Orlando Saenz

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Comunismo y Estado, Orlando Sáenz 5 octubre, 2022

La convivencia estrecha entre seres vivos es imposible sin el respeto irrestricto a un código de conducta, que puede ser hasta tácito y confiado a los instintos. Si aceptamos eso, aceptamos la necesidad de que en la comunidad de que se trate exista un ente interno que custodie e imponga el respeto a ese código y que tenga el imperio para eso y para castigar las infracciones a él.

A ese ente interno lo llamamos “Estado”. De ese modo, nuestra concepción del Estado es el de una necesidad natural impuesta desde el exterior de la comunidad y por la propia naturaleza de los individuos que la componen. Es esa concepción la que fluye de las varias veces milenaria tablilla sumeria en escritura cuneiforme que recoge la exclamación “¡la monarquía (Estado) bajó del cielo!”, que es la forma de graficar que es un don externo y divino, o sea, natural. Debido a ese carácter, el Estado es imprescindible para todas las comunidades de seres vivos y es por eso que el eminente historiador y antropólogo Edouard Mayer concluye que el Estado es anterior a la especie humana porque existía incluso en todas las comunidades de seres vivos gregarios (los que viven en sociedad).

La concepción marxista del Estado es completamente distinta. Es el invento de la propia sociedad para que la clase burguesa gobierne y explote a la clase proletaria y trabajadora. En su concepto, el Estado nace cuando la sociedad reconoce que no tiene forma de conciliar a las clases sociales antagónicas que ha producido indefectiblemente la aceptación de la propiedad privada de los medios de producción. Veamos cómo expone Lenin ese postulado: “El Estado es producto y manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase. El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables”. (“El Estado y la Revolución”, Moscú 17 de diciembre de 1918).

En esta reflexión y, tal vez en otras posteriores, invito a analizar las consecuencias lógicas que se derivan de ese dogma fundamental del marxismo. En algunas reflexiones anteriores he señalado las razones por las que miro al marxismo-leninismo como una religión más que como una corriente política, y la principal causa de ello es el carácter fieramente dogmático que define a los comunistas. Para ellos, aceptar otra definición de Estado es como para un cristiano rechazar la divinidad de Cristo.

Por de pronto, creo que la definición marxista de Estado que postula Lenin ya fue aberrante en su tiempo, cuando todavía podía pensarse que la sociedad humana estaba ordenada en dos clases excluyentes. Era la época de pleno auge de la revolución industrial, bajo cuyo alero se había formado el llamado “proletariado urbano”, pero resulta todavía más aberrante el que hoy lo acepten como dogma seres racionales de un siglo después, cuando la sociedad exhibe nítidamente una larga serie de clases si estas se definen por conceptos tales como “ricos”, “propietarios privados de los bienes de producción”, etc. La complejidad actual de la sociedad humana debería bastar para desechar el dogma marxista antes señalado, de modo que quienes lo sostienen son mucho más retrógrados que cualquier no marxista.

De la aceptación de ese dogma proviene, por una concatenación bastante lógica, casi toda la praxis política del Partido Comunista y que, espero demostrar, lo convierte inexorablemente en enemigo declarado de la democracia representativa. A continuación, enumero las razones como para considerar aberrante la afirmación de Lenin que he citado antes.

La división en dos clases antagónicas e irreconciliables de la sociedad deriva del dogma del materialismo histórico que afirma que la única explicación del devenir humano es el interés económico. Eso implica desconocer todo lo que la humanidad ha obrado bajo el impulso de motivaciones de índole no material (curiosidad científica, confianza en una vida posterior  a la muerte, genuina solidaridad con el prójimo, etc.). Ciertamente afirmar que el ser humano solo busca riqueza y poder es simplemente aberrante y, más bien, digno de lástima.

Por otra parte, la historia ha demostrado, en todo su milenario desarrollo, que la iniciativa privada es el mayor motor del progreso material general que conoce la humanidad, de modo que condenarlo equivale a condenar a todo el cuerpo social a un progreso muy restringido. Esa consecuencia es la explicación última del fracaso económico de los regímenes marxistas. Se podría decir que fracasan porque, al definirse como enemigos de la propiedad privada de medios productivos, matan la “gallina de oro”, que produce el progreso general.

Es el dogma de suponer que el Estado es la trampa de la burguesía para esclavizar al proletariado es algo todavía más aberrante. Si tal fuera el caso, no existirían los impuestos directos, ni las obras benéficas, ni el ámbito de libertad de creación y desarrollo que es la máxima característica del ser humano. Sin embargo, ese es el resultado de aplicar las doctrinas marxistas al cuerpo de una sociedad, lo que en realidad la convierte en la peor clase de tiranía porque cercena la dimensión capital del ser humano. Resulta increíble que sean, precisamente, los regímenes de esa naturaleza los que dicen querer “liberar al hombre”, cuando en realidad lo que pretenden es encadenarlo.

En reflexiones posteriores me comprometo a derivar del dogma del Estado marxista todas las consecuencias políticas que prevén tres etapas para llegar al comunismo: la etapa de la democracia burguesa, la etapa socialista y, finalmente, la etapa comunista en que el Estado desaparece porque ha sido radicalmente eliminada la clase llamada plutocrática y burguesa si no hay dos clases en perpetua lucha, no existe la necesidad del Estado y, por tanto, desaparece. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Comunismo en tres etapas-Orlando Sáenz 12 octubre, 2022

En mi anterior reflexión, establecí, con la ayuda de Lenin, cuál es el concepto de Estado que implica la ideología comunista. Como vimos entonces, para ellos el Estado es el estupendo “invento” de la clase burguesa para someter, controlar y esclavizar al proletariado. La utilización del Estado para ese fin lo logra la burguesía mediante la creación de una subclase que, aparentemente neutra y colocada por encima de la sociedad, está destinada a asegurar el orden público y el respeto a las reglas que permiten la vida en sociedad, pero que en la realidad sirven únicamente a esa burguesía que controla la riqueza y los medios de producción. Esa subclase está compuesta por lo que el marxismo–leninismo considera eunucos de la burguesía: las Fuerzas Armadas, la burocracia gubernamental y el aparato de la llamada “Justicia”.

De esa concepción del Estado y de la autoasignada tarea de “liberar al proletariado de su servidumbre”, el comunismo concluye que la construcción de la sociedad a que aspira requiere el tránsito por tres etapas muy distintivas. La primera es la etapa de convivencia temporal en un ámbito democrático. En esa etapa, el Partido debe concentrarse en la preparación del proletariado para, llegado el momento adecuado, asaltar el poder constituido. Para realizar esa labor de adoctrinamiento y de preparación de la violencia que será imprescindible, el PC debe aprovechar los espacios de libertad y tolerancia que el sistema democrático hipócritamente ofrece. En esas condiciones, la etapa democrática es necesaria y sería un error tratar de evitarla apresuradamente.

La segunda etapa es la del socialismo, en que habrá que tolerar que la dominen esos despreciables vanguardistas titulados socialdemócratas o de izquierda democrática. Esos se caracterizan esencialmente porque, a diferencia de los comunistas, creen que el Estado puede transformarse en conciliador de las clases sociales que, como ya vimos, son irreconciliables. En esa etapa, también necesaria, el PC debe y puede establecer alianzas temporales que ayuden a alcanzar el control político del gobierno y debe aprovechar el tiempo para escoger en su propia organización lo que será la “vanguardia del proletariado”. En esa etapa, los aburguesados socialdemócratas comienzan a arrebatarle a la burguesía ciertas importantes áreas del poder mediante la creación del Estado empresario y de la banca con fines sociales.

La tercera etapa es la del comunismo pleno, en que el poder se detenta en solitario y se usa al Estado para destruir a la burguesía y a sus subclases políticamente eunucas y para implantar el control directo de los medios de producción y de represión, administrados por la vanguardia proletaria personificada en el PC. Esta etapa es la de constitución de la “dictadura del proletariado”, en que no existe más poder que el popular dirigido y administrado por esa vanguardia. Cuando se complete esa destrucción, ya no habrá clases antagónicas (porque la burguesía habrá desaparecido) y entonces el Estado se extinguirá.

Es ilustrativo y muy interesante observar, a estas alturas, que la desaparición del Estado es por extinción natural y no por destrucción deliberada. Esa diferencia es lo que separa al comunismo del anarquismo, a cuyos cultores también habrá que reprimir.

Estas etapas, que ilustraremos con algunos párrafos escogidos del propio Lenin, suscitan de inmediato iluminadores comentarios. Desde luego sirven para demostrar que, así definida, la etapa comunista nunca se ha alcanzado pese a periodos larguísimos en el poder absoluto, como ocurrió en la URSS y en todos los países satélites, en China, en Cuba y en algunos otros lugares tan desdichados como esos. En ellos lo único que ha sido visible es un Estado muchísimo más esclavizante y despiadado que cualquiera anterior y en la única parte del mundo en que se han visto esclavos ha sido en los países comunistas y nunca en una de esas despreciadas democracias burguesas.

Pero la característica más importante de la etapa comunista es que solo se puede alcanzar mediante una revolución violenta, puesto que es la etapa en que hay que eliminar no solo a la burguesía sino que a los que fueron “compañeros de ruta” en las etapas anteriores. Tal vez la eliminación más conflictiva del tránsito entre la etapa socialista y la comunista es la disolución de las Fuerzas Armadas regulares y la eliminación de la burocracia propia del Estado burgués.

Para prevenir que algunos crean que todo lo anterior pueda ser una antojadiza interpretación mía de conceptos fuera de contexto, invito a mis lectores a considerar los párrafos que a continuación reproduzco:

“Los grandes problemas en la vida de los pueblos se resuelven solamente por la fuerza. Las propias clases reaccionarias son generalmente las primeras en recurrir a la violencia, a la guerra civil”.

“Es imposible suprimir las clases sin una dictadura de la clase oprimida, del proletariado. La libre unión de las naciones en el socialismo es imposible sin una lucha tenaz, más o menos prolongada, de las repúblicas socialistas contra los estados retrasados”.

“El proletariado necesita el poder estatal, organización centralizada de la fuerza, organización de la violencia, tanto para aplastar la resistencia de los explotadores como para dirigir a la enorme masa de la población para poner en marcha la economía socialista”.

“Pero si el proletariado necesita el Estado como organización especial de la violencia contra la burguesía, de aquí se desprende por sí misma la conclusión de que si es concebible que pueda crearse una organización semejante sin destruir previamente, sin aniquilar la máquina estatal creada para sí por la burguesía”.

“El Estado necesita desahuciar de su vivienda, valiéndose de apremio, a una familia para alojar en ella a otra. Esto lo hace a cada paso el Estado capitalista y lo hará también nuestro Estado proletario o socialista”.

El control del Estado “le da a la clase revolucionaria la posibilidad de destruir, de hacer añicos, de borrar de la faz de la tierra la máquina del Estado burgués, incluso la del Estado burgués republicano, el ejército permanente, la policía y la burocracia y de sustituirlos por una máquina más democrática pero todavía estatal, bajo la forma de las masas obreras armadas como paso a la participación de todo el pueblo en las milicias”.

Todos estos párrafos, y muchos más de ese tipo, se pueden encontrar en diversas obras de Lenin y, como sabemos, lo que afirma Lenin es dogma sagrado para todos los PC que existen o han existido.

Así pues, con estas citas de mi testigo invitado, cierro el caso abierto para demostrar que es aberrante aceptar al PC en el juego político de nuestra democracia representativa. Como fiscal, termino señalando solamente que “a confesión de partes, relevo de pruebas”. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Nota: Todas las citas de Lenin están rescatadas de sus Obras Escogidas, editorial Progreso, Moscú 1971, macizo libro que compré allí mismo. 

¿Progresista? ¿De qué me está hablando?, Orlando Sáenz 7 diciembre, 2022

Hace algunos días me impuse el trabajo de escuchar un discurso de Gabriel Boric pronunciado en México y evidentemente escrito para aprovechar la tribuna internacional que significa una locución de estado con el Presidente de ese país a un par de metros de distancia. Y fue entonces cuando el balbuceante Andrés Manuel López Obrador (AMLO) tuvo que resignarse a figurar en un listado de líderes de “izquierda progresista” que el chileno enumeró metiendo a México en la dudosa compañía homogeneizada que incluía a la Venezuela de Maduro, la Nicaragua de Ortega, la Cuba de Miguel Díaz-Canel, la Colombia de Gustavo Petro, el Perú de Pedro Castillo, etc.

Si yo lograra ponerme en la mente de un auditor europeo occidental, habría pensado que cómo era posible que el desinhibido joven chileno podía utilizar el adjetivo de “progresistas” aplicado a ese conjunto de calamidades.

Para una persona de algo más que elemental cultura, la palabra “progresista” es apropiada para quien promueve el progreso y, mirando desde una perspectiva extranjera y políticamente imparcial, entendiendo por tal a un avance positivo hacia una meta deseable para la nación correspondiente. Ese observador no encontraría cómo conciliar el concepto de progreso con lo que ocurre en países que diariamente dan muestras de dirigirse apresuradamente hacia un caos económico, político y social.

Ese imaginario europeo se estaría diciendo que los únicos americanos que él ve progresando son aquellos que están ahora viviendo en Estados Unidos o Europa Occidental, que lo único que iguala a los mandatarios que componen la lista es el descontrol del orden público en que sobresale el chileno al que le basta mirar por la ventana de su despacho para comprobar que su palacio de gobierno ya está rodeado del desorden que amenaza cubrir todo el país, que su poder no alcanza a siquiera ordenar.

Es cierto que entre México y Chile existe ya un vínculo común muy poderoso, como es el del gobierno central que no controla más que algunas partes del país porque en el resto comparte soberanía con bandas criminales o con restos de pueblos autóctonos no mestizados pertenecientes a culturas fallecidas hace cinco siglos.

Cuando se contrasta el significado de la palabra “progresista” con lo que hace el gobierno de Boric en Chile, sus discursos no pueden ser más que considerados una tomadura de pelo o el síntoma de un nuevo mal que tendría el grave síntoma de imposibilitar la conexión con la realidad. ¿Es que Boric no se da cuenta que el Presidente de Chile ya no puede visitar áreas de su propio país sin un aparato de seguridad que le dé la protección de la  que su pueblo ya no dispone?  ¿Es que no es capaz de ver el deterioro económico que diariamente aflige más a la población que teóricamente lo eligió para solucionar problemas y no para crearlos? ¿Es que Boric se quedó sordo el día 4 de septiembre para entender el mensaje más claro que el pueblo chileno ha expresado en muchos decenios?

Si ese imaginario europeo pudiera dialogar con Boric, tal vez le diría: “Usted me cae bien por su desfachatez y su labia, pero no puede, como Presidente de Chile, tomarle el pelo a todo el mundo calificándose de progresista, cuando lo único que ha hecho es fomentar el caos nacional con su incapacidad de imponer siquiera un mínimo de orden económico, político y social. No puede hacer, viajando por el exterior, el papel de Dulcamara, el mercader de ilusiones que vende agua embotellada como elixir maravilloso que cura todos los males. Eso está bien para una ópera de Donizetti, pero para un mandatario solo sirve para hacer el ridículo a nivel internacional.

Nadie en el mundo podría considerar progresistas al listado de gobiernos que elabora y del que pretende asumir el liderazgo como hizo algún día para convertir a estudiantes en vagos violentistas.

Sería aconsejable que si él no es capaz por sí mismo de darse cuenta de lo señalado, alguien de su entorno corrija su desinformación explicándole que los regímenes inspirados por el comunismo han cumplido más de un siglo de mandatos retrógrados que han arruinado a cuanta nación ha caído en su poder, sin que se pueda contar con una sola excepción al grosero listado de sus fracasos.

¿En verdad quiere que su patria emprenda el camino que en Venezuela ha enviado al extranjero a un cuarto de la población a buscar algo de libertad y de perspectivas de futuro?  ¿En verdad cree que con regalos de tierras va a lograr que las bandas de narcotraficantes, los delincuentes y los anarquistas, los trasnochados aspirantes a toquis, le devuelvan la soberanía que nunca logró retener en sus manos? ¿En verdad cree que él autoproclamarse “progresista” lo exime de la tarea de justificar tal adjetivo con algún avance significativo en la calidad de vida del pueblo chileno?

La verdad es que ver a Gabriel Boric en el papel de Presidente de Chile causa más desazón que conformidad, porque no se puede olvidar que ese cargo lo adornaron figuras señeras como Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Jorge Alessandri, Manuel Bulnes y/o Bernardo O’Higgins.  En verdad da pena verlo visitar a Biden y a Xi Jinping con el atuendo de un muchachón endomingado, sin reparar en que es solo el respeto a Chile el que le permite llegar hasta ellos.

En realidad, Gabriel Boric tiene buena oratoria y probablemente ganaría muchos puntos si la empleara diciendo cosas sensatas y creíbles, porque, cuando se titula “progresista” junto a tiranos despreciables, lo único que logra es convertirse en un expectador indulgente. (El Líbero)

Orlando Sáenz

La generación sacrificada, Orlando Sáenz 14 diciembre, 2022

«¿Cuándo fue que se pasmaron ustedes los chilenos?»  Con esta pregunta que le habría hecho un tal vez imaginario interlocutor, el ex Presidente Ricardo Lagos inició, hace algunos días, el melancólico y descorazonador recuento de la situación nacional que le entregó a su numeroso auditorio.

Es una pregunta que se puede contestar en una forma precisa y categórica: el derrumbe de Chile, inicialmente lento y ahora vertiginoso, se inició el día y la hora en que Bachelet regresó a La Moneda en brazos de una coalición de partidos de centroizquierda, izquierda y extrema izquierda llamada la Nueva Mayoría. 

