Claudio Hohmann

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Los 30 años y el desarrollo de Chile 13 octubre, 2022

Cuando alguien cercano va de viaje a España, sobre todo si lo hace por primera vez, se me ocurre advertirle que arribará no a uno, sino que a dos países en un mismo territorio: uno que ha creado un respetable producto interno bruto –su PIB per cápita es de US$41.000– y otro de similar tamaño al anterior, consistente en gran medida de ahorro externo importado desde los países europeos más prósperos. De hecho, la deuda pública de España es equivalente al 100% de su PIB.

El de la Madre Patria no es el único caso ni mucho menos. Su vecino, Portugal, un país al que muchos en Chile ven como una referencia, también ha capturado un enorme volumen de ahorro externo, el que actualmente alcanza al 115%% de su PIB. Italia no se ha quedado atrás: la deuda pública allí supera el 120% del PIB. El caso de Grecia es quizá el más extremo. En su caso, ha alcanzado el exorbitante nivel de un 200% del PIB, una cifra casi inimaginable para naciones como las nuestras, que habitan en una región donde no existe nada parecido a una fuente crediticia como la Comunidad Europea, desde donde fluyen en abundancia los préstamos a las economías comunitarias.

Como si fuera poco, esos países pagan intereses muy por debajo de los que gasta Chile por el servicio de su deuda externa –en los últimos 3 años se duplicó, alcanzando actualmente al 40% del PIB–, la que ha sido contraída en los mercados crediticios internacionales a tasas de mercado, calculadas en función del riesgo país. Son los “fondos buitre”, como los denominó inelegantemente en su tiempo el gobierno de los Kirchner, cuando los prestamistas quisieron hacer efectiva la cuantiosa deuda adquirida con ellos por Argentina.

A la luz de estos antecedentes, no resulta inoficioso preguntarse cómo sería Chile si en las últimas décadas –por ejemplo, en las últimas dos– hubiese podido captar volúmenes de ahorro externo de tales magnitudes, esto es, un PIB completo o más de dinero ajeno pagando intereses baratos a los prestamistas. Imagine por un momento el lector lo que habría sido de nosotros con una hipotética inyección de 10 mil millones de dólares adicionales cada año, prestados por alguna generosa entidad internacional, desde el inicio del nuevo milenio en adelante –ni aun así se habría alcanzado una deuda externa equivalente al 100% de nuestro PIB–. La respuesta no admite dudas: seríamos con toda seguridad un país desarrollado. Con esos ingentes recursos ciertamente habríamos resuelto el grave problema de las pensiones, el no menos grave de la educación pública y también el de la salud pública.

Semejante ejercicio no nos debe resultar deprimente ni desolador. Sin un ápice de ese ahorro externo barato, en el último Reporte de Desarrollo Humano de la ONU Chile sigue de cerca a Portugal –no hace mucho que estábamos a la par con la nación lusitana– y supera por poco a Hungría, cuya deuda externa roza el 80% de su PIB (el doble de la de Chile, pagando una fracción de los intereses de la nuestra). No debe haber una prueba más elocuente y palmaria del inmenso aporte al desarrollo del país que significaron los últimos 30 años. Mientras otros lo hacían de la mano del dinero ajeno, pagado en cómodas cuotas anuales, Chile crecía a puro ñeque abriéndose al mundo como pocos –tratados de libre comercio mediante–. Para muestra, en 2021 las exportaciones de bienes y servicios alcanzaron a los US$90.000 millones, superando en esta materia a algunos de los vecinos más populosos de la región como Argentina, Colombia y Perú (increíblemente Venezuela registró el año pasado exportaciones por apenas US$3.000 millones, un 3,3% de lo exportado por nuestro país en el mismo periodo).

