Daniel Matamala

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Daniel Matamala, periodista, conductor de televisión, escribe columna dominical en La Tercera

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Trayectoria Política

Alcalde Jadue alaba al dictador Maduro y a la dictadura venezolana, responsables de gravísimas violaciones a los DDHH de su pueblo y de la peor crisis de refugiados del continente»
Daniel Matamala 13 abril 2022

“Sebastián Piñera suele describirse como ‘el hijo de un empleado público’, sin especificar que ese empleado fue embajador en Bélgica y ante las Naciones Unidas.” 15 enero 2023

Bibliografia

Columna de Daniel Matamala: «Hombrecitos o rebeldes». 25 julio 2021

“Todas las presidencias las tenemos en casa: yo, presidente del Congreso; mi cuñado, del Ejecutivo; mi sobrino, de la Audiencia. ¿Qué más podemos desear?”.

Así le hablaba Joaquín Larraín a José Miguel Carrera en los convulsos días de la revolución independentista.

Lo que era verdad en 1810, lo ha seguido siendo en los dos siglos siguientes. Los Larraín han sido parte de 63 de los 66 congresos del Chile independiente y, según una investigación del sociólogo Naim Bro Khomasi, han tenido 107 parlamentarios entre 1810 y 2018; casi tantos como los González (110). La diferencia, claro, es que por cada Larraín hay 95 González en Chile.

Dicho en otras palabras, las personas nacidas con el apellido Larraín han tenido 93 veces más probabilidades de llegar al Congreso que aquellas nacidas con el apellido González. Y si se apellidan Errázuriz, han tenido 89 veces más probabilidades de ser parlamentario que si se apellidan Rodríguez. Y de orígenes indígenas, ni hablar…

Esta brutal disparidad se ha morigerado con los avances democráticos, pero la cuna aún sigue pesando mucho: entre 1990 y 2018, según los datos de Bro, el apellido González fue el más representado en la Cámara, pero los Larraín fueron los más comunes en el Senado, pese a ser apenas el 0,023% de la población de Chile.

Basta echar una mirada a los inquilinos de La Moneda para sopesar la importancia de la cuna.

Desde 1990, los presidentes de la República han sido hijos de un presidente de la Corte Suprema (Aylwin), de otro Presidente de la República (Frei), de un embajador (Piñera) y de un general de Aviación (Bachelet). La única excepción es Lagos, hijo de un agricultor.

Con pocas excepciones, La Moneda ha sido reservada a una élite que, además, debe cumplir criterios estrictos: hombres (todos, excepto Bachelet), santiaguinos (todos los elegidos desde 1958) y mayores de 50 años de edad (todos desde 1952). La mayoría de los chilenos, en cambio, son mujeres, de regiones y menores de 40 años.

La historia de Chile recuerda el concepto de Schumpeter: la democracia no es el gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” que soñaba Lincoln, sino apenas una competencia en que ese pueblo opta entre una u otra de las élites en competencia. Así, tener las señales identificatorias de esa clase es requisito para ser admitido en el juego.

Pero esa lógica ha estallado en pedazos hoy.

Vivimos un momento populista, en que los ciudadanos se identifican como pertenecientes a un pueblo teóricamente virtuoso (“nosotros”), opuesto a una élite supuestamente corrupta (“ellos”). Ya no se trata de votar por delegación, por el mejor representante de “ellos”; ahora se vota por identificación, por uno de “nosotros”.

Y entonces los requisitos en el currículum para postular a La Moneda cambian por completo.

Si Gabriel Boric (35 años) gana las elecciones, será el Presidente más joven jamás elegido en Chile, además del primer sureño electo desde 1942. Si gana Sebastián Sichel (43 años), será el más joven desde Manuel Montt, en 1851. Y si gana Yasna Provoste, será la segunda mujer, además de tener ascendencia indígena y venir de Vallenar.

El árbol genealógico, antes investigado y lucido con esmero cuando se encontraban ancestros ilustres, ahora se esconde donde no vea la luz del sol. Antes había que probar que se venía de arriba; ahora hay que mostrar lo opuesto: las raíces en el Chile profundo.

Provoste lanzó su candidatura en un acto diseñado para exhibir ese origen: en su escuela de Vallenar, acompañada de su prima y su profesora del jardín infantil. Sichel ha hecho de su historia personal el elemento crucial de su candidatura; pocos podrían decir qué propuestas programáticas lo separan de la derecha tradicional, pero es su relato de vida el que marca esas diferencias. Boric lanzó su campaña en Magallanes, presentó su franja desde allí, e hizo de un árbol que mira al estrecho el símbolo más potente de su candidatura.

Provoste, Sichel y Boric dicen lo mismo: yo soy como tú, yo no soy como ellos.

Y esa es una estrategia indispensable, pero al mismo tiempo peligrosa.

Es que tener raíces en el Chile real no basta. Lo más relevante es que, al entrar a la élite a la que hoy pertenecen, esos candidatos hayan sido coherentes con el origen que reivindican.

Provoste ha tenido altos cargos públicos desde el siglo pasado, como gobernadora, intendenta, ministra, diputada y senadora. Sichel es el favorito de la élite empresarial que financia su candidatura. Boric pasó sin escalas de la política universitaria a cargos de privilegio en la política parlamentaria. ¿Es el presente de estos políticos coherente con la historia que nos venden? Al entrar a la clase dirigente, ¿han desafiado las injusticias, o se han convertido en cómplices de ellas?

Si la respuesta es la segunda, arriesgan el “síndrome Golborne”. Laurence Golborne armó su fugaz carrera política desde la épica del hijo de un ferretero de Maipú que había ascendido por sus propios méritos. Cuando se reveló que había usado su poder para repactar unilateralmente a clientes en Cencosud y abrir cuentas en paraísos fiscales, su carrera se derrumbó. Esos pecados se esperan de un miembro de la élite (Piñera fue elegido con un prontuario mucho peor), pero en uno de “los nuestros”, se sienten como una traición imperdonable.

