Oscar Contardo

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En la víspera de la inauguración de la Feria Internacional del Libro, el crimen organizado dejó tres camionetas estacionadas en puntos estratégicos de la ciudad, cada una de ellas llena de cadáveres de hombres maniatados. Fueron 26 cuerpos en total. El gobierno mexicano expresó su consternación, hubo alarma, notas de prensa, pero la vida siguió su ritmo. Situaciones así no pueden pasar, no deberían ocurrir en una democracia, pero cuando suceden, cuando quienes representan al Estado pierden los papeles, la brújula y el criterio, cuando las instituciones se pudren, cuando cualquiera puede salir a la calle a disparar por lo que juzga pertinente, cuando los gobiernos asumen que su rol es encogerse de hombros y limitarse a expresar profundas condolencias, uno se termina acostumbrando a cualquier cosa. Incluso, a distinguir el silbido de las balas como si se tratara de un ruido de fondo habitual durante una tarde cualquiera. 15 mayo 2022

Bibliografia

Otras publicaciones

Óscar Contardo opina que “gran parte de la animadversión que provoca la Constituyente surge porque desafía lo que hasta ahora habíamos entendido como el orden natural de las cosas, uno en donde había advenedizos invisibles al poder que rara vez tendrían derecho a un espacio para ejercerlo” 9 enero 2022

Oscar Contardo: La ultraderecha mal disimulada 23 octubre 2021

Las señales que da el liderazgo de José Antonio Kast no resultan suficientes como para que los medios lo sitúen explícitamente en un extremo del espectro político: ni su defensa a un torturador criminal despiadado como Miguel Krassnoff, ni su admiración y justificación de una dictadura feroz, ni su inquina en contra de las organizaciones internacionales, ni su apoyo y cercanía con Jair Bolsonaro.

Hay una distancia entre sostener ideas políticas conservadoras, ofrecer puntos de vista liberales y defender discursos de ultraderecha. Esa distancia, sin embargo, suele ser atenuada en los medios locales, en donde rara vez se menciona la existencia de una extrema derecha, y el prefijo “ultra” tiende a ocultarse bajo la alfombra de las buenas maneras que confiere identificarse con el centro.

Siempre habrá un entrevistador que use la fórmula “izquierda democrática”, evitando dejar en claro cuál sería la no democrática, pero muy rara vez una nota de prensa o una pregunta en un debate de televisión marcará como ultraderechista a un líder que sí lo es.

Por ejemplo, las señales que da el liderazgo del candidato presidencial José Antonio Kast no resultan suficientes como para que los medios locales lo sitúen explícitamente en un extremo del espectro político: ni su defensa a un torturador criminal despiadado como Miguel Krassnoff, condenado y vuelto a condenar por la justicia; ni su admiración y justificación de una dictadura feroz; ni su inquina en contra de las organizaciones internacionales; ni su apoyo y cercanía con Jair Bolsonaro; ni su alianza con fanáticos religiosos que ven el diablo en todo aquel que no es como ellos; ni sus propuestas simples para problemas complejos, como construir una zanja para frenar la inmigración en la frontera norte.

Nada de eso parece ser suficiente como para distinguirlo de la llamada centroderecha de manera nítida y tajante como sí lo hacen los corresponsales europeos que reportan sobre Chile. Cabría preguntarse la razón de que así sea.

El primer paso que ha dado la ultraderecha en sus avances más recientes en el mundo ha sido secuestrar la noción de libertad, tal como lo hizo la dictadura en Chile mientras desaparecía personas. Libertad para ofender a quien les plazca; libertad para perseguir a los más débiles en nombre de una operación de limpieza; la libertad como una llama eterna en una explanada gris o una alegoría acuñada en una moneda. El segundo paso, identificar un enemigo de esa libertad: todos los que piensan y viven de manera distinta a un modo previamente establecido y justificado por un nacionalismo fundido en integrismo religioso.

Lo mismo que un virus en una célula, la ultraderecha captura una demanda real, por ejemplo, la necesidad de una escuela que imparta buena educación, pero en lugar de atender a las razones estructurales del problema a resolver, crea enemigos accesibles a los que responsabiliza de la carencia: los inmigrantes, los indígenas, los sin casa. En su manera de ver las cosas hay infiltrados en todas partes intentando contaminar una suerte de pureza simbólica ancestral que la ultraderecha custodia y sus adherentes encarnan; esos enemigos son, en primer lugar, los políticos profesionales que disienten de sus doctrinas. Acabar con ellos es la mejor manera de embestir contra la democracia, sin decirlo directamente.

