Enrique Mac Iver Rodríguez

Biografía Personal

Mac Iver, Henry marino escocés, “mi padre llegó a Chile en 1835. Naufragó en Valparaíso durante un temporal; quedó herido, yendo a parar al hospital de don Nataniel Cox. Como no pudo volverse a Inglaterra por falta de buques se quedó ahí y se empleó en la casa de Juan José Vives. Años después llegó a Constitución” (1) casado con Leonor Rodríguez Rodríguez.

padres de:

Mac Iver Rodríguez Enrique (1844-1922) abogado en 1869,  académico de la Facultad de Leyes de la Universidad de Chile, Serenísimo Gran Maestro de la Masonería Chilena;  casado con Emma Ovalle Gutiérrez hija de José Ovalle Bezanilla [3] y Julia Gutiérrez de Mier y Muñoz Bezanilla; 2 hijos.

(1) Relato de Enrique Mac Iver.

[3] Descendiente del presidente provisional de Chile Tomás Ovalle

Descendencia

Mac Iver Ovalle Malcolm (1886-1949) abogado, Partido Radocal, Ministro de la Corte Suprema, casado concLuisa Covarrubias Vergara, hija de Cesar Covarrubias Aldunate, abogado y Ana Luisas Vergara

Mac-Iver Ovalle Julia [1] casada con Luis Cousiño Talavera (1874) abogado, notario público de Santiago, director del Museo Nacional de Bellas Artes 1923-1926; hijo de Enrique Cousiño Ortúzar (hijo de Ventura Cousiño Jorquera) y Elisa Talavera Appleby.

[1] Revista de Estudios Históricos, número 56,  página  188

Fuentes

Trayectoria Política

Mac Iver Rodríguez Enrique (1844-1922) [2] abogado en 1869, miembro del Partido Radical desde 1870,“desde su primera juventud se reveló sus cualidades de orador inteligente y brillante, de convicciones radicales, meditadas y definidas (3); diputado por Constitución 1876-1879, diputado por Talca 1879-1882, diputado por Coelemu 1882-1885, diputado por Atacama 1885-1888;

diputado  por Santiago 1888-1891; se sumó  a los rebeldes del Congreso en 1891 y redactó el Acta de Deposición de Balmaceda;   uno de los patrocinadores de la acusación a los ministros de Balmaceda en diciembre de 1891;

diputado 1891-1894; Ministro de Hacienda 1892-93 (lleva su firma la primera ley de conversión metálica de noviembre de 1892); diputado  1894-1897; Ministro del Interior 1894, ;  y Ministro de Hacienda 1895; diputado 1897-1900 por Santiago;  senador por Ñuble 1900-1903 y 1903-1906, senador por Atacama 1906-1912, 1912-1918 y 1921-1924;  en 1900 realizó el célebre “Discurso sobre la crisis moral de la República” que marcaría la discusión sobre el centenario republicano; “Era un espíritu sereno. Nunca vio perturbada su serenidad ni por la injusticia ni por las amarguras de nuestra amarga vida pública…. Su amor al país lo había insensiblemente colocado por encima de los partidos y sus programas, por encima de todas las combinaciones políticas y de todos los intereses, para encarnar el gran interés de la patria, el bien público, el orden constitucional, mirar si favorecen o perjudican al propio partido y sostenidas con inquebrantables firmeza, como si formaran su propia alma, el más intenso sentir de su corazón y su celebro” (1);

fue uno de los candidatos en la convención presidencial de 1910 y 1915;

“Fue un hombre vinculado profesionalmente a las grandes compañías mineras, comerciales y bancarias. Fue él quien inició la conspiración golpista de 1891, partiendo por convencer a los grandes banqueros chilenos (Besa, Matte, Edwards, Irarrázaval). Por ser abogado de casas extranjeras, fue acusado en varias oportunidades y enfrentado ácidamente por algunos de sus pares, a veces por beneficiarse de, o apoyar las elecciones fraudulentas, otras veces porque se le hicieron ‘gravísimos cargos por actos oficiales” (2)

 “Sus triunfos oratorios, sus campañas en pro de la instrucción popular, de las doctrinas liberales, de los principios de respeto a la autoridad y a las facultades constitucionales del Presidente de la República, en fin, de depuración judicial y municipal, tienen un brillo inmortal en la historia política de Chile” (3).

