estudio”- pero sigue siendo una locura. En muchos casos no hay relación alguna entre lo pagado por el título, lo aprendido y las expectativas de renta. De hecho, la mentalidad nobiliaria logra algo que la emisión de dinero no podría: que el mercado rechace el valor del título, pero la gente siga demandándolo.
Finalmente, el interés político que empuja este desastre es el de cambiar títulos por votos, por un lado, y el de utilizar el sistema educacional como plataforma de movilización y lucha política, por otro. La mentalidad nobiliaria que vuelve inelástica la demanda de títulos hace que los políticos no tengan mayores incentivos para preocuparse por la calidad de la educación. “Regalar” títulos de cuarto medio y “regalar” títulos universitarios a cambio de votos es lo más fácil. El caso universitario es hoy el más patente y escandaloso, en la medida en que los títulos de cuarto medio ya son considerados un “desde” (aunque y porque no certifican habilidad alguna). La promesa de hacer gratuita la universidad en un país que no logra siquiera asegurar estándares mínimos de comprensión lectora -y donde hay necesidades vitales básicas no resueltas para grandes segmentos de la población- es inseparable de la ambición electoral. Los políticos no tendrán a mano la impresora de billetes, pero sí la de títulos universitarios. Y el resultado es la hiperinflación de títulos.
Pero aquí no sólo hay, por último, un interés electoral. Parte de la izquierda política también pretende utilizar las universidades estatales como plataforma de adoctrinamiento, movilización y militancia. Primero se toma control del claustro y la administración, utilizando tomas y paros estudiantiles si es necesario, y luego se promete ampliar la matrícula hasta el infinito. El resultado son universidades masivas de calidad mediocre pero que cumplen la doble función de repartir títulos universitarios y constituirse como fuerzas de choque para la izquierda, que a su vez mantiene control ideológico sobre el claustro.
Cuando el Presidente Gabriel Boric expresa su compromiso con la ampliación de la matrícula de las universidades estatales -descalificando de paso a las “privadas del sector cordillerano”- lo que parece tener en mente es esta segunda dimensión de la corrupción política de la universidad, explorada en la película “El Estudiante” del director argentino Santiago Mitre. Esto no es extraño, ya que una de las tesis principales del autonomismo en que se formó Boric es que el sujeto estudiantil podía ser convertido en el sujeto revolucionario clave para combatir el “neoliberalismo”. Y ese esfuerzo ha rendido amplios frutos políticos durante la última década, aunque sea a costa de la calidad universitaria.
¿Cómo salir de este desastre? ¿Hasta cuándo nos haremos trampa en el solitario? Es evidente que necesitamos más rebeldes educacionales. Gente dispuesta a dar la pelea por la calidad y la excelencia educativa, partiendo por restaurar sus fundamentos clásicos en contra del voluminoso e inútil currículo moderno. La pregunta es si el espacio para esa rebeldía es el sistema educacional formal o, como ha pasado antes, algún otro intersticio no sometido a la máquina de obtener mano de obra, plata, votos o manifestantes. Lo único claro, eso sí, es que hoy casi todos los padres y apoderados chilenos pagan lo que no tienen -directa o indirectamente- por mantener una farsa brutal que pone la habilitación cognitiva y emocional de los estudiantes en último lugar. Y que los abusadores del sistema, las pocas veces que son interpelados, simplemente se apuntan con el dedo entre ellos, alegando que el otro es peor. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Después de Llaitul 14 junio 2022
La vía armada del etnonacionalismo mapuche llegó a un callejón sin salida. Los grupos violentistas tienen la fuerza suficiente para alterar gravemente el orden público y degradar el Estado de Derecho en las zonas en que operan. Pero no tienen la capacidad de construir y sostener un orden institucional propio. Ni siquiera pueden operar entre sí de forma pacífica y coordinada. Sólo les alcanza, entonces, para crear un vacío de autoridad, el cual comienza a ser aprovechado por organizaciones criminales de todo tipo. Así, los pretendidos libertadores de la nación mapuche han terminado convocando sobre su propio pueblo -y sobre sí mismos- todos los profundos males que el crimen organizado instala en donde opera.
El rostro más visible de esta decadencia, fuera del caso de Emilio Berkhoff y el camión de pasta base, es Héctor Llaitul: obligado a radicalizarse por la aparición de grupos más extremos que la CAM dispuestos a disputarle territorio e influencia, va a toda velocidad hacia ningún lado. El futuro le ofrece traición o muerte. El violentismo puede seguir en aumento y doblarse en radicalidad -en eso están-, pero ya es la empresa desesperada de un lote condenado. En el plano del poder, están liquidados. Por eso se muestran cada vez más arrogantes y desafiantes.
Llaitul ha denunciado una y otra vez como “vendidos” a los activistas mapuches involucrados en buscar una vía política dentro del arreglo institucional chileno para consolidar la “autonomía” étnica. El líder de la CAM los ve como operadores coloniales que buscan convertirse en la élite dirigente de una nación ocupada. Y tiene bastante razón: la apuesta de este grupo, que incluye a los “intelectuales mapuches”, es mediar entre el Estado chileno y el pueblo mapuche controlando la manija de los beneficios económicos y políticos aportados por el Estado. De esta forma, lograrían una posición dominante construida mediante el clientelismo con recursos ajenos. Y quienes los desafíen tendrían que vérselas con el aparato represivo estatal chileno, cuya operación ahora quedaría legitimada por liderazgos étnicos. Pasando y pasando.
Estos “gestores étnicos” tendrían, entonces, lo que la CAM y sus amigos no son capaces de ofrecer: plata y plomo en un volumen capaz de instalar y sostener un orden. Todo a cambio de olvidar un ideal de independencia que, en todo caso, es en los hechos descabellado y extremadamente poco popular dentro de los mismos mapuches. A nivel retórico, por lo demás, no se renuncia a nada. La nueva oligarquía mapuche siempre podrá decir que “quieren lo mismo que Llaitul”, lo invitarán a sumarse a la fiesta y, si termina muerto, quizás le hagan una estatua. Daga y laureles. Como sea, la CAM, los WAM y todo el indigenismo cabeza de pistola están jodidos: o se pasan al lado renovado o terminarán muertos o como soldados del crimen organizado.
La gracia de contar con una oligarquía mapuche, por otro lado, es que ni siquiera es necesario para el Estado chileno que ese grupo sea muy representativo. Tal como la CUT en relación a la Concertación, esta casta dirigente podrá ser tratada como representante universal de un grupo social, aunque no lo convoque demasiado. Basta con que sean el lote más organizado y poderoso.
Esta ruta hacia la creación de una clase dirigente mapuche es, más o menos, la que se espera consolidar mediante el programa indigenista incrustado en el proyecto constitucional. Sin embargo, dicho diseño tiene una serie de problemas que merecen ser discutidos, especialmente considerando que su ejecución millonaria saldrá de los impuestos de todos los chilenos. El primero de estos problemas es la extensión del acuerdo a todas las etnias existentes, reinventadas y por reinventar. Es evidente que la situación del pueblo mapuche en relación al Estado chileno es radicalmente distinta a la de otros grupos étnicos. Ponerlos a todos en el mismo pie parece un incentivo perverso a la etnificación, sin beneficios a la vista. Y tampoco es justo. ¿Qué deuda histórica tendría el Estado chileno con, por poner un ejemplo, los changos?
El segundo problema es el anclaje político de la nueva oligarquía mapuche. Una cosa es que construyan su poder en base a forjar clientelas manipulando la manija de los beneficios aportados por el Estado de Chile, y otra es que ocupen esa relación clientelar para recolectar votos para la izquierda chilena. En otras palabras: es problemático que la clase dirigente mapuche sea un apéndice del Frente Amplio y sus amigos. Y eso son hoy en día. Esta distorsión militante implicaría un daño permanente a la libertad política de los ciudadanos mapuches.
El tercero es el diseño de la oferta de beneficios. La izquierda parece no recordar -para variar- sus propios errores. Y uno grave fue dejar que la reforma agraria se chacreara. Si la “reclamación de tierras” ancestrales se sale de madre, la oligarquía pretendiente podría verse superada en su capacidad para capturar representación, sin que nada logre reemplazarla.
Uno de los puntos más delicados e injustos del proyecto constitucional es la estructura de privilegios arbitrarios que otorga a los pueblos originarios. Es evidente que hace falta una conversación más clara sobre el objetivo de esos privilegios, sus destinatarios y la estructura institucional que se espera obtener mediante ellos. Llamar simplemente a aprobar sin aclarar estos puntos polariza sin permitir avanzar los intereses estratégicos de Chile con consenso y decisión. Es bueno que Llaitul y los violentistas estén en un callejón sin salida. Pero lo importante es hacer bien la pega ahora para no acabar haciéndoles compañía por falta de diligencia política.(La Tercera)
Mentir y arrasar 11 febrero 2015
Bachelet ha jugado por segunda vez la carta del aborto para desviar la atención pública desde sus reformas hacia la cancha “valórica”. Lo hizo con la tributaria y ahora con la educacional. Y aunque esta maniobra es ya común, a veces viene acompañada de detalles que son valiosos para comprender la mentalidad política de quienes van tomando con avidez varias de las riendas del poder en Chile.
Un ejemplo de lo anterior es la pretensión de parte del grupo de poder gobernante de obligar a la Universidad Católica a practicar abortos en su red de salud. Este caso es interesante como radiografía de dos patologías que han acompañado a las corrientes dominantes de la izquierda durante toda su vida: la sensación perversa de superioridad moral y el desprecio absolutista por las organizaciones intermedias.
En cuanto a lo primero, resulta más o menos claro que el gobierno generó un proyecto de ley que como ha señalado el profesor Patricio Zapata, es un engendro entre el aborto libre y la despenalización de ciertos casos. Esto ocurre porque creen que lo primero es lo mejor, pero que sólo lo segundo cuenta con algún apoyo popular. Así, se opta por un proyecto tramposo con la convicción prometeica de que con eso le hacen un bien al pueblo chileno, aunque para ello tengan que pasarle gato por liebre. No es raro que quienes se creen incorruptibles portadores del progreso terminen creyéndose también justificados para violar las reglas que imponen con celo a los demás.
Respecto a lo segundo, cierta izquierda hereda de la tradición absolutista la convicción de que toda organización intermedia es una amenaza al “interés general”, que sólo puede realizarse a través de la ley si el vínculo entre ella y cada individuo es purificado de intereses parciales. Para lograr eso, el Estado debe arrasar con los cuerpos intermedios y estandarizar a los ciudadanos. La violencia de los socialismos reales contra los indígenas, los gitanos, los campesinos, los judíos, los homosexuales, la familia, las iglesias y cualquier organización o forma de vida que no estuviera bajo el control del régimen, nacen precisamente de esta visión purificadora, al igual que los ataques recibidos por la Universidad Católica durante estos días, incluyendo la amenaza de expropiación hecha por un legislador de la República.
Cuando estas patologías se exacerban, su resultado es la destrucción de lo público, entendido como espacio de encuentro en igual pie de diversas perspectivas y formas de existencia. También lo es la muerte del pluralismo y de la tolerancia como modos de convivir. Una minoría organizada convencida de su superioridad moral e intelectual, que se hace del aparato estatal y lo utiliza para borrar del mapa cualquier otra organización civil engendra espacios de abuso radical.
Frente a esta amenaza, las banderas de la sociedad civil, la subsidiariedad, la autonomía y el pluralismo no son banderas “de derecha”, sino, tal como lo entendieron George Orwell, Albert Camus y Simone Weil en su momento, los estandartes de la causa más digna de todas: la resistencia contra los excesos del poder. (La Tercera)
El pueblo te llama, Gabriel 28 junio, 2022
El proyecto constitucional elaborado por la Convención se encuentra en estado terminal. La fracción de ciudadanos que lo aprueba sin reparos decrece día a día, y la suma de las opciones reformistas –el “apruebo para reformar” y “rechazo para recomenzar”- constituye la abrumadora mayoría política. En otras palabras, la temida “tercera opción” –negada con uñas y dientes por el propio Presidente Boric- es ya la verdadera triunfadora del proceso, y la gran pregunta política del momento es cómo darle cauce y garantías a dicha mayoría.
¿Cuál es el contenido positivo de esta tercera opción? Mirando las encuestas uno podría definirlo básicamente como una moderación de la desmesura de la Convención. Es decir, no parece haber mucho desacuerdo respecto a las nuevas temáticas incorporadas al texto constitucional (medio ambiente, pueblos originarios, devolución regional, equidad entre los sexos), pero sí al modo descuidado y excesivo en que dichas temáticas son tratadas y zanjadas en la propuesta. De la misma manera, el ataque frontal contra la forma política de la tradición republicana chilena (acabar con el Senado, politizar el Poder Judicial, crear sistemas de justicia paralelos y declarar la “plurinacionalidad” del país) ha encontrado una franca resistencia. Reacción que era de esperar frente a propuestas nacidas de los microactivismos radicales monotemáticos que coparon la Convención.
Si el Presidente Boric tuviera un mínimo espíritu democrático y sentido de Estado, buscaría animadamente darle espacio a la opción reformista mayoritaria. Después de todo, ella refleja un genuino proceso de deliberación política popular. Cualquiera que observe los foros de discusión abiertos a todo el mundo encontrará mucho mensaje manipulativo y reyerta de poca monta, como en cualquier campaña política, pero también verá intercambios informados de opinión, ponderaciones de riesgos, consideraciones sobre los efectos institucionales de las normas aprobadas y debate respecto a cómo las prioridades nacionales interactúan con el texto convencional. Todo muy lejos de la pretensión aristocrática de las élites de la nueva izquierda, que no quieren ver en el cambio de opinión popular más que manipulación y desinformación inducida por los aparatos ideológicos del Estado (o medios de comunicación). Esto, hasta extremos paranoicos absurdos, como en el lamentable caso del ideólogo frenteamplista Carlos Ruiz Encina, quien mantuvo un análisis más o menos templado mientras su opción política parecía prosperar, pero que cayó en un agujero de conejo de conspiraciones setenteras CIA-mercuriales apenas se vio desfavorecido por las encuestas.