Para la ultraderecha existe una larga lista de agentes contaminantes de la pureza que dice resguardar, entre otros se cuentan: las feministas y los estudios de género; el activismo contra la devastación que provoca la emergencia climática; la ciencia y la investigación, por lo tanto, el conocimiento; la libertad artística y el pensamiento crítico; las lesbianas, homosexuales y personas transgénero, y la cooperación internacional como herramienta de progreso.

Para la ultraderecha -en Estados Unidos, España, Brasil o Francia- las organizaciones internacionales no son más que cofradías empeñadas en capturar conciencias a través de foros sobre cambio climático y derechos de los niños y niñas.

En lugar de eso proponen que, para tener un futuro, es necesario recuperar un pasado épico tallado en piedra y degradado por una modernidad viciosa. Un primer paso para lograrlo consiste en amenazar a los sujetos que contribuyen a lo que la ultraderecha considera peligroso, eso se hace, por ejemplo, identificando a todos los académicos universitarios que investiguen o impartan clases sobre un ámbito del conocimiento considerado amenazante. Un ejercicio que no es nuevo en Chile. Durante la dictadura ocurrió en las universidades, hubo purgas en todos los estamentos y personas que se arrogaron el rol de vigilar a los sospechosos de pensar distinto.

Este sí, este no. Sin embargo, suele ocurrir que quienes pretenden arrasar con los sujetos que consideran contaminantes, reclamen sentirse cohibidos por el solo hecho de tener que dar cuenta de sus arbitrariedades, ofrecer argumentos para sus exigencias y fundamentar sus declaraciones maliciosas. La ultraderecha considera que insultar y mentir es lo mismo que opinar y sus líderes suelen posar de víctimas para lograr que su intolerancia sea considerada una forma más de expresión política, como si fuera el huevo de una paloma blanca y no el de una serpiente escurridiza y venenosa que se desliza rumbo al cuello de la democracia.

La ultraderecha sabe cómo disfrazarse y hacer que las más oscuras motivaciones luzcan como un cantar de gesta colectivo. También sabe que para lograr su cometido lo primero que debe hacer es poner en duda la verdad, desfigurarla, torturar el cuerpo de la historia, hacer desaparecer el valor de los hechos y, con ello, todo rastro de humanidad.

El repertorio emocional del Rechazo 13 AGO 2022

Uno de los elementos más curiosos de la franja televisiva del plebiscito de septiembre es la manera en que la campaña del Rechazo argumenta a través del contraste de emociones. Según los grupos contrarios a la propuesta constitucional, el proyecto que busca reemplazar al texto vigente está escrito con rabia, una emoción que teñiría todo el proyecto con una pátina que lo permea y lo hace repudiable. Para demostrarlo usan un par de declaraciones desafortunadas de dos convencionales de gran popularidad que apoyan la propuesta plebiscitada, guardándose de exhibir las nutridas declaraciones descalificadoras y groseras de los miembros de la Convención que fueron contrarios a la redacción del texto desde el principio. No aparecen ni las burlas a los pueblos originarios, ni las declaraciones falsarias sobre el contenido de las propuestas, ni las descalificaciones en contra de los adversarios que habitualmente vertían los representantes más conservadores de la Convención que no se resignaban a su rol de minoría política. Esa ira, a veces solapada, otras ventilada con sorna, desaparece del registro de la franja. Lo que queda implícito en la pieza audiovisual, por lo tanto, es que la rabia es un rasgo propio de una parte del espectro político, la más crítica de la Constitución del 80, y no de quienes buscan mantenerla.

Como un opuesto virtuoso a la rabia que recubriría el texto, la campaña del Rechazo propone el amor como la emoción ideal de la que debe surgir una nueva Constitución, sin hacerse cargo de al menos tres elementos. El primero tiene que ver con el pasado reciente, y dice relación con el origen político de la mayor parte de los sectores que apoyan la opción Rechazo. Para esos partidos y dirigentes las emociones originarias de la Constitución que se busca reemplazar nunca fueron un problema. De hecho, no lo era siquiera hasta hace muy poco, por algo llamaron a votar en contra de una Convención Constituyente para el plebiscito de entrada y luego, cuando eran minoría, presentaron como propuestas nuevas proyectos idénticos a los del texto vigente, es decir, no existía ánimo de cambio ni de reforma, el único anhelo era la continuidad. Cabe entonces deducir que se sentían conformes con la emoción originaria de una Constitución redactada en dictadura por una comisión de expertos que solo representaba los intereses de un pequeño sector político -el que había apoyado el Golpe de Estado-, un grupo de personas que trabajó en sesiones privadas en una época en que el país estaba salpicado de centros de detención clandestina y en donde a la disidencia política se la desaparecía, se la exiliaba o se la mantenía bajo acecho. No doy exactamente con la emoción o el conjunto de emociones de las que emergió aquel texto plebiscitado en 1980, durante una votación sin registros electorales y controlada por una junta militar, pero definitivamente no debió ser ni el amor ni la compasión.

