Lucia Santa Cruz

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¿Una revolución en marcha? 8 abril, 2022

Mucho se ha escrito y se seguirá discutiendo sobre los hechos de octubre del 2019. No hay acuerdo sobre sus causas o su verdadera naturaleza. ¿Fue simplemente un “estallido social” como respuesta a un descontento contra el modelo de desarrollo? ¿Fue la desigualdad su causa principal? ¿O se trató, al igual que las revoluciones francesa y rusa, de una reacción antimodernizadora con el objetivo de destruir las instituciones capitalistas, el crecimiento económico y terminar con las relaciones mercantiles para retornar a formas de organización más arcaicas? ¿Fue espontáneo o bien tuvo un grado importante de organización y planificación? ¿Qué papel jugaron los movimientos sociales bajo la influencia preponderante del Partido Comunista? Pero la pregunta central es si acaso ese octubre dio o no inicio a una verdadera revolución.

Cuando el 14 de julio de 1789 cayó la Bastilla, nadie o muy pocos vislumbraron que lo que ahí comenzaba era una revolución. Fueron los eventos posteriores los que introdujeron transformaciones que pueden ser definidas como revolucionarias. Tanto así que los primeros sucesos franceses fueron aclamados en toda Europa. La sola excepción fue Edmund Burke, quien en un momento en que sus correligionarios habían caído bajo el hechizo revolucionario francés, denunció los excesos predecibles que ella traería. Él fue capaz de prever el poder expansionista de esta ideología, temiendo que llevaría a la destrucción de la tradición, de la religión, de la propiedad y de un orden social que había demostrado ser el más eficaz por el único criterio válido para medirlo: su perduración en el tiempo. Sostenía que, antes de aprobar el rumbo de Francia, había que cerciorarse de que allí se estableciera realmente un esquema “de libertad sólido y racional y la seguridad legal de todos sus ciudadanos, de sus vidas y sus propiedades, del libre ejercicio de sus capacidades y su industria y del goce de bienes que por ley hubiesen heredado, de modo que cada ciudadano pueda decentemente expresar sus sentimientos acerca de los asuntos públicos, sin peligro para su vida y seguridad, así sea que ellas vayan en contra de la opinión de moda que hoy predomina”.

En el caso chileno, se puede sostener que existe una posibilidad de que la violencia de ese octubre resulte ser el inicio de una verdadera revolución, no solo por su violencia sino, sobre todo, porque significó la caída de instituciones establecidas, empezando por la Constitución. La historia está plagada de eventos muy violentos, pero que mantienen el statu quo y, por lo tanto, no constituyen una revolución, porque para serlo se requiere que esos eventos lleven a un cambio profundo de las élites y a una transformación radical del régimen político, económico y social. En general, estos cambios además son resistidos vigorosamente por una parte relevante de la población.

De acuerdo con estas categorías de análisis, es posible sostener que desde octubre estaríamos en un proceso revolucionario. Ello, porque lo que se está proponiendo, no solo en el proyecto constitucional sino también en el programa de gobierno, es una transformación que viene a poner fin a la República de Chile, reemplazándola por un “Estado plurinacional”, con entidades territoriales autónomas, autogobierno político, administrativo y financiero para los pueblos indígenas, incluido un sistema judicial distinto y escaños reservados en todas las instituciones del país. En suma, el fin del Estado nacional y de nuestra identidad compartida, de la igualdad ante la ley sin privilegios para ningún grupo; el reemplazo de la democracia representativa por el asambleísmo; el debilitamiento de los derechos individuales que garantizan la libertad personal, y además, la imposición de una hegemonía cultural coercitiva desde el Gobierno mismo. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

Derecho de propiedad: Libertad y prosperidad 25 septiembre, 2020

El derecho de propiedad será un tema central de la discusión constitucional. No es raro que este derecho, considerado como uno de los fundamentales en la democracia occidental, sea objeto de una disputa principal, pues es un eje divisorio entre el socialismo más radical y el pensamiento democrático liberal; entre el autoritarismo gubernamental y la libertad personal.