Lamentablemente, el gobierno se niega a facilitar la senda reformista, insistiendo en la condescendencia aristocrática respecto a las mayorías. Permanece, así, deliberadamente atado a una opción minoritaria: la de la aprobación integral. Y se ha sumado a las maniobras contramayoritarias de los convencionales que pretenden imponer su proyecto constitucional contra viento y marea (poniendo altos quórums a cualquier reforma y estableciendo barreras, como el consentimiento indígena obligatorio, que hacen irreversibles algunas normas constitucionales impuestas). Es decir, se han sumado a la campaña de extorsión a la conciencia pública que –de mala fe y contra toda razón- declara que las únicas opciones disponibles son permanecer en la Constitución de 1980 (que no rige, en estricto rigor, hace décadas) o rendirse frente al dictamen de la Convención. Como si no quedara más que decidir entre dos conjuntos de “ideas muertas” (en palabras del sofista mayor).
El cuadro, mirado desde lejos, resulta absurdo: tenemos un gobierno que se declara portador de una voluntad mayoritaria bloqueada por décadas, pero cuya propuesta política es ignorar y distorsionar a las mayorías para forzar, por vía constitucional, un proyecto político de nicho. ¿Por qué no mejor abrazar la voluntad mayoritaria y reconocer las amplias afinidades que tienen con ella? ¿Por qué no negociar y ofrecer garantías desde ya respecto a la continuidad del proceso constitucional en caso de un –cada vez más probable y legítimo- triunfo del rechazo? ¿Por qué negarse a escuchar al pueblo cuando razona en el espacio público, como si la élite gobernante pensara que son los únicos con capacidad reflexiva, mientras que al resto sólo le queda expresar dolor o rabia rompiendo cosas y gritando por las calles? ¿Por qué no darle un inicio genuinamente democrático a esta nueva etapa de Chile, de grandes aspiraciones democráticas? ¿No creen que es mejor tomarse el tiempo necesario para lograr un texto que una las lealtades recíprocas de las grandes mayorías nacionales, en vez de imponer las obsesiones estrechas de un puñado de excéntricos? ¿Por qué no reconocer que el proceso ha ido generando una voluntad popular reconocible, aunque no sea la que ustedes esperaban?
Es evidente que a los ocupantes de La Moneda los tiene mal la caída en picada de su apoyo popular. Sin embargo, la respuesta a sus desvelos es mucho más fácil y honesta que todas las manipulaciones truculentas que, como castillos de arena frente al mar, edifican para ser barridas al momento siguiente. A veces es bueno escuchar al pueblo. ¿No era eso lo que ustedes le demandaban, con gran panaché, al ocupante anterior del palacio donde ahora sufren? Dejen ir el lastre de la Convención, pacten las reformas sociales urgentes con las demás fuerzas políticas y garanticen mantener abierto el proceso constitucional hasta que tengamos un texto que convierta en letra el 80% de entrada. Dejen ir la obsesión hedonista de querer hacer historia a su pinta, y verán que la historia los hará mejores a ustedes. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Vivaldi contra Bello 7 junio, 2022
Estudié entre el año 2004 y el año 2011 en la Universidad de Chile. Y tuve también el privilegio de enseñar en ella durante unos años más. A lo largo de ese período, incluso en el campus más izquierdizado de la Universidad se percibía el espíritu y el discurso republicano como un escenario de fondo sobre el que todo el resto de las manifestaciones de la vida universitaria se desplegaban. Hasta el estudiante más radical presentía que habitaba un espacio en que todas las verdades se tocaban.
Lamentablemente, ese espíritu ha decaído de manera notoria. Estudiantes con actitud de consumidor, carácter de cristal y puño de hierro han hecho la guerra contra los fundamentos de la institución. Y el profesorado ha reaccionado o bien con un silencio timorato o bien con patética algarabía. En este segundo grupo se encuentra el rector Ennio Vivaldi, que deja el sillón de Bello tras ocho años, luego de liderar animadamente la rendición de la Universidad.
La tesis central de Vivaldi durante su período como rector fue que lo público se reduce a lo estatal, y que lo estatal le pertenece a la izquierda. De este modo, ha privatizado la Chile, creyendo hablar desde la cúspide de lo público, y la ha dejado escorarse y abatirse hacia los mismos bajos donde naufragó el Instituto Nacional. ¿Podrá la nueva rectora corregir el rumbo? ¿Querrá hacerlo? (El Mercurio Cartas)
Pablo Ortúzar Madrid
Por un octubre sin octubrismo 3 julio, 2022
El Presidente Gabriel Boric, explicando el jueves en Arica su agenda de seguridad, dijo: “No voy a usar frases rimbombantes como ‘se les acabó la fiesta’”. Cinco minutos después impactaba el podio con un “que no quepa duda: vamos a recorrer cielo, mar y tierra para golpear la delincuencia”. Y ya que el mismo día el Mandatario había llamado a compartir su asombro por el hecho de que el extremo norte de Chile colindara con el extremo sur de otro país, el lapsus de grandilocuencia hizo sospechar a varios un cuadro de posesión piñerista.
Sin embargo, la grandilocuencia no se detuvo en Boric. El viernes, el subsecretario de Prevención del Delito anunciaba en la radio que “después de 20 años, Chile va a tener una política de seguridad pública”. Frase que se parece a “hemos hecho más en 20 días que otros en 20 años” como dos estrellas lejanas en la “galactea”, dicha por un funcionario de un gobierno cuya ministra del Interior fue recibida a tiros por extremistas y ni siquiera se querelló.
Por lo demás, el tono altanero y exagerado ha sido parte del gobierno desde un inicio. Todo lo propio, según ellos mismos, es nuevo, novedoso e “histórico”. La clientela virtual progresista recibió con explosiones de júbilo cada acto vital del Presidente durante las primeras semanas de su mandato. “Abrió la puerta. La abrió él. No esperó que alguien más lo hiciera. Chile ha cambiado para siempre”. Un nuevo cielo y una nueva tierra.
Y, después, incluso cuando la cosa ya no pinta bien, cada una de las vueltas de chaqueta obligadas del gobierno ha sido anunciada y tratada como si materializara un anhelo largamente buscado y trabajosamente conquistado. Jalisco nunca pierde.
¿De dónde viene la falta de humildad? En el caso del primer gobierno de Sebastián Piñera, ella se alimentaba del mito tecnocrático-meritocrático. Jóvenes esbeltos con olor a Harvard (“los mejores”) que moverían los límites de lo administrable. Pero el mito de la Nueva Izquierda que empuja a Boric no es tecnocrático, sino moral. La tesis política detrás de sus acciones, desarrollada por intelectuales de la llamada “generación perdida”, es que la Concertación fue nada más que una continuación retocada de la dictadura militar. “Neoliberalismo con rostro humano”, nacido de la cobardía de sus dirigentes, que no buscaron una “impugnación radical” del “modelo”.
Y ya que de impugnar se trata, mejor agarrar vuelo e impugnarlo todo: la historia de Chile completa. Denunciar la patria como una atrocidad plena. Total, si nuestros 30 años más prósperos y pacíficos fueron un calvario inmoral, no queda mono con cabeza. El “neoliberalismo” es un concepto tan chicloso que caben en su seno la conquista, la colonia y la república. El cuadrito de O’Higgins se queda, por ahora.
El problema viene al llegar al poder, pues el proyecto “radicalmente antineoliberal” es puramente polémico: no posee un contenido positivo. Por eso ni el gobierno ni la Convención tienen realmente un programa político. Ambos se constituyeron como plataforma de protesta, pero incapaces de producir cualquier cosa que esté a la altura de sus propios estándares. En simple, son un pegoteo de activismos rabiosos. Sólo los une una “lucha” contra una abstracción. Lucha coordinada, mientras no están en el Estado, por un nihilismo de los medios: todas las micros “antineoliberales” sirven. Incluyendo el violentismo octubrista y el etnoterrorismo. Disuelven y destruyen, así, la unidad política que pretenden conducir al paraíso.
Están condenados, entonces, a habitar el poder con declaraciones altisonantes y antagonismos permanentes, pero con resultados permanentemente mediocres y destructivos. El gobierno teniendo que buscar votos entre sus adversarios para intervenir la Macrozona Sur (porque los votos propios son demasiado puros y no están para eso) y la Convención escribiendo una Constitución que es un loteo brujo entre grupos de presión. No hay orden, no hay sistema. Y es que no hay, realmente, visión de Estado.
En este escenario, me parece que de aprobarse el proyecto constitucional el mayor afectado será el propio gobierno. Ya no tendrán excusas para seguir improvisando, pero estarán conduciendo un Estado desmembrado, con rumbo desconocido. La generación que decía “que se acabe Chile” habrá cumplido su palabra.
¿Hay alguna alternativa? Darse cuenta de que un pegoteo de minorías no es una mayoría. Y tratar honestamente de pactar una Constitución y unas instituciones para las mayorías. Dejar de impugnar y comenzar a construir. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Presidente Ícaro 5 junio, 2022
Tiendo a confiar en Gabriel Boric. Es alguien que nunca ha fallado en transmitir honestidad. Posee un carisma deslumbrante. Y, pasado un punto, esta confianza que irradia se alimenta a sí misma: todos tendemos a proyectar en él las virtudes que nos gustaría que los gobernantes poseyeran.
El Presidente ilusiona, entonces. Pero esta capacidad es un arma de doble filo. Sirve para avanzar causas nobles, pero también para engañar. Y, en el poder, el límite entre ambas cosas tiende a disolverse. Perdidos en la desmesura, tal como nos advierten Heródoto y Tucídides, los poderosos piensan tener la capacidad de dictar la verdad al mundo. Hasta que chocan con él. La hybris es un préstamo con intereses impagables.
En este sentido, Joaquín Trujillo ha llamado varias veces la atención respecto de la trayectoria del lote político liderado por Boric, subrayando que han reventado todos los escalones que han pisado para llegar al poder. No han mejorado ninguno de los espacios conquistados -al revés-, y siempre han saltado al escalón siguiente alegando que para materializar sus buenas intenciones necesitan más poder. Como un Ícaro con plumas hechas de promesas pendientes o mal ejecutadas.
Y hoy parecen querer jugar esa carta nuevamente, pero a nivel nacional. El Presidente hace una cuenta pública que, básicamente, es un refundido de todo tipo de anhelos de diferentes grupos. Crecimiento, redistribución, trenes, seguridad, no más deudas, no más problemas. Ya que la lista de “derechos sociales” incrustada en la Constitución no encendió los ánimos, el carisma del Mandatario intenta hacer el truco. “Todo, todo esto puede ser suyo”, nos dice Boric. Y lo repite en cadena nacional. “Pero tienen que aprobar el proyecto constitucional para eso”, agrega el ministro Jackson, saliendo al cruce de caminos desde atrás de un árbol. 100% real no fake.
Esto parece un caso de manipulación, porque lo es. La nueva izquierda les dice a los chilenos que para poder hacer los cambios añorados necesitan una Constitución que les entregue un poder total y permanente. Que el precio de la ilusión es un régimen político a la medida del ilusionista, configurado bajo los mismos criterios que hicieron naufragar a la Convención en el partisanismo más abyecto. Que debemos renunciar a la libertad política para supuestamente lograr nuestros sueños.
¿Entiende el Presidente Boric la gravedad de lo que está haciendo? A veces pienso que no. La desmesura primero ciega a quienes luego destruye. Pero el escalón que él y su lote amenazan con reventar esta vez ya no es un pedazo de la institucionalidad republicana, sino la república entera. El daño que una Constitución disolvente, tribalista y partisana puede hacer a Chile durará generaciones. El capricho de un lote le puede costar al país su futuro entero.
Por lo mismo, creo que pararle los carros ahora a la nueva izquierda es ayudarla. Ellos mismos están perdidos, buscando el poder total en un bosque ideológico del que no saben cómo salir. ¿Cuándo se volvieron antioccidentales? ¿Cuándo se enamoraron de los privilegios tribales? ¿En qué momento la identidad reemplazó por completo a la clase en sus desvelos? ¿Cuándo comenzaron a odiar y despreciar la historia de Chile, imaginándola como una pura gran mentira? ¿Cuándo decidieron mirar para el lado cuando los muertos no les sirvieran, como en el caso de Segundo Catril? ¿Qué creen que pueden conseguir avanzando tan profundo en la noche, arrastrando a todo Chile lejos de la civilización y la razón?
Boric lidera una izquierda organizada por el fantasma de Pinochet. Son su reflejo invertido. Creen que acabando con la Constitución de 2005 -y con la organización histórica del país- se acaba el último rastro del general, cuando en realidad están impregnados de él hasta la médula. Los corroe un odio imitativo. En el clóset de Atria está Guzmán, en el de Jackson, Cuadra. ¿Quién habita el del Presidente?
Obligar a la nueva izquierda a seguir un camino reformista, pactar cambios constitucionales realmente transversales y mostrar resultados conquistados mediante el esfuerzo y el diálogo es salvarla de sí misma. Como cuando un padre le enseña al hijo a conseguir lo que quiere trabajando en vez de pataleando, el pueblo de Chile debe encaminar a sus representantes hacia las duras verdades de la adultez. Verdades como que la dignidad no es una flor silvestre interseccional que recolecten a voluntad poetas danzarines, sino trigo de pan, sembrado y cosechado con cariño, esfuerzo y paciencia. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Remedio a la arrogancia política 7 agosto 2022
as ideas tienen consecuencias en la realidad, porque nuestra vida no está mecánicamente determinada. El camino se bifurca una y otra vez, y optamos según la representación que nos hacemos del mundo. Por lo mismo disentimos y nos enfrentamos.
El juicio del ministro Giorgio Jackson respecto de la generación de izquierda previa no es una coincidencia ni un error. Es parte constitutiva de la ideología política de la izquierda joven que llegó a La Moneda. Por eso causa revuelo: recuerda la grieta que los separa de sus aliados circunstanciales. Devuelve a la memoria, entre otras cosas, que el Presidente Gabriel Boric construyó su base política desde una crítica brutal y sin concesiones al mundo de la antigua Concertación. Y que detrás de todos los bailes de máscaras y lágrimas de cocodrilo del presente, es muy probable que esa visión siga intacta, pues un cambio de discurso no implica un cambio de convicciones, aunque lo invite. ¿Qué, si no eso, explicaría la preferencia sistemática por el Partido Comunista sobre el Socialista dentro del gobierno?
Por lo demás, un cambio de convicciones exigiría un proceso de reflexión y discusión que no está teniendo lugar dentro del lote gobernante. La generación de Boric no tiene intelectuales pensando en estas cosas: la izquierda joven controla casi todo el campo académico en Humanidades y Ciencias Sociales, pero lo más que ofrecen es pandereteo virtual, matonaje a la disidencia y disquisiciones sobre táctica y propaganda. Por eso Noam Titelman queda chiflando en la loma cada vez que invita a un debate de fondo: nadie en su entorno parece creer que haya problemas ahí.