En la convención del PR de 1919, estuvo en contra de la propuesta aprobada de retirar al partido de su participación ministerial en el gobierno (4)

(1) palabras al morir en el Senado de Eliodoro Yáñez.  (2) SALAZAR página 870.   (3) ALBUM_POLITICO 1912.

(4) El Partido Radical y el Frente Popular, página 37

Bibliografia

En el debate del proyecto de Instrucción primaria obligatoria (1902)
«El proyecto que discutimos nada dice a este respecto. No trata de la instrucción laica; trata solo de la instrucción obligatoria; y trata de la instrucción obligatoria respetando el actual sistema, y dentro de lo preceptuado por la ley de 1860. Sobre este sistema, sobre esta base, que está por cierto muy lejos de ser el sistema laico, de ser una base neutral, descansa el proyecto que discutimos. Asi, pues, si yo considero una injusticia combarir la enseñanza neutral ¿como no consideraré injusto y sin fundamento resistir la enseñanza obligatorio por el temor al fantasma de la enseñanza laica, que aun está tan lejana?»

DISCURSO sobre la CRÍSIS MORAL de la REPÚBLICA.

(Ateneo de Santiago el 1 de agosto de 1900.)

“Es agradable y honroso para mí hablar desde esta tribuna levantada por una asociación que dedica sus esfuerzos al estudio de las ciencias, al cultivo de las letras y al esclarecimiento de los variados problemas sociológicos que interesan al país; y que, en mi concepto, sirve de refugio y amparo a los principios de libertad que, predominantes ayer, peligran hoy ante las tendencias autoritarias y absorbentes creadas por el egoísmo de clases y fortificadas por el adulo al poder del número.

Siento que me hallo en un hogar amigo, donde se piensa que cada individuo de la especie humana tiene derechos propios superiores a toda organización pública; y no que sea un mero elemento que se pierde en el todo, o en algo del todo, de la colectividad de que forma parte; y donde se cree que la mejor base del orden social y uno de los más poderosos factores del progreso y del bienestar común se hallan precisamente en el principio de que el Estado es para el individuo, para la familia y para la sociedad; y no el individuo, la familia y la sociedad para el Estado.

En esta primera vez que alzo aquí la voz, habría querido tratar sobre materias que ensancharan el espíritu con realidades y esperanzas halagadoras para nuestros anhelos patrióticos y para nuestras aspiraciones de progreso; pero no me es dado hacerlo, y contrariando mi deseo me impongo un tema ingrato y penoso, tanto por sus vaguedades, cuanto por sus referencias a males que aquejan a nuestro país y que dificultan su natural desarrollo.

Pero algo excusará mi intento; y es la necesidad de señalar los vicios y los defectos sociales e institucionales para ponerse en situación de corregirlos y enmendarlos; que, sin eso, el mal continúa su obra destructora, y los que creen verlo, por su inacción y silencio, responsables son del daño que ocasiona.

Voy a hablaros sobre algunos aspectos de la crisis moral que atravesamos; pues yo creo que ya existe, y en mayor grado y con caracteres más perniciosos para el progreso de Chile que la dura y prolongada crisis económica que todos palpan.

Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad.

¿Incurriré en error si digo que contemplo detenido nuestro progreso, perturbados los espíritus, abatidos los caracteres y extraviados los rumbos sociales y políticos? Yo quisiera ser víctima de un engaño y atribuir al pesimismo de cierto periodo de la vida el aspecto desfavorable con que se me presentan las cosas; quisiera creer que, así como el viajero sin más vista que la del cielo y del mar, no percibe la carrera de la nave que lo conduce, no noto yo que el país marcha el cumplimiento de sus altos destinos cuando le miro en enfermiza estagnación.

No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos. Pero ¿tendremos también mayor seguridad y tranquilidad nacional? ¿Superiores garantías de los bienes, de la vida y del honor? ¿Ideas más exactas y costumbres más regulares? ¿Ideales más perfectos de aspiraciones más nobles? ¿Mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra ¿progresamos?

Hace cinco años se levantó el censo decenal de la República. El recuento de la población no fue satisfactorio, pues apareció un aumento por demás pobre y en escala muy inferior a la de anteriores censos.