Para ilustrar el cambio cultural en Chile, el sociólogo Eugenio Tironi recuerda la tradicional figura del “hombrecito”, ese empleado leal hasta la muerte con sus patrones, y la contrapone con la actual “rebelión de los mayordomos”, en que profesionales provenientes de la clase media usan su posición para empujar cambios, exponiendo y desafiando los trapos sucios del poder.

La historia política de Provoste, Sichel, Boric y los demás candidatos se analizará con lupa en los meses que vienen. Los electores deberán decidir si cada uno de ellos se ha convertido en un “hombrecito” del poder o si, en cambio, ha sido un mayordomo rebelde.

De ese análisis dependerá, en buena medida, quién llegue a La Moneda y quién quede en el camino.

Otras publicaciones

Columna de Daniel Matamala: La luz del sol
En la escena culminante de “La granja de los animales”, cerdos y humanos se reúnen a beber y jugar a las cartas. En esa fábula de George Orwell, los humanos representan a la vieja élite, desalojada de la granja por la rebelión de los animales. Los cerdos fueron los líderes de esa revolución, pero luego adoptaron las mismas prácticas y privilegios de los antiguos amos.

Esa noche, “los animales de afuera miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era quién”, escribe Orwell.

Antes de Orwell, el sociólogo Robert Michels postuló la “la ley de hierro de la oligarquía”. “Todo poder sigue un ciclo natural: procede del pueblo y termina levantándose por encima del pueblo”, decía Michels, explicando este reemplazo de unas élites por otras, un “juego cruel que continúa indefinidamente”.

Orwell y Michels nos ayudan a entender lo ocurrido en los últimos días en la Convención Constitucional.

Muchos convencionales son una élite desafiante. Exhiben mayor diversidad de apellidos y orígenes sociales que la élite política desafiada, aquella que ha dominado por 30 años el Congreso y el gobierno. Se parecen más al Chile que representan.

Sin embargo, esas fortalezas pueden cegar a algunos convencionales sobre su nueva realidad. Desde el 4 de julio, ellos ya no son un “pueblo” oprimido o impotente. Son miembros de una reducida clase dirigente (el 0,0008% de los chilenos) que goza de un enorme poder sobre el 99,9992% restante.

Quieren distinguirse de esa vieja élite, pero copian sus prácticas. Así se vio tras revelarse el engaño perpetrado por el convencional Rodrigo Rojas Vade.

“Hay una guerra contra nosotros. Si nos vamos a una falla, mentira o lo que sea de cada convencional durante este año vamos a tener alrededor de 300 situaciones como esta”, dijo Alejandra Pérez, de Pueblo Constituyente. “Vamos a ir cayendo uno a uno, yo voy a caer por equis cosa”.

“Eso no fue un reportaje, eso fue la Santa Inquisición. La prensa dejó la escoba. Todo lo agrandan, todo lo farandulizan”, reclamó Bessy Gallardo, de la Lista del Apruebo. “Mientras este sistema no cambie, van a haber muchos Rodrigo Rojas. Él responde a un sistema capitalista”, argumentó Elsa Labraña, electa por la Lista del Pueblo.

“Rodrigo está pasando por un momento muy difícil. Le deseamos que pueda llevar un buen camino, una buena salida a lo que está atravesando”, dijo Elisa Giustinianovich, de la Coordinadora Social de Magallanes. “No sé si corresponde una renuncia, ojalá no se reste una persona que ha estado votando continuamente por los pueblos”.

“Nosotros ya emitimos un comunicado y no vamos a hablar más del tema”, intentó cerrar la discusión Natalia Henríquez, de Pueblo Constituyente. “Fue un error”, repitió tres veces Rojas en su propio comunicado, en el que no expresa voluntad de renunciar. “Soy alguien que se equivocó. No busqué privilegio ayer, no los busco hoy”.

Suena conocido. Camuflar como “errores” los engaños, las mentiras y los eventuales delitos. Calcular votos antes de priorizar principios. Echarle la culpa al empedrado, como si los mentirosos fueran un subproducto del “sistema”. Cerrar los debates públicos por decreto, sin aceptar preguntas. Culpar a la prensa por sacar a la luz los trapos sucios de las autoridades. Victimizarse. “No busco privilegio”, dice Rojas, mientras se aferra a una posición de privilegio que obtuvo ilegítimamente.

Qué parecido a tantas excusas y dobles varas que hemos visto en la vieja clase política ante escándalos de corrupción y atentados a la fe pública.

“Ya era imposible distinguir quién era quién”, escribió Orwell.

Es cierto que hay poderes empeñados en boicotear la nueva Constitución. Quien se informe sólo por los titulares engañosos de El Mercurio o por las fake news de las redes sociales puede quedar convencido de mentiras como que los convencionales se subieron los sueldos, eliminaron la libertad de enseñanza o suprimieron el concepto de República.

Pero esos ataques no se enfrentan con paranoia ni defensas corporativas, y menos relativizando un caso tan grave como el de Rojas. “La Convención ha tenido un mal manejo comunicacional, lo que transparenta es muy poco”, reconoce Adriana Ampuero, de la Red de Organizaciones Territoriales de Los Lagos. “Transparentar las cosas es sumamente relevante, y es un acto reparatorio contarle a la gente lo que está pasando y cómo estamos tratando de subsanarlo”.

“La luz del sol es el mejor desinfectante; la luz eléctrica es el policía más eficiente”, decía el jurista Louis Brandeis, famoso por perseguir los abusos del gran poder económico.

Y es esa luz la que debe alumbrar la redacción de la nueva Constitución. Un foco que es incómodo para quienes están bajo él. Pero es indispensable. Cuando una persona asume un cargo de poder, acepta que cada una de sus acciones, y cada una de sus “fallas y mentiras”, como dice la convencional Pérez, sean sometidas al escrutinio público.

Por eso es alentador que la presidenta de la Convención haya rectificado su tibia reacción inicial (“nosotros somos seres humanos, no somos dioses para no fallar”), y haya denunciado los hechos a la Fiscalía. También, es positivo que muchos constituyentes manifiesten su indignación sin medias tintas y busquen fórmulas para excluir a Rojas de la Convención.