Aunque estos datos revelan que el vecindario también importa, y mucho, también indican que una adecuada estrategia de desarrollo y de políticas públicas permiten alcanzar elevados niveles de desarrollo sin el aporte del ahorro externo del que han gozado varias naciones europeas para traspasar el pasillo estrecho (Acemoglu y Robinson dixit). Nuestros países, Chile entre ellos, no tienen más alternativa que impulsar el crecimiento sostenido y sostenible, la inversión y el comercio exterior para alcanzar la meta del desarrollo. Ya nos quisiéramos esos magníficos flujos crediticios de que disponen naciones a las que solemos contemplar con admiración. Pero ni por un instante debiéramos menospreciar lo que hemos logrado en Chile sin esos recursos, a punta de un gran esfuerzo productor y exportador, de una apertura comercial y disciplina fiscal como pocas en el mundo. El desprecio a los 30 años es también el incomprensible desprecio al nivel de desarrollo alcanzado por nuestro país, el más alto en América Latina (Índice de Desarrollo Humano, 2022), sobre la base de las políticas públicas adecuadas a la realidad de un país sudamericano que todavía puede, si se lo propone, ser desarrollado más temprano que tarde.

Claudio Hohmann

El experimento del Frente Amplio, Hohmann 3 noviembre, 2022

En una época de grandes tribulaciones, transcurriendo lo que algunos consideran la crisis del bicentenario, el país eligió hace menos de un año al gobernante más joven de su historia. Su principal soporte político es un variopinto conjunto de agrupaciones y pequeños partidos –de donde el mismo Gabriel Boric proviene– que forman el Frente Amplio. Uno de sus aspectos más distintivos es la juventud y hasta puede decirse la inexperiencia en los asuntos públicos de sus militantes y simpatizantes. Adicionalmente, son jóvenes que rechazan sin ambages la estrategia política de “crecimiento con equidad” (Aylwin dixit), que desde el regreso de la democracia impulsó al país a los más altos niveles de desarrollo de su historia.

El así llamado modelo chileno, que ya para la segunda década del milenio daba señales de cierta fatiga, ha sido para muchos de ellos una de las expresiones más extremas del neoliberalismo. Superarlo está en la centralidad de su estrategia política. Aspiran a que el estado subsidiario, lo que sea que eso signifique, acabe sus días de una buena vez y sea reemplazado por un estado muy distinto, solidario, inclusivo y, ¿por qué no?, emprendedor.

Pero en tanto opción política que se quiso apta para gobernar, impulsando una nueva estrategia de desarrollo, el Frente Amplio ha carecido hasta aquí de una propuesta que es central a la política: la creación de riqueza, o más precisamente, la forma cómo concibe que esta debe ocurrir en la sociedad pos neoliberal. En cambio, tiene ideas relativamente más acabadas –convicciones sería mejor decir– acerca del Estado pos neoliberal, influidas por economistas como Mariana Mazzucato.

Un Estado más eficiente, que gasta y distribuye mejor, no ha sido una preocupación del frenteamplismo; es una obsesión atribuida al estado subsidiario. En cambio, el Estado al que aspiran sería uno hambriento de ingentes recursos para financiar derechos sociales en ámbitos que por lo menos abarcan la seguridad social, la educación y la salud. Pero, como se sabe, algunas de las peores crisis políticas en América Latina han tenido su origen en el establecimiento de derechos sociales sin ocuparse de su financiamiento de largo plazo. Rehúye así, cuál si fuera más bien una cuestión propia del neoliberalismo, del enorme desafío que presenta la creación de riqueza, la fuente del crecimiento económico –que, a su vez, provee buena parte del financiamiento del Estado–. Una forma de financiar los derechos sociales, el ahorro externo, no elude el problema de la creación de riqueza, sino que apenas lo posterga, en tanto más temprano que tarde esa deuda soberana debe pagarse con recursos fiscales.

No ocuparse del crecimiento como una tarea esencial del quehacer político ni disponer de una estrategia para alcanzarlo está en la base del Estado fallido, que no dispone de recursos para financiar sus obligaciones y se torna crónicamente deficitario. El Frente Amplio tiene una mayúscula tarea por delante, esta vez cuando ya es gobierno, que consiste en imaginar el sistema que habrá de generar riqueza en el país pos neoliberal al que aspira, y en ese diseño el rol que le cabría a la modernización capitalista (si es que alguno), que ha sido el camino que han elegido los países de más alto desarrollo humano en el mundo. (El Líbero)

Claudio Hohmann 

Desde la refundación fallida al reformismo socialdemócrata, Claudio Hohmann 1 diciembre, 2022

En una entrevista del fin de semana, Evelyn Matthei, alcaldesa de Providencia, declaró lo siguiente: “A mí me pasa que me cuesta creerles a Boric y a los que lo acompañan. ¿Es de verdad el reconocimiento que hacen sobre terrorismo? ¿Realmente cambiaron la creencia sobre la lucha contra la violencia?”. No es menor que semejante afirmación la pronuncie una de las más destacadas figuras políticas de la derecha y la mejor evaluada en las encuestas de opinión pública.