El segundo elemento dice relación con la forma en que los partidos políticos que proponen el Rechazo enfrentaron la propuesta de proceso constitucional del gobierno de Michelle Bachelet, es decir, con cerrada hostilidad. Fueron tan contrarios a impulsar esa propuesta, que un exvocero del segundo mandato de la expresidenta Bachelet confesó recientemente en una entrevista que en esa época él no podía usar la expresión “nueva Constitución” públicamente para no molestar a los partidos opositores que hoy piden rechazar para reformar. Así de abiertos estaban al cambio. Apenas asumió el segundo gobierno de Sebastián Piñera, el trabajo avanzado por ese proceso constituyente fue llevado a bodega y la crisis democrática que se anunciaba, según diversos estudios y expertos, fue enfrentada frenando cualquier aspiración de reforma. No es necesario recordar cuál fue el resultado de esa decisión de inmovilidad altamente ideológica. Estos antecedentes desembocan en el tercer elemento ignorado por la franja que apela a las emociones de origen: la campaña del Rechazo no deja claridad sobre la forma en que, una vez descartada la propuesta actual, se iniciará un nuevo proceso impregnado de ese amor que tanto echan en falta. Las señales hasta el momento son ambiguas y contradictorias sobre la forma que tomaría el proceso si triunfa la opción Rechazo, y todo vuelve al Congreso actual: hay sectores que adhieren a la opción Rechazo que se resisten a una nueva Convención, a la paridad de género y aun más a los escaños reservados para pueblos originarios; otros ya relativizan el fin del Estado subsidiario que propone el corazón del texto que se plebiscita en septiembre y un sector -importante en votos en la conformación del Parlamento- sigue fiel a la Constitución de 1980, y consideran a sus críticos enemigos que no merecen la más mínima consideración. Por otra parte, la campaña del Rechazo elude un planteamiento explícito sobre cuáles son los puntos específicos que desdeña o que deberían modificarse. El eje de su campaña es sugerir que la propuesta fue redactada de un modo inconveniente del que se debe sospechar. En el caso de fracasar la aprobación de la propuesta constitucional no está claro que el paso siguiente asegure la emoción prístina y luminosa que la campaña audiovisual de la opción Rechazo extraña.

La apelación amorosa de la campaña del Rechazo no es otra cosa que un disfraz que disimula la habitual estrategia del miedo en estos casos. Como ya ha ocurrido tantas veces, la campaña contraria a la propuesta no informa ni analiza, no argumenta, no plantea un futuro, no rinde cuentas ni asume responsabilidades, sólo se consume en la individualidad de los soliloquios de personas que se duchan -una curiosa propuesta escénica- mientras padecen un pánico insoportable a los otros, un terror pavoroso al disenso, una angustia que se vive en soledad, silencio y desinformación. Es, finalmente, la proyección del miedo de quienes hasta ahora han tenido tanto poder a tener que ceder un poco de ese poder para asegurar la convivencia rota durante una crisis gestionada por la necedad de un gobierno indolente. La campaña del Rechazo es un paseo por los dominios del temor, una emoción que finalmente es el síntoma más evidente del profundo recelo que persiste en ciertos círculos a convivir en una democracia en donde el dinero no pueda doblarle la mano tan fácilmente a los votos.

Contardo: Los amordazados 21 agosto 2022

a dictadura había terminado, pero no la censura. El fin del régimen encabezado por el general Pinochet significó para la mayoría la sensación de un alivio profundo, una especie de satisfacción brindada por el contraste con la experiencia traumática anterior. En comparación, la democracia tutelada era tanto mejor que la oscuridad de una dictadura. Sin embargo, aunque en una intensidad distinta, la impunidad y el temor persistían. Cada tanto, el azote de un látigo recordaba que la libertad de expresión era una criatura mitológica que pastaba en un campo minado y cercado por torres de vigilancia desde donde los custodios -políticos, militares, religiosos y empresarios- monitoreaban discursos, comentarios y obras ajenas. El primer rebencazo ocurrió a poco tiempo de asumido el nuevo gobierno, cuando el director del Museo de Bellas Artes, tras recibir presiones de las autoridades, debió retirar dos obras -de Gloria Camiruaga y del colectivo Ánjeles Negros (sic)- de la primera exposición en democracia del museo. Los chicotazos continuaron con películas prohibidas -de Bigas Luna, Almodóvar y Scorsese-, reportajes de televisión y prensa escrita silenciados, libros de investigación periodística secuestrados por la justicia, campañas de sanidad pública boicoteadas, programas de educación sexual suspendidos y fondos literarios cuestionados con escándalo por la moralina de las autoridades a cargo. Durante gran parte de la transición hubo cancha libre para amedrentar el montaje de obras de teatro, performances o proyectos de artes visuales, como aquel Simón Bolívar de Juan Domingo Dávila que desató alharaca institucional, una escandalera que ojalá hubiera existido frente a los fraudes y crímenes a los que se les echaba tierra para no inquietar a quienes, a pesar de todo, contaban con inmunidad frente a la justicia. Aun en democracia había palabras sospechosas, no sólo en el ámbito político relativo a la dictadura, sino también sobre las que aludían al cuerpo o la sexualidad: palabras como condón, aborto o feminismo despertaban alarmas, y “corrupción” era un vocablo desconocido. Pronunciar o escribir ciertas expresiones en la oración incorrecta, en un contexto impropio, podía significar un telefonazo de alerta, un reproche instantáneo o derechamente el despido.