Esa coalición, destinada a reemplazar a la Concertación de Partidos por la Democracia, se logró estructurar porque todos aceptaron la tesis comunista de que la transición había sido un fracaso porque lo único que había hecho era consolidar una democracia que no era tal y un modelo económico neoliberal que había hecho más ricos a los ricos y más pobres, humillados y ofendidos  a los más humildes.

De allí en adelante, el propio Gobierno se dedicó, durante los siguientes diez años, a predicar el pesimismo, la desilusión y el resentimiento que llevó al archi preparado estallido social y a la doctrina del octubrismo.

A estas alturas es inútil y hasta majadero esforzarse por rebatir la burda caricatura que significa esa interpretación del periodo 1990-2012 en que Chile fue ejemplo mundial de progreso en libertad. La falsificación de la historia a que obligó la aceptación de la tesis del fracaso, ha sido una obra maestra de engaño, propaganda y mistificación, que solo pudo tener efecto por la conformación de una población víctima de una crisis educacional sin precedentes.

Lo único que librará a esa muchedumbre de irreflexivos de esa leyenda negra será la nostalgia que despertará la comparación entre la bonanza de esos días con las miserias del presente.  Ello, porque la leyenda negra del fracaso solo tuvo por objeto legitimar la violencia como instrumento político.

La pérdida volitiva de la gobernabilidad es, tal vez, el peor de los daños que le puede causar un gobierno al país que tiene la desgracia de haberlo constituido como tal. Siendo la gobernabilidad la esencia de todo gobierno, su falencia no sólo es directamente dañina sino que provoca un desquiciamiento de casi todos los órganos del Estado.

Por dar un ejemplo extremo, deja sin objetivo a las Fuerzas Armadas, puesto que su propósito preponderante y casi único es el de la defensa de la soberanía nacional que pierde porque su puesta en acción exige la orden de actuar que constitucionalmente sólo corresponde al Poder Ejecutivo.

A la perdida de sentido de las instituciones armadas se suma el de la justicia, que se tiene que contentar con actuar sobre delitos menores domésticos porque la impunidad que genera la inacción del Ejecutivo se trasforma en impunidad para todos los graves delitos de la sedición, el terrorismo, la delincuencia y la invasión de extranjeros que solo vienen a delinquir.

Pero es en el plano de la generación infantil y adolescente en donde el abandono de la función soberana alcanza las características de un crimen.

Basta preguntarse cuál será el futuro de la generación estudiantil que ha tenido la desgracia de transcurrir su etapa formativa en el caos que el Estado chileno ha permitido y hasta promovido en el sector educacional durante los últimos diez años, para darse cuenta de la magnitud del perjuicio ocasionado.  

En realidad, la única forma de expresarlo es declarando que una porción muy significativa (de hecho, mayoritaria) de toda una generación chilena ha sido sacrificada a la criminal desidia del Poder Ejecutivo, generándose una masa de niños y adolescentes carentes de toda formación y de toda educación durante el periodo más delicado de sus vidas.

Todos sabemos que en esa etapa la formación es mucho más importante que el mero traspaso de conocimientos, de modo que la situación por la que esos jóvenes han pasado, los condena a ser antisociales por el resto de sus vidas. Es, simplemente, un segmento de adolescencia y niñez al que se le ha negado el traspaso de los códigos sociales que son los distintivos de nuestra cultura y las bases de nuestra sociedad.

A su inacción en el plano de mantención del orden público, el Estado chileno ha “inventado”, además,  conceptos tan absurdos e insensatos como los de darle carácter de extraterritorialidad a los recintos educacionales y privando a sus administradores de las facultades mínimas para imponer el orden en ellos. Por eso es lo que diariamente vemos lo que ocurre en una buena cantidad de lugares educacionales que antes fueron el orgullo de Chile y que hoy solo son escuelas de delincuencia y focos de la vergüenza nacional.

Así pues, los últimos gobiernos de Chile, y particularmente el actual, son reos del verdadero linchamiento de la mayor parte de una generación de niños y de adolescentes.  ¿Qué es lo que podrá Chile hacer con la enorme cantidad de jóvenes que ni estudian ni trabajan (NE – NT) y ya han hecho un hábito del desorden, la vagancia y el atropello de sus semejantes?

Esa generación perdida tendrá, además, que convivir con una parte de ella que estudió y se formó normalmente mientras ellos se dedicaban a destruir su patria. Entonces vendrán las histéricas denuncias de injusticia social, de indignidad humana, y de velada desigualdad jurídica con que las izquierdas suelen tender biombos para ocultar sus disparates gobernativos. Porque la verdad es que los inútiles no tienen otro destino que limpiarle los zapatos a los correctamente capacitados.

¿Cómo logró el Estado chileno arruinarle la vida a toda una generación? Con una crisis educacional arrastrada por decenios, con una política sistemática de fomento de la paternidad irresponsable, con la confusión programática de los conceptos de democracia y de permisibilidad, con la entrega del profesorado a quienes lo han convertido en agentes del extremismo, con la estrecha vinculación entre el violentismo y las propias autoridades públicas.

Por todo lo señalado, es de temer que no sea una sino que dos las generaciones sacrificadas, porque vivimos la expectativa de un todavía prolongado periodo en que seguramente se seguirá cometiendo el crimen perpetrado con la primera de ellas.

Entre más prolongado sea ese periodo, más fácilmente el país caerá en manos de las posturas correctoras más extremas. Y termine situándose en La Moneda alguien que arrase en las urnas con un programa tan simple como facultades extraordinarias para posibilitar una política de tolerancia cero. (La Tercera)

Orlando Sáenz 

La segunda oportunidad, Orlando Sáenz 21 diciembre, 2022

No cabe duda de que el acuerdo parlamentario para un nuevo proceso constitucional complace a la mayoría sensata de nuestro país. Muestra un camino viable para dotarnos de una nueva Constitución, el que tiene por delante la dura misión, de proponer un texto que reúna cualidades indispensables: apoyo muy mayoritario, flexibilidad para ser constantemente complementado con enmiendas (como ocurre con la Constitución norteamericana), un sistema electoral completo y equitativo, nítida separación e independencia de los poderes del estado, etc.

Pero la complacencia no debe confundirse con el optimismo, puesto que al procedimiento acordado se enfrentan tres formidables peligros: el de ser inutilizado por fuerzas políticas que ciertamente no pueden haber concurrido a su aprobación con propósitos constructivos; el de tener que producir un texto mejor que lo que ya tenemos; y el de evitar que su aprobación popular no sea vista como un referéndum sobre el propio gobierno en el cual transcurre su aprovechamiento.

Cabe observar que, dada su composición, el nuevo camino acordado va necesariamente a garantizar la definitiva defunción del revolucionario programa con el cual el PC y el Frente Amplio llevaron a la Moneda al Presidente Gabriel Boric.

¿Ve alguien a estas fuerzas políticas de extrema izquierda resignándose mansamente a una Constitución que, para ser aprobada, va a requerir la consolidación de un régimen de democracia burguesa representativa y un sistema económico basado en la libre iniciativa y muy fácilmente confundible con el neoliberalismo de que esas fuerzas abominan como parte integral de su propia identidad?  Yo, definitivamente no creo que eso sea posible.

También cabe observar que, para gestar un buen proyecto constitucional, habría que validar todo lo bueno que realmente tiene la Constitución que hoy nos rige, lo que implica evitar el riesgo de descalificación previa de cualquier parecido con ella. Para este propósito, debe tenerse en cuenta que la demonización en bulto de la Constitución de 1980 se basa en un principio sacrosanto para gran parte del espectro político chileno, como es la premisa de que todo lo que se haya originado en el régimen militar es necesariamente malo y, por lo tanto es imperativo cambiarlo.

Todos nosotros, en el transcurso de la vida, sabemos que la solución de cada problema contiene elementos positivos y también contiene elementos negativos. Solo que eso que aceptamos diariamente no es curiosamente aplicable a las creencias religiosas o políticas en que, para la mayoría, o solo hay aspectos positivos o solo hay aspectos negativos. Pero la verdad es que el blanco y el negro absolutos son muy escasos y, no nos resignamos a reconocer que todos los gobiernos tienen algo de bueno y algo de malo, siendo el régimen  militar uno particularmente acogido a esos predominios de los tonos grises.

El régimen al que aludo tuvo aspectos verdaderamente inaceptables (como la violación de los derechos humanos y el afán de prolongación indefinida), pero tuvo muchos aspectos positivos al punto de ser el gran arquitecto de un país capaz de prosperar hasta la total eliminación de la extrema pobreza, lo que es una hazaña casi única en la historia.

Debido a estas circunstancias, frente al acuerdo de procedimiento constitucional cabe la satisfacción y la esperanza, pero no cabe el optimismo. Tenemos que prepararnos para la desilusión porque la meta que se propone tiene muchas más probabilidades de fracasar que de triunfar.

Debemos asumir que la coalición de extrema izquierda que llevó a Boric a la victoria presidencial no puede terminar suscribiendo un proceso que es una vía de solo un tránsito hacia una Constitución muchísimo más parecida a la actual que al proyecto fundacional que simbolizó al actual ocupante de La Moneda.

Ya han  hecho un sacrificio impensado al aprobar la ruta preconizada por un acuerdo entre Boric y la propia derecha política, de modo que no van a poder, ni si se lo proponen, sacrificar las doctrinas que conforman su propia identidad.

Así pues, lamento tener que escribir que, si bien me esfuerzo por estar optimista, en verdad todo lo que huelo es olor a pólvora, el típico de un choque de intenciones entre fuerzas irreconciliables, como es el que ha conducido a la democracia chilena a su crisis más profunda.

Chile tiene una segunda oportunidad para restaurar su maltrecha estabilidad política, social y económica. Pero el camino está sembrado de enormes dificultades y lo más probable es que tengamos que vivir todavía mucho tiempo en la incertidumbre del futuro.  (El Líbero)

Orlando Sáenz

Trayectoria Política

Bibliografia

Otras publicaciones

La transformación que no ocurrió 17 agosto, 2022

Cuando un mandatario toma partido ante una consulta popular, quiéralo o no, la transforma en un referéndum de su persona y de su gobierno. Por eso, por ejemplo, De Gaulle renunció a la presidencia de Francia tras perder un plebiscito sobre Argelia. Eso, porque, como el gran estadista que era, tenía claro que no se podía seguir ejerciendo el cargo si en una cuestión vital no había logrado una mayoría de voluntades de su pueblo.

Ahora bien, Gabriel Boric tuvo la opción de actuar en función de Presidente de la República que gobierna al país en vísperas de lo que tal vez es la decisión más importante de su historia republicana. Eligió, en cambio, el camino de comportarse como el aventurero político que en verdad es, aquel que se encontró con una dignidad que no le correspondía debido a una sucesión irrepetible de circunstancias extraordinarias. Y, como consecuencia de ello, gran parte de la factibilidad de su mandato depende del resultado de un referéndum en que el riesgo de perder es enorme.

Hay dos formas de juzgar lo que Boric ha hecho. Una es la de su coraje como persona, que a muchos les puede parecer heroica y seguramente es la que le muestran sus ad-lateres. Pero si se le juzga desde el punto de vista del cargo que ocupa, lo que ha hecho es de una incalificable irresponsabilidad. Tan incalificable es, que no puede explicarse más que con la conclusión de que el Presidente de Chile nunca entendió lo que serlo significa. Siempre, cuando se asume una gran responsabilidad, se está aceptando el sacrificio de muchos gustitos personales. El sentido común, por no hablar del peso de la tradición y del respeto al cargo, indican que un mandatario tiene que comportarse, vestirse y expresarse no como un vociferante gañan sino como un símbolo de la nación que en verdad representa. Esa incomprensión del significado de la función asumida se ha reflejado, diariamente, en la forma de actuar del Presidente Boric, que ha salido hasta el extranjero a degradar a su patria con actitudes, fachas y compañías indignas de un mandatario de un país con la historia que tiene Chile.

TODOS LOS MANDATARIOS SON OBLIGADOS A ASUMIR SU CARGO CON DETERMINADOS RITOS QUE APUNTAN EXACTAMENTE A LA MISMA IDEA: EL COMPORTAMIENTO DESPUÉS DE UNGIDOS.

Desde los albores de la historia se pueden rastrear los signos de cómo se trataba de mostrarle al recién ungido que, con la responsabilidad que asumía, tenía que cambiar de personalidad. Tras la unción, surgía otro ser distinto del de antes de ella y, para acentuar el cambio, se utilizaron sistemas de varios tipos, pero todos encaminados a subrayar la transformación ocurrida. En el antiguo Egipto, cuando un soberano asumía el trono, abandonaba su nombre propio para adoptar el llamado “nombre en Horus”. Esa forma de expresar que con la unción había surgido un nuevo ser, la recogió también la Iglesia Romana, como que cada nuevo Pontífice cambia su nombre por otro que elige justamente para explicitar que asume su responsabilidad con total sacrificio de su persona anterior. A los reyes medievales de Francia se les ungía después de haber realizado el llamado “milagro real”, que era el símbolo de que la divinidad asumía su cambio de personalidad. En formas mucho más prosaicas y menos dramáticas, todos los mandatarios son obligados a asumir su cargo con determinados ritos que apuntan exactamente a la misma idea: el comportamiento después de ungidos, tiene que dejar de lado las costumbres y actitudes que tenía antes de asumir su función.

LA SALUD DE CHILE DEPENDERÁ EL DÍA 4 DE SEPTIEMBRE DE QUE BORIC ENTIENDA QUE, EN REALIDAD, UNA DERROTA LE CREA LA DISYUNTIVA PERSONAL DE IRSE O ASUMIR LA PRESIDENCIA EN VERDAD.

Por cierto que Gabriel Boric nunca tuvo tiempo ni formación para entender siquiera el alcance de su casual presidencia. Sigue siendo el cazador furtivo que le acertó a un elefante desde la cúspide, a pie pelado, de un árbol. Desde un punto de vista conceptual, nunca asumió su función y lo demuestra cada vez que hace algo.

Si en La Moneda hubiera hoy día un verdadero Presidente, no haría que su patria corriera el riesgo de vivir tres años y medio más con un mandatario sin programa viabilizado. Los norteamericanos tienen una expresión para describir el estado de los mandatarios que en la realidad han perdido el timón de la gran nave por una u otra circunstancia.  Lo llaman “pato cojo”, como ocurre normalmente en el periodo pre-electoral en que se designará a su sucesor. En ese periodo ya no tiene la capacidad para tomar una decisión trascendental para el país, de modo que es un “pato cojo” que ya no puede remar como antes. Eso es lo que será Boric si pierde el plebiscito del que se ha convertido en el propagandista de su opción.

La magnitud de su irresponsable actitud se subraya todavía más al considerar las circunstancias que la rodean. Las encuestas demuestran que el riesgo que está corriendo es bastante abrumador, por lo que está volcando todo el peso del estado para torcer la voluntad popular, lo que no solo es ilegítimo sino que es ilegal, como hasta el Senado trata de decírselo sin hacer demasiado ruido.  Con su actitud está desprestigiando hasta lo que podría ser un triunfo estrechísimo, porque siempre lo perseguirá la sombra de que solo se debió a un innoble manipuleo. Quien ha predicado en contra de los conciliábulos entre cuatro paredes que afectan a la nación entera, ha echado mano de esos mismos conciliábulos para factibilizar sus extremismos.

En vista de todo lo señalado, la salud de Chile dependerá el día 4 de septiembre de que Boric entienda que, en realidad, una derrota le crea la disyuntiva personal de irse o asumir la presidencia en verdad, ya que en su consagración de marzo pasado no estuvo presente ni el Horus ni la triple tiara y que salió del Congreso pleno el mismo pillastre que había entrado. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Los acuerdos imposibles 13 julio, 2022

Las circunstancias de mi ejercicio profesional me convirtieron, tempranamente, en un experto negociador de acuerdos entre partes: entre compradores y vendedores, entre prestadores y prestatarios, entre deudores y acreedores, entre arrendadores y arrendatarios, entre clientes y proveedores y hasta entre gobiernos desvinculados.

Como mis honorarios dependían casi exclusivamente del éxito en esas negociaciones, a poco andar preparé un listado de condiciones que se debían cumplir para que mi oficina profesional se hiciera cargo de una tal negociación entre partes. Ese listado contemplaba los puntos que deberían existir para que consideráramos posible llegar a un acuerdo. Esas condiciones son las siguientes:

1.- Las dos partes desean llegar a acuerdo

2.- Ninguna plantea alguna condición intransable que es inaceptable para la otra parte.

3.- La negociación se produce entre interlocutores válidos, esto es personas o entes que garantizan el cumplimiento de los acuerdos que se alcanzan.

4.- Existe espacio para el regateo por parte de ambos lados, o sea, ambas partes tienen un margen para transigir.

5.- Existe un tiempo acotado para alcanzar un acuerdo.

Con ese criterio, que nunca me falló, podíamos determinar los casos en que fracasaríamos si intentábamos la negociación y, consecuentemente, desechábamos el encargo profesional de lograr ese acuerdo porque no se cumplía alguna o algunas de las condiciones listadas.

Creo que sería extremadamente acertado que los gobernantes y los políticos probaran aplicar este criterio cuando se trata de negociar una materia muy importante para el país. Y justamente estamos en presencia de varios problemas en que se está intentando el camino del acuerdo cuando las condiciones señaladas están muy lejos de darse y, por tanto, la cuestión no es resoluble por la vía de un diálogo negociador.