Se dijo que la operación era incompleta y defectuosa y hasta ahora no ha sido oficialmente aprobada. Con esto pudimos desentendernos de un hecho tan grave y revelador del estado de progreso del país; pero, en verdad, deficiencias y vicios considerables en el censo no se ven y sus cifras continúan manifestando que la población no aumenta, por lo menos en el grado que corresponde a un pueblo que prospera.

Mas, si el número de los habitantes de Chile no crece, o crece con desalentadora lentitud, en cambio el número de contravenciones a la ley penal aumenta en inusitadas proporciones. Comienza a oírse que, en Santiago, por ejemplo, se necesitarían ocho jueces del crimen, el doble de los que existen, para atender medianamente a las necesidades del servicio.

En el verano último se me hizo notar un curioso fenómeno que acaecía en uno de los departamentos de la provincia de Maule, y que probablemente se verá también en otras regiones del territorio. Los pequeños propietarios rurales enajenaban sus tierras a precios ínfimos para asilarse en los centros de población, y lo hacían porque les faltaba seguridad para sus bienes y su vida. El bandolerismo ahuyenta de los campos a los labradores, al agente principal de la producción agrícola, en un país que desde hace 20 años no sabe dónde está el fondo de sus cajas.

Hace poco daba alguien cuenta de otro hecho curioso que se presenta en Chile. El número de escuelas ha aumentado; pero a medida que las escuelas aumentan la población escolar disminuye.

Tomo el hecho tal como es, y cualesquiera que sean las explicaciones que admita, siempre habrá de llegarse a la penosa conclusión de que ese ramo del servicio público no progresa.

No sé si la enseñanza primaria sea mejor ahora de lo que fue años atrás. Ello es probable, porque los maestros formados en nuestras escuelas pedagógicas adquieren conocimientos generales y profesionales más extensos, más completos y más científicos que los recibidos en otros tiempos. Por desgracia, ni la superioridad técnica de los maestros, ni la mejoría de los métodos, modifican la significación del dato relativo a la matrícula escolar hasta el punto de que fuera posible sostener que adelantamos, que la ilustración cunde, que la ignorancia se va.

Pienso que no hay negocio público en Chile más trascendental que este de la educación de las masas populares. Es redimirlas de los vicios que las degradan y debilitan y de la pobreza que las esclaviza; y es la incorporación en los elementos de desarrollo del país de una fuerza de valor incalculable.

No me es difícil creer que la instrucción secundaria y superior se ha generalizado considerablemente en los últimos tiempos; el número de personas ilustradas es más crecido ahora de lo que fue antes; se puede encontrar un bachiller hasta en las silenciosas espesuras de los bosques australes.

Pero ¿será inexacto el hecho de que, estando más atendida la instrucción y siendo más numerosas las personas ilustradas, las grandes figuras literarias y políticas, científicas y profesionales que honraron a Chile y que con la influencia de su saber y su prestigio encausaron las ideas y las tendencias sociales, carecen hasta ahora de reemplazantes? Hemos tenido muchos hombres de la pasada generación de nombradía americana y aún europea, y me parece que nadie se ofenderá si digo que no acontece lo mismo en la generación actual.

Con todo, en lo que menos hemos marcado el paso en la vía del progreso es el ramo de la instrucción secundaria y superior, que, si alguna cosa hubiera acontecido en otros órdenes de la labor pública y privada, menos penosa sería la situación del país y más claridad deberíamos en los horizontes de nuestro porvenir.

Entre los elementos de progreso de una sociedad pocos hay superiores a la energía para el trabajo y el espíritu de empresa. Uno y otro se desarrollan con la educación y el ejemplo, y con el ejercicio, que es la gimnasia que los afirma y fortifica. Esto ha sido la principal fuerza del pueblo inglés y del pueblo americano y, en general, del europeo del occidente.

Ni de espíritu de empresa ni de energía para el trabajo carecimos nosotros, descendientes de rudos pero esforzados montañeses del norte de España. ¿A dónde no fuimos? Proveíamos con nuestros productos las costas americanas del pacífico y las islas de la Oceanía del hemisferio del sur; buscábamos el oro de California, la plata de Bolivia, los salitres del Perú, el cacao del Ecuador, el café de Centroamérica; fundábamos bancos en La Paz y en Sucre, en Mendoza y en San Juan; nuestra bandera corría todos los mares, y empresas nuestras y manos nuestras bajaban hasta el fondo de las aguas en persecución de la codiciada perla.