“La élite chilena es muy homogénea y su diferenciación del resto de la sociedad es gigantesca”, dice el sociólogo Cristóbal Rovira. “Esto es lo que genera tanto conflicto. La élite, al estar tan desapegada, tiene muy poca conexión con lo que le sucede al ciudadano común”.

Por eso importa que la Convención sea diversa; que en ella, para volver a la fábula de Orwell, haya muchos animales, y no sólo humanos. Ahora que tienen poder, deben actuar de cara a la luz del sol, como representantes de los ciudadanos que depositaron su confianza en ellos, no como una casta que se defiende a sí misma.

Porque si el pueblo mira por la ventana, y no logra distinguir quién es quién, el proceso constituyente quedará oscurecido por las sombras.

Bajar del árbol 23 octubre 2021

Columna de Daniel Matamala: Bajar del árbol

A esta altura de la campaña presidencial de 2013, en octubre, la entonces candidata Michelle Bachelet desestimó la importancia de tener un programa de gobierno. “Es un ladrillo, un mamotreto que nadie lee”, dijo Bachelet ante las críticas por la demora de su programa. Tras ganar la Presidencia, cambió de opinión. El programa es “un contrato solemne entre ustedes y esta Presidenta”, le dijo al asumir el mando a una multitud reunida bajo los balcones de La Moneda el 11 de marzo de 2014.

Claro, Bachelet ya intuía que algunos se estaban bajando de ese contrato. “Yo no firmé ni suscribí ningún programa”, dijo el presidente de la DC Ignacio Walker, haciéndose el sueco cuando el gobierno pidió los votos de su partido para cumplir sus promesas en el Senado. Es que las fotos de campaña con Bachelet ya les habían asegurado sus cupos en el Congreso a los parlamentarios de la DC. “El programa no es la Biblia, ni el Corán, ni la Torá”, cerró la discusión Walker.

Reelección hecha, amistad deshecha.

Ocho años después, en otro octubre electoral, Gabriel Boric tiene su propio socio incómodo en el Partido Comunista. Su presidente, Guillermo Teillier, le advierte que “el programa se tiene que cumplir, y no en la medida de lo posible”. El excandidato Daniel Jadue amenaza con que “el día en que Gabriel se tuerza un milímetro de la línea del programa, me van a tener a mí primero en la línea de denuncia y cobrándosela”.

Pero ¿qué programa? A cuatro semanas de las elecciones, en su web oficial sólo hay una serie de “propuestas programáticas” con una invitación: “Súmate y decidamos las propuestas de nuestro programa”. Para el próximo fin de semana se espera la presentación de un documento más completo.

Esta ambigüedad puede ser estratégica: apelar al voto moderado sin incendiar la pradera con sus socios comunistas. El problema es que Gabriel Boric es hoy, según todas las encuestas, el candidato con más posibilidades de ganar una segunda vuelta electoral. Y su falta de definiciones sólo acentúa una incertidumbre que ya tiene efectos serios sobre el país: peso depreciado, inversiones detenidas, riesgo país escalando hasta superar el de Perú. Más aun cuando el actual gobierno ya renunció a gobernar y le endosa a Boric todos los problemas, desde la migración al vandalismo.

Hay explicaciones ambiguas en áreas clave como la reforma a las pensiones. Y una serie de errores en el manejo de los datos económicos. Por cierto, un candidato no tiene que ser una máquina de recitar cifras de memoria. Venimos saliendo de un Presidente que podría ganar un campeonato de trivia económica y que como líder político fue un desastre. Pero sí se exige a un probable futuro presidente que al menos maneje órdenes de magnitud de sus propias propuestas.

Proponer gravar al 1% más rico, que está “sobre las 1.000 UF (unos $ 30 millones) en el caso de las empresas”, y comprometer un presupuesto de “al menos 400 mil millones de dólares al año para agua potable rural” (más de cinco veces el presupuesto nacional) son dos lapsus graves, porque pegan en el talón de Aquiles de la candidatura frenteamplista: su capacidad para manejar, desde marzo de 2022, una situación de pesadilla.

El nuevo gobierno asumirá cuando llegue la resaca del fin de los retiros y del IFE. Habrá que volver a la dura realidad. Según el Banco Mundial, pasaremos de crecer 10,6% en 2021, a apenas 2,4% en 2022, y 1,8% en 2023. El próximo presidente tendrá que enfrentar el fin de las ayudas estatales, el estancamiento económico y enormes presiones de una ciudadanía movilizada por más gasto social, con la caja vacía después de que las reservas se gastaran durante este 2021.

Y aquí la candidatura de Apruebo Dignidad parece atrapada en un escenario que ya no existe. Sus propuestas programáticas originales eran las de una campaña testimonial, que por poco no junta las firmas para competir, y que esperaba tener una honrosa derrota frente a Jadue. En apenas un par de meses, Boric pasó de candidato por compromiso a probable próximo Presidente de Chile. Algunas de sus ideas no parecen haber tenido esa misma evolución.

Un ejemplo es su propuesta de “revisar” los tratados de libre comercio. “Hay que revisarlos todos”, insiste Jadue. “No es para hacer borrón y cuenta nueva”, matiza Boric, sino para ver “condiciones impuestas que son desventajosas”. En teoría, es cierto que sería ideal revisar cláusulas para exigir a la inversión extranjera encadenamientos productivos con la industria nacional. Pero en el Chile real de marzo de 2022, una revisión como esa podría congelar una inversión extranjera que ya está frenada. Es, en palabras simples, tratar de matar una mosca con una escopeta.

Un candidato testimonial puede disparar de chincol a jote, pero un probable presidente debe escoger con sabiduría sus armas y sus batallas. Gabriel Boric tiene enormes ventajas en esta campaña: por edad, historia y discurso es el que mejor representa un zeitgeist que exige transformaciones profundas y recambio generacional. Y ha acertado en el tono conciliador e inclusivo de su puesta en escena.

Pero a cuatro semanas de la primera vuelta, la ciudadanía ya no lo mira como el joven idealista que promete futuro esplendor. Es el momento de bajar del árbol y poner los pies en la tierra, para entregar certezas de manejo serio de un país en crisis.