Nuestro caso más emblemático de esa situación es el de la violencia en la macrozona sur, como ahora eufemísticamente se le llama al conflicto mapuche.  Si se examina el problema bajo el criterio que antes señalé, se percibe claramente que ninguna de las condiciones listadas se cumple en este caso y, por tanto, el conflicto no es solucionable por la vía de la negociación o siquiera de un diálogo político.

No obstante la evidencia de ello, nuestros gobiernos siguen insistiendo, tras largas décadas, en un camino que está irremediablemente condenado al fracaso, con el consiguiente desgaste político.

¿Por qué ocurre esto a pesar de toda lógica? La razón es simple y clara: porque la única alternativa al diálogo es una intervención bélica, que a estas alturas tendría que ser de gran envergadura y de un costo humano realmente importante e impredecible. Ningún gobierno democrático chileno se atrevería a eso y, por tanto, los chilenos debemos prepararnos para soportar una agudización del conflicto que en algún momento tendrá una solución autoritaria.

Ese costo lo pagó el presidente Fujimori en Perú, con las consecuencias de todos conocidas, y también lo pagó Uribe en Colombia, con la consecuencia de un ex guerrillero marxista a punto de ingresar en el Palacio Nariño.

Desgraciadamente, en Chile existen varios otros conflictos que, siendo menos vistosos que el mapuche, avanzan a convertirse en crónicos y finalmente en críticos. El desorden estudiantil, la inmigración ilegal indiscriminada, el saqueo periódico del centro de la ciudad de Santiago son algunos de ellos.

En todos esos casos, el camino del acuerdo dialogado será inútil y de alto costo político, porque ninguna de las condiciones para un acuerdo se cumple, lo que basta comprobar examinando el listado precedente. En todos esos casos, la solución pasa por un uso enérgico de la capacidad represiva del Estado, la que ya ningún gobierno democrático se atreverá a utilizar. Es por eso que estoy convencido de que Chile necesitará un interludio autoritario para curarse de esos cánceres que, si se dejan estar, se vuelven mortales.

La situación conlleva a una pregunta trascendental: ¿por qué los gobiernos intentan negociaciones que el sentido común les grita que son fracasantes? Pareciera que en el manejo de la cosa pública no rige la lógica que analizó Aristóteles y está reemplazada por un código del absurdo cuya única explicación es la postura que se piensa es más grata a la ciudadanía.

Es una forma sutil de despreciar al propio pueblo, porque se le supone que premia con sus votos el signo de buena voluntad que supone la búsqueda de un acuerdo  y sin prestar atención a su resultado. De allí el aluvión de “mesas de diálogos” que en Chile se organizan para docenas de fines distintos. Nunca dan resultados y el pobre contribuyente contempla sorprendido el malgastar de recursos y energías en lo que son solamente poses populacheras.

Le pese a quien le pese, nada es capaz de reemplazar al ejercicio de la autoridad del Estado para resolver problemas y no para tramitarlos.

Por lo señalado es que nuestra democracia agoniza y nuestros poderes públicos los acaparan los más inútiles. Es el precio que se paga por disimular con negociaciones imposibles la falta de valor para enfrentar situaciones críticas.

Orlando Sáenz

De Hamlet a Boric Orlando Sáenz 20 julio, 2022

Hace más de tres siglos, y en forma insuperable, Shakespeare planteó el drama de la indecisión, simbolizada en su celebérrimo soliloquio por la frase “Ser o no ser. Esa es la cuestión”. Hamlet destruye su vida, la de su madre, la de su tío y padrastro, la de su novia, la del padre y del hermano de ella y la suya propia, para no hablar de la suerte de todo un reino, por su incapacidad de resolver el dilema entre vengar el asesinato de su padre o cumplir con el deber de futuro monarca que antepone a todo el bienestar de su reino y de su pueblo. La grandeza de la obra de Shakespeare se reconoce a través de las múltiples versiones de esta inmortal tragedia, siendo inacabable la lista de obras de teatro, piezas musicales, óperas, films y novelas en que el drama se reproduce directa o indirectamente.

Nosotros estamos viviendo un drama que guarda estrecha relación con el tipo de dilema que destruyó a Hamlet. En La Moneda habita un muchachón que enfrenta un dilema mucho más grande que él mismo: o ser el Presidente de todos los chilenos o el cabecilla transitorio de un bloque extremo de marxistas y de termocéfalos revolucionarios que le exigen capitanear la muerte de la democracia chilena.

No cabe ninguna duda que la conveniencia propia, del país y de su figura histórica recomiendan el camino honrado de presidir a todos los chilenos y no a solo parte de ellos. Boric ya sabe que su gestión es aprobada por una minoría y que, por tanto, su único diploma de autenticidad es el cumplimiento del mandato que recibió del pueblo chileno hace algunos meses; y ese mandato, tal como él mismo reconoció, es el de presidir durante cuatro años a todos sus compatriotas. Si sigue el camino de imponer la crisis final de la democracia chilena, estará perdiendo su legitimidad y dando autorizado curso ético a cualquier esfuerzo para derrocarlo. Y todo eso, para no mencionar su postura histórica que, de no ser así, será la de un traidor a su juramento constitucional.

Un camino intermedio

Claro que es necesario reconocer que elegir el camino correcto muy probablemente le costaría la crisis de su apoyo partidista, porque ni el PC y ni el Frente Amplio quieren que gobierne ecuánimemente para todos los chilenos, sino que solo para ellos. Se necesitaría gran personalidad y muy firme control de sí mismo y de su entorno para tomar ese rumbo, y, francamente, no creo que posea esas capacidades, aunque reconozco que eso es todavía un prejuicio.

Lo que hasta ahora parece ocurrir es que el Presidente Boric está haciendo lo que harían todos los incapaces en similar situación, y esto es tratar de escoger un camino intermedio que busque complacer a todos. Lo ha intentado al asegurar que su gobierno no sigue la suerte del proyecto constitucional disparatado que sus compinches lograron aprobar en la famosa convención que adelantó en varios meses la temporada de los circos. Pero sus palabras están contradichas por lo que hace, puesto que, tras esa tímida declaración de neutralidad, sus voceros proclaman con voz más fuerte que su gobierno no es neutral frente a ese decisivo sufragio del 4 de septiembre.

Ciertamente que, en el corto plazo, lo menos difícil para Boric es jugarse por la estrecha vinculación entre su gobierno y el voto de Apruebo en ese trascendental plebiscito. Pero el riesgo de ganar la paz en la casa a costa de la guerra en la calle es ciertamente enorme. Si le da carácter de juicio a su gobierno a la votación de septiembre, estará enfrentando el peligro de tornar inviable todo el resto de su periodo constitucional, que solo se sostendrá en la vigencia del ordenamiento jurídico de cuyo cambio ha hecho razón de existencia.

Un prisionero

El análisis de esas dos opciones pasa por el supuesto de que Boric tiene libertad para elegir. Eso es muy dudoso de que sea verdad, porque todos los aconteceres de cada día demuestran que este muchacho es más bien un prisionero que un mandatario. Es fruto de excepcionales circunstancias, carece de formación y de experiencia, y hasta de la mínima majestad que exige un cargo como el que ocupa. Él y su gobierno han temblado ante apenas una carta pública de un ex mandatario cuyo peso es, nada menos ni nada más, que el del último gran estadista que ha producido el país. Todos esos antecedentes hay que tenerlos en cuenta para predecir que el plebiscito del 4 de septiembre próximo marcará el desmantelamiento final del régimen que nunca debió llegar a La Moneda y que solo lo logró por circunstancias más atribuibles a la desorientación de sus rivales que a los méritos propios.

Así pues, el papel de Hamlet chileno, que es el de un fracaso humano, también le queda grande al indigno mandatario chileno. Lo único que lo asemeja al desdichado príncipe de Dinamarca es que, como todos en la vida, en algún momento nos enfrentamos a “Ser o no ser.  Esa es la cuestión”. Su mala suerte es que su dilema se desarrolla en un gran escenario y el de cada uno de nosotros a veces transcurre muy en silencio.

Orlando Sáenz

Fronteras, ¿qué es eso? Orlando Sáenz 6 julio, 2022

En varias reflexiones anteriores he aludido a la crisis de las democracias representativas en todo el mundo occidental, la que es particularmente aguda en nuestro país. A la hora de evidenciar las causas de esta crisis generalizada, se nos hizo presente la tesis de “La decadencia de occidente” que Spengler planteó hace más de un siglo y que se puede resumir en una sola afirmación rotunda: las civilizaciones mueren cuando fracasan ante un nuevo desafío que emerge de su propia evolución. Como sería demasiado largo y tedioso consolidar este postulado repasando el trance de muerte de todas las civilizaciones que ha conocido la historia de la humanidad, limitémonos a constatar que la Greco–Romana murió, tras un milenio y medio de trayectoria, porque fue incapaz de asimilar a las muchedumbres de bárbaros que invadieron su ámbito geográfico.

Nuestra civilización Judeo–Cristiana–Occidental está enfrentando, y naufragando, ante el desafío de imponer un código de derechos humanos individuales en un mundo cuya estructura no está preparada para ello. El ideal de universalizar el respeto irrestricto a los derechos humanos es una meta tan noble y elevada que, muy explicablemente, nunca antes se la había propuesto una civilización. Pero estamos comprobando que, políticamente hablando, el mundo democrático no está preparado para aspirar a ese logro sin gravísimos conflictos que no sabe cómo resolver. Y esos conflictos derivan de que todos los derechos penales del mundo se basan en el principio de vulnerar los derechos humanos de los delincuentes y reconocer como insalvable las trabas geopolíticas que impiden el libre tránsito de los individuos.

El respetar los derechos humanos no puede implicar el desconocer la necesidad de fijar con precisión la frontera entre esos derechos y el de los estados a castigar los delitos y a proteger sus fronteras. El mundo no está preparado para ejercer justicia sin privar de derechos humanos a los infractores de sus leyes ni está preparado para dar libre acceso a todo el que pretenda vulnerar las fronteras políticas entre estados. Este último punto es especialmente delicado, porque el sentido común y toda la trayectoria histórica de la humanidad demuestran que ese libre acceso es imposible y que, cuando se vulnera, puede llevar al colapso de países que no tienen cómo sustentar una inmigración masiva e indiscriminada. Por eso es que todavía no existen los países democráticos que abdican del derecho a calificar y limitar la inmigración.

Ahora bien, una de las proposiciones que baraja la propuesta constitucional en que Chile está empeñado es la de privar al estado del derecho a calificar y cuantificar el ingreso de extranjeros, lo que implica exigencias administrativas sustanciales. El que esa proposición esté incluida en el proyecto constitucional no puede significar otra cosa que proviene de enemigos internos del país que buscan formas de debilitarlo hasta su consumación. En el actual estado de cosas, la aprobación de esa prohibición significaría la final descomposición del país, puesto que quedaría inerme ante la llegada incontrolada de agentes del delito, de la drogadicción, de la agitación social, etc.

Vistas así las cosas, los proponentes de esa absurda norma se podrían clasificar en dos categorías: la de aquellos que la aprueban por ignorancia e incultura (y que solo son reos de haber postulado a un rol de constitucionalista sin ser aptos para desempeñarlo) y la de quienes buscan precisamente el efecto político de reforzar las filas del anarquismo destructivo. Entre estos últimos sobresalen nítidamente los chilenos de formación marxista–leninista, que doctrinariamente desconocen las fronteras políticas y creen que las únicas fronteras que deben existir en el mundo deben ser las de entre clases.  Viven con la convicción de que las únicas fronteras legítimas de Chile son las que separan a la burguesía del proletariado y, por tanto, no hay que preocuparse de las que separan a Chile de Argentina, Bolivia y Perú. Para ellos es bienvenido el “compañero” que viene a ayudarlos a eliminar burgueses, de modo que en esa perspectiva, las fronteras nacionales no deben ser un impedimento de ingreso.

La distinción entre ambos grupos, el de los ignorantes y el de los intencionales, se logra mediante el recuento de quienes, además, aprobaron la creación en el país de fronteras étnicas, que pretenden mostrar como de respeto a la teórica multiculturalidad del país.   Resulta increíble que puedan haber legisladores que ignoren que Chile no tiene culturas autóctonas vivas, así como tiene varias que murieron hace siglos a consecuencias del choque con la cultura Europea superior que invadió casi todo el continente americano. Lo menos que se puede pedir es que repasen dos capítulos del “Estudio de la Historia”, que bastan para aprender cuando muere una cultura por choque con una cultura superior. Por lo demás, sin siquiera leer esos dos capítulos, es fácil distinguir cuándo una cultura está muerta y solo quedan saldos humanos todavía no mestizados. Basta con apreciar su falta de evolución a partir del momento de su muerte cultural. Si tomamos como ejemplo el grupo étnico más numeroso que queda en Chile, como es el araucano, no hay más que observarlo para apreciar que lleva siglos sin ninguna evolución propia por la simple razón de que su cultura murió hace ya casi cinco siglo. Basta esa comprobación para comprender que la creación de territorios exclusivos para esos fósiles es un absurdo solamente explicable por anomalías intelectuales.

Se puede estar seguro de que quien preconiza normas de división territorial de Chile y de indefensión de sus fronteras internacionales es un enemigo interior de nuestro país. Ahora bien, afortunadamente todavía tenemos estamentos creados con el exclusivo propósito de garantizar la seguridad de la nación, de modo que llegará un momento en que saldrán al encuentro de esa quinta columna que, según todos los síntomas, es bastante numerosa.

Esa intervención es la que va a responder la pregunta tácita que esos enemigos internos están haciéndose y que es “Fronteras, ¿qué es eso?”. (El Líbero)

Orlando Sáenz

El gran dilema Orlando Sáenz 29 junio, 2022

La tragedia política en que ha incurrido nuestro país se debe, en una buena medida, a la incapacidad de la centro izquierda para superar su odio hacia lo que llama “derecha”, el que la ha impulsado a caer en la trampa del marxismo aún en situaciones en que le era completamente inconveniente dejarse arrastrar a esa extrema izquierdización. El terrible desplome de su apreciación ciudadana es el precio que está pagando por ello. Nos estamos acercando al momento en que esa  incapacidad para amortiguar ese odio puede costarle a Chile toda su libertad democrática. Para aportar iluminadoras reflexiones que ayuden a escoger el mejor camino para evitar esa tragedia, invito a mis lectores a compartir certezas que no por evidentes dejan de estar ocultas a muchos.

En realidad, la centro izquierda a que aludo le cuelga el cartel de “derechista” a un enorme conjunto ciudadano que se caracteriza por sus sensatez y para nada por un conservadurismo retrógrado. Yo mismo soy una muestra de ese sector, porque las únicas veces que en mi ya larga vida he sufragado por candidatos de la derecha ha sido cuando la alternativa era un comunista, un extremista de izquierda o un “palo blanco” de ellos, como fue en el caso de Alessandri v/s Allende y en  el de Piñera v/s Guillier. Esa incapacidad de precisar los límites de lo que en verdad es una derecha política ha terminado por serle fatal a la propia centro izquierda porque mientras se ha izquierdizado, ha perdido el apoyo de ese enorme sector moderado que ciertamente no es lo que dice el cartel que ella misma le cuelga.

Responsable de una tragedia

En unas pocas semanas más, la centro izquierda chilena se va a ver enfrentada a la necesidad de definir su posición frente a un proyecto constitucional que, por donde se le mire con racionalidad, no es otra cosa que un camino pavimentado hacia la dictadura totalitaria del marxismo. Y ante la incapacidad de desprenderse de su paranoico complejo de “derechismo”, ya está levantando pretextos para aprobar con promesas de correcciones inmediatas que no están bajo su control y nada garantiza que se puedan materializar. Creo que esa centro izquierda, con esa actitud, va a terminar de perder su antes enorme base de sustentación en los sectores medios de la sociedad. Y, además, será el mayor responsable de la peor tragedia que puede afectar al país.

Con motivo de mi participación en la formación de la Concertación de Partidos por la Democracia, me hice de muchas amistades con políticos de la centro izquierda (demócratacristianos, radicales, socialdemócratas, etc.). Y ahora ya los veo angustiados ante el dilema de pregonar su razonado rechazo a un proyecto constitucional que es completamente antidemocrático o callar ante él, incurriendo en el imperdonable pecado de restarse a una decisión salvadora del país. Y cuando más alto hayan estado en el acontecer político de nuestro país, más grande es la angustia que ese dilema les provoca. Me hago cargo de la terrible disyuntiva en que se encuentran especialmente los que han sido Presidentes de la República ante tener que elegir entre traicionar a su patria y la acusación de derechismo, que es de lo que han huido toda su vida.

Paradojalmente, será la centro izquierda la que defina la suerte del proyecto constitucional del extremismo. Todavía tiene fuerzas para asumir el timón del país y conducirlo, sin tropezarse, a un nuevo orden constitucional sereno, ajustado a lo que el país en verdad es y con el suficiente respaldo mayoritario como para darle estabilidad, pero reconozco que se trata de una tarea titánica que no estoy seguro tenga hoy día figuras capaces de asumirla.

Una propuesta

Sin embargo, me atrevo a plantear una idea que puede resolver el trascendental dilema con un mínimo de sufrimiento e incertidumbre. Y es el de que la centro izquierda invite ahora a un acuerdo de bases constitucionales que definan el perfil de los poderes del estado, sus reglas de funcionamiento, sus formas de elección y sus ámbitos de ejercicio de la soberanía. Pero eso debe acompañarse con un compromiso solemne de facilitar la legislación complementaria, en la que se hagan presente las aspiraciones de modernización, desarrollo social, derechos fundamentales de los individuos y las normas para que ese cuerpo constitucional contenga su capacidad de incorporar enmiendas que se demuestren necesarias al compás de la evolución política, social y económica del país. Si tal acuerdo se logra, suscrito por una mayoría sustantiva, estará expedito el camino para enmendar el mal paso que ha sido la Asamblea Constituyente por la vía de rechazar su disparatado proyecto para sustituirlo, sin demora, por un trabajo constitucional bien hecho y verdaderamente mayoritario.