En Chile tenemos experiencia en mordazas y silenciamiento. La suficiente como para distinguir la censura real de la simulación acomodaticia que ahora denuncia la flamante centroizquierda por el Rechazo, el grupo también conocido como “Amarillo”, que incapaz de encajar su propio discurso con el nuevo rol de escudero de sus antiguos adversarios (que han preferido mantenerse en segundo plano), agita banderas de socorro desde su zona de privilegio, acusando a sus críticos de intolerancia. Sostienen ser víctimas de la “cultura de la cancelación”, una etiqueta diseñada en Estados Unidos para aludir al ostracismo al que podían ser relegados personajes poderosos debido a sus declaraciones o conductas misóginas, racistas o abusivas. Ya no podían decir ni hacer lo que se les antojara sin sufrir alguna consecuencia. Como suele suceder, la etiqueta se usa en Chile sin adecuación alguna a sociedades como la nuestra, con índices de concentración del poder -económico, político, simbólico- que brindan suficiente protección a quien esté bien dispuesto a decir las barbaridades más vulgares -como burlarse de los detenidos desaparecidos- si lo hace desde la vereda mejor embaldosada.

Formular críticas no es censurar. Tampoco lo es exigir explicaciones cuando las dudas abundan, ni pedir que políticos y políticas rindan cuentas de sus declaraciones o que se les pida algo de coherencia entre lo que declaran defender como ideal y a lo que finalmente adhieren como causa. El grupo autodenominado los Amarillos denuncia estar siendo “cancelado”, sin aclarar en qué consiste esa acción ni dónde se verifica. Si nos atenemos a la descripción original de la expresión “cancelar”, deberíamos estar frente a un caso de relegación o silenciamiento mediático evidente: la Centroizquierda por el Rechazo como un grupo de personas arrinconada en el ostracismo y el aislamiento, sobreviviendo en una Siberia social. Esto no es así. Cada una de las personas que integran los autodenominados Amarillos no sólo ha tenido la libertad, los micrófonos y las cámaras para expresar su preferencia de cara al próximo plebiscito, sino también han sido beneficiadas con una cobertura mediática generosa, si se toma en cuenta que la cantidad de personas a las que representan permanece aun ignota: escriben columnas, conceden entrevistas, aparecen constantemente en noticieros, son invitados predilectos en paneles de radio y de televisión y firman cartas públicas, desplegadas en insertos, semana por medio. Pero nada de eso parece ser suficiente para ellos, quienes se arrogan el rol de víctimas de censura e intolerancia sólo porque en las redes sociales reciben respuestas poco dóciles a su planteamiento de rechazar el proyecto constitucional para “volver a conversar” en unidad. Un eslogan lleno de baches lógicos, que ningunea el proceso democrático llevado a cabo, deja en la incógnita el método por el cual se retomaría esa “conversación” y elude informar específicamente los aspectos del texto sobre los que tienen reparos.

Lo que ha existido hasta ahora no es ni cancelación ni censura. Siguiendo la corriente de echar mano de conceptos importados, lo que ha caracterizado a la llamada Centroizquierda por el Rechazo es la apropiación cultural grosera de símbolos y movimientos sociales del pasado reciente. Esta táctica les permite posar de luchadores sociales arrojados contra la adversidad. Han llegado al extremo de poner a un mismo nivel la represión de una dictadura espantosa y un proceso abiertamente democrático e inclusivo, torciendo la realidad hasta transformarla en una caricatura absurda. Los Amarillos han tenido toda la libertad del mundo para hacer y decir lo que se les antoje para cumplir su objetivo, pero no pueden esperar que todos acaten en silencio la maniobra y que, encima, la opinión pública se resigne a que la unidad consiste en el remedo esperpéntico de un cantar de gesta ajeno que entonan mientras cruzan un puente con rumbo al pasado, peor que eso, en dirección a ninguna parte.