Y ello requiere memorizar un par de cifras, sí. Pero, sobre todo, comprometerse con un programa de gobierno claro, conciso y realista, aun a costa de desilusionar a los más radicales.

Es, y en esto tenía razón Bachelet, un contrato solemne con una ciudadanía que al momento de votar exigirá más certezas y menos explicaciones chapuceras.

¿extremos en que? 14 noviembre 2021

Columna de Daniel Matamala: ¿Extremo en qué?

“Algunos dicen que soy extremo, y siempre les pregunto: “¿Extremo en qué?”. Así parte el video que subió este sábado a redes sociales José Antonio Kast. Pero la mejor respuesta a esa pregunta la había dado el mismo Kast horas antes, en una conversación con corresponsales extranjeros. Cuando intentaba explicar por qué critica a las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y en cambio se dice “orgulloso” de la dictadura de Pinochet en Chile, Kast afirmó lo siguiente: “Creo que lo de Nicaragua refleja plenamente lo que en Chile no ocurrió: que frente a elecciones democráticas, se hicieron las elecciones democráticas y no se encerró a los opositores políticos. Eso marca la diferencia fundamental”.

Los informes Rettig y Valech acreditan que la dictadura de Pinochet torturó a 28.459 chilenos, ejecutó a 2.125 e hizo desaparecer a otros 1.102. Los opositores arrestados se contaron por decenas de miles. El horror que el pinochetismo desencadenó sobre la sociedad chilena en 17 años de represión y sangre no admite medias tintas ni lecturas complacientes. Y eso es lo que, otra vez, como en toda su vida política, hace Kast.

El candidato republicano intentó explicar que sólo se refería a las elecciones de 1989, pero, aunque a esas alturas lo peor del terror había pasado, lo cierto es que la dictadura no dejó de reprimir hasta el último de sus días. El 4 de septiembre de 1989, en plena campaña presidencial, Jécar Neghme fue asesinado de 12 balazos por agentes de la CNI, mientras caminaba por calle Bulnes.

“No hay punto de comparación” entre la dictadura de Pinochet y las de Cuba, Nicaragua y Venezuela, aseguró Kast ante los corresponsales extranjeros, reiterando el grosero doble estándar que ha usado siempre para esos casos: las de izquierda son dictaduras que deben ser condenadas; las de derecha, en cambio, son “gobiernos militares” que pueden “defenderse con orgullo”.

“En el gobierno militar se hicieron muchas cosas por los derechos humanos de otras personas”, dice Kast. “Cuando yo hablo de mejorar la salud, de la calidad en la educación, de mejorar la economía, también estoy viendo cómo resguardo la calidad de vida de las personas, que también -en alguna medida- son derechos humanos positivos”.

Para un demócrata, la represión, las torturas y los asesinatos no son simplemente un elemento más de un gobierno, que pueda ponerse en la balanza junto a las obras que construyó o a las reformas que llevó adelante. Son una zanja moral infranqueable. ¿A cuántas carreteras equivale una mujer violada y torturada por agentes del Estado? ¿Cuántos puntos del PIB justifican los cuerpos lanzados al mar, el secuestro de niños, la ejecución de mujeres embarazadas?

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Para un demócrata, sea de izquierda, centro o derecha, la respuesta es simple: nada, nada, nada compensa el horror.

Célebre es el chascarro que sufrió Axel Kaiser cuando intentó que Mario Vargas Llosa, un referente de la derecha internacional, destacara a Pinochet por sobre Maduro. “Esa pregunta yo no te la acepto”, replicó tajante Vargas Llosa. “Porque esa pregunta parte de una cierta toma de posición previa. Que hay dictaduras buenas o que hay dictaduras menos malas. Y no, las dictaduras son todas malas”.
Ese, señoras y señores, es un demócrata de derecha.

Kast tiene otros valores. “Yo no soy pinochetista, yo defiendo la obra del gobierno militar”, repite, en una frase que suena tan lógica como decir “yo no soy castrista, pero defiendo la obra de la revolución cubana”, “yo no soy chavista, pero defiendo la obra de la revolución bolivariana”, o “yo no soy nazi, pero defiendo la obra del Tercer Reich”.

“Si estuviera vivo, Pinochet votaría por mí”, asegura Kast. Y va aún más lejos, negando o relativizando algunos de los peores horrores del pinochetismo. “Hay personas condenadas y cumpliendo condenas, algunas de ellas injustamente para mí. La justicia ha hecho una ficción legal”, dice sobre los criminales de Punta Peuco. Defiende a Miguel Krassnoff, uno de los más sádicos torturadores de la dictadura, condenado a más de 800 años de cárcel, diciendo que “conozco a Miguel Krassnoff y viéndolo no creo todas las cosas que se dicen de él”.

En un patrón de conducta repetitivo, Kast pretende sembrar dudas sobre los peores crímenes de la dictadura. Sobre el caso degollados, perpetrado por agentes de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros, en un operativo que incluyó hasta el uso de un helicóptero policial, Kast asevera que “no creo que eso haya sido organizado por ninguna institución del Estado”.

En el caso quemados, en que dos jóvenes fueron rociados con bencina e incinerados por una patrulla militar, Kast defiende a su amigo Julio Castañer, condenado en primera instancia como autor del crimen. En 2018, la coordinadora de Acción Republicana (germen del actual Partido Republicano) en Magallanes, aseguró que Castañer compartía la coordinación regional. Kast desmintió que su amigo tuviera ese cargo, pero aseguró que Castañer “ha dado una batalla increíble porque se haga justicia” y “ha sido injustamente procesado”.

Es tal su empeño en defender a Pinochet, que también relativiza la corrupción del exdictador, una línea que pocos en la derecha se atreven a cruzar. “Si se hubiese querido hacer multimillonario, ¿alguien cree que no lo hubiese hecho?, dice Kast sobre Pinochet, también conocido con su alias bancario de Daniel López.

Con estas palabras comenzó el discurso de lanzamiento de su campaña presidencial en 2017: “Mi nombre es José Antonio Kast, y yo sí defiendo con orgullo la obra del gobierno militar, sí creo que muchos militares y miembros de las Fuerzas Armadas están siendo perseguidos y yo sí me comprometo, si soy Presidente, a proteger a las Fuerzas Armadas, a terminar con las persecuciones judiciales y a indultar a todos aquellos que injusta o inhumanamente están presos”

¿Extremo en qué? En sus propias palabras está la respuesta.