Para la izquierda, la igualdad material es condición irrenunciable de su proyecto político, y la propiedad privada es el origen de la desigualdad. Rousseau, Marx y otros sostienen que el Estado es el dueño de todos los bienes de los ciudadanos, que pueden gozarlos en comodato, pero siempre subordinados a las demandas de la comunidad.

En la época de los recolectores, la producción consistía en lo que la naturaleza entregaba y poca falta hacía el derecho de propiedad. Cuando las sociedades se hicieron extensas y complejas, la naturaleza de la riqueza cambió: dejó de tener existencia previa regalada y, por el contrario, debió ser producida por el trabajo humano, la creatividad, la innovación, el ahorro y la inversión. En suma, cuando la producción dejó de provenir de los frutos de la tierra, fue necesario establecer la propiedad privada, en contraposición a la posesión colectiva de los recolectores, para proteger lo creado.

Muchas veces se sugiere que la defensa de la propiedad privada es solo el resultado de la codicia capitalista y que se puede prescindir de ella sin que se afecten, por una parte, la libertad, y por la otra, el bienestar material de la sociedad. Sin embargo, existe una relación indisoluble entre la libertad y el derecho de propiedad y entre la propiedad y el crecimiento económico. Prueba de ello es, por ejemplo, que allí donde los medios de comunicación son de propiedad estatal no existen libertad de expresión ni tampoco prosperidad.

Este derecho es exigible por muchas razones y en forma muy especial, porque está vinculado y es el sustento material de los otros derechos y libertades. El control económico “no es meramente el control sobre un sector de la vida humana que pueda ser separado del resto: es el control de todos nuestros fines” (Hayek). En suma, cuando la propiedad es estatal, “los gobiernos controlan lo que las personas deben creer y aquello por lo que deben luchar”.

Históricamente, el instrumento principal para contrarrestar el poder absoluto de los reyes, desde la Magna Carta, era asegurar derechos de propiedad, pues la expropiación era el instrumento principal para incrementar el poder del soberano, con los consecuentes abusos de los derechos y libertades de los gobernados.

La Revolución Francesa universalizó los nuevos paradigmas que sintetizan lo que ha sido la política en la modernidad. Así, la primera Declaración de Derechos de 1789 definió derechos imprescriptibles de los ciudadanos, entre ellos la propiedad como uno “sagrado e inviolable” y dictaminó que “nadie puede ser privado de ella a no ser que sea legalmente establecido por ley su necesidad pública y requiere de una previa indemnización justa”. Todo ello, por cierto, fue revocado durante el Terror jacobino, en un preámbulo de lo que han sido las democracias totalitarias hasta hoy. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

Trayectoria Política

16 julio 2021

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Bibliografia

Otras publicaciones

«Desafiando a la tribu» El Mercurio 1 julio 2022 «!Cuantas veces en la historia no han sido unas pocas oces disidentes que, actuando con valentía y coherencia, han salvado la democraia y la libertad… el precio que se paga es elevado porque quien se parta d ela tribu e sun hereje, algo infinitamente peor que un pagano, porque a este se lo puede intentar convertir,, pero un hereje está condenado a morir en la hogera¡

“No quiero ser gobernada por los partidos que aprobaron el 18 de octubre” 16 diciemre 2021

No tiene dudas. Para la historiadora y cientista política Lucía Santa Cruz, la elección del próximo 19 de diciembre es la más importante que le ha tocado vivir. Se juega mucho, dice, en especial “el concepto de una democracia liberal representativa de corte occidental”.

En el programa Mirada Líbero, Santa Cruz advierte: “Está la creencia en un excepcionalismo chileno imbatible, que es la democracia más sólida de Latinoamérica, sin embargo, es muy frágil, puede derrumbarse”. Y continúa: “De hecho, lo que más me preocupa respecto a lo que está haciendo la Convención y los programas de Jadue y Boric, es que no resguardan las libertades necesarias para que una democracia prospere bien. Ciertamente, no es una elección más, es la elección más importante que me ha tocado en la vida, sin lugar a duda”. 