A la iniciativa, al esfuerzo y al capital de nuestros conciudadanos debemos los primeros ferrocarriles y telégrafos, puertos, muelles, establecimientos de crédito, grandes canales de irrigación y toda clase de empresas.

¿Podría con verdad afirmarse que el espíritu y la energía que entonces animaran a nuestro país para el trabajo, se haya, no digo fortificado, sino siquiera mantenido? ¿Significaría algo el que hayamos perdido nuestra acción comercial e industrial en el extranjero y que el extranjero nos reemplace en nuestro propio territorio? En general ¿se gasta hoy actividad para la lucha de la vida y para crear fuentes de riquezas por medio del trabajo libre, o se ve una funesta tendencia al reposo enervante y a la empleomanía? Preguntas son estas que todos pueden responder, y las respuestas no serán tal vez satisfactorias para los que cuentan entre los elementos de apreciación del progreso de un país la energía de sus habitantes para el trabajo y el espíritu de empresa.

La producción en realidad no aumenta desde hace años; si no fuera por el salitre, podría decirse que disminuye; la agricultura vegeta, la minería, aún en estos días de grandes precios, permanece estacionaria, la incipiente manufactura galvanizada con el dinero público y con el sacrificio de todos, no prospera; el comercio y el tráfico son siempre los mismos y el capital acumulado es menor.

¿Tenemos algunos rieles más, algunas escuelas, algunos pocos miles de habitantes? Enhorabuena; pero ¿qué importancia tiene esto para juzgar de nuestro adelanto, si esos centenares de rieles debieran ser millares, si esas docenas de escuelas debieran ser centenares y si esos pocos miles de habitantes debieran ser millones? ¿Y que vale ello delante de las obras públicas en ruinas, de la agricultura decadente, de las minas inutilizadas, del comercio anémico, de los capitales perdidos, del ánimo enfermo?

En el desarrollo humano el adelanto de cada pueblo se mide por el de los demás; quien pierde su lugar en el camino del progreso retrocede y decae. ¿Qué éramos comparados con los países nuevos como el Brasil, la Argentina, México, la Australia, el Canadá? Ninguno de ellos nos superaba; marcha vamos adelante de unos y a la par de los otros.

¿Qué somos en el día de hoy? Me parece que la mejor respuesta es el silencio. Y sería bien triste por cierto que nos consoláramos de la pérdida de nuestro puesto preferente, con el poder militar, como se consolaban con su espada y sus pergaminos los incapaces que se veían desalojados por la pujanza de los hombres de iniciativa y de trabajo.

No hay para qué avanzar en esta somera investigación acerca del estado del país en lo que se relaciona con su progreso; importa más preguntarse ¿por qué nos detenemos? ¿Qué ataja el poderoso vuelo que había tomado la República y que había conducido a la más atrasada de las colonias españolas a la altura de la primera de las naciones hispanoamericanas? He aquí el problema, el gran problema cuyo estudio ha de preocupar a los que sienten vivo en el alma el amor al suelo en que nacieron y a la sociedad en que se formaron y que tienen conciencia de su responsabilidad ante las generaciones que les sucedan.

¿Es la raza? Pero somos los hijos de los que hasta poco en grande hicieron a Chile; somos aún los mismos que han tenido parte en esa obra de engrandecimiento.

¿Son las instituciones? Pero con las mismas instituciones fundamentales progreso y progreso inmensamente la República.

¿Es el territorio? Pero el territorio no ha cambiado, no ha disminuido, sino que se ha extendido; tenemos nuestros campos fértiles, nuestros bosques inagotables, los ricos filones metálicos, los abundantes mantos carboníferos, las valiosas sustancias del desierto, y las tantas y variadas riquezas de nuestro suelo y de nuestras aguas.