En ninguno de los primeros seis gobiernos desde la recuperación de la democracia –lo que se ha dado en denominar «los 30 años»– la Presidencia de la República fue objeto de una desconfianza tan persistente de parte de sus opositores y también de la opinión pública. Más aún: si acaso esto se dio en algún momento, nunca ocurrió en el inicio de un mandato. ¿A qué se debe semejante estado de cosas? Las causas son varias, pero sobre todo destaca una.

El gobierno de la novel alianza política liderada por el Frente Amplio es el primero en alcanzar el poder no desde el territorio de las ideas acerca del desarrollo y las políticas públicas que lo sustentan –eso que suele ser una ideología política dotada de coherencia y consistencia interna–, sino que desde la calle donde la rebelión y la anomia los impulsaron a las alturas del sistema político.

El tránsito vertiginoso desde las aceras, donde predominaban ánimos inequívocamente destituyentes, al Poder Ejecutivo constituido por esas mismas instituciones que habían sido tenazmente denigradas en la calle y en el discurso, se ha convertido a poco andar en una suerte de travestismo político casi imposible de llevar a cuestas. Lo que operó de maravillas en la segunda vuelta –la fulgurante conversión de Boric desde el candidato de la nueva izquierda rupturista y destituyente a una encarnación socialdemócrata medianamente creíble– no está operando de igual forma para el Boric Presidente.

No es sólo ni principalmente lo que las actuales autoridades hicieron y dijeron cuando todavía no sospechaban siquiera que de pronto ocuparían los sillones de La Moneda y las oficinas ministeriales. Fue la más reciente adhesión entusiasta al proyecto de nueva Constitución propuesto por la Convención, derrotado en toda la línea en el plebiscito de salida, lo que dificulta seriamente la credibilidad del gobernante, que hace apenas unos meses estuvo por la plurinacionalidad, la eliminación del Senado y otras disposiciones de similar tenor refundacional. Hacer campaña por la fallida propuesta constitucional devolvió a Boric a su versión “original”, la de su candidatura de la primera vuelta y la del diputado que no escatimaba en gestos y declaraciones para posicionarse en esa nueva izquierda que se proponía acabar no sólo con el neoliberalismo sino que con algunas de las instituciones más señeras de la República.

El tránsito desde la refundación que se fraguó en la Convención Constitucional –a la que el gobierno se sumó irreflexivamente– al reformismo de corte socialdemócrata que ahora impulsan sus mejores ministros no está resultando una tarea fácil ni mucho menos. Ninguno de los últimos siete gobernantes experimentó una exigencia de estas características, ni siquiera Sebastián Piñera en su segundo gobierno, quizá el más exigido de los presidentes chilenos desde la recuperación de la democracia.

Y es que el travestismo político, o mejor dicho la evolución de un político que deja atrás su posicionamiento inicial para asumir genuinamente otro distinto, nunca ha sido tarea fácil, mucho menos cuando se ocupa la más alta magistratura donde el tiempo transcurre más rápido que en ningún otro lugar del sistema político. Y ese es el problema: la velocidad a la que se despliegan allí los acontecimientos.

La confianza, recuperarla si acaso se ha perdido, requiere de tiempos –y de gestos– de los que un gobernante apenas dispone en el ejercicio de su cargo. Pero después del resultado de septiembre el Presidente Boric no tiene otra alternativa que poner su mejor empeño no sólo en habitar el cargo, algo que viene haciendo con ahínco, sino que en posicionarse como un gobernante confiable de cara a sus gobernados y a la oposición política que lo enfrenta (con la que su gobierno deberá alcanzar algunos de los acuerdos políticos de mayor trascendencia para el futuro del país). Menuda tarea para el joven gobernante en La Moneda, una en la que le debemos desear éxito, como no, para bien del país y de sus habitantes. (El Líbero)

Claudio Hohmann

Cuándo volveremos a crecer, Claudio Hohmann 19 enero, 2023

En una entrevista reciente el economista Gonzalo Sanhueza afirmó que “el problema de la economía chilena ya no es la inflación, es el crecimiento”. Y vaya qué problema. Hace diez años que Chile dejó de crecer a las tasas que se requieren para alcanzar el desarrollo y, para peor, los pronósticos para los próximos diez años son decepcionantemente sombríos.

