Cristobal Bellolio

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Cristobal Bellolio «El estallido fue un momento populisa antes que una revuelta contra el neoliberalismo»  Publica libro el momento populista chileno

-¿Qué representa gente como Pamela Jiles, Daniel Stingo, Mauricio Daza? ¿Por qué la farándula se ha mezclado con la política? ¿Era inevitable?
-Jiles pudo haber sido una especie de vocera tardía del estallido, y sin duda su discurso tiene elementos populistas: si Arturo Alessandri hablaba de la canalla dorada y la chusma querida, Jiles tenía epítetos más duros contra sus colegas mientras alardeaba de sus nietitos y “sinmonea”. Trató además de darle un giro identitario e interseccional a su discurso. De los otros no me pronuncio.
-El expresidente Piñera es un caso paradigmático. Se volvió un símbolo de la elite. ¿Qué responsabilidad tiene en la crisis de 2019?
-A veces uno piensa que gente con tantos recursos invierte en buenos diagnósticos, pero las cosas suelen ser mucho más improvisadas. Era bastante evidente que Chile no era igual en 2018 que en 2010, y sin embargo Piñera y su entorno no se dieron por notificados. De otra manera no se entiende que hayan echado mano prácticamente a los mismos elencos, que desde el punto de vista identitario tienen todas las características del privilegio, como decía Loncón. ¿Realmente no hay más diversidad en la derecha? ¿Por qué no se ha invertido en producir una elite más heterogénea ahí? Lo ignoro.
-No creo que Boric sea populista, la verdad. Al menos en su faceta de candidato y luego presidente. La crítica que hizo el movimiento estudiantil fue específicamente ideológica: hay cosas que el dinero no debería poder comprar, de lo contrario estamos condenados a vivir en una sociedad estratificada según capacidad de pago. Boric es un socialista libertario, un socialdemócrata, algo por ahí, pero populista no es. Tampoco lo era Bachelet, como alguna vez se insinuó.
Lo que sí es preocupante es la degradación del clima político y la forma como hemos dinamitado la amistad cívica. La democracia no son solo instituciones en el sentido formal de reglas del juego, sino también una serie de prácticas de fair play, de respetar la legitimidad del adversario, de no abusar de las herramientas, etcétera. En eso nos estamos cayendo, y digo que es preocupante porque hay una carrera armamentista: todos justifican su proceder porque el otro lo hizo antes, entonces nadie le pone el cascabel al gato.

Otras publicaciones

“El Rechazo es mejor opción para construir un proceso constituyente más transversal y que nos una” 20 agosto 2022

No estará en Chile para el día del plebiscito –por encontrarse en el extranjero en una exposición académica-, pero ya decidió durante los últimos días qué opción prefiere. El académico de la UAI y referente del mundo liberal Cristóbal Bellolio -quien tuvo una fallida candidatura para convertirse en convencional- está por el Rechazo, lo que profundizará mediante una carta pública.

Pese a que aprobó en el plebiscito de entrada, está desilusionado del proceso, en el cual dice que se marginó a un sector político.

¿Por qué prefiere el Rechazo?

Ambas opciones me siguen pareciendo razonables. No creo que ninguna sea obvia, ideal, ni descabellada. Hay mucha gente que va a votar Apruebo, que sabe que el texto está lejos de ser ideal, y que cree que hay que hacer varias correcciones para que podamos decir que es la casa de todos. Y también una parte importante, sino la mayoría que va a votar Rechazo, que es gente que quiere una nueva Constitución, pero no está satisfecha con esta propuesta. Y creen que si nos tomamos un poco más de tiempo, si le damos una segunda oportunidad al proceso, puede que terminemos con una Constitución que tenga la capacidad de generar algo así como una lealtad constitucional transversal. Yo he llegado a creer justamente en esa discusión, en el margen que esa segunda opción es mejor que la primera.

¿Por qué a algunos liberales les cuesta aprobar?