¿Será la crisis económica? Pero una crisis no es indefinida sin culpa de los que la sufren. Y la crisis, siendo una causa real y efectiva de nuestro estado, no puede ser la única. La crisis no ha influido en las rentas públicas o influido muy débil y parcialmente; ellas han continuado, por desgracia, en un constante aumento que sobrepasa la satisfacción real de nuestras necesidades ordinarias. La crisis no ha podido ser óbice para que se realicen grandes obras de fomento, para que se estimule la industria y el comercio, para garantizar la vida y la propiedad, mantener la energía para el trabajo, reformar las leyes perjudiciales, corregir los vicios y enmendar los yerros.

En mi concepto, no son pocos los factores que han conducido al país al estado en que se encuentra; pero sobre todos me parece que predomina uno hacia el cual quiero llamar la atención y que es probablemente el que menos se ve y el que más labora, el que menos escapa a la voluntad y el más difícil de suprimir. Me refiero ¿por qué no decirlo bien alto? a nuestra falta de moralidad pública; si, la falta de moralidad pública que otros podían llamar la inmoralidad pública.

Deseo que se comprendan bien mis intenciones y mis ideas. Existe entre nosotros la obsesión de la política, de la política partidista, y cierta tendencia a ver en todo alusiones de carácter político y cuestiones políticas. Debo declarar ingenuamente que yo no traigo aquí cuestiones de política militante, de política partidista, y que mis palabras no envuelven alusiones de este carácter a ningún hombre, grupo de hombres o partidos. Y no podría proceder de otra manera sin abusar de la confianza y de la benevolencia de los miembros de esta simpática y útil institución y aún de las personas que sin pertenecer a ella tienen la gentileza de oírme.

Mi propósito no es otro que el de señalar un mal gravísimo de nuestra situación, que participa más de la naturaleza de mal social que de mal político, con el objeto de provocar un estudio acerca de sus causas y sus remedios, y para el fin de corregirlo en bien de todos y no en beneficio de individuos, bandos o partidos.

Quienes son los responsables de la existencia de ese mal, no sé; ni me importa saberlo; expongo y no acuso, busco enmiendas y no culpas. La historia juzgará, y su fallo ha de decir si la responsabilidad por la lamentable situación a que ha llegado el país es de algunos o de todos, resultado de errores y de faltas, o de hechos que no caen bajo el dominio y la previsión de los hombres.

Quería decir también que la moralidad pública de que hablo no es esa moralidad que se realiza con no apropiarse indebidamente de los dineros nacionales, con no robar al fisco, con no cometer raterías, perdóneseme la palabra. Tal moralidad, que llamaré subalterna, depende de otra más alta moralidad, y sus quebrantos los sancionan los jueces ordinarios, y no la decadencia nacional y la historia.

Hablo de la moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y los magistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la carta fundamental y las leyes, en el ejercicio de los cargos y empleos, teniendo en vista el bien general y no intereses y fines de otro género.

Hablo de la moralidad que da eficacia y vigor a la función del Estado, y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía, y, como consecuencia ineludible, la opresión y el despotismo, todo en daño del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional.

Es esa moralidad, esa alta moralidad, hija de la educación intelectual y hermana del patriotismo, elemento primero del desarrollo social y del progreso de los pueblos; es ella la que formó los cimientos de la grandeza de los Estados Unidos y que se personalizó en un Washington; es ella la que condujo a nuestra República al primer rango entre las naciones americanas de origen español y que se personalizó en ciertos tiempos, no en un hombre, sino en el gobierno, en la administración, en el pueblo de Chile.

Yo no admiro llamo el pasado de mi país, a pesar de sus errores y de sus faltas, por sus glorias en la guerra, sino por sus virtudes en la paz. Sin estas, tan inútiles como en los actuales tiempos el salitre, habrían sido para la prosperidad de la República los grandes descubrimientos mineros, la creación de los mercados de California y Australia y las facilidades de la navegación que nos acercaron a todos los centros productores y el consumo.

No hay para que encarecer la parte que corresponde a la moral pública en el adelantamiento de un pueblo; la historia de las nacionalidades americanas de nuestra misma raza de sobra lo demuestra. No ha sido ni un régimen nuevo disconforme con las costumbres, ni el aislamiento, ni la ignorancia, ni otros hechos semejantes, lo que mantuvo y aún mantiene en parte a las repúblicas que nacieron a la vida en el primer cuarto de este siglo que concluye, en un perpetuo vaivén entre la anarquía y el despotismo y apartadas del camino del progreso; ha sido la falta de moralidad pública, ha sido el olvido del deber por el funcionario y el abandono de la función pública para dar paso a las ambiciones personales, al odio, a la venganza, a la codicia y el interés de bandería.