¿Quién lleva, entonces, la batuta? Irónicamente, los dos principales ideólogos de la nueva izquierda -Fernando Atria y Carlos Ruiz Encina- pertenecen, aunque repudian, a la generación censurada por Jackson. Basta leer Neoliberalismo con rostro humano (2013), de Atria, y Perfilar la nueva sociedad desde las luchas actuales (2001), de Ruiz, para entender lo que hay detrás de la postura del ministro: una dura condena política y moral contra quienes aparecen como cobardes, vendidos al “neoliberalismo” y enemigos de las fuerzas sociales. Y una sensación de superioridad impactante, que Víctor Orellana, sociólogo de Nodo XXI cercano a Ruiz, expuso -en referencia al plebiscito venidero- de manera clara: “La densidad espiritual, moral, cultural, intelectual y social del Apruebo es inalcanzable para el Rechazo”. Mejor dicho, que “nuestra escala de valores y principios…”, pero básicamente lo mismo.
Sin embargo, el “antineoliberalismo”, aunque se tenga en alto, pasa por un momento complicado. La conquista del gobierno ha dejado en evidencia que no es lo mismo amontonar minorías indignadas que articular una mayoría constructiva. No es tan fácil pasar de una articulación polémica a una política. La problemática, como se quejaba Allende, le gana otra vez a la “solucionática”. Y problemática es lo único que el populismo schmittiano oferta: la afirmación violenta de un “pueblo” contra un “no pueblo”.
La izquierda joven, entonces, parece carecer de un proyecto político real, aunque le sobre ambición mesiánica. Todo lo que ofrecen es antagonismo a una sociedad cansada de enfrentarse y consumida por el temor al crimen y la incertidumbre económica. Pero mientras Boric y compañía no renuncien al afán por refundar, nunca verán la dignidad de simplemente contribuir a mejorar lo heredado. Siempre les parecerá poco ayudar a los demás sin “despertarlos”.
Mientras tanto, el Partido Comunista -que sí tiene proyecto- juega su juego: utilizar a las vanguardias izquierdistas para liquidarlas cuando sea necesario. En las gravísimas denuncias de Sergio Micco por amenazas cuando presidía el INDH, en la persecución a Matías del Río -hasta con la presidenta del tribunal de ética gremial condenándolo sin proceso- y en el llamado a marcar casas de Karol Carola -que hiede a Cuba y Nicaragua- se insinúa la misma atrocidad política de siempre.
¿Alguna salida? El Rechazo. La izquierda joven necesita perder para madurar y reflexionar. La derrota es el mejor camino para obligarlos a replantearse como un proyecto reformista y democrático que responda lealmente a los anhelos de prosperidad y seguridad de las nuevas clases medias, en vez de a mesianismos de cátedra, activismos furiosos o designios envenenados del PC. Rescatar a Boric y sus amigos exige darles la oportunidad de reinventarse ellos mismos, en vez de seguir tratando de reinventar el mundo haciéndolo arder.
¿Cómo leer el proyecto constitucional? 1 junio, 2022
¿Cómo leer el proyecto constitucional? Un texto con 499 numerales marea a cualquiera. De entrada es poco democrático, pues no está diseñado para que un ciudadano cualquiera pueda navegarlo y comprenderlo con facilidad. Al revés, la pretensión de sus redactores fue ofrecerle a cada cual algo que suene de su interés, invitándolo a ni siquiera mirar el resto del texto. Una Constitución aprobada mediante dichas trampas es básicamente una estafa. Por lo mismo, yo invito a todo el mundo a darse el tiempo de leer el borrador. Y a que no le hagan caso a nadie que les diga que mejor no lo lean. A continuación, ofrezco la técnica de lectura que yo usé, por si alguien más la encuentra provechosa.
Lo primero que vale la pena hacer es distinguir entre las normas que hacen cosas y las que enuncian aspiraciones. Es decir, entre las que tienen un efecto directo en la realidad y las que no. Si imprime el texto puede ir tachando todas las promesas y dejar las puras realidades. O bien, en formato virtual, simplemente borrar las primeras o cortarlas y pegarlas aparte. Por ejemplo, las normas que establecen la paridad hombre-mujer en instancias de representación o los cupos reservados para “naciones y pueblos originarios” constituyen realidades. Son mandatos específicos que deberán ser cumplidos. En cambio, toda promesa de propender a integrar a tal o cual otro grupo es una aspiración: una especie de consejo para los agentes políticos regidos por la Constitución, pero que no obliga a nadie a nada en particular. Todo el listado de “derechos sociales” es parte de esta lista de promesas.
Una vez que nos quedamos con la lista de normas con efecto directo en el mundo, podemos usarla para responder distintas preguntas. Lo primero puede ser un test de privilegios: ¿Quiénes son ciudadanos de Chile según el proyecto? ¿Son todos iguales ante la ley? ¿Vale más el voto de algunos que el de otros? ¿Hay derechos grupales específicos y excluyentes? Si el proyecto asigna mayor valor al votante que pertenece a tal o cual grupo, o bien fija derechos corporativos sólo para un sector de la ciudadanía, estamos frente a una Constitución deficientemente democrática, pues la igualdad ante la ley es un principio básico de toda democracia moderna. Todo ciudadano debería gozar de los mismos derechos ante la ley.
El siguiente ejercicio es separar las normas que configuran el sistema político y ver cómo funciona. Un sistema político organiza el flujo de poder en una sociedad. El equilibrio que buscan las democracias es muy delicado: el poder debe concentrarse lo suficiente en algún punto para que se tomen y ejecuten decisiones, pero debe permanecer, al mismo tiempo, efectivamente revocable. Una democracia fracasa si es tan enredada y tortuosa que se paraliza, haciendo imposible para cualquiera tomar decisiones eficaces. Pero también fracasa si quien llega al poder es capaz de, mediante los mecanismos establecidos, de patear la escalera y no soltarlo más. Algunos regímenes latinoamericanos, como el venezolano o el nicaragüense, logran combinar magistralmente ambos tipos de fracasos, convirtiendo al gobierno en una mafia armada entre muchas otras, cuya única capacidad es reproducirse en tanto mafia dominante mediante la violencia y la extorsión.
¿Cuáles son, entonces, los caminos que el proyecto constitucional deja abiertos para patear la escalera a quien llegue al poder? ¿Se logra una independencia creíble de las instituciones cuya función es operar según lógicas distintas? ¿Puede el gobierno de turno intervenir el poder judicial? ¿Puede censurar y perseguir a sus opositores políticos? ¿Se blinda la independencia del Banco Central, de tal forma que el gobierno de turno no pueda reventar la moneda nacional? ¿Se entrega suficiente independencia a las Fuerzas Armadas y de orden como para que no puedan ser convertidas en la policía política del gobierno?
Por otro lado, ¿qué tanto distribuye poder el texto y qué tanto lo debilita? Siempre hay que recordar que son cosas distintas. Es muy distinto organizar una máquina de poder que funcione, y que opere incorporando muchas partes, que desbaratar el poder en muchos pequeños coágulos inconexos, que eventualmente harán imposible tomar decisiones. Lo que se vende como “regionalismo” es no pocas veces una repartija que achica la torta que reparte y nada más, generando poderes locales piñuflas (dirigidos por los eternos tiranos cola de ratón) y un centro impotente.
Finamente, es muy importante preguntarse por la organización económica contenida en la Constitución: ¿Qué incentivos deja el texto a la iniciativa privada? ¿Cómo afecta para bien o para mal el crecimiento y la distribución de la riqueza? Aquí, al igual que con el poder, es fácil irse o bien al extremo del crecimiento sin distribución o a una pretensión de redistribución que vuelve microscópica la torta. Una pregunta económica-política clave es en qué medida dependerá cada Estado del gobierno de turno para su sustento diario. Si es mucho, la captura del voto mediante la extorsión económica es un peligro a considerar.
Terminados estos tres ejercicios ya tendrá casi todo el trabajo de interpretación constitucional hecho. Lo que quedaría es tomar la lista de promesas o aspiraciones que dejamos aparte y preguntarnos si el orden político generado propende o no a hacer posible que esas promesas se cumplan. Un Estado mal organizado, autoritario y económicamente caótico será incapaz de financiar las cosas que prometa la Constitución, por lindas que suenen. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Algunos más iguales que otros 29 mayo, 2022
Hubo una época en que la minuta de la nueva izquierda, repetida en matinales y columnas, era que cuando todos leyéramos el proyecto constitucional final, el Apruebo recuperaría el terreno perdido. Pero ahora que el borrador está listo, cambiaron de consigna: “Aprobar para reformar” (aunque en paralelo promueven quórums de dos tercios hasta 2026 para poder hacer cualquier reforma). ¿Por qué cambiaron la cantinela? Porque cualquier lectura reflexiva del texto final revela que todas las taras y vicios intelectuales y morales de los convencionales -tan condenados por las mayorías- fueron traspasadas íntegramente al documento. Luego, los mismos que nos decían ayer que leyéramos, hoy nos dicen que mejor no.
Exploremos un ejemplo. Un fundamento clave de todo orden democrático es la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Un régimen que crea distinciones odiosas entre ellos, fijando privilegios injustos para grupos determinados, no es propiamente democrático. La izquierda identitaria, que adquirió un peso desmedido dentro de la Convención gracias a las listas de independientes y los cupos reservados, siempre ha reñido con este principio. Esto, porque su ideal es la igualdad corporativa entre todas las identidades grupales, y no la igualdad entre todos los ciudadanos. Luego, no ven un problema, sino lo contrario, en asignar privilegios a ciertos grupos de la población en desmedro de otros, con el supuesto objetivo de lograr una nivelación política entre dichos grupos, aun a costa de crear desigualdades injustas entre los individuos que los componen. Invito al lector a leer lo que sigue con el borrador de la Convención a mano.
En el proyecto constitucional hay dos frentes identitarios mal resueltos. Uno es la tensión evidente entre sus aspiraciones paritarias para las mujeres en relación a los hombres (numerales 1, 3, 385) y la pretensión declarada de incluir mediante acciones afirmativas a las “diversidades y disidencias sexogenéricas” (1, 2, 3, 105, 249, 254). No es claro si el régimen paritario estará anclado en el sexo o en el género. Ni tampoco cómo se montarán las acciones afirmativas para grupos “no binarios” sobre la paridad binaria establecida. El proyecto, así, establece ventajas especiales para las mujeres, pero no definen “mujer”. ¿Son mujeres las personas de sexo femenino o las de identidad femenina? ¿Y, de ser lo segundo, qué pasa con las demás identidades?
El segundo frente identitario mal resuelto, y por lejos el más problemático, es el indígena. No es exagerado decir que los chilenos no adscritos a una etnia pasan a ser ciudadanos de segunda categoría bajo el régimen propuesto. A los miembros de 11 “naciones o pueblos” (más los que “renazcan” después con la ayuda interesada de algunos antropólogos) se les garantiza un régimen institucional paralelo al de todos los chilenos (6, 113, 117, 127, 190, 192, 242, 279, 288, 292, 312, 340, 353, 463, 489, 499). Tendrán su propio gobierno, territorio, leyes, procedimientos judiciales, símbolos nacionales, lengua oficial, escuelas, seña étnica en documento oficial de identidad, procedimientos médicos y medios de comunicación. La tutela estatal sobre todos estos ámbitos es limitada, pero su financiamiento vendrá de los impuestos de todos los chilenos. Junto con estos privilegios, cuyo acceso probablemente estará mediado por las oligarquías étnicas hoy establecidas (aunque el numeral 69 dice que cualquiera que se “autoidentifique” como indígena puede postular a ser reconocido como tal, y aprovecha de meter por la ventana al “pueblo tribal afrodescendiente”), los indígenas podrán participar, “si quieren”, de la vida del Estado chileno (que está obligado a incorporarlos a todo nivel dentro de su estructura institucional, como señala el numeral 6 y los escaños reservados en 67, 68 y 69).
El chileno que no pertenece a ninguna etnia deberá financiar con sus impuestos todos estos privilegios indígenas, sin poder acceder a ninguno de ellos. Estará sujeto a un solo régimen institucional, en vez de poder elegir el que le convenga según la ocasión. Y no participará de ninguna entidad con “derechos colectivos” especiales. Todo lo cual está en directa contradicción con lo establecido en los numerales 101, 102 y 104, que declaran la igualdad de derechos y dignidad para todas las personas. Tal como en La granja de los animales de Orwell, el proyecto constitucional establece, en suma, que todos somos iguales, pero algunos -según la raza- son más iguales que otros. (La Tercera)
Rey de reyes 24 diciembre 2021
Hoy es Navidad. Conmemoramos el nacimiento de Jesús el Cristo. La fecha para ello fue elegida en el hemisferio norte, razón por la cual coincide -más o menos- con su solsticio de invierno. Es el día en que el sol les gana terreno a las tinieblas. Así, una fecha en que se adoraba al globo solar fue convertida -bajo Constantino- en la celebración de la venida al mundo del salvador de la humanidad.
No sabemos con total precisión cuándo nació Cristo, porque fue un hecho irrelevante para los poderes terrenales. Al igual, por cierto, que casi toda su existencia. La máquina imperial mantenía el orden en las provincias turbulentas a punta de látigos, clavos y cruces, y Jesús de Nazaret no fue ni el primer ni el último predicador asesinado por revolver levemente el gallinero.
El hijo de Dios pasó por esta tierra sin ostentar fuerza ni riquezas. Las tentaciones satánicas del desierto no lo conmovieron. No desafió política ni militarmente al imperio. No convocó ni a los más inteligentes ni a los más valientes. Compartió mesa con prostitutas y cobradores de impuestos. Y hasta su catálogo de milagros es bastante pobre. Tal como destacaban después los romanos que seguían a Apolonio de Tiana, se habían visto portentos mayores que reparar unos cuantos ciegos, leprosos y muertos. Ni hablar de convertir agua en vino para que siguiera la fiesta o multiplicar pan y pescados para mantener una reunión andando. Jesús fue todo lo que el mesías nacido de la línea del Rey David no debía, en teoría, ser.
A través de estos actos Cristo fue señalando los materiales de su Reino. Y esos materiales resultaron ser todos humildes. El conjunto de piedras descartadas por los constructores de imperios: amor, amistad, compasión, servicio y caridad. No hay mensaje más terrorífico, en realidad, que este: todo nuestro orgullo, opulencia, vanidad y jactancia valen exactamente nada a los ojos de Dios. Seremos juzgados exclusivamente por nuestra capacidad de amar al Creador y al prójimo. Y amar, como dice la canción, es entregarse.