El camino que propongo pasa, inevitablemente, por el duro voto de rechazo en el plebiscito ya programado para principios de septiembre. Reconociendo que eso es doloroso, se hace muy tolerable si se piensa, como es evidente, que el proyecto constitucional de la Convención ya está muerto porque una constitución no es algo que se pueda aprobar por estrecha mayoría; toda la historia de la humanidad demuestra que las únicas constituciones perdurables son aquellas de amplio consenso y de gran capacidad de evolución. Hoy día, la más antigua constitución democrática vigente es la de Estados Unidos, que cumple ya  casi un cuarto de milenio de vigencia. Esa constitución contrasta radicalmente con las decenas de constituciones oportunistas con que determinados gobiernos totalitarios, tanto de derecha como de izquierda, pretenden “clavar la rueda de la fortuna” amontonando impedimentos de cambio. Esas escasamente sobreviven a los regímenes que las pergeñaron y no pretendo cansar a mis lectores siquiera enumerándolas.

Con lo señalado creo que estoy en verdad aportando una idea para salir del atolladero en que estamos. Es una forma racional y posible para resolver el gran dilema y, desde luego, será el que yo mismo tendré a la vista para no sentir pena al momento de rechazar una propuesta que no vale ni el papel que ocupa. (ElLíbero)

Orlando Sáenz

¿Vencedores del tiempo?- Sáenz 22 junio, 2022

La relatividad de Einstein postula que el tiempo no transcurre para un móvil que se desplace a la velocidad de la luz. Teóricamente, el tiempo retrocedería a una mayor velocidad, aunque eso lo postula imposible. Con expectación y orgullo nos estamos enterando que un conjunto de convencionalistas extranjeros que viven en el territorio actual de Chile, capitaneados por un señor Atria, están preparados para un experimento que comprobaría que sí se puede superarse la velocidad de la luz y, consecuentemente, hacer que el tiempo retroceda. Tal es así, que han diseñado reglas constitucionales para que Chile vuelva al siglo XVI y se convierta en un choapino de territorios indígenas autóctonos, además de tener fronteras porosas e ignorables para todos hacia otras regiones del imperio colonial español. Y las dos reglas con que lo lograrían serían la de restaurar territorios indígenas de entonces y prohibirle al estado que discrimine el acceso de extranjeros al ex territorio nacional.

Es de notar que no solo se contentan con hacer retroceder a la historia y al tiempo, sino que además resucitan culturas indígenas autóctonas que, como ya hemos demostrado en otras reflexiones, murieron decapitadas al chocar en el espacio y en el tiempo con una cultura mucho más evolucionada como era la Europea de principios del siglo XVI. De ese modo, no solo derrotarían al tiempo y a Einstein, sino que superarían ampliamente a Jesucristo que solo resucitó muertos recientes mientras que ellos resucitarían a varias culturas fallecidas hace más de cinco siglos.

En verdad, y bromas aparte, jamás me habría imaginado que existen presuntos chilenos que no titubean en apoyar la destrucción de nuestra patria, porque es indudable que ésta desaparecería de aprobarse  las dos aberraciones que he señalado. No solo las han apoyado, sino que han facilitado que restos fósiles y todavía no mestizados de esos pueblos autóctonos, se conviertan en legisladores para el resto de nosotros los chilenos que hoy miramos a los ponchos de la Convención Constitucional dotados de una representatividad muy superior a la que se nos otorga a los que vivimos en el siglo XXI.

Vistas las cosas desde ese punto de vista, el plebiscito contemplado para el próximo mes de septiembre tendrá el valor de un censo que nos dirá cuántos chilenos en realidad existimos, puesto que quienes aprueben esas aberrantes cláusulas no pueden si no ser extranjeros y enemigos viviendo hoy dentro de nuestras fronteras. Y ello, porque no puede caber duda de que un país con fronteras porosas y vedadas de ser discriminadas eficazmente y, además, subdividido en varios territorios con derechos, administraciones y leyes distintas, no puede subsistir largo tiempo como tal.

El ignorar la historia de cinco siglos de laborioso mestizaje de varias etnias para conformar un solo pueblo, nos lleva a considerar a personajes hoy icónicos –como B. O’Higgins, Manuel Rodríguez, los Carrera y Arturo Prat, etc.– como inútiles fantoches que sacrificaron sus vidas para crear una nación que sus lejanos descendientes desprecian.

Consideración aparte merece el resucitar a esos muertos culturales, porque varias de las etnias comprendidas provenían y formaban parte de territorios más allá de nuestras fronteras actuales, de modo que sería raro que permanecieran indiferentes al retroceso histórico que propone ese grupo de extranjeros viviendo en Chile.

En consecuencia, el sentido común y el más mínimo sentimiento nacional hacen imposible aprobar un texto que contiene la desintegración de Chile, y ello, aunque el resto de sus cláusulas no fueran tan deplorables como en realidad son. Lo más extraordinario de todo es que esa mayoría convencionalista que aprueba esas destructivas reglas constitucionales se dice progresista, cuando en realidad están batiendo un record de retrogradación. Ni siquiera se dan cuenta de que el resto fósil del pueblo mapuche ya le declaró la guerra a Chile, anticipando a lo que haría si se le reconociera territorio y fronteras propias.

En verdad, si no fuera porque han sido investidos con solemnidad y gozan de sueldos pagados por todos nosotros, yo estaría en la posición de estimarlos un lote de mentecatos guiados por un obtuso megalomaníaco con complejo de profeta. Por consideración a esa investidura, me limito a recordarles que todavía habemos chilenos suficientes como para hacer honor a esos versos que dicen “y no tiembla la espada en la mano defendiendo de Chile el honor”. (El Líbero)

Orlando Sáenz

El hombre de las mil caras Orlando Sáenz 15 junio, 2022

Leyendo lo que el Presidente Boric le dijo a los empresarios canadienses y norteamericanos con que se contactó en su viaje reciente, se me vino a la cabeza una extraordinaria película china sobre un artista deambulante que, cambiándose de caretas, era capaz de representar a diversos personajes con una verosimilitud verdaderamente prodigiosa. ¿Cuál de todos esos personajes era el chino de la realidad? ¿Cuál de los Boric es el que gobierna Chile? ¿El del discurso de diputado hace apenas unos meses? ¿El del discurso de candidato de primera vuelta? ¿El del discurso del candidato de  segunda vuelta? ¿El que ha hablado públicamente en calidad de tal en las pocas semanas que lleva en La Moneda? ¿El que se mostró a los empresarios canadienses y norteamericanos? Creo firmemente que descubrir detrás de cuál de esas máscaras está el verdadero Boric será la tarea de Chile en los próximos meses.

Los individuos de múltiples caras no son raros en Chile, pero nunca habíamos tenido uno así en la presidencia de la República y, por eso, el descubrir al verdadero Boric es muy trascendente. Pero existe una receta infalible para hacerlo, que es no mirar lo que dicen las caras si no que observar lo que hacen las manos, y esa es la que le propongo a mis compatriotas.

Hay algunas pistas a seguir. Todos sabemos que el sector más influyente en él es el Partido Comunista, que es el más predecible de todos los que existen en Chile. Si ese PC apoya, o siquiera no censura, lo que, por ejemplo, le está garantizando Boric al empresariado internacional, será una señal indisimulable de que ese discurso es lo que en buen chileno se llama un “tongo”. Y eso, por la simple razón de que la religión que es el marxismo jamás podría entregar las garantías que ofreció Boric a toda la inversión del capitalismo internacional en Chile. Si tal ocurriera, es señal de que Boric no es otra cosa que el Valium que creen necesario para aprobar el mamarracho constitucional que están a punto de terminar de parir. Y es un buen Valium, como ya ha demostrado.

De esa manera, los próximos meses nos traerán la respuesta de cuál es el verdadero Boric y podremos saber cuál símil histórico será su compañera de fama. Si es el Valium, su símil será Kerensky, al que hoy día solo recuerdan los especialistas en historia rusa porque, tras entregarle el país a los comunistas, se acogió al piadoso velo del olvido. Si, por el contrario, el discurso norteamericano de Boric es verdadero y lo implementa, su pareja histórica será don Gabriel González Videla, que envió al Partido Comunista a veranear en Pisagua y, además, lo colocó fuera de la ley. Claro que, en ese escenario, tendrá que ser una Pisagua grande porque debería acoger a buena parte del Frente Amplio para que Walmart, Coca Cola, Microsoft, etc., terminaran tomándose en serio el proselitismo hipercapitalista de Boric.

Un tercer escenario es todavía posible. Podría ser que, por una iluminación prodigiosa del cerebro, los comunistas, frentistas y atristas se hubieran convertido en neoliberales y estuvieran callados porque en verdad respaldan el show norteamericano de Boric. En ese caso, su par en la historia sería Deng Xiaoping, que mandó a un museo al genocida Mao Zedong e inventó, con aparente pleno apoyo del PC chino, el comunismo hipercapitalista. En este seductor último caso, al espectáculo agregaríamos nosotros el de un presidente que sin ningún apoyo político tiene que seguir por tres años más prisionero de La Moneda. Y,  en esa subversión, el presidente Boric adquiriría un interesante parecido con Sebastián Piñera.

Por cierto que este tercer escenario es altamente improbable. El PC chileno es el más ortodoxo de los huérfanos del extinto PC soviético y verlo apoyando a un régimen neocapitalista sería tan singular como ver a un católico cocinando ostias. Y ello para no mencionar la suerte que tendrían que darle a fulanos como Jadue o Gutiérrez.

Puede ser que cualquiera de estos escenarios sea entretenido de observar desde un palco, pero ese palco no existe porque la suerte de Chile está de por medio y va a recoger un tiempo muy difícil cualquiera que sea el verdadero Boric detrás de alguna de sus varias máscaras. En el trasfondo de todos estos escenarios está una nueva versión del choque entre dos teorías marxistas que no han cesado de chocar durante más de medio siglo: la que asegura que el socialismo solo es alcanzable mediante una resolución, como fue la tesis eterna de Fidel Castro, o existe la vía institucionalizada de Salvador Allende, que la bautizó como “con empanadas y vino tinto”. Desde sus respectivas tumbas le gritan a Boric “las revoluciones se hacen y no se cacarean” o “es mejor la vaselina que el fusil”.

Al fin y al cabo, los únicos que podemos mirar el escenario de la tragicomedia con cierta tranquilidad somos aquellos que tenemos grandes posibilidades de no alcanzar a ver si era un sainete o una tragedia.

Orlando Sáenz

Repartiendo culpas Orlando Sáenz 25 mayo, 2022

Cuando se trata de comparar los grados de responsabilidad de los gobiernos de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera en la severa crisis institucional que afecta a Chile, especialmente en los últimos periodos de ambos, se tropieza inmediatamente con una gran dificultad que, si bien no afecta la proporción de daños resultantes, sí marca una diferencia moral por el grado de intencionalidad.

Los perjuicios institucionales que causó Bachelet lo fueron volitivamente: ella quiso terminar con el programa de gobierno que se había trazado la llamada Transición; ella quiso darle cabida en su gobierno al Partido Comunista a conciencia de su efecto disolvente; ella quiso iniciar la campaña de desprestigio de los logros de la Transición; ella quiso ser parte activa en el peculado de Caval; ella quiso destruir la candidatura de Ricardo Lagos; ella quiso distanciar al PS del PDC; ella quiso cerrarle el paso a cualquier candidatura potente de la ex Concertación. En cambio, los daños causados por el gobierno Piñera, mayores en magnitud y en efectos directos, lo fueron a pesar suyo y como fruto de sus cobardías, temores y conflictos de intereses.

Un náufrago político

Será digno de profundo estudio el caso de Sebastián Piñera, porque no es fácil explicar el fracaso tan rotundo de un mandatario tan bien dotado. Cuando ascendió por segunda vez al poder, gozaba de un gran prestigio como hombre inteligente, muy avezado en buena administración, dotado de todas las virtudes de iniciativa y de liderazgo que hacen a un gran empresario y, como si esto fuera poco, encumbrado en una ola de optimismo que por todas partes chorreaba el slogan de “tiempos mejores”. Desde ese inicio a la triste despedida en la trasmisión de mando más deslavada y burdamente populachera de nuestra historia, hay un abismo que es muy difícil de explicar.

No cabe duda que el fracaso de Piñera tuvo su principal origen en defectos suyos que estaban desapercibidos. Las virtudes de un buen empresario no son las de un buen estadista o siquiera político y el exceso de protagonismo no suple de ninguna manera las fallas de las decisiones internas. La práctica demostró que el Presidente Piñera era un muy mal político y que, en ese terreno, no era capaz de delegar como es necesario en la vida pública. No tuvo ministros porque el único era él; no tuvo apoyos políticos comprometidos porque no supo ordenarlos, sustituyendo el voluntarismo por el sereno análisis de la realidad. Convertido en un náufrago político, su destino fue el de juguete de una oposición implacable y completamente irresponsable y nunca tuvo la claridad para ver que si ya no podía gobernar eficazmente, su deber era hacerse a un lado para evitarle al país un proceso de descomposición sin parangón en nuestra historia.

El exPresidente Piñera es de esos no frecuentes personajes que, por ser excesivamente auto admirativos, desechan la realidad cuando contradice sus teorías. Por eso, nunca alteró su convicción de que su mejor modo de gobernar era a través de acuerdos trasversales que la realidad le demostraba imposibles por la naturaleza y calidad de la oposición que lo enfrentaba. Por eso, en los primeros y únicos meses normales de su segundo gobierno, se concentró en la construcción de una figura internacional señera y descuidó su fundamental promesa de medidas reactivadoras del avance de Chile hacia un mayor desarrollo, desdeñando, además, las advertencias que de varias partes le hacían sobre la asonada populachera que le estaban preparando el Frente Amplio, el PC y hasta algunos sectores extremistas de la ex Concertación en tácita complicidad con el ya enorme sector de delincuentes anarquistas que están todavía arruinando la vida normal de un país presuntamente civilizado. Por eso, cuando a fines de octubre de 2019 esa asonada le reventó en la cara, perdió toda su capacidad de gobernar y solo atinó, durante todo el resto de su mandato, a tirar a la calle medidas que no puede haber ignorado causarían en Chile un profundo y largo periodo de descomposición y decadencia. Como un acosado que trata de calmar a un animal salvaje arrojándole pedazos de carne, culminó su triste gestión lanzando a la calle un proceso constitucional que necesitará el amparo divino para no terminar generando una guerra civil dado lo improvisado y mal preparado que está.

Empresario a tus pasteles

Lo ocurrido con el Presidente Piñera ratifica un concepto que adquirí yo mismo con una dura experiencia y que me ha llevado a afirmar varias veces, y por distintos medios, mi convicción de que un empresario no debe participar en política en Chile. Es muy cierto que entre los buenos empresarios se encuentran los hombres más capaces, más clarividentes y más voluntariosos que existen en el país, pero también es cierto que las virtudes que hacen a un gran empresario chocan ostensiblemente con los usos y costumbres no solo del mundo político sino que de toda la administración pública del país. El empresario debe su éxito a que actúa antes de discutir, a que evita las explicaciones de sus actos ejecutivos, a que califica colaboradores sin reglamentos ni inamovilidades. Por eso, todo lo que hace como funcionario público es resistido y mirado con desconfianza y siempre con la sospecha de que puede estar favoreciendo intereses que le son propios. Por bueno que sea su desempeño, siempre lo rodea una atmosfera de suspicacia que esteriliza gran parte de su trabajo. Yo sufrí ese proceso en los seis meses en que, como presidente activo de la Sociedad de Fomento Fabril, serví al gobierno militar con una eficacia y dedicación que me dejó exhausto. Manejé con poder absoluto una contingencia crítica sin precedentes, y que algún día pretendo relatar detalladamente, pero nunca me pude desprender de la nube de supuestos intereses sectoriales que habría pretendido priorizar.

De esa experiencia extraje mi convicción de que un país como Chile, y para qué decir los vecinos de Latinoamérica, no está preparado para un mandatario empresario y no es de extrañarse que, cada vez que un magnate empresarial se ha hecho cargo de un gobierno como éste, ha resultado de ello un sonado fracaso. Fue el caso de Fernando Collor de Mello en Brasil y, en realidad, son escasos los grandes magnates que han gobernado un país democrático occidental, incluso en el propio Estados Unidos.

Como ya adelanté, de todos los daños sufridos por Chile a causa de la pérdida de gobernabilidad que afectó a Sebastián Piñera a partir del mal llamado “estallido social”, el peor ha sido el lanzamiento a la calle de un proceso constituyente que va a producir estragos en la convivencia nacional porque ha quedado en manos de una mayoría que ni siquiera sabe lo que es una Constitución y no reconoce el límite de lo que puede y debe contener. Hoy estamos enfrentados a una situación en que no parece posible evitar un referéndum que será incapaz de imponer una mayoría siquiera estimable como voluntad compartida de la nación. Como todo proyecto constitucional revanchista, su destino es de repulsa multitudinaria y de efímera existencia. Eso ya no se puede evitar y provocará el fracaso de otro gobierno demasiado comprometido con ella como para desecharla.