¡Ignorancia! ¿Eran acaso sabios los pueblos del Brasil? ¿Fue más ilustrado Chile que el Perú y México, que Colombia y Venezuela?

¡El aislamiento, las distancias, la escasez de población! ¿Era más densa nuestra población que la de Centroamérica? ¿Eran más cortas las distancias en el Brasil que en el Uruguay? ¿Estaba menos aislado Chile que México y el Perú?

¡El régimen nuevo disconforme con las costumbres! ¿Era menos nuevo y más conforme con las costumbres el régimen adoptado en Chile que el adoptado en Bolivia y la Nueva Granada?

No niego la influencia de hechos como los aludidos en las anarquías y despotismo hispanoamericanos; pero nadie podrá negar tampoco que, así como se moderó el efecto de esos hechos en Chile, pudo moderarse en otras partes, si verdadero imperio hubiera ejercido la moral pública, si la idea y el sentimiento del deber para con el país y la sociedad hubieran dominado en el funcionario.

Estos elementos morales del progreso más indispensables son en países que no pueden desenvolverse sino por medio del esfuerzo constante del hombre que en otros donde la naturaleza más generosa reemplaza en mucho la acción física e intelectual de aquel.

¿Se pondrá en duda que, como obedeciendo a una ley de atavismo de raza, se presente hoy en Chile, aunque con manifestaciones diversas, el mismo fenómeno que perturbó el progreso de una gran parte de la América? ¿Pensará alguien que no sufre verdaderamente el país de una crisis moral, así como sufrido y sufre de una crisis económica? Me atrevo creer que no; y, si me engañara, bastaría poner los ojos en las funciones más ordinarias y comunes del Estado para adquirir el convencimiento de que la moralidad pública se halla profundamente quebrantada entre nosotros.

¡Cuántos esfuerzos y cuántos sacrificios costó el derecho electoral! Esa conquista del trabajo de muchos años, ese fruto de las lágrimas de nuestras mujeres y de la sangre de nuestros conciudadanos, ese premio de la energía y de la perseverancia de nuestros políticos y del pueblo, esa base de nuestras instituciones, del buen gobierno y del orden público, es mercancía que se compra y que se vende, materia que se falsifica, tema de una burda y siniestra comedia.

Y si mal funciona el poder electoral en su generación ¡qué triste su desempeño en lo que llamaremos su fiscalización y control! Ya no se califican elecciones, sino que se justifican fraudes.

Ni en Chile ni en otras partes han sido siempre la ley y la verdad las inspiradoras de los que intervienen en este acto. Generalmente dominan en él la pasión el interés político y partidista, que tanto perturban el criterio, y que es natural produzcan resoluciones erróneas o injustas de parte de las corporaciones políticas tratándose de cosas que los partidos y a la política atañen.

Pero, nótese bien el carácter del fenómeno que presenciamos. Entre nosotros no se viola la ley, no se desconoce la verdad, no se atropella el derecho, no se desnaturaliza y envilece, en una palabra, la función electoral fiscalizadora, por error producido por la pasión, por pasión nacida del interés político, por interés político proveniente de las convicciones y del anhelo del bien político vinculado al predominio de un sistema o de un partido, como antes ha sucedido y en muchas partes sucede, no. El fenómeno es más simple, más llano, más casero. Sin verdadero interés político o partidista, sin pasión, sin error, por mero apego a una persona o a un grupo o por antipatía a otra persona o a otro grupo, por tener un voto más o por no tener un voto menos, por adquirir un adherente para otra injusticia o por no desagradar a alguien, por una pequeña venganza o por pagar un pequeño servicio, fría y tranquilamente, sin acordarse por un momento siquiera de los intereses públicos y del derecho, se quita al elegido su asiento, y se da asiento no elegido, y se falsifica la representación nacional. No es un secreto para nadie que el voto parlamentario en la calificación de elecciones ha llegado ser objeto de arreglos, de trueques, de contratos entre individuos o grupos.

He visto mucho malo, muy malo, y mucho bueno, muy bueno; pero, lo digo francamente, eso no lo había visto nunca.