La humanidad ha intentado escapar de dicha revelación de muy variadas formas. La última es la idea de la soberanía individual. Izquierdas y derechas podrán pelear a muerte por la organización del Estado, pero en esto están de acuerdo: cada sujeto debe reinar en su metro cuadrado con voluntad soberana. El tema es cómo maximizar y asegurar ese reinado para cada cual. El individuo es el nuevo faraón egipcio, Rey de Babilonia y Emperador de Roma. Un, como decía Tomás Moulián, consumidor consumido (por su deseo de consumir). Alguien incapaz de entregar.
Este año la Navidad llega a Chile en medio de un ambiente enrarecido por la odiosidad política. El horizonte de reformas sociales genera esperanzas y miedos. Pero sin una disposición penitente, amorosa y servicial, nada traerá paz ni justicia a nuestro país. Por lo mismo, esta es una buena fecha para recordar y rezar por los adversarios que uno ama o ha amado. Alejandro Zambra, en un bello texto, destacó hace poco el doloroso valor de las familias políticamente diversas. Y esa verdad vale también para las amistades: en todas ellas resplandece el Reino de Cristo y su triunfo sobre cada uno de los poderes de este mundo.
Ya no basta con votar 20 noviembre 2021
La costumbre cristiana de orar en misa por las autoridades de este mundo se remonta al pasado distante de la fe. Fueron profetas judíos los que pidieron rezar por Babilonia y cumplir sus leyes, aceptando la servidumbre impuesta como castigo por sus pecados. Y fueron los representantes de ese mismo pueblo quienes acordaron con las autoridades romanas hacer ofrendas a YHWH por el bien del César, en vez de adorarlo.
Esta petición, entonces, no es un signo de sumisión total de la Iglesia a los poderes temporales. Marca una distancia y señala los límites de su autoridad. Sólo Dios es Rey, y todo poder en este mundo es otorgado por Él en custodia. Los custodios prestan un servicio y deberán responder por sus actos.
¿Cual es este servicio? Consolidar un orden que celebre lo más que se pueda la creación, y que facilite el tránsito pacífico por este mundo de la comunidad de salvación cristiana. Con este fin se busca la paz temporal, que se construye y resguarda con los medios toscos y defectuosos que tenemos a mano. Vivimos en un universo dañado, aunque no destruido, por el pecado original: todo aquí existe en la medida de lo posible y luego perece. Con materiales degradados podemos fabricarnos refugios, no palacios.
Si olvidamos estos hechos, caemos fácilmente en la adoración del poder temporal. En tratarlo como si fuera el teatro definitivo de la realización humana, en vez de un arreglo precario y provisional. De ahí vienen las dos formas desordenadas de la pasión política: el fanatismo ideológico -la pretensión de soluciones finales en un mundo que sólo sustenta acomodos enclenques y cambiantes- y el deseo de dominación.
Los voluntarismos políticos, individuales (progresismo liberal) o colectivos (progresismo socialista), están viciados por este olvido. Pero también aquellos conservadurismos que idealizan el statu quo o añoran pasados imaginarios. Todos ignoran en alguna medida a Dios, pues idolatran cosas caídas. Y suelen, por lo mismo, terminar persiguiendo al pueblo de Dios, que les recuerda su farsa.
Mañana domingo terminará la primera etapa de las elecciones más sucias, odiosas y vacías desde el retorno a la democracia. Una élite política polarizada, mezclada con chantas (como Karina Oliva, entre otros candidatos piramidales), demagogos y faranduleros varios, buscará los votos de un país cansado. Pero no sólo estarán abiertas las urnas, sino también las iglesias, y lo ideal sería asistir a ambas.
El templo, de hecho, es más importante: ahí no tenemos que elegir entre lo malo y lo peor, sino simplemente ponernos en presencia del Señor y pedirle lo que dudosamente merecemos. Perdón por nuestros pecados y misericordia por el mundo. Humildad para nosotros y nuestros representantes. Paz en la tierra. Y gobernantes custodios que no olviden ni la existencia del pecado original ni su perdón por intermediación de Cristo.
Todo el mundo está invitado a la Iglesia. Incluso quien no crea en Dios puede ir con esperanza incierta o a pedir fe. Y si les da vergüenza, baste recordar que no nos sonrojamos al ir a votar, a pesar de que las opciones reflejen y adulen con brutal transparencia nuestros vicios compartidos, que son los que tienen a Chile en las cuerdas.
Crisis de simplificación 23 marzo, 2016
El poder político es antes que todo, legitimidad. Y la legitimidad siempre tiene que ver con la representación de algo, que suele ser aquello que es considerado sagrado y consignado de tal manera en los mitos fundacionales de cada grupo humano. Esto opera, por supuesto, en distintos niveles. Hay mitos nacionales, mitos locales y hasta mitos organizacionales. También hay un amplio margen de variación en la interpretación de los mismos mitos y en la comprensión de lo sagrado. Pero lo que siempre es cierto es que quien se encuentra en una posición de autoridad se legitima en la medida en que logra remitir su poder a las fuentes sagradas del orden.
Las sociedades donde el poder se encuentra más equilibrado suelen contar con diversas fuentes de legitimidad. Esto permite dispersar el poder y ampliar la competencia por él, además de generar el pluralismo necesario para la existencia del debate y los espacios públicos. En cambio,en aquellos lugares donde se supone que el poder solo puede emanar de una fuente (dios, la voluntad popular, la ciencia, el Partido o lo que sea), éste tiende a concentrarse. Y el poder muy concentrado suele manifestarse de formas bastante parecidas, independiente de la fuente de legitimación a la que apele.
La dispersion del poder también tiene que ver con la diferenciación funcional: en contextos donde el sistema económico se ha diferenciado del sistema político, y éste, a su vez, se ha diferenciado del sistema religioso, resulta más difícil saltar de un código a otro. Toda esta diferenciación y pluralismo, sumada además a la consolidación de esferas de opinión y comunicación públicas, hacen más difícil reunir y ejercer la autoridad, al tiempo que hacen más fácil perderla.
Las crisis de legitimidad (o de confianza) pueden nacer de un cortocircuito entre quien pretende representar algo y aquello que pretende ser representado. En otros casos pueden venir de una devaluación de la sacralidad de aquello representado, producto de cambios culturales de origen diverso. Y finalmente, puede provenir también de una crisis de diferenciación, generalmente vinculada a escándalos de corrupción.
La crisis de legitimidad que se vive en Chile hoy en día incluye estas tres dimensiones. Rechazamos a nuestros políticos y a nuestros empresarios porque no parecen capaces de procesar los problemas puestos en sus manos. Algunas fuentes alternativas de autoridad han ido perdiendo terreno (como la Iglesia Católica o el conocimiento técnico) y, finalmente, da la impresión de que hay muchas relaciones impropias entre el sistema político y el económico.
Esta es la situación ideal para los simplificadores: aquellos que nos prometen explicar y arreglar todo de un plumazo. Sin embargo, la crisis que vivimos nos amenaza no porque el poder haya llegado a ser muy complejo, sino excesivamente simple: no está a la altura de la complejidad de sus desafíos. Vivimos, entonces, una crisis de simplificación. Y la pregunta es si queremos enfrentarla mediante reformas reflexivas o mediante hechizos rápidos ofrecidos por chamanes dudosos. (La Tercera-La Nación)
Atria y el absolutismo 31 marzo, 2016
Rudolph Rocker, un anarquista alemán, fue uno de los primeros y más lúcidos críticos de la herencia absolutista de algunas corrientes socialistas. En su librito La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo, escribió que “es un hecho significativo que los representantes del socialismo autoritario, en la lucha contra el liberalismo, tomaron a menudo prestadas sus armas del arsenal absolutista, sin que este fenómeno haya sido advertido por la mayoría de ellos”. Dentro de ese arsenal se encuentran las doctrinas jacobinas y el historicismo hegeliano. En este movimiento se encontraría, dice Rocker, la explicación a la deriva totalitaria del socialismo durante el siglo XX.
El sociólogo Robert Nisbet, en tanto, explica extensamente el tránsito entre absolutismo y socialismo totalitario en su libro La formación del pensamiento sociológico. Es a partir de las ideas de Jean Jacques Rousseau y su ataque a la sociedad civil bajo la creencia de que era necesario que no hubiera “sociedades parciales en el Estado” para que la “voluntad general” pudiera ser plenamente soberana, que los jacobinos terminaron por abolir, con la famosa loi de Chapelier, no solo los gremios sino “cualquier forma análoga de asociación (…) las sociedades de beneficencia y las asociaciones de ayuda mutua fueron declaradas ilegales o al menos sospechosas”.
Y es exactamente un ataque “rousseauniano” o “jacobino”, como lo han tildado derechamente algunos, al ámbito privado y a las organizaciones intermedias el que parece animar al profesor Fernando Atria en sus escritos. De hecho, el “régimen de lo público” que promueve es básicamente un mecanismo para “purificar” de intereses particulares a los cuerpos intermedios, sometiéndolos a un régimen de exigencias fundado en los mismos principios que deben observar las instituciones estatales: neutralidad y universalidad. Esto, por supuesto, es muy parecido a anular la capacidad de las organizaciones de la sociedad civil para traducir institucionalmente sus puntos de vista, aunque Atria, frente a dicha crítica, alega que no se ve afectada la libertad de las instituciones para adscribir a un determinado ideario solo por el hecho de no poder traducirlo institucionalmente. Así, afirma, por ejemplo, que una Universidad Católica podría seguir considerándose católica a pesar de verse obligada por el Estado a admitir en su interior enseñanzas y prácticas contrarias a su credo.
La razón por la cual Atria parece no considerar problemático someter a las organizaciones intermedias a un régimen similar al del Estado es que parece creer que lo público y el régimen institucional del Estado son equivalentes. Es decir, que la forma institucional del Estado es el estándar para evaluar el “sentido público” de una institución. Así, todo aquello en lo que dicha institución difiera respecto a las instituciones del Estado no sería más que el reflejo de intereses privados, que deben ser expulsados del espacio público.
Sin embargo, la concepción de lo público implícita en esta perspectiva es fuertemente discutible. Atria parece pensar que lo público es básicamente aquello que se rige por normas similares a las del aparato público. Sin embargo, siguiendo a autores como Arendt o Habermas, parecería más razonable entender lo público como un espacio común creado por la interacción humana para darles forma a sus vínculos. Este espacio está abierto a múltiples perspectivas y, por tanto, sujeto a constantes disputas respecto a su forma. Y esa apertura equitativa a múltiples perspectivas es lo que normalmente denominaríamos “pluralismo”.
Esta idea básica de pluralismo, referida específicamente a la universidad, es la expresada por Juan Manuel Garrido, Hugo Herrera y Manfred Svensson en su libroLa excepción universitaria. Ahí, los autores señalan que la publicidad de una institución de educación superior “es compatible con diversas concepciones del bien”, en la medida en que dichas concepciones sean “lo suficientemente razonables como para poder presentarse de buena fe al escrutinio y la deliberación públicos”.El pluralismo, básicamente, implica una exigencia institucional de “tratar como valor” la diversidad de creencias y vivencias diferentes a la propia, y, por tanto, la diversidad de instituciones surgidas al alero de esas creencias y vivencias, en la medida en que no atenten contra la dignidad humana.
Es la diversidad de tendencias existente en instituciones universitarias estatales y privadas lo que contribuye a la existencia del pluralismo y, por tanto, a la configuración de lo público. El pluralismo en la sociedad “estará garantizado y protegido precisamente por la existencia de perspectivas rivales que alcanzan a tener una expresión institucional, y que desde esa expresión institucional despliegan su identidad exponiéndose a su vez a la crítica”.
Al permitir que una visión de mundo adquiera expresión universitaria y tenga libertad para desarrollar su proyecto de un modo que afecta la contratación, las áreas de investigación y otras características de la universidad, “saltan a la vista de modo más llamativo las consecuencias de distintas concepciones de la realidad”.Esto ampliaría la libertad de las personas, ya que pone a su disposición alternativas consistentemente pensadas, siendo solo en tal contexto que podemos aprender efectivamente del otro. Tal idea es defendida en extenso por Manfred Svensson en el artículo «Universidades confesionales y pluralismo«.
Una sociedad pluralista, concluyen los autores, no solo es una sociedad que transforma algunas de sus instituciones en pluralistas, sino una “en que también pueden convivir instituciones y tradiciones efectivamente distintas”, en la que el pluralismo no consiste en “forzar a todas las instituciones a cierta diversidad interna que las convierta en semejantes entre sí”. Es de la existencia institucionalizada de una diversidad de tradiciones de saber, en suma, que lo público se nutre. Y cada universidad cumpliría su “rol público” en la medida en que se organizara de modo de hacer avanzar su tradición y ponerla a dialogar en el espacio común con otras tradiciones.
El pluralismo en que se sostiene lo público, entonces, es una forma de igualdad que supone que todas las opciones de vida legítimas sean tratadas con igual respeto. Esto, a su vez, supone que existan formas de vida que puedan desarrollarse a partir de una concepción absoluta de los valores, sin por ello negar la existencia de otras formas de vida legítimas. La pregunta es si la visión del Estado coincide con la visión de lo “público”. En otras palabras, si el “régimen de lo público” es lo mismo que el “régimen del Estado”.
El Estado, en una sociedad pluralista, está al servicio de ese pluralismo. Esto significa, primero, que debe actuar persiguiendo la neutralidad y la universalidad en sus prestaciones. Todos los ciudadanos son iguales frente a la ley y, por tanto, deben ser tratados de la misma forma por el Estado. Lo segundo es que, en una sociedad pluralista, el Estado está obligado a “no imponer a las sociedades intermedias la neutralidad que otros le exigen a él en otras materias”. Esto significa que debe tolerar la existencia de una pluralidad de “comunidades de convicción y de ideas”, con “programas determinados, que pueden ser libremente abrazados por sus miembros”, y que velan por su propia identidad, lo que “puede implicar exclusiones”.
Podemos ver con claridad que el “régimen del Estado” en un orden pluralista y el “régimen de lo público” no son lo mismo. El espacio público surge al margen del Estado, desde la sociedad civil, como un espacio de encuentro de miradas, identidades y tradiciones distintas. El régimen del Estado lo que hace es tolerar esa pluralidad de miradas en los márgenes de lo razonable y tratarlas como igualmente valiosas.