Este domingo se medirán en las urnas el abanderado del Frente Social Cristiano, José Antonio Kast, que en primera vuelta logró 27,9% de las preferencias, y Gabriel Boric de Apruebo Dignidad que pasó al balotaje con 25,8% de los votos.

La historiadora, contrario a su costumbre, hizo público a quien entregará su respaldo. “Lo primero que estoy haciendo es no votar por el candidato del Partido Comunista y del Frente Amplio (Boric)… Yo podré ser liberal, pero tengo muchos puntos en común también con José Antonio Kast, porque no siento que ninguna de mis libertades esté amenazada por él”.

Argumenta que se ha hecho una “caricaturización” del republicano, “pensando que se va a retroceder en los derechos de las mujeres o en las libertades posmodernas que se han consolidado. Son derechos consumados, que están en la ley y que no pueden revertirse”, subraya.

Sobre Kast opina que “ofrece la posibilidad de gobierno de un conglomerado como Chile Vamos, que tiene historia, experiencia y, en ese sentido, no me podría perder. En general, no me gusta hacer campaña por opciones, ni siquiera expresar cuál es mi voto, pero consideré que en esta elección había que jugarse todo por todo”.

En cambio, con respecto a los partidos que respaldan a Gabriel Boric enfatiza: “Yo no quiero ser gobernada por los partidos que aprobaron el 18 de octubre, que para mí es un hito, que fue una bomba atómica para nuestra democracia. Y no es solo el Partido Comunista, porque no hay que olvidar que la mitad del Frente Amplio ni siquiera firmó el Acuerdo por la Paz. Entonces, es una masa crítica lo suficientemente importante que aprueba el uso de la violencia; y en democracia son cosas incompatibles”

La historiadora recuerda que “cada vez que han existido fuerzas en Chile, que consideran que la violencia es legítima, ocurrido en la Unidad Popular como también, en la dictadura militar, eso produce efectos tremendamente negativos y muy de largo plazo, porque van destruyendo la cultura de la tolerancia, del diálogo, del entendimiento y de los acuerdos; sin ellos, las democracias no funcionan”.

“Sin libertad de expresión no hay nada, no hay ciencia, no hay conocimiento, no hay democracia”

Respecto al incidente ocurrido después del último debate presidencial, cuando durante el punto de prensa el candidato Gabriel Boric se ofuscó con la pregunta de un periodista sobre el test de droga, la politóloga señala una “actitud muy autoritaria”, por parte del abanderado.

“Vulnera la libertad de prensa, porque para un periodista es profundamente amenazante que quien podría ser el próximo Presidente de la República, lo increpe de ese modo. Hay una actitud muy autoritaria”, asevera.

No obstante, Santa Cruz hace el punto de que más que el incidente mismo, le preocupa la situación de la libertad de expresión y de prensa en el país. “Me preocupa el programa que establece un consejo controlador de los medios. Me preocupa mucho lo que está pasando en la Convención Constitucional, que está dominada por los adherentes de Boric, que han establecido que los convencionales no tienen libertad para expresarse libremente”.

Santa Cruz ejemplifica con el caso de Marcela Cubillos quien fue llevada al Comité de Ética de la Convención por “desinformar”, luego de publicar un tuit en su cuenta personal en el que defendía la cueca.

La politóloga advierte que también se ha instalado en la izquierda la idea del negacionismo, “que significa que las personas están prohibidas de hacer un análisis crítico de su historia y de su presente”.

“Hay una fuerte presión que inhibe una interpretación más libre de la historia reciente, porque ahí sí que hay que tener coraje, que no es algo que se le deba exigir a ninguna persona, no tienen que ser mártires, no tienen que ser héroes para poder expresarse libremente respecto cuál es su visión, siempre y cuando esté bien fundamentada”. E insiste en que “no es factible la democracia si hay un sector del país que está cancelado”.