Tal es el volumen de culpas con que entrará el exPresidente Piñera en la historia. Ni siquiera el generoso bagaje con que carga Michelle Bachelet es capaz de equipararlo, pese a su volitiva perversidad. (El Líbero)

Orlando Sáenz 

Empresario

Repartiendo culpas Orlando Sáenz 25 mayo, 2022

Cuando se trata de comparar los grados de responsabilidad de los gobiernos de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera en la severa crisis institucional que afecta a Chile, especialmente en los últimos periodos de ambos, se tropieza inmediatamente con una gran dificultad que, si bien no afecta la proporción de daños resultantes, sí marca una diferencia moral por el grado de intencionalidad.

Los perjuicios institucionales que causó Bachelet lo fueron volitivamente: ella quiso terminar con el programa de gobierno que se había trazado la llamada Transición; ella quiso darle cabida en su gobierno al Partido Comunista a conciencia de su efecto disolvente; ella quiso iniciar la campaña de desprestigio de los logros de la Transición; ella quiso ser parte activa en el peculado de Caval; ella quiso destruir la candidatura de Ricardo Lagos; ella quiso distanciar al PS del PDC; ella quiso cerrarle el paso a cualquier candidatura potente de la ex Concertación. En cambio, los daños causados por el gobierno Piñera, mayores en magnitud y en efectos directos, lo fueron a pesar suyo y como fruto de sus cobardías, temores y conflictos de intereses.

Un náufrago político

Será digno de profundo estudio el caso de Sebastián Piñera, porque no es fácil explicar el fracaso tan rotundo de un mandatario tan bien dotado. Cuando ascendió por segunda vez al poder, gozaba de un gran prestigio como hombre inteligente, muy avezado en buena administración, dotado de todas las virtudes de iniciativa y de liderazgo que hacen a un gran empresario y, como si esto fuera poco, encumbrado en una ola de optimismo que por todas partes chorreaba el slogan de “tiempos mejores”. Desde ese inicio a la triste despedida en la trasmisión de mando más deslavada y burdamente populachera de nuestra historia, hay un abismo que es muy difícil de explicar.

No cabe duda que el fracaso de Piñera tuvo su principal origen en defectos suyos que estaban desapercibidos. Las virtudes de un buen empresario no son las de un buen estadista o siquiera político y el exceso de protagonismo no suple de ninguna manera las fallas de las decisiones internas. La práctica demostró que el Presidente Piñera era un muy mal político y que, en ese terreno, no era capaz de delegar como es necesario en la vida pública. No tuvo ministros porque el único era él; no tuvo apoyos políticos comprometidos porque no supo ordenarlos, sustituyendo el voluntarismo por el sereno análisis de la realidad. Convertido en un náufrago político, su destino fue el de juguete de una oposición implacable y completamente irresponsable y nunca tuvo la claridad para ver que si ya no podía gobernar eficazmente, su deber era hacerse a un lado para evitarle al país un proceso de descomposición sin parangón en nuestra historia.

El exPresidente Piñera es de esos no frecuentes personajes que, por ser excesivamente auto admirativos, desechan la realidad cuando contradice sus teorías. Por eso, nunca alteró su convicción de que su mejor modo de gobernar era a través de acuerdos trasversales que la realidad le demostraba imposibles por la naturaleza y calidad de la oposición que lo enfrentaba. Por eso, en los primeros y únicos meses normales de su segundo gobierno, se concentró en la construcción de una figura internacional señera y descuidó su fundamental promesa de medidas reactivadoras del avance de Chile hacia un mayor desarrollo, desdeñando, además, las advertencias que de varias partes le hacían sobre la asonada populachera que le estaban preparando el Frente Amplio, el PC y hasta algunos sectores extremistas de la ex Concertación en tácita complicidad con el ya enorme sector de delincuentes anarquistas que están todavía arruinando la vida normal de un país presuntamente civilizado. Por eso, cuando a fines de octubre de 2019 esa asonada le reventó en la cara, perdió toda su capacidad de gobernar y solo atinó, durante todo el resto de su mandato, a tirar a la calle medidas que no puede haber ignorado causarían en Chile un profundo y largo periodo de descomposición y decadencia. Como un acosado que trata de calmar a un animal salvaje arrojándole pedazos de carne, culminó su triste gestión lanzando a la calle un proceso constitucional que necesitará el amparo divino para no terminar generando una guerra civil dado lo improvisado y mal preparado que está.

Empresario a tus pasteles

Lo ocurrido con el Presidente Piñera ratifica un concepto que adquirí yo mismo con una dura experiencia y que me ha llevado a afirmar varias veces, y por distintos medios, mi convicción de que un empresario no debe participar en política en Chile. Es muy cierto que entre los buenos empresarios se encuentran los hombres más capaces, más clarividentes y más voluntariosos que existen en el país, pero también es cierto que las virtudes que hacen a un gran empresario chocan ostensiblemente con los usos y costumbres no solo del mundo político sino que de toda la administración pública del país. El empresario debe su éxito a que actúa antes de discutir, a que evita las explicaciones de sus actos ejecutivos, a que califica colaboradores sin reglamentos ni inamovilidades. Por eso, todo lo que hace como funcionario público es resistido y mirado con desconfianza y siempre con la sospecha de que puede estar favoreciendo intereses que le son propios. Por bueno que sea su desempeño, siempre lo rodea una atmosfera de suspicacia que esteriliza gran parte de su trabajo. Yo sufrí ese proceso en los seis meses en que, como presidente activo de la Sociedad de Fomento Fabril, serví al gobierno militar con una eficacia y dedicación que me dejó exhausto. Manejé con poder absoluto una contingencia crítica sin precedentes, y que algún día pretendo relatar detalladamente, pero nunca me pude desprender de la nube de supuestos intereses sectoriales que habría pretendido priorizar.

De esa experiencia extraje mi convicción de que un país como Chile, y para qué decir los vecinos de Latinoamérica, no está preparado para un mandatario empresario y no es de extrañarse que, cada vez que un magnate empresarial se ha hecho cargo de un gobierno como éste, ha resultado de ello un sonado fracaso. Fue el caso de Fernando Collor de Mello en Brasil y, en realidad, son escasos los grandes magnates que han gobernado un país democrático occidental, incluso en el propio Estados Unidos.

Como ya adelanté, de todos los daños sufridos por Chile a causa de la pérdida de gobernabilidad que afectó a Sebastián Piñera a partir del mal llamado “estallido social”, el peor ha sido el lanzamiento a la calle de un proceso constituyente que va a producir estragos en la convivencia nacional porque ha quedado en manos de una mayoría que ni siquiera sabe lo que es una Constitución y no reconoce el límite de lo que puede y debe contener. Hoy estamos enfrentados a una situación en que no parece posible evitar un referéndum que será incapaz de imponer una mayoría siquiera estimable como voluntad compartida de la nación. Como todo proyecto constitucional revanchista, su destino es de repulsa multitudinaria y de efímera existencia. Eso ya no se puede evitar y provocará el fracaso de otro gobierno demasiado comprometido con ella como para desecharla.

Tal es el volumen de culpas con que entrará el exPresidente Piñera en la historia. Ni siquiera el generoso bagaje con que carga Michelle Bachelet es capaz de equipararlo, pese a su volitiva perversidad. (El Líbero)

Orlando Sáenz 

Empresario

El error de Lagos Orlando Sáenz 18 mayo, 2022

Decir que las grandes épocas de una nación se corresponden con uno o más grandes mandatarios es una afirmación de poco riesgo porque, siendo demasiado evidente, nadie la objetaría. Tanto es así, que muchas veces a esos periodos de grandeza los conocemos con el nombre del estadista que los presidió, y por eso hablamos de “el siglo de Pericles”, “la era de Justiniano”, “el apogeo de Luis XIV” o “la época de Nehru”.

Más discutible es la tesis de que toda crisis nacional se corresponde con un mal mandatario, porque no son escasas las ocasiones en que fenómenos externos o ingobernables hacen la miseria de un pueblo aun si lo gobierna un gran hombre, como es el caso de Inglaterra en el primer gobierno de Churchill. Pero lo que no acepta objeciones es que, en Chile, el régimen de fuerte presidencialismo hace que un periodo de prosperidad no resista la llegada al poder de un mal mandatario.

Es bueno recordar esto para comenzar el análisis de las razones por las que el ciclo virtual de Chile, en que llegó a pisar los umbrales del pleno desarrollo, se estancó y luego se desmoronó a partir de un determinado momento. A los dieciséis años virtuosos de gobierno de Patricio Aylwin, Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos siguieron los dieciséis años de estancamiento y derrumbe protagonizados por Michelle Bachelet y Sebastián Piñera (dos cuadrienios cada uno). ¿Fue la calidad de estos dos últimos mandatarios la causa fundamental de la caída? Es eso lo que propongo analizar a mis lectores.

En verdad, la brusquedad de la caída entre el ciclo virtuoso y el ciclo decadente a que hemos aludido fue de tal magnitud, que recuerda -con todo el abismo del tiempo, de la distancia y de la trascendencia histórica que la comparación implica- el brusco paso del apogeo del Imperio Romano bajo los emperadores llamados Antoninos a la era de decadencia y crisis que precipitó el reinado de Cómodo. Esa historia trágica evoca, con perfección, el terrible error de Ricardo Lagos al abrirle camino político a Michelle Bacheletcon la que se inicia la decadencia de Chile, semejante enteramente al error de Marco Aurelio al entregarle el trono a su nefasto hijo Cómodo.

Cuesta entender las razones que movieron a ese clarividente mandatario para decidirlo a preparar la presidencia nefasta de la Bachelet, que carecía de todo antecedente válido como no fuera la incipiente moda de alardear mujeres en el poder. De formación estrictamente marxista, tanto por antecedentes familiares como por estadía y formación en la RDA, la Sra. Bachelet ostenta una trayectoria llena de contradicciones, paradojas y capítulos tenebrosos, como la inexplicable muerte de una pareja, como el caso Caval, como la defenestración del Ministro Pañailillo, como la destrucción de la propia candidatura de su padrino Ricardo Lagos. No se necesita gran perspicacia para aquilatar el carácter ambiguo de la ex mandataria, que siendo marxista, se las ha arreglado para escalar cargos internacionales que son normalmente inaccesibles para quienes no gozan del apoyo de los más poderosos países capitalistas, como el propio Estados Unidos.

La personalidad disolvente de la Sra. Bachelet se demuestra en la ruina política de todos quienes colaboraron en sus gobiernos, en la devaluación de todas las directivas de partidos que la apoyaron, en la absoluta incapacidad de proyectar sucesores. Las dos veces que llegó a La Moneda, terminó entregando el poder a la derecha política y jamás le “creció el pelo” a ningún emergente con visos de heredero. Se podría decir que a la sombra de la Bachelet no creció ni el pasto. Destruyó a la Concertación,  disolvió a la Nueva Mayoría, rompió el eje del entendimiento PS–PDC  que era el estabilizador de toda la transición, intrigó para destruir la candidatura de Ricardo Lagos y para sustituirlo por el Sr. Guillier, dejó que la influencia del PC arreciara desde el gobierno el revanchismo contra las Fuerzas Armadas, etc. Resulta verdaderamente increíble que llegara dos veces a la presidencia una persona que ni siquiera creía en la transición edificada por la coalición que la llevó al poder y que inició el postulado extremista de que esa transición había sido un fracaso y una trampa de la derecha para consolidar el modelo neoliberal con que el país avanzó tanto hacia el pleno desarrollo.

En verdad, hasta ese momento Chile había avanzado de tal manera que causaba admiración en todo el mundo, y eso en gran parte se debía al claro programa de gobierno que elaboró la Concertación de Partidos por la Democracia y a la sabia elección de los primeros tres mandatarios en que, sin duda, cada uno de ellos fue determinante en la designación del sucesor. Pero, tal como ocurrió con Marco Aurelio y sin siquiera la excusa de la paternidad, el Presidente Lagos subió a un tanque a la Sra. Bachelet y desde allí la proyectó a la Presidencia de la República.

Los efectos se hicieron notar de inmediato: dejó de implementarse un programa de gobierno en que ella nunca creyó, comenzó el desprestigio de lo hasta allí logrado y se precipitó el eclipse de toda una generación de líderes políticos que habían sido los arquitectos de una transición cuyo tranquilo transcurrir tiene pocos parangones en la historia universal.  Los logros de la Concertación se habían debido fundamentalmente al eje PS–PPD– PDC, y este se disolvió como el cobre en el agua regia cuando entró a la coalición de gobierno el PC, que es el disolvente político más potente que se haya inventado en la historia.

Por todo lo señalado, la Sra. Bachelet cumplidamente cimentó su comparación con el papel de Cómodo, con el cual, según los historiadores, se inició la caída del Imperio Romano. Hasta Hollywood, no precisamente muy respetuoso de la historia, le dio ese título a una de sus grandes producciones, y ello en espera de que los chilenos puedan producir una cinta que se titule “La caída de la República de Chile”.

Por lo dicho, abre la Sra. Bachelet la lista de los responsables directos de la crisis sistémica que hoy nos afecta. Ciertamente que no es la única responsable y hasta es posible que haya otros más culpables que ella, como trataremos de demostrar en otras reflexiones. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Misión imposible Orlando Sáenz 11 mayo, 2022

La lista de los grandes economistas chilenos que naufragaron al intentar carreras políticas es larga y antigua y contiene nombres señeros, como los de Gustavo Ross, Raúl Sáez, Pedro Vuskovic, Alejandro Foxley, Hernán Büchi, Rodrigo Valdés, etc. Todos ellos comprendieron, muy tarde, que la economía es una ciencia regida por leyes matemáticas bastantes inflexibles, y que ciertamente molestan y no caben en el país de las maravillas que es la política. Todos ellos vieron naufragar su bien ganado prestigio en el mundo real cuando se traspasaron al mundo irreal de la política, en que siempre se intenta lo imposible y se trata de que tenga lógica lo que contradice al sentido común.

Hoy estamos viviendo la aventura política de Mario Marcel, que de serio y responsable presidente del Banco Central ha saltado al Ministerio de Hacienda de un régimen populista y sin pies ni cabeza como el de Boric.  Todas las virtudes de sensatez, equilibrio y previsora sabiduría que le dieron fama en el instituto emisor no tienen cabida en el ambiente esquizofrénico de un gobierno que solo puede consolidarse con un populismo insostenible y en que la audacia es lo único que puede prevenir el fracaso. En esas condiciones, el derrumbe del prestigio del Sr. Marcel no es un pronóstico, sino que una certeza respaldada por la improbabilidad del milagro.

Porque, en verdad, solo un milagro podría evitar que el gobierno al que el Sr. Marcel sirve se deslice rápidamente hacia la total incapacidad de cumplir con los mínimos requerimientos de un gobierno responsable. Como presidente del Banco Central ganó fama de apóstol de los equilibrios fiscales, del endeudamiento prudente, del otorgamiento de seguridad y estabilidad que son requisitos indispensables para fomentar la libre empresa y la inversión productiva,  de la independencia y profesionalismo del instituto emisor, de la eficiencia administrativa y de la responsabilidad fiscal, y ha pasado, en pocos días, a convertirse en el aval juzgador de todas las iniciativas que vulneran aquello y se sienta en un gabinete en que se compite por el premio a la iniciativa más disparatada y a la frase más mentirosa y agresiva.

En verdad que cuesta pensar que una persona tan bien preparada y bien intencionada puede decidirse a jugar su futuro en una apuesta tan desafortunada como es el Ministerio de Hacienda de la administración Boric, que está condenado a ser juguete de un populismo sin destino por la simple razón de que el país no está en condiciones de sustentarlo en la coyuntura mundial y nacional en que estamos. Es demasiado obvio que, como ya está ocurriendo, el Sr. Marcel se convertirá en propagandista de todo lo opuesto a lo que hizo para edificar su carrera y perderá completamente su imagen de garante inicial de la mesura y la responsabilidad. De ser un factor de estabilidad, se convertirá con gran rapidez en motivo de desconfianza y de incertidumbre. 

¿Es tan grande el vértigo del poder, del automóvil fiscal con chofer, del saludo de los carabineros cuando se cruza por La Moneda, del hipócrita homenaje de las autoridades extranjeras cuando se les visita, de la frecuente fotografía en los periódicos, como para que un hombre abdique de sus principios? El ejemplo del Sr. Marcel dice que sí, pero el juicio de la historia dice que no. En verdad que es una lástima lo que le está ocurriendo al Sr. Marcel y todavía es más lastimoso el futuro que lo espera. Si tiene la entereza de irse cuando la presión de los irresponsables que pululan en torno a la administración Boric se le haga insoportable, o si se queda para “apagar la luz” cuando la crisis económica lo devore, el olvido de la anécdota lo estará esperando. Ni el portazo de Raúl Sáez ni la iracunda despedida de Pedro Vuskovic los libraron de ese destino.

La realidad de lo que es le impone a Boric un ministro de Hacienda irresponsable, porque toda medida sensata para realizar el ajuste que la economía chilena requiere para lograr cierto grado de estabilidad no tendrá sustento político en sus bases manejadas por un PC. Este sabe que, o adquieren el poder total en un corto plazo o saldrán de La Moneda a patadas, y mucho más pronto de lo que se podría haber esperado inicialmente.  Y ello, por la sencilla razón de que una política económica siquiera coherente no tiene sustento sobre una base política tan rupturista e inestable como la que ese gobierno tiene.