Así, desde este punto de vista, puede afirmarse que Fernando Atria construye su argumento sobre la base de una confusión entre Estado y sociedad civil, que es una confusión entre el régimen del Estado y el régimen de lo público. Por esta razón termina exigiendo a las instituciones de la sociedad civil operar según la misma lógica en que el Estado pluralista está obligado a actuar respecto a la sociedad civil. El efecto de esta idea, de llevarse adelante, sería tender a neutralizar y homogeneizar todas las formas de vida existentes, ya que la diversidad institucional que sustenta esas formas de vida se vería anulada, generando un solo orden legítimo y acabando con la diversidad de miradas que constituyen lo público. En otras palabras, el “régimen de lo público” propuesto por Atria no es otra cosa que el debilitamiento de lo público por el Estado.
El origen de este malentendido en el ámbito de la educación en general, y de la educación universitaria en particular, viene dado, como explican Brunner y Peña, por la historia reciente de los Estados nacionales. Si bien las universidades son previas a los Estados nacionales modernos y nacieron como “instituciones públicas, aunque arraigadas en esa esfera que la literatura del XVIII comienza a llamar sociedad civil”, durante el siglo XIX fueron creadas instituciones estatales (“universidades modernas”) bajo la creencia de que “existiría una identificación plena de intereses entre el Estado y la nación y entre esta y la ciudadanía democrática”.
Sin embargo, esta pretensión de identidad se fue debilitando a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX –luego de la experiencia de los totalitarismos– y ha entrado en abierta crisis durante el siglo XXI. Hoy nadie piensa seriamente que exista perfecta identidad entre Estado, nación y ciudadanía, y esa es exactamente la razón por la que las “luchas por el reconocimiento” (nacional, identitario, institucional, etcétera) se han tomado la agenda pública durante los últimos 30 años.
En efecto, tal como explica Manfred Svensson en Una disposición pasajera, Occidente parece haberse movido desde una visión en la cual la tolerancia pluralista era entendida como una etapa transicional hacia una síntesis universal (que el Estado era capaz de producir), a comprender que, más que una forma transicional, es una manera de convivir razonablemente con otros seres humanos. Y es esta segunda idea de la tolerancia pluralista la que parece ahora ser despreciada por muchos nostálgicos de las ideologías de la “síntesis universal”.
El régimen de lo público, en conclusión, parece ser un régimen de convivencia plural entre distintas organizaciones sociales con fines legítimos diversos e inspiradas por visiones distintas –y, a veces, contrapuestas– respecto a cuestiones diferentes. Esta pluralidad es asegurada por el Estado en la medida en que tolera, trata y valora a estas instituciones en un pie de igualdad y de neutralidad. El régimen del Estado pluralista, por tanto, es complementario al régimen de lo público, pero en ningún caso son lo mismo.
Esto es lo que Atria parece negarse a aceptar y es por ello que ataca con furia la idea de que la Universidad Católica se niegue a practicar abortos en sus dependencias médicas, a pesar de que los católicos piensan que tal acto es un asesinato. Quienes se consideran a sí mismos de izquierda, en todo caso, deberían pensar seriamente respecto a seguir al profesor de derecho en este ataque: si los socialistas están en posición de aprender alguna lección sobre el siglo XX es aquella respecto a los costos que puede tener para la vida de millones de seres humanos la clausura del espacio público y la desarticulación de la sociedad civil en manos de los regímenes que pretendieron volver total al Estado. Basta leer Vida y destino de Vasili Grossman o echarle una mirada a La vida de los otros.
Y el mismo profesor Atria, cuya intención obviamente no es repetir esos horrores, haría bien en mirarse en el espejo de las decenas de intelectuales brillantes como él que terminaron, mediante ideas similares, justificando las pesadas maquinarias burocráticas dedicadas a moler carne humana a lo largo de todo el siglo recién pasado. (El Mostrador)
Pablo Ortúzar
El reality de Andrónico y Gaspar 27 abril, 2016
Un diputado de la República atribuyó el desborde del río Mapocho al hombre más rico de Chile y lo llamó “hijo de puta”. El hombre más rico de Chile subió a YouTube un video respondiendo al diputado de la República de manera abierta y directa, intentando mostrarse como un chileno más. El diputado de la República dijo que no se arrepentía y que se felicitaba por lograr que el hombre más rico de Chile le pidiera perdón al país. El hombre más rico de Chile no descartó subir nuevos videos.
Todo esto será objeto de infinito cahuín. Todo esto tiene un aire de reality. Y todo esto nos entrega pistas para tratar de entender el tipo de problemas y conflictos que este nuevo siglo nos tiene preparados.
Al respecto, quisiera ofrecer tres ideas formuladas de manera breve (para no abusar del formato de columna).
LA REBELIÓN DE LAS ÉLITES
Christopher Lasch publicó hace años un libro llamado La rebelión de las élites, donde denunciaba que la retórica meritocrática asumida por las élites occidentales era en realidad una estratagema para liberarse de responsabilidades sin renunciar a los beneficios de su condición.
Andrónico Luksic apeló a ella al mostrarse como un hombre de trabajo más, que –aunque poderoso– es igual a todos los chilenos. Esta idea causó mucha impresión popular, hizo ruido. Y es que emerge rápidamente la pregunta acerca de en qué vendría un chileno común y corriente siendo igual a Luksic, aparte de ser los dos humanos.
La primera respuesta es, por supuesto, ¡chilenos! Pero eso no significa mucho a estas alturas. Una de las características de las élites del siglo XXI es su desanclaje cada vez más radical respecto a los contextos locales. El capital se volvió global y, junto con él, sus principales dueños.
Si algo nos mostraron los Panama Papers es precisamente eso: los estados nacionales son, dejando a un lado su función de protección de la propiedad privada, cada vez más una especie de servicio para pobres financiado en buena medida por ellos mismos.
Hoy ser pobre es estar atado al país de origen y ser expulsado de vuelta por los estados si se intenta seguir a la riqueza, y a los ricos, en sus fluctuaciones migratorias. Y ser ciudadano pobre de un país pobre o en guerra es como haber nacido en una cárcel.
Andrónico, en cambio, es casi un ciudadano del mundo. Y no solo él: baste como ejemplo mencionar que son muchos los izquierdistas progres de clase media doctorándose en el extranjero que claman al cielo por tener que volver al “eriazo remoto y presuntuoso” que financió sus doctorados, en vez de seguir disfrutando las bondades del primer mundo y vivir esa aspiracional ciudadanía global.
La rebelión de las élites ha sido un éxito global que ha terminado en un gran problema local: ¿cómo legitimar el poder en un contexto como este? Sin duda, apelar al mito meritocrático, siendo parte de la élite global, no es el mejor camino para empezar.La nación, que antaño constituyó ese destino común al que las élites todavía podían acudir en búsqueda de legitimidad, es hoy una referencia borrosa. El país es entendido por muchos como una plataforma de servicios básicos a la que solo se está atado si no se tiene el dinero suficiente para mirar otras opciones. Y si esa plataforma resulta razonable, debe defenderse de quienes vengan de otros países a beneficiarse de ella.
DE MARTÍN RIVAS A GASPAR RIVAS
Martín Rivas encarnaba el ideal de la virtud republicana. Gaspar Rivas, en tanto, es algo así como su gemelo monstruoso, su reflejo distorsionado. Si el primero apelaba a la decencia y a la justicia de las formas, el segundo desprecia la decencia y cree en una justicia por fuera de las formas. Nuestro diputado, así, representa la decadencia del ideal republicano y la búsqueda de fuentes de legitimación en lugares antes considerados indignos.
El escándalo es una de esas fuentes.
Desde sus orígenes la humanidad se ha aglutinado en torno a chivos expiatorios para liberarse de problemas colectivos. El extraño, el extranjero, el “otro” suele ser la víctima elegida para calmar la sed de sangre de los dioses de la ciudad.
No es raro, entonces, que el pueblo de las naciones abandonadas por sus élites gire la cabeza hacia encantadores de serpientes que les prometen recuperar la grandeza perdida y sacrificar a los culpables de su pérdida. Es la lógica de todos los movimientos de ultraderecha en Europa, que en cada elección aumentan más sus votos, y es también la de Trump: expulsar mexicanos y musulmanes para lograr hacer a “América” great again.
En Chile tuvimos un atisbo de esto con Parisi, Claude y Roxana Miranda. Y Rivas, Gaspar, es exactamente lo mismo, tenga o no éxito en convocar la simpatía del pueblo con sus maromas. Elegir a un enemigo impopular y culparlo de lo que sea. Golpear, victimizarse, golpear de nuevo. Utilizar la lógica de la farándula e inundar con ella la arena de la política.
Rivas sabía perfectamente el efecto de su conflicto con Luksic y sigue tratando de hacerlo encajar en una dinámica de David y Goliat, vendiendo el humo de ser un humilde justiciero por usar su fuero parlamentario para gritar improperios.
Los pueblos abandonados a su suerte muchas veces terminan buscando revivir las brasas del mito nacional con caudillos de pacotilla que les ofrecen un enemigo, una víctima, cuyo sacrificio supuestamente les devolverá el bienestar y el sentido.
Estos caudillos utilizan la misma lógica de los medios de masas, cuya función era mantener a esos pueblos hurgando infinitamente en la nimiedad: la lógica de la farándula, del espectáculo. Y al sumar a este esquema a las redes sociales tenemos como resultado un mar infinito de dimes y diretes, humo, chaya y golpes de payaso. Pero también, a veces, golpes de verdad.
WINTER IS COMING
Las élites compraron cara su independencia respecto a sus países de origen y su alejamiento de los deberes republicanos. Congresos y gobiernos deslegitimados y llenos de mediocridad intentan darles cauce a procedimientos en los que cada vez menos personas creen.
Oportunistas que prometen pasar la escoba ofrecen distintos chivos expiatorios al pueblo, montando verdaderos reality shows en ámbitos que hasta ayer se consideraban respetables. Algunos piensan que basta con cambiar, como sea, la Constitución para que el fuego de la legitimidad se encienda de nuevo. Uno que otro cabildo, quizás. Algo de retórica ciudadana. Pero el eco de estas medidas retumba fuerte en la caverna del poder.
De vez en cuando algún populista se hace del gobierno premunido de una retórica incendiaria y un ego y una billetera ávida de pactar con las élites y convertirse en su capataz. Otras veces las enfrenta y estas se van a países más desarrollados, abandonando al país al autogobierno de la precariedad. Así, no se ven salidas razonables al problema.
Hoy debemos preguntarnos seriamente si es posible reconstituir nuestro Estado nacional, y los costos que ello supondría, o bien si hay que comenzar a pensar en función de un poder de escala planetaria, donde el nomadismo sería la regla, y en nuestro rol y nuestra apuesta de inserción en ese contexto.
Una de las grandes incógnitas para poder contestar esta pregunta es si nuestras élites se irán o se quedarán en el país.
Es decir, si los Luksic de este mundo se la jugarán por reconstruir lo público como espacio de sentido y encuentro de lo diverso, o bien si, en cambio, se dedicarán a fluir junto al capital, dejando las instituciones centrales de lo que fue antes una República en manos de los Gaspares Rivas que ofrezcan el mejor espectáculo y viendo cómo, en vez de integrarnos a la globalización, chocamos frontalmente con ella. (El Mostrador)
Pablo Ortúzar
¿Es el Papa o el cristianismo? 11 agosto, 2022
Axel Kaiser inició una perorata contra los jesuitas que luego derivó en crítica vitriólica contra el Papa Francisco. Los acusa de populistas, anticapitalistas y santificadores de la pobreza. El obispo de Concepción, Fernando Chomali, le responde apuntando, con razón, que Kaiser usa frases descontextualizadas para respaldar sus afirmaciones.
Sin embargo, Chomali no menciona, quizás por caridad con su interlocutor, algo más importante: que la tradición cristiana efectivamente exalta al pueblo de Cristo, condena el amor por las riquezas (así como por el poder) y santifica la pobreza; solo que Kaiser, al no conocer ni esforzarse por entender lo que critica, ve —tal como aquellos que afirman que “Jesús fue el primer comunista”— una ideología de izquierda en donde no la hay.
La tradición cristiana afirma que todos somos hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza y dotados de un alma inmortal, y que —por lo mismo— cada vida humana es sagrada. También afirma que el ser humano es un animal social y dependiente, que a través de asociaciones logra realizar su potencial y buscar la salvación. El dinero y el poder —cuya asignación es gobernada por la providencia divina— son, en tal contexto, bienes secundarios, cuyo fin es servir a las necesidades temporales de los seres humanos y sus asociaciones. Quienes poseen estos bienes, entonces, deben actuar como custodios de ellos y administrarlos de acuerdo a su fin, respondiendo por esa administración en el juicio final. La pobreza, en esta línea, no se refiere a la miseria material, sino al contentamiento con lo necesario (sobre casi todos estos asuntos puede revisarse la primera carta de Pablo a Timoteo).
Por cierto, casi toda ideología política nacida en Occidente incorporará, en determinada medida, algunos de estos elementos éticos. Eso vale para el socialismo tanto como para el libertarianismo de Kaiser. Pero eso no hace al cristianismo reducible a ninguna de esas ideologías. Tampoco hace al Papa Francisco o a cualquier sacerdote inmune a la crítica política, pero exige al menos situar lo cuestionado en el marco de la doctrina cristiana (en otras palabras: saber de lo que se está hablando). (El Mercurio Cartas)
Pablo Ortúzar Madrid
Investigador IES
Rechazo por Boric Pablo Ortúzar 15 mayo, 2022
Los países son sistemas sociales complejos y el objetivo de la política es tratar de orientar esa complejidad hacia un óptimo de resultados mediante políticas de Estado. Esto, por supuesto, es muy difícil. Antiguamente, las ideologías políticas proveían recetas globales que respondían todas las preguntas importantes, pero hace décadas adquirimos conciencia de la precariedad de estos grandes modelos. Esto pasó luego de que, una y otra vez, ideas que parecían excelentes y lógicas en el papel produjeran desastres al entrar en contacto con la realidad. En los 90 se terminó imponiendo, entonces, un pragmatismo de prueba y error sin muchas altisonancias. La famosa y hoy desdeñada “tecnocracia”.