Póngame donde haiga 21 noviembre 2021

Columna de Daniel Matamala: Póngame donde haiga

“A mí no me den, pónganme donde haiga”. La vieja frase, símbolo de la corrupción de los gobiernos radicales, nunca pasa de moda. Porque los frescos siempre están al acecho de nuevos lugares en que haiga. Y hace rato ya que encontraron uno: las devoluciones de gastos de campaña.

La ley permite pedir reembolsos con topes que dependen de los votos obtenidos (entre $ 1.100 y $ 1.500 por cada sufragio, aproximadamente). El incentivo queda servido, y la ley le facilita las cosas a los inescrupulosos. Basta con encontrar voluntarios dispuestos a firmar boletas falsas o desproporcionadas, y topón para dentro.

Lo de Franco Parisi declarando $ 580.400 pesos en cinturones, corbatas, calzoncillos, calcetines y zapatos Hugo Boss, en 2013, fue apenas una anécdota de principiantes. La trampa se ha ido perfeccionando con los años. En la campaña de convencionales, 170 familiares figuraron como “proveedores” de 128 candidatos, cobrando en total $ 180 millones: cónyuges, hermanos, tíos, sobrinos, el boletariado en pleno.

La sospecha generalizada es que hay candidaturas y partidos que se levantan con el propósito de esquilmar al Fisco. Felices y Forrados (FyF), una empresa con fines de lucro, intentó inscribir listas de candidatos que debían tener una membresía pagada con la empresa, movida que fue frenada por el Servel. Poco después, el fundador de FyF, Gino Lorenzini, rompió su alianza con Franco Parisi denunciando una “maquinaria” de su Partido de la Gente (PDG) para quedarse con la devolución de fondos, consistente en “ofrecer una empresa externa que está formada por gente de la misma directiva del partido”, según dijo.

Efectivamente, el PDG había decidido “centralizar” los gastos de sus 382 candidatos: todos ellos acreditarían servicios de la misma empresa, Ponder Group, la que recibiría luego dinero fiscal por esos votos. Por supuesto, la “empresa” son ellos mismos: participantes del programa de redes sociales que sirve de plataforma a Parisi (“Bad Boys”) y un candidato del PDG.

Tras revelarse públicamente estos antecedentes, el partido desistió de la idea, aunque ha encontrado más formas “creativas” de recibir dinero. Parisi pidió públicamente a sus seguidores que hicieran depósitos a la cuenta corriente personal del presidente del partido.

Esta semana se supo que la campaña a gobernadora de Karina Oliva, hasta el miércoles candidata favorita al Senado de Apruebo Dignidad, recibió $ 137 millones de reembolso fiscal contra boletas de siete militantes de su partido, Comunes, cada uno de los cuales “cobró” hasta $ 40 millones. “Chile Movilizado”, un supuesto centro de estudios que ni siquiera tiene sitio web, fundado por la propia Oliva y de la cual ha sido presidenta, vicepresidenta y directora ejecutiva, boleteó por $ 120 millones. Y una productora asociada a la candidata cobró $ 50 millones por un “cierre de campaña y desayuno feminista”.

El caso pasó colado por el Servel, y sólo salió a la luz por una publicación de Ciper. El director ejecutivo de Chile Transparente, Alberto Precht, alerta que la ley entrega “espacios, y en algunos casos, forados” para defraudar al Fisco. Sólo la investigación de Ciper y la involuntaria autodenuncia de Oliva (confesó que las boletas encubrían otros gastos, además de servicios previos a la campaña) permitieron abrir una investigación penal.

Estos escándalos son terreno fértil para “soluciones” interesadas. En septiembre, el diputado UDI Jorge Alessandri propuso eliminar los reembolsos. “Tenemos plata para los beneficios sociales o tenemos plata para financiarles los carteles y calzoncillos a los candidatos”, justificó. No hay que ser adivino para entender las consecuencias. Sin reembolso fiscal, los candidatos volverían a depender de besar la mano a los poderes económicos para financiar sus campañas, rogando por “raspados de la olla” o “vales de combustible”.

No, la solución no es retroceder a los días de gloria de Penta y SQM, sino avanzar a un control real: exigir registro público de proveedores, fijar tarifas máximas por servicios, establecer incompatibilidades. También fiscalizar en serio los gastos de las campañas, y no sólo hacer fe de lo que declaran los candidatos. Habiendo dinero público involucrado, debe haber un estándar exigente, más parecido al de la Contraloría que al timbre fácil del Servel.

Y además, necesitamos partidos e instituciones que actúen a la altura.

Fue alentador que el candidato presidencial y el pacto de Oliva (Boric y Apruebo Dignidad) le quitaran su respaldo, marcando una diferencia con las defensas corporativas y las hipócritas “presunciones de inocencia” con que los partidos suelen blindar estos casos de platas ilegales.

Más confuso es el actuar de la Fiscalía. Como recordó esta semana el presidente del Servel, ese organismo denunció en 2018 a la campaña presidencial de Marco Enríquez-Ominami para las elecciones pasadas, en la que “para completar el máximo derecho a reembolso que tenía, metieron una factura de una sociedad que se constituyó después de la elección, que aparecía prestando servicios antes de la elección. Ese caso todavía está pendiente”, recordó Andrés Tagle.

En llamativo contraste, este viernes la sede de Comunes fue allanada por un piquete del GOPE, que rompió candados e irrumpió apuntando con armas largas, en una escena cinematográfica que contrasta con el trato preferencial que han recibido tantas empresas y políticos involucrados en hechos similares. ¿Es un nuevo estándar que se aplicará a todos, o una puesta en escena a pocas horas de las elecciones?

Las reformas son urgentes. Cada ciclo electoral en que una campaña sea un nicho de negocios significa atraer a más chantas, pelafustanes y estafadores armando candidaturas y partidos de papel para esquilmar al Fisco. Y significa alejar cada vez más a los ciudadanos honestos de una política que se percibe como un simulacro destinado a inflar los bolsillos de algunos corruptos.