Por todo eso es que, con algo de pena en el corazón, estaremos invisiblemente parados en la puerta de La Moneda para exclamar en el momento oportuno “¡Adiós, don Mario Marcel!”. Tal epílogo es la consecuencia inevitable de haber aceptado un encargo que pudo ver como un honor, pero que en realidad era una misión imposible.

Orlando Sáenz 

¿Sabrá la ministra Siches cómo hacer cumplir la ley? Orlando Sáenz 4 mayo, 2022

En una entrevista concedida al diario “El Mercurio” y publicada el domingo 24 de abril, la Sra. Izkia Siches, ministra del Interior, hizo una declaración realmente sorprendente: “No hemos encontrado como país un mecanismo efectivo para poder controlar la violencia”. Es sorprendente porque el sistema para controlar la violencia interna lo descubrieron los sumerios en el cuarto milenio AC, lo han practicado todos los países que han existido desde entonces, y lo utilizó Chile durante casi toda su historia republicana. El sistema se llama estado soberano que posee el ejercicio del imperio y está dotado de los medios para controlar la violencia interna y ejercer los mecanismos dispuestos para ello  en la constitución y las leyes. Así pues, la ministra miente al atribuirle al país una ignorancia que solo a ella afecta.

Lo otro sorprendente en su declaración es que la haga desde su investidura como ministra del Interior, precisamente el organismo responsable de controlar la violencia interna. Si ignoraba cómo hacerlo, ¿para qué aceptó un cargo cuya premisa es precisamente ese conocimiento?

La Sra. Siches ya se ha ganado justa fama por la imprecisión de sus afirmaciones, de modo que lo mejor en este caso es presumir que lo que quiso decir es que el gobierno de que es ministra no se propone controlar la violencia interna, lo que es muy explicable porque fue generado por ella. Ocurre, sin embargo, que ese gobierno, al constituirse hace poco más de un mes, juró solemnemente respetar y hacer respetar la constitución y las leyes y de ello depende su legitimidad. Si nos tomáramos en serio la declaración de la Sra. Siches, tendríamos todo el derecho a sentirnos liberados de su acatamiento.

Para no ser prejuiciosos, todavía podemos ponernos en el supuesto de que la ministra se atribuyó la personalidad de todo el pueblo para querer decir que solo ella es la que ignora cómo controlar la violencia interna. En ese caso, y con la clara intención de colaborar en la superación de esa ignorancia que es capital en el cargo que ocupa, me propongo hacerle llegar mediante esta reflexión algunas indicaciones para que rápidamente comprenda lo que es la legítima capacidad de represión que constituye la esencia de lo que es un gobierno y para que aprenda a aplicarla correctamente.

La única forma conocida que hace posible la vida en sociedad es el invento del estado dotado de imperio y de capacidad para imponerlo. Eso fue descubierto, como ya antes afirmé, por los sumerios,  supuesto que fueron la más antigua civilización urbana que conocemos. Fue tal el júbilo que les produjo el descubrimiento de un sistema capaz de asegurar la disciplina social que requiere la vida en sociedad para ser posible que, en una tablilla de las más antiguas que conocemos, se consigna la monumental afirmación de que “la monarquía bajó del cielo”. En esa primitiva forma de expresión, quisieron decir que el invento del estado superpuesto a una sociedad humana era tan maravilloso que solo podía provenir de la divinidad.

Tras ese descubrimiento, no ha existido nunca un estado que no estime como su principal y definitoria característica el ejercicio del imperio dotado de capacidad represiva dirigida hacia los inevitables infractores de las normas de convivencia social. Y cuando digo que no ha existido un estado que ignore eso, me refiero incluso a los estados dominados por las tendencias de extrema izquierda que la Sra. Siches representa. Por lo tanto, la lección de los sumerios está al alcance de la ministra con solo un muy elemental libro de historia, disciplina que parece no haber existido en su currículum educacional.

El otro consejo es el que puede recibir de muchos de los que están en su entorno, como son los comunistas. Ellos han llevado a la perfección la represión cuando son gobierno, claro está que más bien la han aplicado a sus detractores políticos que a los que violentan las leyes y normas de convivencia de la sociedad. Es más, los mayores cultores de la capacidad represiva de los estados han sido países como la URSS, China y todos los  que han sido gobernados por comunistas. Y si entre ellos la ministro no tiene un amigo que se preste a desasnarla, puede efectuar una corta visita a Venezuela o Nicaragua o Cuba para rápidamente aprender el manejo de esa capacidad represiva, y aún puede efectuar el viaje en un avión oficial que dada su investidura no parecería impropio.

Justamente, pocos días después de la declaración que comento, el gobierno al que la Sra. Siches pertenece amenazó con reprimir a un grupo de camioneros por bloquear rutas como forma de protestar por la inseguridad en que deben desempeñar su trabajo. El hecho de expresar esa determinación de represión contra los afectados por la violencia interna en lugar de contra los que la practican, demuestra que este gobierno sabe perfectamente cómo resguardar el orden público y, si no lo hace, es porque no tiene intención de cumplir el único juramento solemne que prometió al momento de investirse. Como del cumplimiento de ese deber elemental es su razón de ser y su principal obligación, al persistir en esa actitud perderá su legitimidad como hasta la experiencia pasada de Chile lo demuestra. Sinceramente, es de esperar que no tengamos que llegar a ese extremo para buscar la constitución de otro gobierno que sí muestre disposición a comportarse como tal.

En la misma entrevista, la ministra emitió otra opinión muy desafortunada, como es la de que el gobierno como tal es parte y no árbitro en el proceso constitucional que vive el país. Si tal fuera el caso, el tal gobierno incumpliría otra tarea fundamental que lo obliga, cual es la de gobernar para el total de los chilenos y no solo para una fracción de ellos que, además, parece determinada a minimizarse.  En este caso, también es mejor, por el momento, atribuir tales expresiones al descontrol verbal de la Sra. Siches.

Ella tiene que aprender varias otras cosas además de cómo se combate la violencia interna. Y tal vez la más importante sea descubrir el valor del silencio cuando solo se tiene capacidad para expresar sandeces comprometedoras desde un altísimo cargo público que ocupa. (El Líbero)

Orlando Sáenz 

Las murallas invisibles Orlando Sáenz 27 abril, 2022

¿Quién podría dudar de que existen murallas que no se ven pero que suelen ser más sólidas e inexpugnables que las de concreto armado? Son aquellas que están dentro de nuestras mentes y que nos impiden traspasarlas porque son más herméticas que si fueran reales. Muchas de ellas son benéficas y están hechas de respeto, de limitaciones autoimpuestas, de sentimientos de toda especie. Son las que nos impiden apedrear un santuario, robar en un cementerio o atacar a una mujer hermosa. Pero hay murallas que impiden que una nación solucione un problema que todos sabemos será mortal si se le deja estar. Estas murallas están construidas generalmente por la cobardía o la irresponsabilidad de los gobiernos y de los políticos.

Para ejemplificar lo que digo, ahora deseo referirme a dos de esas murallas que van a terminar matando a la democracia chilena. Una es la del conflicto mapuche. ¿Hay alguien de nosotros que crea que ese conflicto es solucionable racionalmente mediante una negociación o un diálogo? Sucesivos gobiernos lo vienen intentando desde hace muchas décadas y lo único que ha ocurrido es que el conflicto se ha ido agravando y hoy día ya es propiedad de la delincuencia, el narcotráfico, el anarquismo y, por tanto, no tiene ni siquiera interlocutor válido. Todos sabemos que erradicarlo, a estas alturas, solo es posible mediante una operación militar de gran envergadura y que ciertamente tendrá penosas contingencias. Pero todos también sabemos que ningún gobierno que se dice democrático se atreverá a hacerlo, de modo que terminará por desbaratar al país o a justificar un gobierno de facto que nadie desea, pero que se impondrá por la fuerza de las circunstancias. Será como la operación drástica e invasiva que es necesario practicar para evitar el avance de un cáncer.

La otra muralla de ese tipo es la que protege a los depredadores habituales de la Plaza Italia y, cada vez más, de partes estratégicas de la capital. Muchas veces esos depredadores son poco más que niños que inician la adolescencia. Todos sabemos que la impunidad los va a condenar a toda una vida de marginalidad y miserable delincuencia, pero preferimos no hacer nada ante ellos porque es más cómodo eso que enfrentar las críticas que resultarían de reprimirlos drásticamente, y darles una oportunidad en establecimientos correccionales serios, caros y bien profesionalmente equipados. Son carne de cañón que es mejor dejar pudrirse, que atenderlos con rigor en esta etapa. Todos sabemos que ningún gobierno va a hacer nada enérgico al respecto, mucho menos aquellos que se sienten como individualizados con esos delincuentes juveniles a los que llaman “jóvenes combatientes” cuando en realidad son “jóvenes delincuentes”.

Porque existen estas inexpugnables murallas invisibles, las democracias como la chilena están condenadas a desaparecer y en un plazo que ni siquiera es largo. Están enfermas de cánceres que ya no son capaces de tratar y que inexorablemente las conducirán a la tumba cuando la sociedad, desesperada, esté dispuesta a sacrificar su libertad para derribarlas. Es lo que siempre ha ocurrido con los problemas vivenciales que un sistema político es incapaz de enfrentar y resolver, y ello porque, después de todo, las sociedades humanas no desaparecen aunque se vuelvan irreconocibles.

Habrá quienes crean que este tipo de problemas, como el de la Araucanía o como el de Plaza Italia, no son solucionables sin sacrificar el régimen democrático. Ello no es verdad y existen precedentes modernos y recientes que así lo demuestran. Por ejemplo, hubo un tiempo no lejano (yo mismo alcancé a vivirlo) en que Nueva York era la ciudad más peligrosa del mundo, con una delincuencia que parecía imparable y hasta con barrios que eran impenetrables incluso para la policía. Pero llegó un gobernador que había alcanzado el cargo con el emblema de “tolerancia cero” y, en unos pocos años, la ciudad era tan segura que se podía dormir en un banco de una plaza pública sin temor a siquiera perder la billetera. Es mejor no preguntar cómo se logró eso. Seguramente habrá testigos en el fondo de los ríos que enmarcan a Manhattan, pero el problema desapareció y la democracia norteamericana siguió su marcha tan campante. Es como un enfermo de cáncer al que le sacaron el estómago, pero que sigue vivo porque se ha atrevido a pagar el precio duro de la drasticidad para comprar algo de sobrevivencia social. En el mundo moderno, cada vez estamos más enfrentados a realidades tan duras como esa, y dependerá de nuestra voluntad y de nuestro valor solucionarlas o resignarnos a que nos maten.

Esas murallas que he mencionado, sumadas a varias otras, han privado de viabilidad al sistema democrático chileno tal como lo conocemos. Han impedido que se modernice el estado, han impedido que el poder ejecutivo ejerza su deber fundamental, cual es garantizar la vigencia de la ley igualitaria para todos, etc. Por eso nos estamos adentrando en una durísima crisis de la que algún día emergeremos maltrechos pero vivos. Ojalá logremos salvar algo al menos de nuestras libertades y de nuestra convivencia difícil pero factible.  Sin embargo eso dependerá de nuestra capacidad para analizar racionalmente y sacar lecciones constructivas de la dura experiencia que vivimos. Para ello es imprescindible analizar las razones por las que hemos llegado al punto en que estamos e invito a mis lectores a que lo hagamos en futuras reflexiones.

No cabe duda que nuestro actual fracaso es, esencialmente, el de nuestras clases dirigentes y especialmente de nuestra clase política. Se agotaron los Eduardos Frei, los Jorges Alessandri, los Anicetos Rodríguez, los Raúl Rettig, etc. y no ha habido reemplazo para ellos. Con ellos murieron los Congresos que pensaban primero en Chile y luego en la próxima elección, los Presidentes que ejercían el imperio sin dañar la democracia, los tribunales que usaban el sentido común más allá del rigorismo de una computadora, de modo que los pigmeos que los han reemplazado simplemente no dan el ancho para ser  lo que deberían ser.

Ojalá que tras la profunda crisis que viviremos surjan generaciones capaces de retomar el camino que marcó Portales en el siglo XIX y los que he nombrado antes en el siglo XX. Al fin y al cabo, el Imperio Romano fue capaz, hasta cierto punto, de superar la terrible crisis del siglo III. Pero, eso no ocurrirá si no surgen personas capaces de demoler las murallas virtuales. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Otros tiempos, mismo dilema Orlando Sáenz 20 abril, 2022

A principios de 1971, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile en forma legítima y constitucional. En los días, semanas y meses que siguieron, todo el mundo estuvo pendiente de la marcha de un experimento nunca antes intentado: un camino democrático, legal, pacífico e institucionalizado hacia el socialismo. Se trataría, según el programa con que el Sr. Allende había llegado a La Moneda, de un socialismo “con empanadas y vino tinto”, estructurado dentro del marco institucional cuya fortaleza siempre había sido más fuerte que cualquier personalismo y que había librado a Chile de los nefastos caudillismos que habían dañado  tanto a tantos hermanos latinoamericanos.

En la segunda mitad de ese año, visitó Chile el dictador cubano Fidel Castro, reconocido mentor de la candidatura de Salvador Allende, y contra todo protocolo y uso entre mandatarios, se quedó en Chile varias semanas, lo visitó todo, lo estudió todo y se reunió con moros y cristianos (de hecho, fue esa la ocasión en que lo conocí, ya investido como Presidente de la Sociedad de Fomento Fabril). Ofreció muchos discursos en que, con palabras medidas y engañosas para los incautos, se las arregló para transmitir un claro mensaje en el que firmemente creía: el socialismo no es alcanzable democráticamente, y solo se puede implantar por un camino revolucionario.

Todavía recuerdo con asombro su increíble último y enorme discurso en el Estadio Nacional, con Salvador Allende a su costado y en medio de un bosque de encendidas banderas rojas. En un punto de él, le planteó a la muchedumbre enfervorizada la siguiente pregunta: “¡Compañeros! ¿Creen ustedes que están ganando la lucha por implantar en vuestro país un régimen socialista?”. La multitud rugió un SIIIIII que estremeció la ciudad entera, pero al que Castro respondió: “Están equivocados, la están perdiendo”.

Era la terca insistencia en la tesis que le había venido a advertir a Salvador Allende, que no era otra que la convicción de que no había socialismo sin revolución armada, que al enemigo no se le podía vencer dentro de las normas de su juego, que el pueblo unido (entendido como lo hacen los izquierdistas) siempre pierde si no está armado. Un año y medio después, el golpe de estado militar de 1973 le demostró la validez de su tesis y, todavía más importante para nosotros, se la demostró a los comunistas locales y a todos los que lo son sin darse cuenta.

El dilema planteado por Fidel Castro ha vuelto a presentarse en el escenario chileno. Ya no llenan los hoteles de periodistas y eruditos politólogos y sociólogos extranjeros que venían, llenos de curiosidad y de esperanza, a ver el milagro chileno en producción y terminaron huyendo de un enorme y trágico fracaso. El Presidente Boric, en poco más de un mes, está comprobando la imposibilidad de encauzar por vías institucionales normales lo que se pretende sea una refundación del país en búsqueda de un socialismo que la historia reciente de la humanidad ha demostrado utópico. Pero ahora hay una profunda diferencia ante el mismo dilema: el Partido Comunista y buena parte del ala más radical del Frente Amplio aprendió la lección de Salvador Allende y no está dispuesta a experimentar el desgaste que asegura el gradualismo y que, según demuestran ya las encuestas, es vertiginosamente rápido. Ese sector no está dispuesto a ver derrumbarse el régimen por sus contradicciones internas ni está dispuesto a irse para la casa con el rabo entre las piernas ante un proyecto constitucional que pretendió ser revolucionario y terminó siendo ridículo. Ese sector va a hacer su mejor esfuerzo por impulsar al Presidente a conquistar el poder total por la vía de un autogolpe de estado. Y, si no lo logra, va a pretender eliminarlo por “amarillo”, como ya le gritaron cuando visitó una población.

Claro que un autogolpe de estado implica romper frontalmente con la institucionalidad democrática vigente. Significa perder la legitimidad y abrirse a toda reacción insurreccional. Las únicas veces que en la historia eso ha sido posible ha sido cuando se contó con la complicidad de las fuerzas armadas y, por tanto, lo que veremos en las próximas semanas será un esfuerzo gigantesco por, a lo menos, neutralizarlas.

Estoy agudamente consciente de estar planteando un escenario aterrador, pero en verdad no creo que, habiendo llegado hasta aquí y con la oposición política tan estragada, el extremismo de izquierda se resigne a un fracaso total de un gobierno que en verdad no tiene cómo resolver sus contradicciones para enfrentar la situación de rebeldía social y de crisis económica que ya se sufre y que, ciertamente empeorará en el futuro inmediato.

Aunque parezca muy paradójico, el detonante de esta situación insostenible lo está marcando el comportamiento de la Asamblea Constituyente que, conformada con una amplia mayoría favorable a la refundación del país, en su momento pareció ser el vehículo para hacer posible una marcha institucionalizada hacia el socialismo. Pero su actuación ha sido tan desatinada y tan extremista, que lo que pareció una oportunidad de implantar legal y normalmente un socialismo profundo, se ha comenzado a ver como una trampa que hizo pregonar ideas extremas antes de tener las herramientas de poder para sustentarlas. En palabras simples, lo que hace pocos meses parecía un triunfo histórico y aplastante, se ha demostrado como una trampa mortal.