El déficit que se generó, sin embargo, fue de sentido. Los grandes desafíos colectivos exigen un grado de disciplina y unidad de propósito para funcionar. Y ya que las ideologías y todo su imaginario militante están muertas, por más que algunos reciclen su estética con fines promocionales, lo que se abrió camino fue la fragmentación identitaria. Un ensimismamiento del ser, que pasa a ser militante de su diferencia. Este proceso fue empujado, por cierto, por las dinámicas de mercado que, en pos de acelerar la circulación del capital, incentivan un estado de permanente definición y diferenciación identitaria. Una adolescencia eterna.
La política identitaria es parasitaria: su posición es demandar eternamente reconocimiento -y recursos de todo tipo- por parte del orden social huésped. No tiene visión de conjunto, sino intereses estrechos que promueve desde el activismo permanente. Esta competencia por capturar reconocimiento ha llevado, a su vez, a un torneo victimista: quien logre mejor reivindicar la posición de vulnerado podrá capturar más recursos. La ironía es que parte clave de ser realmente víctima es experimentar grandes dificultades para poder hacerse visible como tal. Luego, los victimistas más exitosos suelen ser personajes acomodados dedicados al rentismo moral. Es parte de lo que el youtuber César Huispe pone sobre la mesa en su fulminante análisis de la serie de Amazon Prime La Jauría, dirigida por Pablo Larraín.
Los activismos identitarios tratan el orden institucional huésped como piñata: le pegan a ver qué cae. Hay dependencia, pero no lealtad, respecto a él. Esto conlleva la decadencia del orden compartido, lo que enfrenta a los grupos identitarios a la misión de tratar de mantener vivo el organismo huésped. Sin embargo, tal tarea es imposible desde sus lógicas autorreferentes. La Convención Constitucional, que ha sido una especie de gran feria del victimismo estratégico, nos ha dado una valiosa lección al respecto: los activistas de lo propio son incapaces de pensar en términos públicos. Su única pregunta y preocupación es qué tajada le toca a cada lote. Luego, su propuesta final es más una desconstitución -una repartija- que un orden alternativo con expectativas de funcionar. Al octubrismo no le da para más.
La crisis política que hoy vive el gobierno tiene su origen ahí mismo. La izquierda liderada por el Presidente Boric es una precaria asociación de activismos identitarios. No tienen visión de país ni de Estado, y se nota. Es un eterno alimentar clientelas victimistas, pero inconsistente y carente de horizonte. El gremio de apaleadores de la piñata se hizo del gobierno de la piñata, pero no tienen idea de qué hacer con ella. Luego, siguen actuando como “movilizados”. Están todavía en modo demanda, cuando les toca ofrecer respuestas.
Para peor, esta parálisis degenerativa es un lujo que no podemos darnos. El mundo está entrando desde 2020 en un proceso de reconfiguración política que, si nos agarra mal parados, nos mandará al basurero. Y los desafíos de adaptación al cambio climático no aguantan más atrasos. Si no logramos unidad de propósito luego en torno a objetivos estratégicos claros, Chile se convertirá rápidamente en un Estado fallido: se romperá la máquina.
¿Cómo superar esta situación? La derrota en las urnas de la propuesta constitucional octubrista es un paso clave, pues le dará una oportunidad de salida de la trampa identitaria a Gabriel Boric, permitiéndole pararse como Presidente de todos los chilenos -con los dos pies firmes en su versión de segunda vuelta-, en vez de como pastor de activismos dispersos. Será libre para conducir la búsqueda de amplios y pragmáticos acuerdos políticos sobre lo común y lo compartido. Y celebrará el 18 en un país con, al menos, ganas de seguir existiendo como tal. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Juéguesela, Presidente Pablo Ortúzar 22 marzo, 2022
¿Representa el Presidente Gabriel Boric un proyecto político? Tal como ha afirmado Daniel Mansuy, todo indica que no. Lo que habría detrás de Boric es una sumatoria de orgánicas y activismos parcelados, pero no un horizonte sistémico, ni tampoco una idea de cómo avanzar hacia él. Quizás por eso su ideología se presenta siempre en negativo, como un vago anti-neoliberalismo de talla universal. Si esto es así, aunque suene duro, lo que la izquierda frentamplista tendría es un proyecto mediático de protesta, pero no un proyecto político.
¿Es esto problemático? En las actuales circunstancias lo es, y mucho. Cuando la máquina institucional está andando y lo que se requiere es simplemente administrar, esa pega se puede hacer bien, mal o de forma mediocre, y listo. Que venga el siguiente. Pero cuando el descalabro político es mayor y acaba de resultar demolido un gobierno que prometió que era posible sacarle rendimiento a lo que hay para satisfacer las demandas sociales, ya estamos en otro juego. Más todavía con una Convención Constitucional carente de propósito, conducida también por puros activismos minúsculos.
Este escenario exige que el gobierno del Presidente Boric asuma abiertamente el programa con el que han coqueteado tanto tiempo: el de un Estado social de bienestar para Chile. Social, pues los servicios sociales claves tendrían que ser públicos, y “de bienestar”, pues la izquierda que representa Boric querría que fueran estatales. Abrazar públicamente ese proyecto e invertir el capital político que tienen en tratar de hacerlo avanzar sería benéfico tanto para el conglomerado gobernante como para el país, corrigiendo una serie de problemas que amenazan con hacerlos sucumbir al poco andar.
Para empezar, la ausencia de una visión política sistémica se traduce en contradicciones constantes a nivel de política pública, dada la ausencia de prioridades estratégicas. Por ejemplo, todo Estado social (y especialmente los “de bienestar”) suponen un fuerte control migratorio y fronterizo. Esto, porque intentar proveer servicios públicos de calidad a todos los habitantes del país demanda una racionalización de los recursos fiscales. Y resulta imposible operar dicha racionalización si es que el número de beneficiarios crece de manera desordenada. Si el Presidente Boric quiere algo así como un Estado de bienestar en Chile, va a tener que abandonar la idea “neoliberal” del flujo libre de mano de obra persiguiendo los flujos de capital, ya que el negocio principal de los estados de bienestar es capturar flujos de capital aumentando lo menos posible su carga de beneficiarios, de modo de maximizar la inversión por beneficiario.
Lo expuesto no significa cerrar las fronteras, sino manejar el flujo de personas hacia el país de una forma que sea conveniente para los beneficiarios del sistema público. Cualquiera que repase las políticas de visas de residencia o trabajo de los países que incendian la imaginación del entorno del Presidente verá que, en conjunto, están marcadas por un claro egoísmo colectivo nacional. Salvo excepciones humanitarias, e incluso dentro del margen de ellas, lo que se busca al dejar entrar a alguien a un Estado de bienestar es que aporte más de lo que demande. Y son múltiples las estrategias para obtener ese resultado.
Por otro lado, si no hay claridad respecto al proyecto político, se genera otro problema: uno de expectativas. Los servicios ofrecidos por los Estados sociales, en general, son de peor calidad o más limitados que aquellos a los que logran acceder los segmentos más adinerados en el sistema privado. Y, además, exigen una alta disciplina ciudadana en su utilización. Luego, cuando la expectativa popular de un servicio de alta calidad ha sido forjada observando el sistema privado, como en el caso chileno, el gobernante debe desinflar rápido la ilusión de que ese será el estándar universalizado. En Chile la posición ideal codiciada por el público frente a los proveedores de servicios es la del consumidor adinerado, con alternativas y capacidad de presión. El cliente que siempre tiene la razón. Ningún sistema público podría sostenerse con ciudadanos que esperan ser tratados como clientes demandantes: los Estados de bienestar, especialmente, se sostienen en la premisa de que el usuario que ve decepcionada su expectativa de servicio asuma dicha decepción como el costo a pagar por generar una cobertura mejor y más justa, en promedio, para todos los usuarios. Instalar esta visión y defenderla requiere compromiso y acción política.
Finalmente, si en verdad Boric quisiera ser el rostro de un proyecto político de izquierda más o menos articulado, debería tener claro que su primera prioridad tiene que ser una reforma profunda en las áreas del Estado cuya incidencia en la vida de todos los chilenos se pretende expandir. Esto, porque si su análisis sobre el “neoliberalismo” se asume como correcto, la mayoría de los servicios del Estado estarían acostumbrados a tratar con gente pobre, obligada a conformarse con lo que les toque, lo que genera una serie de patologías institucionales que tendrían que ser subsanadas antes de pretender escalar la cobertura.
¿Algo más? Yo sumaría el hecho de que un gobierno sin proyecto político, al no tener prioridades, es incapaz de negociar acuerdos estratégicos con la oposición que hagan viables en el tiempo las instituciones que se desea construir. Hoy eso se ve imposible: la izquierda inorgánica pretender someter cada área de la vida nacional a su desordenado capricho, sin negociar con nadie. El resultado es que toda ventaja coyuntural que logren será destruida apenas el escenario político gire (como sin duda, eventualmente y como siempre, ocurrirá). La derecha hoy es un flan amorfo, pues no se puede ser oposición clara a un proyecto inexistente, pero apenas pueda volverá por sus fenicios. En vez de ayudar a construir una oposición constructiva, comprometida con la visión de un Estado social como piso constitucional común, la falta de proyecto político de la izquierda promueve las peores pulsiones y las más oportunistas estrategias de su adversario.
Terminaría afirmando que una izquierda sin proyecto corrompe a la Convención Constitucional, donde ese sector político tiene una mayoría general pero es incapaz de ponerse de acuerdo en las cosas más sencillas. Un proyecto político gubernamental claro sería capaz, quizás, de ordenar ese despelote, de una u otra forma, y tratar de orientarlo hacia una forma estatal que facilite la construcción de un Estado social como consenso general para los próximos 30 años.
En suma, la nueva izquierda gobernante necesita asumir un verdadero proyecto político y pagar los costos de ello, en vez de seguir en eterna campaña. El único proyecto a la vista es el de un Estado social, y que Gabriel Boric se atreviera a abrazarlo ordenaría la discusión y aclararía muchísimos problemas, partiendo por el constitucional.
El riesgo, si se persiste en la actual situación, es que la nueva izquierda termine simplemente en la remolienda clientelista, rediseñando distritos, y repartiendo plata y cargos para juntar los votitos para reelegirse todo lo posible, con retóricas encendidas y prácticas mediocres y de corto plazo. Una y otra vez, hasta que su estrella se apague. Y yo, al menos, lo que le deseo al Presidente Gabriel Boric y su entorno cercano es que en 20 años puedan mirar atrás y sentirse con razón los forjadores de una forma de Estado social que, sumando y restando, le haya hecho un bien al país, y no como los operadores gastados de una máquina de poder reventada por la corruptela y la repetición descreída de consignas. Les deseo, entonces, un futuro como el de Thomas Jefferson o Aneurin Bevan, y no uno como el de Ortega, Kirchner o Correa. Estando en desacuerdo con su opción política, prefiero verlos triunfar en la mejor de sus versiones, desafiándolos y colaborando con ese triunfo, que presenciarlos naufragar en la ignominia, con el país a la rastra. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
“Acierto involuntario” Pablo Ortúzar 20 marzo, 2022
¿Cometió un error la ministra del Interior al intentar poner un pie en Temucuicui? Según los más que dudosos especialistas en protocolo mapuche, claramente sí. Resulta que si uno visita una comunidad sin el visado lonkal necesario, es obvio que te reciban a tiros: regla número uno del manual de Carreñolef. Según casi toda la prensa, también: Siches estaba avisada de los riesgos por Carabineros y hubo fallas evidentes de coordinación y logística. De acuerdo, por último, a la propia ministra, sin duda: ella parece haber estado convencida de que los sentimientos de la izquierda avatar por los comuneros mapuches eran recíprocos. Pero el tronar de cañones -que no respetó ni siquiera el piadoso despliegue del emblema indígena- acabó con la ilusión, aclarando que no todo el que diga “wallmapu, wallmapu” podrá entrar al reino.
Sin embargo, no todo error de juicio es un desacierto político. Intenciones y resultados tienen una relación complicada. Y la temeraria acción de la ministra Siches la dejó, al final del día y sin pretenderlo, con más cartas en la mano que las que tenía antes. Esto, porque los extremistas de la contraparte no pudieron jugar a la víctima esta vez: el costo de repeler a la fuerza a la segunda autoridad de gobierno fue dejar en evidencia tanto la radicalidad teórica y práctica del grupo que controla Temucuicui, como el aparato de propaganda que normalmente utilizan para escabullirse de la opinión pública. No sólo la ilusión de la ministra y su entorno político resultó rota, entonces, en la escaramuza: el irreflexivo hechizo indigenista que se venía arrastrando desde el estallido social de 2019 -y que la Convención ha intentado elevar a nivel de dogma- sufrió un duro golpe.
El primer elemento, el de la radicalidad, comenzó a quedar expuesto por la sola constatación práctica de que al ministro del Interior le es denegado el acceso a un rincón del territorio chileno, bajo amenaza física. Una cosa es pensarlo, otra es presenciarlo. Luego vimos aparecer a un lonko reclamando una especie de soberanía feudal sobre dicho rincón y llamando al orden a Marcelo Catrillanca, quien se mostró literalmente avasallado, culpando a la ministra cuando él mismo la había invitado a su casa. Ahí nos dimos cuenta de que las libertades civiles básicas consagradas en la actual Constitución parecen no regir dentro de Temucuicui. Es decir, estaríamos frente a algo así como otro país -no democrático, por cierto-, que es lo que afirmó la convencional Rosa Catrileo para justificar el tiroteo. Y eso nos lleva al segundo tema: la exposición del aparato de propaganda.
Como todos saben, la estrategia zapatista para obtener control del territorio ocupado en Chiapas fue una mezcla de fusiles y buena prensa, pero especialmente lo segundo. El subcomandante Marcos era casi Lennon y casi Lenin. Lograrlo exigió montar un aparato de propaganda orientado a generar un efecto dominó de prestigio mediático, que luego se alimenta solo. Si logras posicionarte como víctima ancestral inocente, todo lo demás, hasta Rage Against the Machine, vendrá por añadidura. En el caso del radicalismo mapuche, dicho aparato lleva años montándose. Para identificarlo basta revisar la red de “información alternativa” que se activa en redes sociales cada vez que un hecho de violencia es cometido por grupos mapuches extremistas, o cuando alguno de sus combatientes resulta abatido: ellos siempre son inocentes, el Estado y/o los civiles afectados siempre son culpables. “Sí, le quemaron la casa, pero…”. Y luego algún intelectual activista aparece con equivalencias chomskianas tipo “no te vi reclamar por las rucas quemadas en la pacificación”.