En el plebiscito de entrada la inmensa mayoría de los liberales votaron Apruebo. En ese referéndum había dos Apruebo. Uno más sustantivo que quería que el contenido se asemejara a ciertas preconcepciones ideológicas, superar el modelo neoliberal. Y otro procedimental que quería estructurar el poder político, distribuirlo, y que fuera una Constitución legitimada en democracia. Pero este grupo no tiene una visión tan crítica de los últimos 30 años. Y en la Convención se enfrentaron dos comprensiones alternativas. Una que buscaba una casa común, que yo llamo consensuada, y otra, que llamo adversarial, que dice que la legitimidad no se funda en el consenso: es imposible encontrar ese mínimo común.

¿Cómo vio ese proceso?

Es evidente que se produjo esa exclusión. Tenemos muchos antecedentes de convencionales que dijeron que esto se hace sin la derecha o sin estos grupos más tradicionales. Lo que imperó en la Convención fue una comprensión más bien adversarial. Y tiendo a pensar que los liberales se sienten más cómodos con una comprensión consensual.

¿Se siente responsable por promover algo que no le gusta ahora?

Yo vengo promoviendo un proceso constituyente desde hace mucho tiempo, antes incluso del estallido social. Yo promovía la elección de una asamblea constituyente que elaborara un nuevo texto. Me parecía que este era el mejor mecanismo y sigo creyendo que lo es. Obviamente, las condiciones en las cuales elegimos la Convención son particulares. Había mucha rabia acumulada, muchos grupos históricamente marginados que por primera vez se sentaban a la mesa de toma de decisiones. Si eligiéramos convencionales hoy, quizás los números serían distintos. La gracia del Rechazo es que si continúa el proceso constituyente los convencionales se elegirán en otro momento político, bajo otras condiciones. Y podría ser más representativo de la diversidad de Chile.

¿Y es posible una Constitución que “nos una”?

Que una, pero no en el sentido ingenuo de creer que somos todos amigos y no vamos a pelear. Cuando decimos una Constitución que genere lealtad constitucional nos referimos a una que determine cuáles son los pocos principios básicos que compartimos dado el hecho de la diversidad y que somos muy distintos. Estoy pensando en que haya instituciones compartidas, de las cuales todos nos sintamos parte, creadores.

¿Cómo ve el texto en contenido?

Si uno busca qué cuestiones podrían ser complejas desde la óptica liberal uno las va a encontrar. Pero también hay cosas que son positivas en el texto. La libertad de expresión, el Estado laico, sigue habiendo separación de poderes. Una consagración de un Estado social y democrático de derechos. Pero algunos liberales podrán tener reticencias con que parezca haber derechos especiales para ciertos grupos.

¿Cómo continuar el proceso?

Si gana el Rechazo, se vuelve a abrir la válvula de participación ciudadana con una nueva elección de una Convención. Podría adoptar el reglamento de la primera para ahorrarse tres meses, podría trabajar un tiempo más acotado, como seis meses. Que parta de la base del texto actual. La Constitución tiene que ser un punto de encuentro y consenso básico de la diversidad política de un país. El Rechazo es una mejor opción para construir un proceso constituyente que sea más transversal y que nos una.

¿No hay riesgos al darle continuidad?

Todas las alternativas tienen pros y contras. El problema del Apruebo es que se acaba la participación ciudadana y esto se traslada al Congreso. Podríamos buscar una fórmula que tenga más pros que contras. Si un texto transversal se aprueba con un 70%, ¿no sería un mejor resultado?

¿Cómo ve la reconfiguración de fuerzas que podría provocar un triunfo del Rechazo?

Estamos claros de que hay un mundo de centroizquierda que si gana el Rechazo se fortalece. Si es que gana el Apruebo tú vas a fortalecer a una derecha más dura, de tipo populista en Chile, que va a insistir en los clásicos tópicos que insisten los populismos de derecha. Patriotera, muy crítica de la plurinacionalidad, muy crítica de la paridad, antiinmigración.