Facho pocre 28 noviembre 2021

Columna de Daniel Matamala: Facho pobre
“Son tremendamente individualistas y con poca conciencia de clase. Lo único que buscan es más plata en el bolsillo, como los bonos de término de conflicto”, dijo el alcalde de Recoleta, Daniel Jadue. Y así explicó el 13% obtenido por el candidato del Partido de la Gente: “Parisi ofrecía poner más plata en el bolsillo de cada uno”.

Hay ambivalencia de parte del PC ante la candidatura de Boric, egos lastimados y heridas de campaña, pero el argumento usado por Jadue revela algo más profundo: la dificultad que sigue teniendo un sector de la izquierda para aceptar las decisiones de los ciudadanos cuando estas no le favorecen.

Es que no es fácil sentirse representante del pueblo y ver cómo ese pueblo se resiste a dejarse representar.

Según Marx, el proletariado, alienado por los modos de producción de la sociedad capitalista, se identifica con la ideología de la clase dominante y actúa contra sus propios intereses. De ahí sale la expresión que usó Jadue: falta de “conciencia de clase”.

Todo eso se resolvería mediante la revolución proletaria. “En la lucha, esta masa se reúne, constituyéndose en clase para sí misma”, profetizaba Marx. Pero como la revolución demoraba más de la cuenta, Lenin decidió apurar el paso. Sería un partido revolucionario de vanguardia el encargado de enseñar el camino a unas masas incapaces de verlo con sus propios ojos.

Así nacería el “hombre nuevo”. Para León Trotski, “la especie humana, el perezoso Homo sapiens, ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical (…). El hombre logrará su meta para crear un tipo sociobiológico superior, un superhombre”. Así, “bajo el comunismo un hombre medio podría llegar a ser un Marx, un Aristóteles o un Goethe, y por encima de tales picos, cumbres aún mayores”.

Para Herbert Marcuse, el socialismo “presupone un tipo de hombre con diferente sensibilidad y conciencia: hombres que hablarían un idioma diferente, tendrían diferentes gestos, seguirían diferentes impulsos; hombres que han desarrollado una barrera instintiva contra la crueldad, la brutalidad y la fealdad”.

En Chile, la revista Ramona, del PC, destacaba que “el hombre nuevo del socialismo será aquel que haya desterrado la competencia de su trabajo por la armonía, cooperación y solidaridad, y conseguido una superior elevación moral y una mayor elevación y diversificación espiritual, un mayor desarrollo y perfección física”.

A ese futuro esplendor se oponía el prosaico presente de unas masas alienadas por la religión (“el opio del pueblo”), el entreguismo y los “yanaconas”, traidores que trabajaban contra los intereses de su propio pueblo.

Esta superioridad moral no es exclusiva del marxismo. Aparece también bajo distintos disfraces en el progresismo contemporáneo. La cultura “woke” diferencia a quienes ya “despertaron” para ser conscientes de temas como el racismo, el feminismo, la discriminación o el cambio a climático, frente quienes aún “duermen”.

En su campaña de 2016, Hillary Clinton dijo que “podrías poner a la mitad de los partidarios de Trump en lo que yo llamo la cesta de deplorables. Son racistas, sexistas, homofóbicos, xenófobos, islamofóbicos, lo que sea”.

Sus palabras fueron la mejor campaña para Trump. Las poleras con la frase “Yo soy un deplorable” se vendieron por miles en sus mítines de campaña.

El equivalente chileno es el insulto de “facho pobre”, dirigido contra quienes toman posturas políticas que “no les corresponden” por su origen social, y que cobró especial fuerza tras el triunfo de Sebastián Piñera en 2017. El entonces diputado Hugo Gutiérrez consideró “vergonzoso” que hubiera “pobres votando por la derecha facha” y citó una frase atribuida a Facundo Cabral: “Mi abuelo era un hombre muy valiente, solo les tenía miedo a los idiotas. Le pregunté por qué, y me respondió porque son muchos y al ser mayoría eligen hasta al presidente”.

El escritor Óscar Contardo lo define como “una especie de roteo de izquierda”. Para el antropólogo Pablo Ortúzar, “facho pobre declara la sensación de superioridad moral e intelectual de quien lo emite”. “La izquierda les dio la espalda a los pobres y ellos buscaron ser representados por Le Pen, Trump o Boris Johnson”, explica Contardo. “La reacción, entonces, es desdeñarlo y no preguntarse qué han hecho mal”.

Claro, es más fácil fachopobrear a los votantes de Kast o Parisi, que entender el impacto electoral de las diferencias culturales, y del desdén progresista por temas como la inmigración, la delincuencia o la violencia.

Aquí se replica un elitismo que no es patrimonio sólo de la derecha política. Uno de los lastres de la campaña de Boric en primera vuelta fue la uniformidad de su equipo, con grupos de amigos de la universidad que piensan parecido, hablan igual, se mueven en los mismos círculos y gustan de los mismos anteojos de colores. Una burbuja que les impidió comprender lo profundo de su brecha cultural con las provincias del sur, donde arrasó Kast, o con las ciudades mineras del norte, donde se impuso Parisi. De hecho, ambos candidatos ganaron en 21 de las 25 comunas con mayor pobreza multidimensional del país. Kast venció en 17 (11 de ellas en La Araucanía), y Parisi en cuatro del norte, incluyendo la más pobre de todas: General Lagos.

Boric, en cambio, lideró en todas las comunas populares y de clase media del Gran Santiago (sólo perdió en el barrio alto), demostrando que esta vez el eje capital- periferia fue más importante que el de ricos- pobres.

Tanto el candidato como su nueva jefa de campaña, Izkia Siches, se alejaron de las palabras de Jadue (“nuestro rol es convocar, no juzgar”). “No es momento de ningunear al pueblo”, coincidió la alcaldesa de Viña del Mar, Macarena Ripamonti. Y el propio Jadue reconoció que “lo que dije fue un error”.