Para Santa Cruz, “sin libertad de expresión no hay nada, no hay ciencia, no hay conocimiento, no hay democracia”.

Desafiando a la tribu 1 julio, 2022

Imposible no demostrar admiración y reconocimiento hacia quienes, desde la izquierda y la centroizquierda, han tenido el coraje para declarar públicamente su rechazo al borrador constitucional. Y lo han hecho porque, en alguna instancia, han tenido que aceptar, seguramente con dolor y contradicciones vitales, que el proyecto en discusión, que deberemos aprobar o rechazar en el plebiscito del 4 de septiembre próximo, sencillamente es incompatible con principios tan fundamentales de la civilización moderna como la igualdad ante la ley, en derechos y obligaciones; la democracia representativa; los derechos individuales; un régimen político que asegure el control adecuado de eventuales excesos gubernamentales a través de equilibrios y contrapesos; un poder judicial independiente, y, principalmente, con la existencia de una república plural, integrada por distintos inmigrantes, llegados en épocas sucesivas de nuestra historia, con una diversidad de culturas y tradiciones, pero que hemos conformado, desde siempre, una sola nación. Así, son muchos quienes, a pesar de sus deseos iniciales y de su determinación invariable de lograr una nueva Constitución, han decidido rechazar un texto que estiman radical, partisano, divisivo, refundacional e imposible de reformar.

Y ello es admirable porque implica desafiar a sus respectivas tribus, a sus experiencias de vida, sus lealtades, a las derrotas y los triunfos compartidos y debilitar, al menos temporalmente, esa pertenencia al grupo, que en una medida importante nos abriga y nos protege: en otras palabras, han puesto en cuestión lo que estiman es su identidad histórica. El apego a la tribu es una fuerza siempre tentadora y más aún en tiempos de polarización, cuando más queremos estar con los nuestros, cuando mayor es la tentación de oír solamente aquello que concuerda con nuestras filiaciones y, de este modo, nos parapetamos detrás de esta solidaridad grupal, que es irracional y prescinde de la universalidad de principios y valores, pero que, ante una fragmentación tan profunda, nos da una cierta seguridad. El costo, sin embargo, es la división entre chilenos, cada conjunto viviendo aislado, en ghettos que no se encuentran.

Nunca ha sido fácil ir contra la corriente de los propios. No lo fue para aquella derecha estigmatizada bajo el gobierno militar porque abogó por el Acuerdo Nacional para la transición a la democracia, aceptó e impulsó reformas consensuadas con la Concertación que permitieron avanzar hacia un gobierno democrático, y finalmente, por ser activos participantes de “la democracia de los acuerdos” y de aquellas reformas que se apartaban de la ortodoxia imperante y que muchos consideraban una traición. Desafiar a la tribu siempre ha tenido severos costos, aunque ciertamente hoy son agravados por el abuso, el veneno y el odio desparramado en los ríos de las redes sociales.

El problema es que, bajo ciertas condiciones, esas pertenencias históricas colisionan con lo que reconocemos como las prioridades para un bien superior. En este caso preciso, la pregunta que debemos enfrentar no es quiénes son nuestros compañeros de ruta, sino simplemente si acaso el borrador elaborado por la Convención Constitucional representa o no un instrumento para lograr la paz, unir a la nación, evitar las tiranías y asegurar un nivel de crecimiento económico que permita garantizar derechos sociales que no sean solamente teóricos. ¡Cuántas veces en la historia no han sido unas pocas voces disidentes que, actuando con valentía y coherencia, han salvado la democracia y la libertad!