¿Y qué pasaría con Chile Vamos?

Tiendo a creer que vuelve a aparecer la esperanza de construirla más en el centro.

Bachelet, la ansiedad constituyente y el ‘Catecismo de los Patriotas’ Cristobal Bellolio 27 mayo, 2015

En el reciente mensaje del 21 de mayo, la Presidenta Michelle Bachelet invocó el espíritu de los Padres de la Patria para fundar su posición en torno a la cuestión constituyente. Citando al fraile Camilo Henríquez, recordó que los pueblos tienen el derecho de revisar su herencia constitucional, pues “una generación no puede sujetar irrevocablemente a sus leyes a las generaciones futuras”. Es una idea que ya había esbozado Kant para caracterizar la Ilustración e incluso Jefferson para explicar que las constituciones debían tener una vigencia limitada, pues operaban como las deudas (no se puede obligar a los hijos a pagar las de los padres).

De acuerdo a esto, las generaciones que van entrando a la discusión pública siempre tienen el derecho de preguntarse si acaso un nuevo momento constitucional es pertinente o recomendable. Cuando la respuesta es negativa, se acepta la herencia y se ratifica la ley fundamental, la que se entiende para todos los efectos como propia. Es lo que ocurre en la mayoría de los casos. Sin embargo, a veces la respuesta es positiva porque las nuevas generaciones rechazan –total o parcialmente– el legado político-constitucional de sus antecesores. Cuando el repudio es total, procede no sólo un momento constitucional sino constituyente. Ese pareciera ser el escenario en el que nos encontramos. El debate acerca de la necesidad de un nuevo texto constitucional está más o menos zanjado (con la previsible resistencia de la UDI, por cierto). En cambio, la pregunta acerca de cómo redactar la nueva Constitución sigue estando abierta y en ese campo cabe una razonable diversidad de legítimas opiniones.

¿Cómo aplicar esta tesis al debate actual? Pensemos que Chile tuvo un primer momento constituyente-constitucional entre 1980 y 1989. De allí emergió el legado institucional de Pinochet, pero también incluyó la cincuentena de importantes reformas que la dictadura negoció con la Concertación justo antes de entregar el poder y que fueron ratificadas en un referéndum. En 2005 tuvimos un segundo momento constitucional, que Lagos quiso hacer aparecer como políticamente constituyente. También fue fruto de arduas negociaciones entre Alianza y Concertación.

Diez años más tarde, entramos en lo que algunos han llamado un tercer momento constitucional –reconocido incluso en el programa de Gobierno que preparó Andrés Allamand–. Mi intuición, siguiendo la tesis del cura Henríquez, es que la misma generación que condujo los dos momentos constitucionales anteriores está inhabilitada para conducir el tercero, especialmente si uno de los objetivos del proceso es darle inicio en forma verosímil a un nuevo ciclo histórico-político.

El punto de esta columna es sencillo: si Bachelet quiere ser realmente fiel al espíritu de las palabras de Camilo Henríquez, debe sacudirse la ansiedad constituyente de la Nueva Mayoría. Es una paradoja, pues la Presidenta ganó con un programa que prometía nueva Constitución. Sin embargo, apurarse en redactar un nuevo texto a través de una comisión de expertos o del Congreso Nacional –para que alcance a estampar su firma y no ser menos que Lagos– implicaría burlar la tesis generacional del “Catecismo de los Patriotas”.