Error o no, lo que hizo Jadue fue ningunear a 900 mil votantes claves para la segunda vuelta, y desplegar su frustración por tener que lidiar con simples seres humanos, y no con los soñados “hombres nuevos”. Un facho pobre o de manual, en el peor momento imaginable.

Capitalismo a la chilena 8 enero 2022

En 2016, Hernán Büchi anunció que se iba de Chile. “Me voy por la falta de seguridad jurídica”, anunció, molesto por las investigaciones contra SQM, empresa de la que era director. Curiosa explicación: mientras SQM repartía platas negras a políticos, estaba todo bien. Investigar esos delitos, en cambio, atentaba contra la “seguridad jurídica”, un concepto que en ciertos círculos más bien significa impunidad asegurada.

La relación entre Büchi y el zar del litio Julio Ponce venía desde la dictadura, cuando el primero era ministro de Hacienda, y el segundo, yerno de Pinochet. Ambos coincidieron en SQM y Endesa, por ese entonces empresas estatales. Büchi fue el impulsor del “capitalismo popular”, que prometía convertir las empresas públicas en propiedad de sus trabajadores. Al final, no fue más que una cortina de humo para que esas empresas pasaran, a precio vil, a manos de los favoritos del régimen. El principal beneficiado fue el propio Ponce, quien salió de la dictadura de su suegro con SQM, hasta entonces propiedad de todos los chilenos, en su bolsillo.

Ponce le devolvió la mano a Büchi. Fue un generoso financista de su campaña presidencial en 1989. Y, luego, lo invitó a ser director de la ahora privada SQM. Desde entonces, el exministro acumula una amplia cartera de directorios en conglomerados como Luksic y Solari. Suele figurar en los ranking como el director mejor pagado del país, con honorarios de más de 600 millones de pesos anuales.

Tras anunciar su éxodo, lo que en verdad hizo Büchi fue fijar su residencia tributaria en Zug, un cantón suizo conocido por sus bajas tasas de impuestos, mientras mantenía sus directorios en Chile.

Ese mismo 2016 entró en vigor la ley que prohíbe el interlocking: en simple, que la misma persona pueda ser director de dos empresas que compiten entre sí. Es de una mínima lógica: si los supuestos competidores son manejados por las mismas personas, que comparten información acerca de sus planes y estrategias, lo que hay está muy lejos de la competencia y muy cerca de la colusión.

La evidencia en el caso de Büchi era pública: el mismo que protestaba por la “inseguridad jurídica” era director en paralelo de empresas competidoras. Por cinco años, la ley fue letra muerta. Recién en los últimos días, la Fiscalía Nacional Económica (FNE) acusó a Falabella, Banco de Chile y Consorcio Financiero por compartir a Büchi como director. Luego, hizo lo mismo con Juan Hurtado Vicuña, director al mismo tiempo de LarraínVial y Consorcio Financiero.

El tema apunta al corazón del capitalismo a la chilena: un sistema en que el compadrazgo y las colusiones, implícitas o explícitas, campean. El economista Luigi Zingales dice que “Chile es un país pequeño que comenzó desde un inicio con una alta riqueza concentrada y, luego, permitió que muchos conglomerados concentraran el poder económico aún más. Entonces, cuando el poder económico está súper concentrado, la colusión es inevitable”.

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Las evidencias están a disposición de quien quiera verlas, con mercados concentrados en casi todas las áreas de la economía. En varios de ellos se ha probado la existencia explícita de colusión.

Según el centro de estudios de Evópoli, Horizontal, los hogares más pobres, los más indefensos ante estas prácticas, gastan más de la mitad de su presupuesto familiar en mercados “en los cuales existen indicios o evidencia de falta de competencia”.

Ocurre en el gas licuado. Abastible, Lipigas y Gasco se reparten el mercado con distribuidores exclusivos, a los que “amarran” para evitar que puedan buscar precios más bajos. La FNE calcula que las familias chilenas pagan un sobreprecio de 15% por cada balón de gas que compran. El resultado es que cada año pagamos en exceso 181 millones de dólares, que van a los bolsillos de los dueños de estas tres empresas.

Otro caso: la Clínica Alemana acaba de anunciar que activará su propia isapre, pese a que desde 2005 está prohibido por ley que las aseguradoras sean dueñas de clínicas, una práctica llamada “integración vertical”.

Pero en el capitalismo a la chilena, hecha la ley, hecha la trampa. Clínica Alemana anuncia que la isapre funcionará a través de una matriz, eludiendo así la legislación, tal como lo hacen prácticamente todas las aseguradoras. Según un estudio de 2017, Banmédica y Vida Tres tenían los mismos dueños que las clínicas Santa María, Dávila, Vespucio, Ciudad del Mar y Bío Bío, el prestador Vidaíntegra, y el servicio de emergencias Help. Lo mismo ocurre con Consalud, Cruz Blanca y Más Vida, todas propietarias de una nutrida red de clínicas y prestadores de salud.

Todo este esquema se ha formado bajo las narices de legisladores y fiscalizadores. El superintendente de Salud se limitó a aplaudir el anuncio de la Alemana, diciendo que “vemos con muy buenos ojos” la nueva isapre.

¿Cuál es la consecuencia para los chilenos? Los economistas Ignacio Cuesta (Stanford), Benjamin Vatter (Northwestern) y Carlos Noton (Universidad de Chile) estudiaron cómo esta integración distorsiona la competencia. Concluyeron que, como las empresas tienen un obvio incentivo para llevar a sus clientes a sus propias isapres y clínicas, y evitar que vayan a otras, negocian precios más altos con el resto de los prestadores. Así, los chilenos están pagando de sus bolsillos unos 94 millones de dólares adicionales debido a la falta de competencia provocada por la integración vertical.

“La competencia -dice Zingales- es el ingrediente clave que hace que el capitalismo funcione para todos”. Una competencia que tantos capitalistas chilenos proclaman defender, sólo para terminar haciendo exactamente lo contrario: coludirse, compartir directores con sus supuestos competidores, integrarse verticalmente, repartirse el mercado entre compadres, y entender la “seguridad jurídica” como impunidad para saltarse las reglas.