Este frente mediático venía con problemas por el caso Luchsinger Mackay -donde también tuvieron que defender lo indefendible- y los hechos brutales asociados con la operación de grupos criminales -incluyendo narcotraficantes- en la zona. Todo muy poco EZLN. El indigenismo octubrista les dio oxígeno, pero haber recibido a tiros a la ministra Siches, que pone de inmediato bajo otra luz las propuestas de autonomías indígenas de la Convención, bien puede ser un punto de quiebre comunicacional. Y si la opinión pública retira el cheque en blanco y nota, además, que la mayoría de los mapuches no comparte los ideales etnonacionalistas extremos, a los grupos radicales se les vendrá la noche encima. Penumbra en medio de la cual poder negociar directamente con Interior se volverá mucho más atractivo y necesario de lo que les parece hoy.
Los pecados del padre Pablo Ortúzar 13 marzo, 2022
La base de poder detrás del recién asumido Presidente Gabriel Boric tiene un marcado componente generacional por radicarse en el movimiento universitario. Y, a su vez, dicha plataforma política depende del acceso masivo de estudiantes a la educación superior. No es exagerado decir, entonces, que Boric le debe su ascenso al Crédito con Aval del Estado establecido bajo Ricardo Lagos. Quienes participamos del movimiento universitario antes de la masificación acelerada producida por el CAE conocimos la precariedad política de dicha organización: marchas minúsculas y asambleas irrelevantes (ese ambiente minoritario y enrarecido registrado por Sexual Democracia en La pajamblea y por Pedro Peirano en el cómic Chancho Cero). Todo eso se ve transformado por la explosión del acceso: en pocos años casi toda familia chilena tenía un vínculo directo con alguna universidad, forjado por esperanzas mezcladas con deudas. Y miles de jóvenes de clase trabajadora entraban en contacto, por primera vez, con una tradición de juerga, militancia y protesta fermentada por décadas.
El grupo autonomista del que proviene el nuevo Presidente es una escisión de otro grupo autonomista, que a su vez lo es del movimiento SurDa, que a su vez provenía del MIR. Sin el CAE, esta sería otra genealogía insignificante de las eternas subdivisiones de la ultraizquierda. Cuando la SurDa apostó por irse a hacer política a las Ues. a comienzos de los 90 a muchos les pareció ridículo. Los GAP (Grupos de Acción Popular), otros exmiristas que se quedaron en la disputa territorial poblacional, siempre los miraron con sorna. Pero los SurDos, sin saberlo, habían invertido en una empresa política cuyas acciones, 10 años después, se irían a las nubes gracias a sus enemigos jurados: la Concertación. Una de las pocas verdades de la política es que nadie sabe para quién trabaja.
El CAE era un negocio redondo para los políticos y para las universidades estatales y privadas herederas del ethos Aplaplac (ver Plan Z). Izquierda y derecha, por eso, lo aplaudieron con gusto. Lagos y su ministro Sergio Bitar se jactaban de haber hecho con la educación universitaria lo mismo que Frei Montalva hizo con la secundaria, lo cual es bastante cierto: en ambos casos se sacrificó por completo la calidad en aras del acceso.
En Chile llevamos un siglo entregando más credenciales en vez de educación, razón por la cual hoy se considera un éxito educativo que alguien salga de cuarto medio entendiendo lo que lee, aunque en teoría debería haber adquirido dicha habilidad en el primer ciclo básico. Quizás en algunos años ese objetivo se traslade al ciclo de pregrado universitario.
Como sea, nadie parece haber previsto que la mezcla de deudas enormes con expectativas imposibles de realizar (esa ilusión óptica que Bourdieu llamó “histéresis”, explorada por Carlos Peña) iba a terminar en desastre. ¿Quién habría imaginado que masificar la convicción de haber sido estafados por las clases política y empresarial terminaría mal? Apenas los titulados entraron en contacto con el mundo y experimentaron lo poco que valían sus títulos, ardió Troya.
Gabriel Boric, entonces, recibe el grueso de su impulso desde una fuente tan poderosa como inestable. Si no delinea rápido soluciones al tema universitario, no habrá gesto de simbolismo ñuñoíno que lo salve. Viendo esto, sus aliados inteligentes, como Noam Titelman, le aconsejan diversificar la base de apoyos lo antes posible. No es bueno tener todos los huevos en el mismo canasto. De papel. En llamas.
Pero el hecho es que debe enfrentar el problema universitario igual. Y no hay salidas fáciles: la gratuidad o la condonación del CAE -que agotarían su presupuesto- pueden mantener, por un tiempo, su corral de votos y apoyos. Pero el problema de fondo, que es la inflación de títulos universitarios sin valor de mercado, seguiría ahí. Y ya que el Estado no es garantía de calidad -y la clase media lo sabe-, echarles la culpa a los privados y poner a todos bajo la tutela de Ennio Vivaldi y sus amigos tampoco resuelve nada.
¿Qué hacer? La única salida no desastrosa de este entuerto parece requerir niveles de honestidad insoportables para casi todos. Observarnos en el espejo sin desprecio ni falsas ilusiones. Valorizar el trabajo de los trabajadores, compartir la responsabilidad por los títulos sin valor, detener la inflación de certificados y buscar un acuerdo nacional en educación que sea, por primera vez desde Aguirre Cerda, efectivamente sobre educación. Soñar es gratis. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
El tussi de los convencionales Pablo Ortúzar 6 marzo, 2022
El derrumbe de la Unión Soviética arrastró consigo el poco prestigio que le quedaba al materialismo dialéctico histórico, que previamente ya se había convertido en una ideología oficial alienante, como mostrara Raymond Aron en El opio de los intelectuales (1955). Igual, hasta los años 70 había aún economistas occidentales defendiendo las bondades de la planificación central o la teoría del valor-trabajo, incluso después de la irrupción del desvarío esteticista de mayo del 68. Pero para los 80 subsistía poco y nada: algunos marxistas analíticos salvando muebles y un par de sociólogos repitiendo consignas separadas del mundo. La pretensión de conocer con exactitud científica las supuestas leyes que gobiernan la historia humana había muerto. El discurso de Engels frente a la tumba de Marx sufrió, cien años después, la misma suerte que su destinatario.
Y así como las personas expuestas a catástrofes personales a veces optan por tomar fuertes drogas para evadir el dolor, la izquierda académica occidental, viéndose enajenada del timón de la historia, se refugió en el irracionalismo. Así nace el izquierdismo posmoderno, el opio recargado de los intelectuales. Mezcla de relativismo radical (todo es constructo ideológico), paranoia política (todo es dominación), ambientalismo primitivista, odio exotista contra Occidente (basado en lecturas antojadizas de pensadores foráneos) y un amorío con las identidades “subalternas” (en reemplazo del proletariado “aburguesado”). El libro Imposturas intelectuales (1997), de Bricmont y Sokal, es un safari de la risa por los disparates de la “nueva izquierda”. Locos, impostores y agitadores (2015), de Roger Scruton, en cambio, es una refutación indignada.
Lamentablemente, por un tema generacional y de clase (la antes llamada pequeña burguesía), buena parte de nuestra Convención Constitucional está marcada por dicha decadencia intelectual. El posmo, podríamos decir con Marcianeke, es el tussi de muchos convencionales. Esto se refleja en la ubicuidad de conceptos labrados por los departamentos de estudios culturales del primer mundo en las propuestas supuestamente emanadas de los pueblos y territorios: multiculturalismo, interseccionalidad, decolonialismo, deconstrucción, epistemologías alternativas, etc. Todo un arsenal humeante que pretende ser embutido, en nombre del sentido común popular, en un texto constitucional. Los demenciales planteamientos de las comisiones de Sistemas de Conocimiento o Medio Ambiente son sólo la superficie.
Para peor, el posmo ha devenido autoritario. Esto era lógico, ya que quien piensa que la verdad es una creación de la fuerza y la propaganda sólo puede actuar políticamente como tirano. El odio parido de mucho convencional a la libertad de expresión, reflejado en la regulación de esta materia, nace de ahí. También el criptofascismo de los representantes admiradores de Putin o de la agresión física a nuestro Presidente de la República.
Esta situación genera problemas en distintos niveles. El primero es que una Constitución es un mecanismo de organización del poder político. Su función es articularlo, primero, y luego limitarlo y orientarlo hacia el bien común. No es un petitorio, un diario mural de magíster en estudios culturales, ni una carta colectiva al Viejo Pascuero. Su lenguaje debe ser todo lo claro que sea posible, pues los derechos y deberes de cada cual, para ser efectivos, deben ser entendibles por cada ciudadano. Pero también porque cada una de las piezas constitucionales debe encajar en un diseño escueto, coherente y claro, capaz de soportar sobre sí el resto del edificio jurídico. Una Constitución inflada, llena de jerigonza opaca y fabricada a partir de consignas pegadas con chicle, es políticamente poco democrática e institucionalmente inviable.
Luego, hay otro tema práctico: el país necesita reformas sociales importantes y de amplio alcance. Y un pastiche identitario incoherente duplicaría nuestros problemas, al mismo tiempo que reduciría a la mitad nuestra capacidad institucional para enfrentarlos. La Convención estaría traicionando su propia función.
Finalmente, la agresión miserable del régimen ruso contra la democracia ucraniana ha hecho patente que la libertad política -cuya base son las libertades de conciencia, asociación, expresión y religión- y la división de poderes que la sostiene son una conquista preciosa de Occidente, y no algo dado. Y que defenderlas, a veces, exige plantarles cara a matones y nihilistas disfrazados de otra cosa. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Ser de izquierda y rechazar 30 agosto, 2022
El matonaje y la coerción moral contra las personas de centroizquierda que votan Rechazo ha sido parte de la desesperada campaña final del Apruebo. Entre policías malos, como las presidentas del PS y el PPD que despliegan anatemas y excomuniones contra los antiguos compañeros, y policías buenos, como Eugenio Tironi, que ha intentado hacerle ver a sus antiguos correligionarios que un arcoíris de cartón en blanco y negro sigue siendo un arcoíris, se pretende arrinconar a los “traidores”. Ni hablar de las redes sociales, donde la campaña de insultos y descalificaciones contra Cristián Warnken o Javiera Parada lleva meses andando.
Ahora bien, lo que menos hay en estas intervenciones son argumentos políticos de fondo. Campea, en cambio, la reductio ad checopetum: “¿somo amigo o no somo amigo?”. Tironi también intenta mostrar que, según él, está más conectado con la juventud. Que aprobar es “lolo” y no hay que tenerle miedo. Que no hay que dejarse llevar por el resentimiento contra los cabros. Que hay que entender a los cabros. Que él entiende a los cabros. Todo como si se tratara de una especie de pleito escolar.
Sin embargo, la razón por la que el Rechazo creció hacia el centro y hacia la izquierda es porque las tesis políticas detrás del proyecto constitucional y de la nueva izquierda que lo impulsa son contrarias a muchas de las convicciones y principios de la izquierda democrática. La política no es puro muñequeo, asesoría, clientelismo y compadrazgo. Como se ha puesto de moda decir, hay “líneas rojas”, y la propuesta constitucional sobrepasa muchas de ellas.
Para empezar, la izquierda, en su mejor versión, siempre ha sido universalista. Esto significa que ha estado históricamente en contra de los privilegios arbitrarios o injustos para individuos o grupos de personas. El proyecto constitucional, sin embargo, asigna privilegios legales según etnia. En vez de partir de la igualdad ante la ley, empujando para hacerla avanzar hacia una igualdad sustantiva, asigna beneficios injustificados a grupos designados a dedo.
En seguida, por ser universalista, la izquierda siempre ha estado en tensión con las pasiones nacionalistas, pero especialmente con los nacionalismos étnicos. ¿Hay algo más odioso y peligroso que la pretensión de mezclar unidad política y racial? Sin embargo, el proyecto constitucional avala una miríada de nacionalismos étnicos, legitimando su existencia y entregándoles herramientas para seguir creciendo, ganando territorio y consolidándose. Todo en desmedro del proyecto nacional chileno, que es republicano, pluralista y mestizo.
Además, la izquierda siempre ha puesto las condiciones materiales por sobre los asuntos identitarios. Nunca idealizó como deseable, por ejemplo, la pobreza campesina o el subdesarrollo. Liberar las fuerzas productivas de tal forma que sus frutos satisfagan las necesidades de la mayor cantidad de personas posibles supone cierto nivel de homogeneidad de necesidades y formas de vida. Supone un grado importante de racionalización. Por eso estamos frente a una ideología moderna. Sin embargo, el proyecto constitucional pone las identidades por encima de las necesidades apremiantes de la clase trabajadora chilena. Es altamente específica y concreta en asignar beneficios a las minorías identitarias, pero a la clase trabajadora le pone una lista de supermercado de derechos sociales sin base material para su realización, y les ordena creer que por estar en el papel, se harán realidad. El texto de la Convención fue secuestrado por activismos de nicho, mucho más populares en la academia que en la calle. Todo esto sin mencionar que desincentiva la inversión y el crecimiento, amenazando con empobrecer todavía más a los sectores medios ya profundamente golpeados por la crisis sanitaria y económica.
Por último, la izquierda siempre ha promovido, al menos en teoría, un aparato administrativo estatal fuerte y profesional. Tratar de asegurar un acceso universal a bienes básicos de buena calidad lo exige. Sin embargo, el proyecto constitucional desorganiza el Estado chileno, desmembrándolo y atomizándolo sin motivo racional alguno. En nombre de la “descentralización”, se procede a faenar y repartir el aparato estatal, lo que es particularmente grave cuando tenemos a grupos terroristas y bandas criminales operando en cada vez más zonas del territorio. ¿Alguien puede explicar, por ejemplo, que el Estado de emergencia, lo único que ha servido –usado mediocremente- para detener la violencia extremista en el sur, no exista en el nuevo proyecto?
Los demócratas modernos, por otro lado, han defendido siempre la igualdad ciudadana. También, por cierto, los balances y contrapesos del poder, que en este caso se ve severamente dañada por la politización del poder judicial y su destitución como tercer poder del Estado, así como por la degradación de Senado. Por último, la idea de “patriotismo constitucional”, cuyo fundamento es el principio de que el gobierno legítimo debe basarse en el consentimiento más amplio posible de los gobernados, es incompatible con un texto faccioso que gane raspando el plebiscito.