Me pregunto qué opinaría Fidel Castro de lo que ahora está ocurriendo en Chile. Seguramente lo reafirmaría más que nunca en su tesis de que el socialismo es una flor que solo se abre en un macetero revolucionario e irrigado con sangre. Pero Fidel Castro ya no está y la dupla Maduro–Ortega está muy lejos de reemplazarlo. Y, además, nosotros los chilenos estamos obligados a vivir otros tiempos pero ante el mismo dilema. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Para vivir con libertad y progreso- Sáenz 13 abril, 2022

Todo sistema funciona si sus hipótesis básicas se cumplen. Una radio a pilas, por ejemplo, es un sistema simple de una sola hipótesis básica, que es la de las pilas vigentes colocadas en el lugar adecuado. El sistema de gobierno que llamamos democracia es uno complejo de varias condicionantes. Como supongo que comparto con mis lectores el deseo de dotar a nuestro país de una democracia vigorosa y operante, les propongo repasar los condicionantes básicos del sistema para ver cómo podríamos mejorarlos y ponerlos en condiciones de óptimo funcionamiento.

Un condicionante básico de la democracia es que exista un cuerpo ciudadano, depositario de la soberanía, capaz de delegarla para su administración en mandatarios capacitados. Para ello, según su definición básica, ese cuerpo ciudadano debe hacerlo en elecciones libres, informadas y responsables. De inmediato nos surge la vinculación estrecha entre esas condiciones y el nivel educacional. En la medida de que el cuerpo electoral no sea libre, informado y responsable, la democracia no funcionará o lo hará en muy malas condiciones. Basta este elemental análisis para comprender la estrecha relación que existe entre el mal funcionamiento actual de nuestro sistema democrático y el colapso educacional que ha sufrido el país en las últimas décadas. Si queremos corregir eso, debemos solucionar ese déficit educacional y estudiar cuáles medidas nos pueden garantizar un cuerpo electoral capaz de la delegación responsable de la soberanía.

Asentado el axioma de que el éxito de una democracia depende, inequívocamente, de la calidad del cuerpo electoral, comprendemos que ya los griegos del siglo V AC lo vieron así cuando generaron el primer sistema de gobierno democrático de la historia. Claro que, para asegurarse la calidad de ese cuerpo electoral, tomaron medidas que hoy serían imposibles y atrabiliarias, como la de limitar la ciudadanía según antecedentes familiares o niveles de fortuna. Pero la idea central sigue siendo perfectamente válida y existen formas simples y muy democráticas de lograr un cuerpo electoral de razonable nivel de calidad que, como hemos visto, es condición indispensable para un sistema democrático eficiente y capaz de hacer progresar a una nación. Si estuviera en mis manos implementarlo, tomaría dos medidas elementales: limitaría el padrón electoral obligatorio, automáticamente, a quienes obtuvieran la licencia de educación secundaria, sin requisitos de edad. Limitaría el acceso a las candidaturas de elección popular a quienes tuvieran un grado de educación superior en instituciones reconocidas por el estado, ya sean de carácter universitario o técnico. Estoy plenamente seguro de que bastaría eso para garantizar una delegación responsable del ejercicio de la soberanía y estoy también seguro de que ese cuerpo electoral jamás le entregaría el poder de una nación moderna y civilizada a payasos como Maduro o Castillo, ni a boletos de la lotería como Boric.

Otra condición indispensable para el buen funcionamiento de un régimen democrático es la calidad de la constitución que lo regula. Y, para disponer de una buena constitución, hay que regular cuidadosamente el equilibrio de los poderes del estado. Volviendo a las experiencias de la Atenas del siglo V AC, ella descubrió lo esencial de que nunca puede haber democracia cuando un poder del estado se convierte en hegemónico. En los ensayos para definir la democracia, habían pasado por la llamada “etapa de las tiranías” durante el siglo VI AC. Para esa etapa, la palabra “tiranía” tenía una acepción completamente distinta de la actual, puesto que aludía al poder ejecutivo asumido por un caudillo que cristalizaba el deseo del pueblo de acabar con los regímenes aristocráticos de la etapa anterior. Pero si bien la entrega del poder supremo a estos “tiranos” democratizantes fue un gran avance, redundó en la fácil conversión de ellos en dinastas despóticos, que fue cuando el término asumió sus connotaciones actuales. De esa penosa experiencia, los demócratas atenienses derivaron la convicción de que solo un sistema de poderes equilibrados era capaz de proteger y prolongar una verdadera democracia. Es fácil comprender que esa sola condición, también indispensable, basta para descalificar las propuestas que hoy discute nuestra Asamblea Constituyente, en que estoy seguro que a lo menos la mitad de sus miembros no alcanzan ni siquiera a calificar como electores en el sistema de requisito educacional que propongo con la absoluta seguridad de que no será atendido a pesar de su evidente lógica.

Un tercer aspecto que habría que abordar para obtener un régimen democrático eficiente es el del fraccionamiento de las corrientes de opinión frutos de la incultura generalizada y del demoledor efecto de las redes sociales incontroladas. Este es un fenómeno bastante general y es la causa fundamental de la decadencia del sistema democrático a nivel mundial porque está inutilizando el funcionamiento de los cuerpos colegiados, como son los parlamentos. Un parlamento fraccionado en múltiples corrientes deja de ser funcional porque solo es capaz de despachar “leyecitas” circunstanciales y es inútil para grandes acuerdos estructurales. Una buena reforma tributaria, o electoral, o de reorganización del estado, ha dejado de ser posible con los parlamentos de hoy día, aún los de los países más evolucionados. Esa inutilización de los cuerpos colegiados está matando a las democracias y, de no ser corregida, dará paso a una era de gobiernos autoritarios porque, a la larga, los países no mueren fácilmente y terminan aceptando tiranías ante la alternativa de disolverse. Comprometo otras reflexiones sobre la forma de abordar este monumental desafío del mundo moderno.

Estoy consciente de que en esta reflexión estoy planteando problemas de no fácil comprensión y alcance, pero que, al mismo tiempo, son vitales de modo que, nos guste o no, tendremos que resolverlos si queremos vivir en libertad y en prosperidad. (El Líbero)

Orlando Sáenz 

Democracia, ley y constitución Orlando Sáenz 6 abril, 2022

Como ya sabemos que el trabajo de la Convención Constitucional no servirá para nada -lo que era inevitable que ocurriera-, nos tenemos que enfrentar al problema de dar a luz una nueva constitución que reemplace a la ya tan desvencijada de 1980 y permita la restauración de un orden funcional en la democracia chilena. Para darnos a esa tarea, tenemos que empezar por aclarar lo que es una constitución, que es lo que habría sido necesario hacer para evitar la elección de un cuerpo en que la mayoría de sus miembros parece no saberlo.

El concepto de constitución política del estado nació como consecuencia inevitable de dos definiciones claras y básicas. La de lo que es una democracia representativa y la de que son las leyes de un Estado. La definición de la democracia, que alcanzó su precisión en la Atenas del siglo V AC, es la siguiente: democracia es un sistema de gobierno cuya premisa fundamental es que la soberanía reside igualitariamente en el conjunto de los ciudadanos, que, para su administración, la delegan en magistrados electos, libre, informada y responsablemente, cuyas funciones y plazos están definidos con precisión en un acuerdo previo que se llamará constitución política del estado. La definición redundante de ley es que: la ley es la manifestación de la voluntad soberana que, en la forma establecida por la constitución, manda, prohíbe o permite.  

De esas dos definiciones se desprende la necesidad y el carácter del acuerdo fundamental previo que llamamos Constitución. Y de ello se deduce que una constitución es, ni más ni menos, que el organigrama del Estado. Ahora bien, preparar un organigrama no es tarea de cualquiera, sino que de profesionales expertos en ello. Sobre todo, estos tienen que ser muy buenos para que el organigrama que proponen contemple cuidadosos equilibrios entre los poderes contemplados y regule, con  precisión y sin ambigüedades, la función de cada magistrado electo, así como los plazos con que se les designa a través de comicios perfectamente reglados. Consecuentemente, la constitución no es solo como una ley más, sino que es el marco de cómo las leyes se acuerdan y se ponen en vigencia. Consecuentemente, la constitución no se parece en nada a un petitorio, ni a un listado de derechos ni, mucho menos, a un programa de gobierno. Todo lo que se le agregue a ese organigrama y que no corresponda a su finalidad es, en esencia, un grillete para la expresión de la voluntad soberana de la ciudadanía. Para decirlo en forma gráfica, la constitución es un vehículo para que una democracia marche al futuro, pero no es ni el rumbo ni la velocidad ni los virajes que la voluntad popular decida a lo largo de los tiempos.

La calidad de una constitución está determinada por el equilibrio de los poderes que administrarán la soberanía popular delegada. Ya en el mentado siglo V AC, los griegos se dieron cuenta de que cuando ese equilibrio no existe, el régimen deriva inexorablemente hacia la tiranía y esa conclusión jamás ha sido contradicha. Por eso es que las mejores y más duraderas constituciones democráticas siempre han sido fruto de un pequeño grupo de expertos y jamás de una asamblea populachera. Por eso, también, las constituciones de tipo cárcel son instrumentos favoritos para establecer regímenes totalitarios que las usan solo para hacer inamovibles las bases de su poder absoluto. Los ejemplos sobran al respecto, y basta leer las constituciones de los regímenes comunistas o populistas para comprobarlo.  La constitución venezolana es un ejemplo actual y muy aleccionador para ello.

Si nos enfocamos en lo que está ocurriendo en la actual Asamblea Constituyente chilena, vemos con claridad que lo que amenaza emerger de ella es un proyecto constitucional tipo cárcel de la democracia, por su acusada tendencia a establecer políticas contingentes dentro de su cuerpo. Por lo tanto, nacerá desvirtuada y no será acatada por gran parte de la ciudadanía y mayoritariamente por quienes tienen cultura suficiente para distinguir sus grilletes a simple vista. Esta penosa experiencia merece un análisis más profundo.

La Asamblea Constituyente fue consecuencia de un acuerdo político alcanzado en una noche de pánico por un gobierno que nunca fue tal y un mundo político de cúpulas ya completamente desvirtuadas, como demostraban a las claras sus índices de apreciación pública. En un acto de suprema irresponsabilidad, lanzaron a la calle el más delicado de los procesos que puede vivir una democracia y lo hicieron sin tomar ninguna precaución para preservar su idoneidad y los límites de la tarea. La consecuencia ha sido una convención mayoritariamente formada por quienes no saben lo que una constitución debe ser y solo ven en ella una herramienta de revanchismo y un instrumento para la lucha de clases. Sobre esa base, la propuesta que ya se dibuja carecerá de toda seriedad y de toda factibilidad.

Desgraciadamente, es demasiado tarde para reparar la actual constitución con las modificaciones que se han hecho imprescindibles, como son las de depuración y obligatoriedad de los cuerpos electorales. Una democracia no puede sobrevivir con autoridades generadas siempre por minorías, y basta eso para comprender la imperiosa necesidad de profundas modificaciones. La actual constitución de 1980, además de esas falencias, adolece de un rechazo visceral por ser fruto de un periodo dictatorial, y aunque ese rechazo es bastante irracional, es suficiente para tornarla inviable. Por eso es que nos vemos enfrentados a la necesidad de generar una nueva constitución que nazca de un trabajo serio y acotado, muy distinto del que se ha pretendido seguir. Habrá ocasión de meditar sobre cómo lograr ese propósito y lo comprometo para un futuro cercano.

Entretanto, conviene, con muy pocas esperanzas de serena atención, hacerle llegar a los actuales convencionales la advertencia de que cesen en el penoso espectáculo que hoy día están dando, al convertir en una pelea de taberna lo que debería ser el más delicado y prestigiado de los ritos democráticos. Para ello les bastaría meditar en las confluencias y divergencias que existen entre tres conceptos que deben emerger prístinos en un proyecto como el que debieron trabajar con seriedad y responsabilidad: democracia, ley y constitución.

Orlando Sáenz 

Los dragonianos Orlando Sáenz 23 marzo, 2022

Uno de mis pasatiempos favoritos consiste en pasearme frente a mi descomunal biblioteca para escoger un libro y solazarme algunos minutos revisándolo y recordando cuando lo adquirí y leí, o conjeturando quiméricos programas para leerlo si no lo había hecho nunca. Es así como, hace algunos días, recogí y examiné “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano, obra que me causó honda impresión cuando lo leí atentamente a principios de los años 70. Si hoy tuviera que definirlo, diría que es un largo y elocuente lamento por las inmensas riquezas que han extraído extranjeros de América Latina en los más de cinco siglos transcurridos desde el descubrimiento de Cristóbal Colón. En su tiempo esa lectura me produjo exaltación y horror y me infundió el propósito de convertirme en soldado del ejército latinoamericano que en adelante asumiría la defensa de nuestras riquezas naturales.

En el medio siglo transcurrido desde entonces, he cambiado radicalmente de idea y ello porque me he propuesto meditar racionalmente la respuesta a dos preguntas básicas: ¿habríamos aprovechado esas inmensas riquezas si no hubieran venido extranjeros a explotarlas?, ¿es riqueza lo que está potencialmente en la naturaleza si es que no es explotada? Y las respuestas racionales a esas preguntas son desoladoras: con nuestros medios y nuestra iniciativa, la enorme mayoría de esas riquezas seguirían bajo tierra si no hubieran venido capitales y tecnologías extranjeras a explotarlas, por lo menos pagando impuesto y royalties. Una riqueza no existe hasta que comienza a circular.

La verdad de esta última afirmación me llegó de la historia y de la leyenda. La de los Nibelungos se refiere a un tesoro inmenso sobre el que duerme un dragón cuya única preocupación es evitar que alguien siquiera se acerque al tesoro que custodia. El resultado es que ese tesoro en la práctica no existe para los que se mueren de hambre en su entorno. Si hubiéramos dejado que nuestros gobiernos explotaran nuestras riquezas naturales para el exclusivo beneficio de nuestros pueblos, estoy seguro que estas seguirían durmiendo el sueño eterno bajo la tierra y que ni siquiera percibiríamos impuestos y royalties por ellas. Y existen pruebas contundentes de que eso es lo que habría pasado.

Nuestro país, pese a su fama de ser el más ordenado y laborioso de América Latina, no sería productor de cobre si no hubieran venido los extranjeros a explorarlo y explotarlo. Hoy produce cobre en buena forma porque expropió compañías ya funcionando en los tiempos de Allende, pero aún así, su producción es ampliamente inferior a la producción de las mineras privadas que jamás habrían existido con la política del dragón de los Nibelungos que en Chile tiene falanges de miopes seguidores, a los que podríamos llamar “dragonianos” porque comparten la mentalidad del dragón del “Sigfrido”. Me gustaría preguntarle a todos los chilenos que piensan si no estaríamos mucho mejor si abriendo todo nuestro potencial minero al mundo entero en lugar de sentarnos a esperar que los tremendos avances científicos y tecnológicos cualquier día descubran un mejor conductor de la electricidad que el cobre, porque eso marcaría el momento en que el dragón se quede reposando para toda la eternidad sobre una riqueza que ha dejado de ser tal.

Basta leer un libro de historia para ver la triste suerte que han sufrido los llamados monoproductores. Se da ese nombre a países en que un solo producto representa lo fundamental de sus exportaciones. Cuando, por las razones que sea, ese producto encuentra sustitutos más convenientes o formas de ser producido más económicamente en otros lugares, lo que llega con sorprendente velocidad es la ruina, el hambre y el despoblamiento. Los casos son muchos y valgan, como ejemplo, los automóviles de Detroit, el caucho del Brasil, el salitre natural del norte de Chile. Todas esas regiones sufrieron brutales decadencias cuando se agotó el ciclo virtuoso de su producto estrella. ¿Quieren que eso ocurra en Chile los menguados que hoy comienzan a levantar las andrajosas y desvaídas banderas del estúpido slogan de “el cobre para los chilenos”? Si de mi opinión se trata, yo abriría a licitación internacional todos los minerales prospectados para llenar los bolsillos de los chilenos de ahora, aunque fuera a costa de los sueños utópicos de los de mañana. Con ello vería la creación de puestos de trabajos, bien remunerados y de nuevos ingresos para el país que ciertamente no somos capaces de nosotros crear, como lo estamos demostrando.

No conozco ningún país desarrollado que haya jamás aplicado la política del dragón durmiendo sobre las riquezas naturales no explotadas. Todos, sin excepción, practicaron la política de dedicar el estado a gobernar y no a empresariar y dejaron que el particular que quisiera, viniera a trabajar esas riquezas potenciales en la medida que pagara impuestos y diera trabajo. Esa es una política inteligente y no el estúpido slogan que otra vez estamos comenzando a escuchar a pesar de las aplastantes pruebas de su nunca desmentido fracaso.

En verdad, cuesta entender cómo hay quienes ante esa montaña de evidencia insisten en que la nacionalización de los recursos naturales nacionales es una política conveniente para el país. En realidad, la única explicación posible es que se trata de personas en que la ideología puede más que la realidad. Como puede ser que entre ellos haya quienes todavía pueden imponer la razón sobre sus pasiones políticas, deseo recordarles unas cifras muy simples: cuando Allende nacionalizó la minería del cobre, Chile producía menos de quinientas mil toneladas anuales. Hoy, con esa política en el baúl en que también se guardan las polainas, el país produce casi seis millones de toneladas y menos de un tercio de ese total lo produce Codelco.