El precio que se paga es elevado porque quien se aparta de la tribu es un hereje, algo infinitamente peor que un pagano, porque a este se lo puede intentar convertir, pero un hereje está condenado a morir en la hoguera. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

Boris: una crisis envidiable 15 julio, 2022

Tengo una amiga que cada vez que visita Chile es sorprendida por un terremoto; y ella dice que cada vez que yo vengo a Inglaterra me toca presenciar una crisis política. Y, efectivamente, la caída de Boris Johnson como líder del Partido Conservador y el próximo cese en su cargo como primer ministro, cuando finalmente se concrete la elección de su sucesor, representan una convulsión mayor. Pero mi sensación es que esta crisis es envidiable para cualquier chileno que enfrenta el prospecto de disolución de todo lo conocido, un cambio en los cimientos de la nación, un grado de polarización sin precedentes, la pérdida del menor atisbo de amistad cívica, y que debe desenvolverse en un escenario donde, con o sin fundamentos, el 4 de septiembre habrá chilenos que sentirán que lo ganan todo, mientras otros que lo pierden todo, en un juego perverso de suma cero.

No debemos minimizar los acontecimientos en el Reino Unido. Las razones por las cuales Boris Johnson perdió la confianza de sus propios ministros y parlamentarios son graves y su conducta representa una amenaza para la siempre frágil democracia, porque esta depende no solo de instituciones, sino también, y en forma muy importante, de ciertos intangibles culturales, como el respeto a las reglas y la fidelidad absoluta a la verdad.

Y Boris Johnson ha atentado precisamente contra ese precepto esencial a las creencias y los valores ingleses de que no hay peor crimen político que mentir y, peor aún, mentir al Parlamento. Hay un informe escolar de cuando Boris tenía 17 años que describe muy bien los rasgos de su personalidad aún pertinentes, que dice: “Boris se suele ofender cuando es criticado por lo que son faltas brutales a la responsabilidad. Él honestamente cree que es una mala educación muy desagradable de nuestra parte que no lo consideremos una excepción que debería estar exento de la red de obligaciones que ata al resto”.

Y hubo una acumulación de comportamientos que reflejan, por decir lo menos, una cierta ambigüedad hacia las normas y un desafío a la responsabilidad: la realización de fiestas en Downing Street durante la pandemia, violando las reglas que él mismo había impuesto al resto de la población; la negación del conocimiento previo que tuvo de actos de acoso sexual por parte de un ministro a quien nombró en un alto cargo a pesar de ello; el intento por ocultar un caso de lobby de un parlamentario cercano a él, entre otros. Todo ello ha puesto en entredicho principios tan importantes para el correcto funcionamiento de la democracia como la integridad, el honor, la confianza y la coherencia. Y claro está, en este país no basta con pedir perdón para que quienes ejercen altas responsabilidades sean absueltos de sus múltiples contradicciones o malas prácticas.

A pesar de todo ello, mi sentimiento predominante durante estos días ha sido la maravillosa sorpresa de vivir, siempre, en todos lados, en las calles, en las tiendas, en los museos, en el bus, en los restaurantes, en los parques, en los trenes, con gente extraordinariamente amable, cuyo único propósito parece ser ayudar y hacerle agradable la vida a todo el resto. Un pueblo, al parecer, sin grandes resentimientos, pero también sin grandes despliegues de arrogancia. Un reino con todos los problemas propios de los tiempos, incluida la amenaza de separatismo escocés, pero sin rabia ni odios desbordados, porque las discrepancias objetivas no traspasan las fronteras de los afectos.

¿Qué posibilidades tenemos los chilenos de reencontrarnos como hijos de una misma patria cuyo destino, sea bueno o sea malo, querámoslo o no, deberemos compartir? Por cierto, la tarea de buscar lo que nos une es más difícil cuando los disensos ideológicos son tan profundos y el porcentaje que busca “la agudización de las contradicciones” para facilitar la revolución es tan alto. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

Sin eufemismos 12 agosto, 2022

Mi único acuerdo con el ministro Jackson es que conviene hablar sin eufemismos, aunque, ciertamente, no le reconozco el monopolio de esa virtud, ni a él ni a su grupo etario.