Han transcurrido más de 20 años desde que una guerra tan justificada en su iniciación como gloriosa en su mantenimiento y fructífera en sus resultados, locupletó (repletó) de oro las arcas públicas. Los que éramos jóvenes en aquellos días legendarios no sentíamos dominado el espíritu por la embriaguez de la victoria ni afligido el corazón por los sacrificios de la grandiosa lucha; satisfacciones y dolores desaparecían ante otra preocupación, otra atracción; era el progreso, el engrandecimiento y la felicidad de Chile, era su misión bienhechora en el continente sudamericano.

El oro de los territorios que nos obligó a tomar, no la avidez y el egoísmo sino la propia seguridad, habría de ser la vara mágica que haría brotar puertos y ferrocarriles, canales y caminos, escuelas e inmigración, industrias y riquezas, trabajo y bienestar en toda la extensión de la República.

Con nuestros pobres ahorros y el económico centavo arrancado al sudor del pueblo por vía de impuesto, habíamos hecho la primera línea férrea del hemisferio austral, el primer telégrafo, las obras públicas relativamente más difíciles y costosas de la tierra hispanoamericana. Con millones en la mano y estimulados por la aspiración patriótica del adelanto de Chile y por la conveniencia de garantir (garantizar) con su engrandecimiento la seguridad nacional ¿que no haríamos? Las cualidades manifestadas en la guerra no serían sino reflejo del esfuerzo, de la perseverancia, del heroísmo que ostenta haríamos en las obras de la paz.

¡Qué amargo despertar! Sueños fueron puertos y ferrocarriles, canales y caminos, escuelas e inmigración, industrias y riquezas, trabajo y bienestar; el oro vino, pero no como lluvia benéfica que fecundizar la tierra, sino como torrente devastador, que arrancó del alma la energía y la esperanza y arrastró con las virtudes públicas que nos engrandecerían.

Cabe aquí el recuerdo de un hecho que no sería difícil comprobar. Hace pocos años cuando un estaba intacto nuestro crédito, que no hemos sabido mantener, la potencia financiera de la República y del gobierno sin esfuerzos habría alcanzado para pagar con generosidad todos los servicios ordinarios y para hacer cinco puertos, siendo uno de ellos militar y comercial, para construir 4000 km de líneas férreas, para abrir 7000 km de carreteras, para regar 500,000 ha de suelo y para costear las grandes obras de salubridad de nuestras ciudades principales.

No digo que se tuviera el personal necesario para esas obras, pero si afirmo que podía tenerse los fondos para realizarlas.

Permítaseme ahora formular una cuestión. En un país nuevo cuyo fomento y cuyo progreso dependen más de la iniciativa y del esfuerzo del poder público que de la iniciativa y del esfuerzo particular, en que se desperdicia el tiempo y se malgastan los ingentes recursos que hubieran de destinarse a aquellos objetos ¿se cumple la función gubernativa? ¿Se atienden debidamente los grandes intereses nacionales? Y, si no se atienden estos intereses ni se cumple esa función, ¿hay moralidad pública?

Venciendo resistencias naturales y tradicionales, en un momento que se consideró propicio, se creó la autonomía comunal, el gobierno local. Este nuevo organismo del poder público debía, por una parte, moderar el exceso de facultades del primer magistrado de la República, y, por la otra, atender con más acierto y eficacia a la administración de los negocios que interesan exclusivamente a la ciudad, a la villa, a la aldea, a la comuna.

¿Qué resultados ha producido en la práctica esa laboriosa y trascendental reforma? El desaparecido del gobierno y de los servicios locales y una vergüenza nacional.

¿Era, como se decía y se dice por algunos, que el país no estaba preparado para una institución semejante, que no había elementos personales suficientemente ilustrados para el gobierno comunal? Me parece que no.

El pueblo no ha resistido ni perturbado la acción de las autoridades locales, ni ella ha encontrado un escollo en las ideas, costumbres y sentimientos del pueblo. Tampoco ha carecido la comuna de los recursos necesarios para ser convenientemente administrada.

Elementos personales de sobra, con ilustración más que suficiente, ha habido para el desempeño de las funciones del gobierno local; nadie podría conversar a sostener lo contrario, sobre todo tratándose de nuestras principales ciudades, de las ciudades que más brillantes escándalos han dado.