Definitivamente, los dragonianos son fósiles mentales que pretenden que el país repita sus grandes errores del pasado. Yo creía, hasta hace poco, que a este respecto hacía tiempo que Sigfrido había matado al dragón, pero parece que hay muchos que lo están resucitando. (El Líbero)

Orlando Sáenz 

Juicio y no prejuicio Orlando Sáenz 16 marzo, 2022

Mi método histórico de atisbar el futuro consultando al pasado tiene el defecto de hacerme parecer prejuicioso cuando, con sus resultados, pronostico el éxito o el fracaso de algunas medidas de gobierno. Varias veces algunos lectores me advirtieron de ese defecto, pero nunca tantos como cuando, en una reflexión escrita antes siquiera de la elección para la Asamblea Constituyente, aseguré rotundamente que ese ente sería un fracaso. Ahora que mis predicciones se cumplen cabalmente, conviene que con humildad reconozca que el acierto no tiene nada de mérito personal, sino que este se produce porque la predicción no era un prejuicio, sino que un juicio.

Pronostiqué ese fracaso porque se acumulaba un conjunto de antecedentes que, analizados cuidadosamente, demostraban que la tal Asamblea Constituyente no tenía por dónde resultar exitosa. Creo llegado el momento de repasar esos antecedentes para demostrar que lo que entonces pareció un prejuicio, en verdad no era otra cosa que un juicio acertado.

En primer lugar, debemos atenernos a la reconocida regla de que mal termina lo que mal comienza. La convocatoria a esa Asamblea Constituyente fue producto de una reacción cobarde y excesiva al famoso y mal llamado estallido social del 18 de octubre de 2019. En ese entonces, el gobierno y toda la clase política atrincherada en el Congreso se apanicaron ante la magnitud de los desórdenes y ante la rotunda negativa de las Fuerzas Armadas a salir a reprimir sin declaración de un Estado de Sitio. Entonces, sin medir sus consecuencias, lanzaron a la calle el famoso proceso constitucional que ahora paga toda su frivolidad e inconsistencias.

Por otra parte, para entonces ya existían muchos antecedentes de que, en gran parte, el pueblo chileno tenía un concepto muy confuso de lo que es una constitución política y la confundía con un pliego de peticiones, con un programa político o con una simple expresión de deseos, todo ello presidido por una repulsa irracional a la Constitución de 1980 exclusivamente basada en el axioma de que todo lo que había hecho el régimen dictatorial de Pinochet era execrable. Esos conceptos equivocados eran palpables ya cuando se vislumbró un proceso constituyente y los distintos sectores comenzaron a adelantar ideas sobre lo que la nueva carta fundamental debía contener. Era obvio para cualquiera que la elección de convencionales terminaría creando una asamblea en que la mayoría no entendía  lo que era una Constitución. Para hacer peor las cosas, esa asamblea coincidió la elección de sus miembros con una campaña presidencial en marcha, lo que la convirtió en algo teñido de un inmediatismo completamente opuesto a la serena intemporalidad que debe tener un texto constitucional. La idea de incorporar cupos reservados a la composición de esa asamblea terminó por degradar su representatividad, puesto que con ellos se le otorgaba a ciertos sectores minoritarios un grado de peso relativo aberrante para la enorme mayoría de los chilenos.

Para acentuar la irresponsabilidad con que se desarrolló todo el proceso de constitución de la asamblea, su método de selección fue el mismo con que se podría haber efectuado una elección de concejales municipales. Pero resulta que una constitución es un texto eminentemente técnico que requiere del trabajo de personas muy calificadas. Basta repasar la composición de la asamblea que se ha dado a la tarea para comprender que la calidad de la mayoría de sus miembros convertiría en milagro cualquier texto coherente que pudiera derivarse de ella. Para graficar este aspecto, parecería como haber convocado a un Congreso de carpinteros para construir el Taj Mahal.

Cuando esa elección de constituyentes se efectuó, el propio Parlamento tenía una apreciación ciudadana todavía inferior a la del propio gobierno Piñera II, que a su vez era el más mal calificado de la historia de Chile. Pero la aprobación popular no es más que el reflejo del juicio así mismo, puesto que es el pueblo el que elige a sus autoridades y es el Congreso así calificado no otra cosa que el reflejo de la pérdida de la capacidad para delegar responsablemente la soberanía que es, en última instancia, la causa profunda de la crisis y la decadencia de la nación. Un cuerpo electoral que elige un parlamento tan malo como ese no tenía por dónde elegir una asamblea constituyente mejor. 

Como se verá, todos esos antecedentes hacían inevitable pronosticar una asamblea constituyente fracasada y los acontecimientos no han hecho más que demostrar lo que era evidente. Los debates constituyentes son una vergüenza y sus despropósitos, cruel y ampliamente publicitados, en pocas semanas tienen a la mayoría de la nación devanándose los sesos para imaginar formas civilizadas de pasar su ocurrencia al cofre donde Chile guarda, pudorosa y avergonzadamente, episodios como el motín de Figueroa, la república socialista de Marmaduque Grove, la candidatura del cura de Catapilco o los discursos programáticos de Florcita Motuda en el Parlamento.

Lo grave es que el fracaso del proyecto constitucional de esta circense convención va a dejar a Chile ante un problema muy arduo. La constitución de 1980 está ya tan desvencijada que su sustitución es imperativa, de modo que habrá que plantear un proceso constituyente hecho con la cabeza y no con los pies, rogando a Dios que la institucionalidad vigente  siquiera conceda tiempo para ello. La forma de hacer una constitución sensata y longeva no es ningún misterio, pero exige preparación y espacio. Prometo dedicar una reflexión futura a ese tema. Otro arduo problema es el de la vigencia de las actuales leyes y su compatibilización con las nuevas normas constitucionales, pero eso también es una ciencia conocida y se puede implementar si es que nos olvidamos por un rato de nuestra perenne y absurda pretensión de una originalidad que no existe entre nuestras dotes.

Creo que, con estos comentarios, he demostrado cabalmente que mi predicción de fracaso no era un prejuicio sino que, apenas, una razonable ponderación de los antecedentes existentes. (El Líbero)

Orlando Sáenz

Más que un error Orlando Sáenz 9 marzo, 2022

Durante los largos decenios de la Guerra Fría, fueron cientos los secretos militares, científicos y tecnológicos que le revelaron a la Unión Soviética los comunistas que desempeñaban cargos sensibles en los aparatos administrativos de las democracias occidentales. Tal vez en todo conflicto internacional registrado en la historia hayan existido individuos que, por una u otra razón, simpatizaban más con el enemigo que con sus propios compatriotas, pero nunca antes esa actividad quintacolumnista tuvo la intensidad, el volumen y la importancia que alcanzó en esta sorda confrontación que condicionó casi un siglo completo del registro humano. Y, ¿por qué ocurrió así? La respuesta es simple, pero muy profunda: porque la Guerra Fría fue principalmente un conflicto ideológico que puso a modelos de sociedad completamente opuestos el uno frente al otro.  Y las ideologías que se enfrentaron estuvieron respaldadas por doctrinas integrales que tienen la fuerza de adicción de verdaderas religiones con fundamentos metafísicos.  Todos sabemos que, para un verdadero comunista, la lealtad con el camarada, aunque esté al otro lado del mundo, es mucho más fuerte que con cualquier compatriota, cualquier aliado político circunstancial, cualquier régimen en el poder. Habría que retroceder hasta la confrontación entre el Islam y el mundo cristiano, a partir del siglo VII, para encontrar un enfrentamiento de esas características.

Cuando el mundo libre comprendió la potencia de ese vínculo, inició con todas sus fuerzas la lucha contra los llamados “topos”, o sea contra los comunistas, declarados o encubiertos, que podían estar desempeñando cargos sensibles en sus propios aparatos de seguridad y gobierno, todo ello bajo el acertado diagnóstico de que toda información que pueda conocer uno de ellos, debe presumirse que será finalmente conocida por el enemigo.  Se puede asegurar que de esa guerra, sucia y sorda, surgieron las estructuras de investigación y de contraespionaje en el grado de perfección que hoy tienen, llámense FBI, CIA, DGSE, M5, etc. Durante esa lucha, que en algunos casos alcanzó la irracionalidad de una paranoia, (como la era del Macartismo en Estados Unidos), se desarrolló también una colaboración silenciosa, pero muy amplia y efectiva, entre los servicios de inteligencia de las potencias occidentales y los de países democráticos como eran entonces los latinoamericanos. No solo compartieron informaciones, sino que también entrenamientos, tecnologías, y advertencias para enfrentar a los grupos subversivos internos. Un buen ejemplo de ese tipo de colaboración, fue el que le permitió a Chile incautarse de envíos de armas desde Cuba a los violentistas nacionales.

Terminada la Guerra Fría, la situación se ha prolongado porque el marxismo sigue vivo y porque ha derivado en el fomento de muchos otros movimientos subversivos que afligen a los países del llamado tercer mundo. La mejor demostración de que esa guerra contra los “topos” sigue vigente es la absoluta eliminación de elementos comunistas en los aparatos de defensa y de mantención del orden público que se ha practicado en todas las democracias occidentales hasta el día de hoy. Esto es tan así, que a partir del día 11 de marzo, Chile habrá ingresado al exclusivo club de los Récord Guinness, por ser el primer país democrático que nombra comunistas en sus aparatos de defensa y de contraespionaje, y ello porque el Presidente Electo Boric nominó a una comunista en el máximo nivel de La Moneda misma y a otro en el más alto nivel del Ministerio de Defensa. Me atrevo a asegurar que en todos estos últimos decenios, no se produjo ningún nombramiento similar en los países que buscan en la democracia representativa el modelo de sociedad que desean.

Es necesario hacer notar que Chile romperá ese récord no solo en forma absoluta, sino que lo hará en circunstancias propias particularmente enconadas. Desde que se restauró la democracia en 1990, el Partido Comunista chileno ha asumido la bandera de defensa de los derechos humanos sin aceptar que su horroroso pasado lo descalificaba para eso. Lo hizo porque ese tema es muy sensible en el país y especialmente entre los sectores donde encuentra su mejor área de expansión. Para ello, ha desatado décadas de persecución a los militares que participaron, directa o indirectamente, en la represión de los años de la dictadura. Para lograr los fines que se proponía, no trepidó en fomentar aberraciones jurídicas, como la de considerar secuestro permanente a la desaparición de personas y el desconocimiento del elemental axioma de la obediencia debida que existe en las estructuras militares de todo el mundo, y todo eso para posibilitar seguir mandando militares a la cárcel medio siglo después de los hechos imputados.  Naturalmente, esa estrategia le ha permitido al PC grandes avances a nivel de apoyos populares, pero ha creado un abismo de odio y resentimiento entre el mundo militar y sus huestes. Ese factor trasforma los nombramientos aludidos en algo mucho peor que la temeridad.

Ahora bien, no se puede descartar la posibilidad de que los comunistas nombrados sean tales que no funcionen como “topos” en beneficio de los grupos subversivos que probadamente han sido apoyados, ideológica y materialmente, por el PC en las últimas décadas. Pero el solo hecho de ser comunistas de fila hará correr la desconfianza no solo a nivel nacional sino que también a nivel internacional. Estoy seguro que con un comunista en la primera fila del Ministerio de Defensa, Chile quedará completamente excluido de ese discreto club de las informaciones de inteligencia que son el mayor escudo de protección del mundo democrático. Y ello, para no mencionar el efecto interno que le asegura al próximo gobierno un peligroso grado de desafección en el interior de estructuras muy fundamentales para su estabilidad.

Por todo lo señalado, pienso que el anuncio de estos dos nombramientos constituye el primer gran error de la nueva administración. El que lo cometa, incluso antes de llegar a La Moneda no hace más que convertir el error en irresponsabilidad.  La “petite histoire” afirma que, cuando Talleyrand se enteró del fusilamiento del duque de Enghien por orden de Napoleón, exclamó: “¡Es peor que un crimen, es un error!”.  Si hoy viviera, al conocer los nombramientos que comento, tal vez exclamaría “¡Es más que un error, es una estupidez!”.

Nota: La invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin como muy menos marcará el inicio de una nueva Guerra Fría. Ya los comunistas de todo el mundo están adhiriendo a esa agresión, lo que redundará en su aislamiento en todas partes del resto del mundo, agravado por el universal rechazo que la agresión ha provocado. En estas nuevas condiciones, los nombramientos que comento adquieren la característica de lesión a los intereses del nuestro país y serán un barómetro para medir la influencia del PC en el nuevo gobierno. (El Líbero)

Orlando Sáenz

De justicia a venganza Orlando Sáenz R. 8 agosto, 2015

Cuando, en 1989, fui candidato a Senador en las listas de la Concertación de Partidos por la Democracia, hice del castigo a las violaciones de los derechos humanos durante el régimen autoritario el motivo central de mi modesta campaña.  En esos tiempos se requería bastante valor para hacer eso, puesto que ese régimen autoritario todavía gobernaba y le dejaba a su sucesor un verdadero estado dentro del estado para protegerse.  Si yo hubiera siquiera sospechado que, un cuarto de siglo después, el castigo a las violaciones de derechos humanos durante el periodo del General Pinochet se iba a haber convertido de justicia en venganza, de noble imperativo ético en aprovechamiento político, mi discurso habría sido muy otro.

Cuando clamaba por justicia estaban vivos todos los verdaderos culpables de esos actos repudiables y estaban en sus puestos todos los jueces que habían sido, de alguna manera, cómplices por omisión de horrendos crímenes.  Un cuarto de siglo después, el arrastrar a tribunales a quienes fueron instrumentos de esos crímenes, obligados por la regla de la obediencia debida, que es la norma fundamental de todos los ejércitos del mundo, no solo dejó de ser justicia si no que cae de lleno en la venganza institucional y en el aprovechamiento político.  Tal vez, en mi monstruoso error de juicio, influyó algún conocimiento de la historia.  De solo pensar en lo que sería Europa si es que el criterio empleado en Chile se hubiera  aplicado a Alemania después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, o se hubiera aplicado en  España tras la Guerra Civil, me pareció imposible que aquí se negara en algún momento el exonerante moral de la obediencia debida.  Los propios jueces repiten sin cesar que ellos aplican leyes y no justicia, y esa es una forma de eludir responsabilidades bajo un pretexto que se parece mucho al de la obediencia debida y, sin embargo, ninguno ha enfrentado los castigos que hoy se le imponen a quienes fueron subalternos obligados cuando ocurrieron los luctuosos sucesos.

Como si esta feroz injusticia no fuera suficiente, los juicios actuales a los militares están, en su mayoría, amparados por disposiciones internacionales que Chile suscribió después de las circunstancias que los provocan, con lo cual se está incurriendo en un vicio de retroactividad que es rechazado en todas partes.

Lo que hace aún mas odiosa la caza de brujas con que hoy día el mundo político se venga de las Fuerzas Armadas, es la calidad moral de los motores que la impulsan.  El Partido Comunista es el mas ortodoxo que va quedando en el mundo y nunca levantó un dedo para protestar con las monstruosas violaciones de los derechos humanos que han hecho del marxismo – leninismo el mayor asesino de pueblos que reconoce la historia de la humanidad.  Tan solo Stalin mató a mas adversarios políticos, supuestos o reales, que dos o tres veces la población de Chile  y el Partido Comunista Chileno no solo no protestó por ello, si no que buena parte de sus dirigentes  vivieron en Rusia y avalaron con su representación tan horrendo periodo.  Jamás nadie en Chile ha visto al Partido Comunista protestar por los crímenes de los regímenes afines que han ensangrentado el mundo durante mas de un siglo.  Ver a ese partido rasgando vestiduras por la impunidad de los subalternos de la dictadura un cuarto de siglo después de la ocurrencia de los hechos, es algo que repugna.

Pero la hipocresía institucionalizada que encubre lo que ahora ocurre no se limita al Partido Comunista.  Acabamos de ver a la propia Presidenta de la República buscar popularidad con un caso de quemados cuando ha ignorado ostensiblemente a quemados muchos mas recientes, como es el matrimonio  Luchsinger McKay, sin que se recuerde gesto alguno hacia la familia ni diligencia especial alguna para esclarecer y castigar a sus autores.  La hemos oído exhortar reiteradamente a los militares a abandonar supuestos pactos de silencio para continuar con la casa de brujas, y jamás nadie la ha visto pedirle a los comunistas esclarecimientos sobre el terrorismo en la Araucanía, sobre el asesinato del Senador Jaime Guzmán o sobre la muerte de los escoltas del General Pinochet del día del atentado en su contra, en todo los cuales hay motivos mas que suficientes para suponer alto grado de conocimiento y de complicidad de quienes hoy son sus compañeros de gobierno.

Son demasiadas las circunstancias que muestran cómo el tema de castigo a la violación de derechos humanos durante la dictadura ha pasado de justicia a venganza y de preocupación ética a aprovechamiento propagandístico y político de la extrema izquierda.  Esas evidencias, que cualquiera puede ver, son lo que ha transformado en sainete lo que fue la transición a un régimen que hizo de la paz y reconciliación su lema y su admirable propósito.

Lo peor de todo es que en Chile abundan los que creen que todo esto no ha afectado la moral y la adhesión de nuestras Fuerzas Armadas al sistema democrático que tanto nos costó recuperar.  Juzgan el silencio como convicción y no se dan cuenta que ese silencio se genera mas en el principio de la obediencia debida que en cualquier otra consideración.  En suma, el mismo principio que no han querido hacer valido para estos procedimientos es el que hoy los protege del resentimiento que cualquiera que se lo proponga puede detectar.  La verdad es que se ha creado un abismo de incomprensión y de desencuentro entre la sociedad civil y el mundo militar y esa es una situación que ningún país puede ignorar, sobre todo con los problemas latentes de seguridad que afectan al nuestro.

Por todo lo señalado es que se hace imperativo rectificar los términos de la relación entre el mundo civil y el uniformado, si es que verdaderamente queremos una sociedad reconciliada en que sea posible el “nunca mas”.

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