Es verdad que su sector político tiene valores muy distintos a los de sus antecesores, lo cual no es sinónimo de superioridad moral. Por el contrario, la generación de la transición, que él tanto desprecia, mostró valores que son esenciales para la civilización: humildad para saber que en política no existen verdades absolutas e inmutables; tolerancia y capacidad para llegar a acuerdos y crear consensos; y rechazo de la violencia como método legítimo para resolver nuestras diferencias. Todo ello permitió —al menos por 30 años— la convivencia pacífica de un país fragmentado; aseguró la recuperación de la democracia liberal representativa y con ella la restauración de los derechos fundamentales de la persona humana; y logró, además, con sus políticas públicas, cumplir con el mandato ético primordial de mejorar las condiciones materiales de vida de todos los chilenos y sacar de la indignidad de la miseria a millones de compatriotas.

El texto que, hasta hace unos pocos días, el Gobierno aprobaba incondicionalmente pone una lápida a la democracia representativa como se conoce en el mundo occidental, al eliminar la separación de poderes, los equilibrios y contrapesos, el Senado como parte del Poder Legislativo, un Poder Judicial políticamente independiente, la igualdad ante la ley, y los límites que deben existir a aquello que es materia de decisión colectiva, como, por ejemplo, el derecho de los padres a elegir el proyecto educativo de sus hijos; y debilita, además, el fundamento material de la libertad, como es el derecho de propiedad, al no garantizar el debido pago en caso de expropiación.

La propuesta tiene como eje central el indigenismo y la plurinacionalidad y esto no es, como muchos creen, un modo de satisfacer los legítimos agravios del pueblo mapuche. La plurinacionalidad es un concepto político tributario del pensamiento de Marx, y su ideólogo principal es García Linera, el inspirador de nuestro Presidente. García considera que, dado que el proletariado ya no constituye una base sólida para la revolución socialista, porque ha sido seducido por la movilidad social y perdido conciencia de clase, corresponde a la población indígena ser la “base social de vanguardia”, pues el socialismo implica “guerra social total”; su objetivo atraviesa por “liquidar el Estado nación soberano” y la plurinacionalidad es el instrumento necesario para “romper con el neoliberalismo” (¿capitalismo?) usando “la fuerza motriz” del indigenismo. De hecho, la semilla de la plurinacionalidad ya está germinando en los territorios bajo el imperio de Llaitul, a los cuales el Estado chileno no puede acceder.

El plebiscito próximo es uno binario y las opciones constitucionales son dos: aprobar la propuesta o rechazarla. No existe la opción de aprobar para reformar y nadie puede atribuirse facultades que contradigan el veredicto popular. Tampoco existen mecanismos expeditos para modificar el borrador, por los cerrojos que tiene para introducir cambios. Por lo tanto, si la ciudadanía quiere un nuevo pacto constitucional deberá rechazar, en la certeza de que con los nuevos quorum no habrá ningún sector político con poder de veto y se podrán lograr acuerdos para construir, por fin, una casa para todos.

En este contexto, la iniciativa, liderada por el propio Presidente de la República, que acuerda cambios a lo aprobado por la Convención no afecta el meollo de los problemas y, como ha dicho el jefe del Partido Comunista, tampoco hay ninguna garantía de que se pueda implementar. Sin eufemismos, solo se puede interpretar como una maniobra electoralista de última hora que refleja muy poca superioridad moral. (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

El aborto: la otra visión liberal Lucía Santa Cruz 17 agosto, 2015

Yo también soy liberal, y, al contrario de Alvaro Fisher y Francisco Covarrubias, no puedo estar a favor de la legalización del aborto. Estoy en contra, en razón de los fundamentos mismos de la teoría liberal que afirma los derechos inalienables del ser humano, de los cuales, por cierto, el derecho a la vida es el primero.