En resumen, haciendo que el capitalismo funcione sólo para algunos. Para los amigotes de siempre

Nadie pesca 13 AGO 2022

El 11 de marzo de 1990 reabrió el Congreso Nacional, que había sido clausurado a sangre y fuego 17 años antes. Las expectativas eran inmensas.

¿Cuál sería la primera ley que emergería del Congreso democrático? ¿Alguna relativa a justicia y verdad en las violaciones a los derechos humanos? ¿La revisión de las privatizaciones truchas con que los amigotes del régimen se habían llevado empresas públicas para la casa?

Nada de eso. La realidad fue mucho más prosaica.

El 20 de marzo, el gobierno envió un proyecto para postergar la entrada en vigor de la nueva Ley de Pesca, prevista para ese 1 de abril. Esta permitía licitar el 25% de las cuotas de pesca, a lo que se oponía el gigante pesquero que encabezaba Anacleto Angelini. El empresario era un generoso financista de la Democracia Cristiana y había puesto dinero en la campaña del No. “Él estuvo claramente por el No y fue un importante colaborador de la campaña”, reconocería el futuro ministro del Interior Carlos Figueroa.

En apenas unas horas, el proyecto fue aprobado por la Comisión de Agricultura y la sala de la Cámara de Diputados. Al día siguiente llegó al Senado, donde fue eximido de su paso por la comisión y votado directamente en la sala, en un “debate” que contó con apenas una intervención, a favor del proyecto por supuesto.

Tras este trámite de 24 horas, la Ley 18.977, que postergaba las licitaciones pesqueras, se convirtió (junto a una norma sobre seguros que se promulgó el mismo día) en la primera ley de la nueva democracia chilena.

Sería un poderoso símbolo de lo que vendría.

En las décadas siguientes, los industriales pesqueros consolidaron su poder, por medio de una red transversal de financiamiento de políticos. El PPD Sergio Bitar, exsenador por Tarapacá, el centro del imperio Angelini, lo confesaría sin tapujos: “Antes de la ley de gasto electoral, siempre que buscamos apoyo, él nos ayudó”.

Con gobiernos complacientes y parlamentarios motivados, sucesivas leyes transitorias de pesca, en 1991 y 2001, fueron moldeando el sector en beneficio de los industriales pesqueros.

En 2011 llegó la hora de discutir una norma definitiva. De acuerdo al libre mercado, correspondía que las cuotas de pesca fueran licitadas en una competencia abierta, en que ganaran quienes ofrecieran mayores pagos al Estado y mejores condiciones laborales y medioambientales.

Pero el ministro Pablo Longueira tenía otros planes.

En vez de una licitación, Longueira ofreció a las pesqueras que se pusieran de acuerdo entre ellas para repartirse las cuotas. O sea, que se coludieran. “Cuando el Estado colude a las empresas que compiten, estamos en el peor de los mundos. Uno espera que el Estado combata la colusión, no que la genere”, dice el economista Claudio Agostini.

Esta colusión ni siquiera se escondió. Al revés, se anunció y celebró. Longueira expresó su “enorme orgullo” por este “gran acuerdo” que “muestra el camino que requiere el país”. El subsecretario de Pesca lo celebró como “un acuerdo histórico”.

En cierto modo, el subsecretario tenía razón. La Ley Longueira pasó a la historia de la infamia. Su aprobación en el Congreso significó que el Estado de Chile regalara a las grandes pesqueras cuotas anuales de pesca estimadas en 743 millones de dólares anuales, por 20 años, renovables de manera automática. El economista Eduardo Engel lo define como “un regalo que hizo nuestro Congreso, a cambio de nada”, y que significó que “un puñado de empresas se llevó las rentas del mar”.

¿A cambio de nada? Bueno, no exactamente.

Sabemos que al menos 20 compañías pesqueras financiaron campañas mediante aportes reservados, incluyendo a seis de las “siete familias” beneficiadas por la Ley de Pesca. A ello se sumaron los aportes irregulares y los correos electrónicos en que al menos dos parlamentarios (los UDI Jaime Orpis y Marta Isasi) recibían instrucciones específicas de Francisco Mujica, gerente general de la empresa de Angelini, Corpesca: cómo votar, qué oficios enviar, qué discursos dar.

Parlamentarios que actuaban como serviciales empleados de la gigante pesquera en los temas que tocaban sus intereses.

La corrupción de la Ley Longueira está probada judicialmente: Mujica, Orpis e Isasi fueron condenados en un juicio por soborno, cohecho y otros delitos. También fue sentenciada la empresa Corpesca, como persona jurídica.

A pesar de ello, nueve años después, la ley corrupta sigue vigente, y Corpesca y las demás empresas siguen disfrutando sus beneficios. Algunos proponen anularla, para evitar que las empresas puedan pedir una indemnización por los derechos que se les entregaron. Otros señalan que, ante las pruebas de corrupción, difícilmente un tribunal accedería a ese reclamo.

Esta semana, al fin, pasó algo: la Cámara de Diputados aprobó la anulación de la Ley Longueira. Al día siguiente, el proyecto debía discutirse en la Comisión de Pesca del Senado. Pero no hubo quórum. Llegó solo uno de los cinco parlamentarios convocados. El senador Fidel Espinoza (PS) justificó su ausencia diciendo que se estaba “instrumentalizando a los pescadores artesanales en época de elecciones”. Curioso argumento: desde 2013, la ley ha sobrevivido cuatro gobiernos: Piñera, Bachelet, Piñera de nuevo y ahora Boric. Han pasado tres elecciones presidenciales y parlamentarias, dos municipales, una de convencionales y un plebiscito. Nunca ha sido el momento oportuno para derogarla o anularla.

El senador Iván Moreira (UDI) tampoco apareció. Explicó que “estaba en cosas mucho más importantes”. En 2011, Moreira escribió un correo al dueño de Corpesca, Roberto Angelini, pidiéndole que “me prepararan una minuta” para repetirla en el debate de un acuerdo pesquero internacional.

A nueve años de la infame Ley Longueira, parte de nuestra clase política sigue ejerciendo su deporte favorito: hacerse los giles. Dilatar los temas que tocan intereses poderosos y apostar a la apatía de los ciudadanos.

Confiar en que nadie pesca.

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