¿Por qué, entonces, el desgobierno local, el desaparecimiento de los servicios municipales y la vergonzosa conducta de las municipalidades? ¿Por qué el fracaso de una reforma tan anhelada y que tantos beneficios hacía esperar? Investíguese, o, mejor dicho, véase si habido moralidad en el ejercicio del poder local y se tendrá la respuesta.

Y bien, un país en que el gobierno comunal se corrompe, en que sólo por excepción se encuentra una municipalidad que sirva con honradez al fin de su instituto, es un país cuya masa social está moralmente enferma o es un país cuya moral pública se halla en quiebra.

Y sin la existencia de este último estado, ¿cómo se explicarían los hechos que vengo anunciando? ¿Cómo, el abandono de las obras nacionales más necesarias y valiosas por más de un año y hasta completar su ruina? ¿Cómo, los pactos políticos sobre la base del reparto de empleos? ¿Cómo, la provisión de estos sin atender ni a las aptitudes personales y al interés general? ¿Cómo las corruptelas, los vicios y el deshacimiento de la administración? ¿Cómo, finalmente la ausencia de todo intento formal de parte de los poderes públicos para corregir los males que aquejan al país y la impasibilidad musulmana con que se contempla, no diré nuestra decadencia, pero si diré nuestra estagnación?

Tan absurdo sería sostener que un estado comercial es bueno cuando la generalidad de las personas carece de recursos para cumplir sus obligaciones, como sostener que el estado moral es bueno cuando la generalidad deja de cumplir sus deberes.

Pero tiempo ya de apartar la vista de hechos desagradables para volver a la última consideración que ellos sugieren. Ceguera sería desconocer que el país es víctima (empleo deliberadamente la palabra) tanto de una crisis económica, cuanto de una crisis moral que detiene su antigua marcha progresista.

Consecuencia de innovaciones poco atinadas o efecto de vicios y pasiones, resultado de sucesos fatales u obra de la imprevisión y el abandono, el hecho es que no sería ya temeridad decir, dando a las frases una acepción general y sin referirlas a hombres ni a partidos determinados: falta gobierno, no tenemos administración.

No pienso que deba disimularse la realidad de nuestro estado, y mucho menos pienso que sea razonable desalentarse ante esa realidad. Estas crisis son plagas que azotan a los pueblos que se desvían de los caminos trazados por los principios que rigen la vida de las sociedades; matan a los débiles; los fuertes se reponen y cobran nuevas energías para la lucha del progreso.

Señalar el mal es hacer un llamamiento para estudiarlo y conocerlo, y el conocimiento de él es un comienzo de enmienda. Una sola fuerza puede extirparlo, es la de la opinión pública, la voluntad social encaminada a ese fin; y para formar esa opinión y convertirla en voluntad dispuesta a obrar, hay que poner de manifiesto la llaga que nos debilita ahora y los amenaza para el futuro, y hay que hacer sentir los estímulos del deber y del patriotismo y aún los intereses por el propio bienestar.

Formada esa opinión pública, vendrán y se cumplirán leyes que dan sufragio ilustrado y consciente, que abren la puerta de la representación nacional, cerrada hoy por falsas teorías constitucionales y en resguardo de una fantástica independencia parlamentaria, a muchos de los más aptos para los cargos legislativos, que apartan de los altos puestos de la administración a la incapacidad y la ignorancia, que sancionan eficazmente el abandono del deber y el olvido del bien común; se corregirán los errores, se castigará las faltas, se enmendarán los rumbos, y volverá el país a ver cumplida la función gubernativa para su felicidad y su progreso.

Los propósitos levantados, las ideas benéficas, las empresas salvadoras, sin mezcla de egoísmo personal o partidista, allegan siempre fuerzas poderosas que los apoyen, y no sólo cuentan con los sostenedores que tienen en el campo, sino con una inagotable y abnegada reserva. Es la juventud, que, sin más ley de servicio obligatorio que la escrita en su alma ansiosa del bien y amante de la patria, se alista bajo las banderas que representan una gran causa nacional.

Tengo fe en los destinos de mi país y confío en que las virtudes públicas que lo engrandecieron volverán a brillar con su antiguo esplendor.”

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