El caso de Allamand es ilustrativo. Fue importante articulador de los acuerdos por la democracia en los ochenta; protagonista de la transición en los noventa; impulsor de varias modificaciones constitucionales en 1997 que, finalmente, vieron la luz en 2005 (como la eliminación de los senadores designados); y hoy tiene asegurado un escaño en el Senado hasta 2020. Piense ahora en Ricardo Lagos: llamó a votar a favor de las reformas de 1989, fue la estrella del proceso de 2005 y ahora dirige una plataforma digital (“Tu Constitución”) que le permite seguir vigente en el debate. O en Andrés Zaldívar, que ocupaba la presidencia de la DC en 1989 y que tuvo la responsabilidad de aprobar las reformas de 2005 desde su sillón senatorial. Hoy sigue en el Senado. Si el tercer momento constitucional-constituyente pasa por sus manos en el actual Congreso, no se puede decir realmente que una nueva generación está revisando la herencia constitucional de sus padres. Es básicamente la misma: aquella que se organiza políticamente en dos grandes coaliciones cuya estructura divisoria encuentra su hito originario en el plebiscito de 1988.

Quiéralo o no, Michelle Bachelet pertenece a esa misma cohorte. Por lo anterior, la única forma coherente de abrazar las ideas de Camilo Henríquez sería dotar al proceso constituyente de las herramientas institucionales necesarias para que la generación postransición se haga cargo de concluir la operación en el próximo período.

En el Congreso actual su representación es marginal. Nuevos movimientos como Evópoli, Revolución Democrática o la Izquierda Autónoma tienen apenas un diputado cada uno. El PRO de Marco Enríquez o Fuerza Pública de Velasco ni siquiera tienen. Los procesos de renovación interna de los partidos tradicionales han sido más dificultosos de lo pensado. En consecuencia, lo recomendable es darles tiempo para que incrementen su poder negociador no sólo dentro del Congreso sino que también fuera de él.

La Presidenta está en lo correcto cuando señala que el proceso constituyente requiere de un amplio acuerdo político. Pero siguiendo la tesis generacional que ella misma puso sobre la mesa, dicho acuerdo sería más sustentable si se suscribe a lo largo del interesante espectro ideológico de la generación postransición. Si en cambio recae sobre la misma generación que ya protagonizó los dos momentos constitucionales anteriores, no deberíamos extrañarnos si en unos años más comenzamos a plantearnos la necesidad de un cuarto momento auténticamente constituyente y refundacional. A fin de cuentas, las reglas constitucionales acordadas se aplicarán en el ciclo vital de los que vienen de entrada y no sobre los que van de salida.

¿Es neoliberal apoyar el aborto?, Cristóbal Bellolio 22 marzo, 2016

Circula la idea –expuesta en este medio por la pluma siempre generosa de Daniel Mansuy, así como en otros circuitos neofalangistas de la derecha– de que los sectores políticos que votaron a favor del aborto en tres causales específicas estarían vendiendo su alma al individualismo más radical. La Nueva Mayoría y parlamentarios como Gabriel Boric habrían abdicado del corazón normativo de su discurso: la aspiración a una sociedad que incentive los vínculos de solidaridad por sobre un esquema de aislamiento donde cada uno hace lo quiere. Marx estaría avergonzado, intuye. El aborto, sostiene Mansuy, fue defendido ocupando principalmente esa herramienta: la apelación a la autonomía de la mujer sobre su cuerpo, sin tomar en cuenta la importancia de la familia como fábrica primaria del tejido social.

La crítica se hace especialmente dura cuando se trata de la Democracia Cristiana, partido que dice defender –o al menos históricamente nació para ello– valores comunitarios expresados en instituciones políticas. Soledad Alvear habría sido, después de todo, consistente con su credo partidario, lejos de la derecha. Los otros, en cambio, se habrían convertido al liberal-contractualismo.

Vamos por parte. El caso a favor de autorizar legalmente la interrupción del embarazo en ciertas situaciones se funda, ideológicamente hablando, tanto en el argumento de la autonomía de la mujer (la justificación liberal) como en el argumento de la igualdad en la distribución de las cargas sociales (la justificación igualitaria). Es difícil, cuando se trata del aborto, separarlas. La mujer reclama el derecho de disponer libremente de su cuerpo en casos en los cuales el deber estatal que se le impone no guarda ninguna proporcionalidad con lo que exige regularmente a los hombres. Lo que se reclama es igualdad de autonomía, no puramente autonomía. De ahí que Boric tenga razón al conectar su voto con el esfuerzo histórico del feminismo, que a fin de cuentas no es otra cosa que una exigencia de igualdad.