El Rechazo, de esta forma, se ha vuelto la opción políticamente más amplia porque los bienes defendidos al rechazar el proyecto constitucional son más fundamentales y básicos que los que el Apruebo pretende conquistar. Y, a esto, se suma el hecho de que la vía reformista encuentra hoy un camino más fácil bajo el orden vigente (4/7) que bajo el proyecto constitucional (2/3 o 4/7 más plebiscito). Quienes deberían justificar de manera más suficiente sus posturas, entonces, no son los demócratas de izquierda que rechazan, sino los que aprueban. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Chilenos ingratos Pablo Ortúzar 26 agosto, 2015
Los chilenos parecemos tener una tendencia a ser ingratos. Dicha ingratitud puede ser parte de la sombra de alguna virtud nacional, como el sentido de independencia que destaca Ercilla en La Araucana (sí, eso de la gente “granada, soberbia, gallarda y belicosa”). Una sombra donde la ingratitud convive con la mezquindad, la inseguridad y la envidia. Aquello que Vicente Huidobro llamó en su “Balance Patriótico” odio a la superioridad.
Este rasgo del carácter nacional podría tener que ver con la brutal desconfianza interpersonal cuya existencia constatan todas las investigaciones. También, en su lado virtuoso, podría tener que ver con el relativo respeto a la ley que siempre ha distinguido a Chile de la mayoría de los demás países latinoamericanos. Después de todo, si algo enfurece al chileno es ver que otro saca provecho de una oportunidad que él no pudo aprovechar.
Como sea, la ingratitud es algo tan nuestro que le pusimos “el pago de Chile”. Eso es lo que normalmente le entregamos a las personas que intentan hacer algo por la Patria. Es como si gozáramos más viendo caer a alguien que logró llegar lejos, que viendo a alguien llegar lejos. Desde O’Higgins hasta Zamorano (o quizás hasta Bachelet) ese parece ser nuestro deporte predilecto. Como para sentirnos, finalmente, iguales o incluso mejores que los caídos. El feísmo -o culto a lo feo- que Edwards Bello destacaba como idiosincrático, proviene de ahí mismo: gozar con la idea de que al final lo real es lo bajo, lo rasca, lo mediocre y lo feo.
Quizás por eso nuestro país, entre otras cosas, tiene un sistema de donaciones deprimente. Nuestras leyes para donar son un desparramo que exige a cualquiera que quiera aportar, perder plata y tiempo o ponerse “al margen de la ley”. Y no es poco frecuente que si es que alguien se esforzó hasta lograr que le hicieran el favor de permitirle ayudar a otros, luego su legado sea distorsionado, o directamente borrado. Así pasó con el Parque Cousiño, donado por Luis Cousiño (que se volvió “O’Higgins”). Así pasó con el aeródromo de Cerrillos donado por Daniel Guggenheim y que ahora es un eriazo (remoto y presuntuoso) llamado “Portal Bicentenario”. Y así pasó con el Complejo Deportivo Santa Rosa de Las Condes.
Por esto, también, tenemos una sociedad civil medianamente débil y somos un país con índices de donación escandalosamente bajos en comparación con el mundo. También de voluntariado. Si no me cree busque en Google las cifras. Nos creemos solidarios por darle un par de lucas a la Teletón de vez en cuando y por mandar ropa y comida para los terremotos. Pero la verdad es que somos bien ahí no más a la hora de donar y a la hora de agradecer a quienes donan, para estimular a que más personas lo hagan.
Así, en medio de tanta reforma y contra-reforma, sería muy bueno que los honorables tuvieran un intervalo lúcido y aprobaran la Ley Unica de Donaciones que “duerme” en el Congreso (los que duermen, en realidad, son los congresistas). En verdad la necesitamos. Que sea un primer fuego -en este próximo mes de la Patria- en la batalla contra la «penquedad» que la carcome.
Dos tácticas conservadoras, Pablo Ortúzar 17 octubre, 2020
El conservadurismo político consiste básicamente en saber que las cosas siempre pueden salir mal y terminar peor de lo que ya están. Y en valorar altamente, por tanto, aquello que ha demostrado funcionar. Lo probado bueno. También supone que los cambios son mejores y más duraderos si maduran en el tiempo, ajustándose reforma a reforma a la realidad que pretende ser abarcada. Luego, el némesis del conservadurismo es el progresismo racionalista que considera que todo cambio “en la dirección teórica correcta” es para mejor, y que a mayor radicalidad de las transformaciones, mayor provecho.
Mucha gente piensa que la opción obvia para los conservadores en el plebiscito constituyente es el “rechazo”. El argumento sería que la Constitución vigente nos ha acompañado durante el periodo de mayor prosperidad de nuestra historia, por lo que cambiarla por completo es un despropósito. Distrae recursos y atención política de las reformas sociales urgentes, al tiempo que resulta muy improbable que redactemos algo mejor, a juzgar por el clima de reyerta carcelaria que reina en nuestro debate público. “Rechazar para reformar”, entonces.
El problema es que este razonamiento, aunque plausible, indaga poco en la situación política real en que nos encontramos. Suena muy razonable en abstracto, pero al ser puesto en juego en el plano de la realidad, cojea. O al menos demanda más argumentos.
Si es cierto que la paciencia política de la mayoría de los chilenos se agotó, si la línea de crédito temporal otorgada a la clase política está en cero, el improbable triunfo del “rechazo para reformar” bien podría generar una demanda directa por reformas inmediatas a gran escala y a todo nivel. En tal caso, su efecto sería exactamente el contrario al buscado. A menos que se contara con una capacidad de articulación hoy ausente, se produciría una aceleración política difícil de controlar.
Un triunfo del “apruebo”, por otro lado, puede abrir una acotada línea de crédito temporal, útil para echar a andar reformas que vayan madurando de a poco. Esto último dependería, obviamente, de fuerzas conservadoras bien organizadas y con un programa claro, pues demanda avances paralelos y coordinados a nivel del Ejecutivo, el Legislativo y el potencial órgano constituyente.
La derecha y los restos moderados de la Concertación bien podrían articular una fuerza de ese tipo. Las izquierdas, en cambio, se encuentran en un estado de desorden y descomposición político e ideológico. De ahí la irresponsabilidad y vacuidad de sus acciones.
Lo más importante ahora, entonces, es construir una unidad estratégica conservadora, a pesar de la diversidad de tácticas planteadas. Polarizarse entre el “apruebo” y el “rechazo” es dispararse en los pies. Es de la unidad programática, que exige unidad de diagnóstico, que depende avanzar en cualquiera de los escenarios planteados. Y esa unidad no se generará de manera espontánea.
Si esto es correcto, el desafío más importante para el mundo conservador es hoy tan intelectual como político: identificar males y remedios, por un lado, y, por otro, legitimar democráticamente en varios frentes una conducción y un ritmo moderado de cambio para desplegar esos remedios. (La Tercera)
Pablo Ortúzar
Cambio o fuera, 26 febrero 2023
La estrategia de supervivencia posplebiscito del gobierno del Presidente Gabriel Boric ha sido abrazar la ambigüedad. Cada puesta en escena de la administración está diseñada para generar interpretaciones contradictorias según donde se ponga el énfasis, haciéndoles guiños tanto a los sectores moderados como a la ultra. Esto permite a sus minuteros comunicar siempre a dos bandas. Se replica, en cierta forma, la vieja lógica deshonesta de la Concertación que cuadraba el círculo entre autoflagelantes y autocomplacientes, echándole la culpa al régimen institucional por bloquear cambios que, en realidad, no querían hacer. “Hoy no llega el socialismo, mañana sí”. Pero en el caso de Boric, la apuesta es mucho más extrema, porque ya ni siquiera puede jugar la carta de Pinochet. No le queda más que practicar el jesuitismo en su segunda acepción de diccionario -la contorsión, duplicidad u opacidad deliberada- y cruzar los dedos.
Sin embargo, esta estrategia, aunque comprensible, no tiene futuro.
A nivel nacional, el espacio para los dobleces es cada vez más limitado. Se exige claridad de visión y de propósito. Y la agenda la imponen las circunstancias: hay una demanda clara por desplegar una visión de derecho penal del enemigo en contra de organizaciones criminales y terroristas. Se espera una muestra implacable de fuerza por parte del Estado contra quienes han hecho su profesión atacar la paz civil y violar las leyes de la República. La insistencia popular en culpar a grupos terroristas por los incendios forestales en La Araucanía puede intentar ser matizada -como hizo, sin mucho éxito, el ministro Montes-, pero también debe ser entendida como una demanda por tratar de una vez por todas a los grupos insurgentes de la zona sur como enemigos públicos y no como meros ciudadanos infractores. Lo mismo vale para narcos y bandas de delincuentes urbanos.
En cuanto al rol de los privados, también es necesaria una doctrina clara. La nueva izquierda se formó despreciando tanto a la sociedad civil -excepto a los grupos de protesta que exigen más Estado- y a las empresas privadas. Pero ahora han notado que es imposible satisfacer las necesidades del país sin un sector privado robusto. Eso se tiene que traducir luego en una visión consistente: el gobierno no puede seguir jugando a felicitar con una mano a los privados y pegarles con la otra sin explicar por qué. Si queremos un mejor capitalismo tiene que ser con reglas claras y no basarse en los caprichos del gobierno de turno.
Por último, a nivel internacional es hora de que el Presidente ponga la tradición y los intereses de Chile por sobre sus gustitos ideológicos. Argentina es un país en extremo polarizado políticamente, con un Estado débil, controlado por una clase política corrupta y desvergonzada. Chile nunca ha podido confiar en ellos como aliados políticos ni económicos. La insistencia absurda del Presidente Boric por acercarse al eje decadente del castrochavismo y los populismos regionales no tiene sentido. Haber debilitado nuestras relaciones con Perú o el Reino Unido para caerle bien a esa patota de barrio es absurdo. La recepción de los expatriados nicaragüenses debería ser un punto de inflexión en nuestra política internacional.
Si el gobierno de Boric insiste en la ambigüedad, el único resultado será extender la polarización interna en el país y, probablemente, regalarle la banda presidencial a una versión chilena de Duterte o Bukele. La nueva izquierda debe asumir una renovación política si pretende mantenerse en el poder, y esa renovación implicará notificar a la ultra que queda adentro del gobierno que o se ajusta a la moderación o vuelve a la calle. El PC a la Jadue o Gutiérrez, tanto como el subsecretario Ahumada, no deberían seguir teniendo un espacio en el oficialismo.
Un giro centrista honesto permitiría al gobierno validar y mejorar sus relaciones con la centroderecha, así como generar las condiciones para la instalación de un marco constitucional adecuado a un nuevo pacto de clases sostenido en un Estado social. Es decir, recuperar un horizonte de desarrollo social y democrático, en vez del desorden bananero y violento que se instaló en Chile disfrazado de “dignidad”.
Pablo Ortúzar: Huele a culata
La situación económica ha repuntado bajo la gestión del ministro Marcel, pero el tema es tratado con paños fríos por el propio gobierno, pues saben que viene un año particularmente difícil. Según el último informe de finanzas públicas emitido por Hacienda, el producto interno bruto (PIB) se contraería un 0,7% en 2023. Es decir, la economía nacional ya no sólo se vería estancada, sino que decrecería. La buena noticia, en todo caso, es que la inflación lograría por fin ser puesta bajo control, a menos que vuelva el show de los retiros, hacia fin de año. Las arcas fiscales, en tanto, estarán operando con un 2,4% de déficit, que es mejor al esperado (atrás quedó la época en que la meta era el superávit estructural del 1%: hoy el objetivo es que la deuda pública, que el 2023 alcanzará los 129 mil millones de dólares o el 39% del PIB, aumente “sólo” un 2% cada año). En suma, vacas bastante flacas. Menos consumo, menos inversión y más desempleo. 2023 será un año de resaca.
En paralelo a la economía, es difícil que la seguridad pública mejore en 2023. Según las cifras de la Subsecretaría de Prevención del Delito, la tasa de casos informados por Carabineros e Investigaciones creció un 44,6% entre 2021 y 2022, aumentando especialmente el robo con violencia (63%) y el robo con sorpresa (61%), aunque seguidos de cerca por todos los demás tipos de robos y hurtos. Los homicidios, en tanto, aumentaron un 30% en el mismo periodo, de 695 a 934, siendo cada vez más los casos que terminan impunes. La peor parte en todas estas cifras las tiene la Macrozona Norte, afectada especialmente por la crisis migratoria y la operación de bandas criminales. El descontrol fronterizo está atrayendo delincuentes extranjeros, que levantan nuevas organizaciones criminales en Chile o refuerzan las ya existentes. Todo esto en línea con un aumento sostenido del narcotráfico, el tráfico de armas y el tráfico de personas. La Macrozona Sur, en tanto, ha visto una disminución en la actividad etnoterrorista y de las bandas criminales gracias a la presencia militar en carreteras, pero nada para festejar: estamos lejos de restablecer el Estado de Derecho. En suma, no hay razones para pensar que 2023 será un año menos malo en materia de seguridad, especialmente considerando que una caída económica siempre impulsa el delito.
Finalmente, la conducción política del gobierno está regida por una estrategia deliberadamente ambigua e inestable: para evitar poner en riesgo el apoyo de los sectores duros de la izquierda, el Presidente Boric ha optado por darles en el gusto cada cierto tiempo. Esta inconstancia política ha elevado enormemente los costos de buscar acuerdos con el oficialismo para los sectores de centro y centroderecha, reforzando a la oposición más dura, que parte de la base de que no se puede confiar en el gobierno y que cualquier acuerdo con él es signo de cobardía y entreguismo. Hoy Boric gobierna parapetado, a duras penas, en el tercio de izquierda.
Con todo esto en la mesa, más un proceso constitucional que necesita evitar toda beligerancia para sobrevivir, la aparente decisión del gobierno de convertir los 50 años del Golpe de Estado en un hito faccioso parece descaminada y peligrosa. La eficacia simbólica del evento en relación a aglomerar a los distintos sectores de la izquierda debe ser sopesada con el incentivo a la polarización que la disputa en torno al 11 de septiembre de 1973 representa, y los efectos que puede tener dicha polarización en el escenario arriba mencionado.
Dicho en crudo, rememorar laudatoria y acríticamente a un gobierno de izquierda (el de Salvador Allende) que naufragó, entre otras cosas, por su ambigüedad en un contexto de crisis económica y desorden público, es una mala idea, a menos que se haga desde una posición fuerte en esos aspectos, que no será el caso del gobierno de Gabriel Boric. Y traer de vuelta a primera plana al fantasma portaliano de Pinochet en un contexto de cambio de clivajes (como mostró el 4S), crecimiento de la ultraderecha, caída persistente de la valoración popular por la democracia e idealización de figuras autoritarias como Nayib Bukele, suena por lo bajo irresponsable. Ese tiro huele a culata.