Es por ello que, a mi juicio, el único punto que debe ser objeto de discusión es si una criatura en su vida uterina es o no persona humana. Desde el punto de vista filosófico, no tengo la menor duda de que a partir de la concepción existe un ser único, distinto, irrepetible, con una carga genética específica, que no requiere de ninguna intervención adicional para crecer de embrión a persona, salvo el cuidado que la madre le otorga durante nueve meses .

Tengo la impresión de que los articulistas en cuestión sí aceptan que se trata de un ser humano, pero argumentan que la vida no es un derecho absoluto e inalienable, por cuanto con el consentimiento social se puede matar, por ejemplo, en defensa propia o en caso de guerra. Como alguien más ya ha señalado, sin embargo, en esos casos existe una agresión previa que la justifica. La fundamentación de la posición de los autores, por ello, es otra, y sería «la autonomía de las personas para conducir su vida como ellas elijan, siempre y cuando no perjudiquen a terceros». Pero si los autores ya han aceptado que la criatura en el útero sería persona, ello claramente los transforma en «terceros perjudicados». Es más, si el derecho a la autonomía individual justifica el aborto en tres causales, ¿por qué no puede apelarse a la autonomía individual de la mujer para abortar hasta las 38 semanas después (como en EE.UU.) y por cualquier otra causal que, a juicio de la mujer, atente contra su autonomía? ¿Y qué hacemos con el atentado contra la autonomía de la mujer que implica la crianza de los hijos una vez nacidos?

Otra contradicción llama la atención: es indiscutible, como dicen, que el aborto existe y ha existido siempre, pero, en lógica, de allí no fluye que deba ser legalizado: existe el robo, el homicidio y una serie de delitos, y el hecho de que ocurran no justifica su legalización.

Pero desde mi punto de vista, lo interesante de la posición adoptada por Álvaro Fischer y Francisco Covarrubias es que, primero, coloca en el centro de la discusión qué significa ser liberal y, segundo, realza el dilema central del liberalismo, que es su relación con la moral. El liberalismo clásico, Smith, Burke, Locke y otros ponen el énfasis en la importancia de la libertad individual en materias sociales, económicas y políticas, pero reconocen que las libertades de unos pueden entrar en conflicto con las libertades de otros, y admiten, por eso, que necesariamente debe ser limitada; no tienen acuerdo respecto de cuánto debe ser limitada, pero insisten, al mismo tiempo, en que la libertad debe ser maximizada. Ninguno de ellos -en su mayoría, filósofos morales- descarta la relación entre la aceptación de ciertas reglas morales compartidas y la posibilidad de ser libres, pues en la ausencia de consensos morales mínimos, la alternativa es la coerción. Burke sostenía que los hombres pueden ser libres en la misma proporción en que son capaces de controlar sus bajas pasiones. De acuerdo al ethos de los pensadores liberales clásicos, el individuo libre tenía responsabilidades igual que derechos, deberes igual que privilegios. El «self interest» (interés propio) de Adam Smith, al contrario de lo que muchas veces se piensa, no equivale a «selfishness» (egoísmo), incluye el interés por los otros y se justifica porque promueve el interés general.

Existe, por cierto, una corriente más bien posmoderna, muy en boga en nuestro país, que identifica el liberalismo principalmente con la autonomía moral del individuo, sin referencia a ningún criterio objetivo del bien o el mal, en el cual la autorrealización, la autoexpresión, la autosatisfacción, derivan de un yo que parece no tener referencia alguna a ningún propósito o persona fuera de sí mismo, llegando a una suerte de narcisismo que se opone a depender de nadie y rechaza cualquier responsabilidad por otros.

¿Somos los seres humanos solamente átomos aislados, individuos que compiten, o necesitamos también cooperar para realizarnos como seres humanos? Hayek diría que la lógica de la competencia es insustituible en grandes sociedades impersonales donde ningún individuo tiene los conocimientos para identificar la mejor forma de cooperación entre sus integrantes. Pero dice también que si esa lógica se impone en el ámbito de las relaciones personales y familiares, se destruiría la civilización.