Mansuy tiene sin duda razón cuando reconoce que la fibra doctrinaria de parte importante de las razones que se entregaron en el hemiciclo es de naturaleza individualista y esta es justamente una de las coordenadas centrales de lo que John Gray llamó el “síndrome liberal”. También podría ser cierto que la DC terminó inclinándose ante la fuerza de un argumento que no necesariamente le pertenece ni la identifica. O no debiera. Pero eso habla bien de la capacidad expansiva del argumento. Mansuy parece reprender a sus diputados por escudarse en la falacia de la neutralidad en lugar de darse cuenta de que los aparentemente ecuménicos requerimientos de la razón pública liberal son tan sectarios como sus creencias cristianas.

Pero la noción de liberalismo político a la que indirectamente aluden los parlamentarios que evitan “legislar sobre sus creencias” no tiene la densidad comprehensiva que está suponiendo el columnista. Es un recurso a los mínimos comunes de la convivencia política, no una filosofía acerca de lo que debemos valorar en la vida. Es acerca de los límites del poder coercitivo legítimo.

En ese sentido, todos los sectores políticos han sucumbido parcialmente a las premisas básicas del individualismo por su evidente atractivo normativo. Eso no nos pone, como caricaturiza Mansuy, en una pendiente resbaladiza donde el próximo paso es legalizar la venta de órganos como si fuesen libros viejos. El principio del individualismo normativo no es todo o nada. La peor parte de la tradición conservadora es aquella que está avizorando tempestades y catástrofes sobre el edificio social. La mejor –que comparte con el liberalismo de los escépticos– es la que entiende que los procesos políticos son graduales y hay cierta sabiduría en las prácticas sociales.

Curiosamente –extrañamente, pues suele ser tan observador como sutil– Mansuy no advierte la dimensión emancipadora que tienen ciertas formas de autonomía individual respecto del control colectivo. No es la emancipación prometida por el marxismo, como bien recuerda. Pero no todo el impulso progresista –ese que consiste en dibujar artificialmente un mejor porvenir en el planeta– está determinado por categorías marxistas. Cualquier izquierda que se sienta más o menos vinculada al proyecto ilustrado exhibirá una sensibilidad especial por la idea de libertad como autonomía, por mucho que Marx haya escrito contra la idea de derechos humanos en su formulación subjetiva. En ciertas tradiciones libertarias de izquierda, de eso se trata justamente la crítica al mercado: se rechaza porque genera relaciones tan asimétricas de poder que afectan la capacidad de ser tu propio dueño.

En resumen, por una parte, no parece correcto disociar el relato de autodeterminación del relato de igualdad democrática cuando se trata de reconstruir el caso de los partidarios del aborto. Por otra, es importante explicar de qué se trata esa fortaleza normativa que el mismo Mansuy reconoce en la idea de autonomía liberal. Sirve para entender que la izquierda, en lugar de traicionar principios, quizás posee un repertorio más espeso, uno que en ciertos escenarios asigna valor prioritario a la autonomía porque eso es lo que parece justo. Pero, claro, todas las fuerzas políticas tienen entramados ideológicos complejos. Lo mismo la derecha, en cuyo seno coexisten socialcristianos comunitaristas con Chicago Boys.

El aborto no es, en síntesis, una salida “neoliberal” del problema. Su fundamentación se construye con varias piezas. Algunas están vinculadas a tradiciones liberales y otras a argumentos igualitaristas. Y dentro de las liberales, son de aquellas que han ganado aceptación amplia como artefacto procedimental y epistemológico de resolución racional de conflictos. Evidentemente, los democratacristianos están bienvenidos a usarlo. (El Mostrador)

Cristobal Bellolio

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