No parece que volveremos a crecer sostenidamente en un plazo previsible. Es la cruda realidad que nos aguarda en el mediano y largo plazo, respecto de la cual el sistema político no tiene todavía respuesta ni tampoco una estrategia consistente para contrarrestarla. Al mismo tiempo, un catálogo de derechos sociales sería la innovación más importante de la nueva Constitución que podría darse el país antes de fin de año, para cuya satisfacción -incluso si es gradual en el tiempo- se requieren ingentes recursos que solo el crecimiento económico puede proveer.

Las encuestas muestran que la ciudadanía ya ha comenzado a intuir el futuro poco auspicioso que nos espera. Un pesado pesimismo se está dejando sentir respecto al progreso del país. Es la primera vez que los grupos medios, hijos predilectos de la modernización capitalista, se ven enfrentados a un horizonte -no a un año o dos- cargado de bruma, donde las luces económicas de los últimos 30 años brillan por su ausencia.

De pronto, Chile se ha convertido en un caso de libro de texto de una nación atrapada en la trampa en la que caen ciegamente la mayoría de los países de ingresos medios y de la cual no logran finalmente escapar. Ninguna nación latinoamericana lo ha logrado. Peor todavía, la región ostenta el extraño caso de Argentina que, habiendo alcanzado elevados niveles de desarrollo en la primera mitad del siglo 20, ha desandado el camino y está de vuelta al subdesarrollo.

Cruzar el pasillo estrecho (Acemoglu y Robinson dixit) que lleva a las altas cumbres del desarrollo humano, se está convirtiendo para nosotros en una interminable travesía de pronóstico incierto. Veinte años sin crecimiento, los diez pasados y los diez que vienen, es mucho tiempo; pueden ser dos décadas perdidas para generaciones de chilenos que aspiran a mejores condiciones de vida y al bienestar que viene de la mano del desarrollo.

Desafortunadamente gobierna el país una alianza política que aspira a superar el neoliberalismo, lo que sea que eso signifique, aunque para ello sea preciso sacrificar el crecimiento. Porque en los hechos, la víctima directa de ese discutible objetivo político es la modernización capitalista que dio al país un periodo de crecimiento sostenido como ninguno en su historia.

La confusión entre lo que sería propio del neoliberalismo -lo que se querría corregir- y lo que pertenece al ámbito de la modernización capitalista, que es deseable continuar, conduce indefectiblemente a un freno del dinamismo económico si en la práctica la acción del mercado y el desarrollo de proyectos son entendidos como “neoliberales”. Lo cierto es que nadie sabe dónde está la línea divisoria, si es que la hubiera, y como resultado de esa indefinición la modernización capitalista sobre la que se construyó el Chile de los últimos 30 años se encuentra semiparalizada.

Cuando transcurría un mes de su Gobierno el Presidente Boric utilizó la metáfora de un vuelo que “despegó con turbulencia” para explicar la serie de errores que se cometían entonces en La Moneda. Quizás no imaginó que también era aplicable para la economía: el vuelo del país hacia el pleno desarrollo se encuentra demorado hasta nuevo aviso y no parece que lo vayamos a poder reemprender en el corto plazo.

En medio de un cuadro recesivo que los jóvenes en el Gobierno solo conocían de oídas surge la duda de si acaso volveremos a crecer sostenidamente como lo hicimos no hace tanto, cuando el país parecía que podría alcanzar ese ansiado destino. (El Líbero)

Claudio Hohmann

La agenda pro-crecimiento de Boric Claudio Hohmann 21 abril, 2022

El último año del gobierno del Presidente Frei Ruiz-Tagle vino a interrumpir casi una década y media de vigoroso crecimiento de la economía chilena (los primeros cuatro años de esa administración fueron los de mayor crecimiento de la historia del país). En 1999 el PIB se contrajo –levemente, pero contracción al fin– por primera vez en catorce años a consecuencia de la crisis asiática, que desde el otro lado del mundo golpeó con fuerza a los países exportadores de materias primas. Al año siguiente asumió el mando de la nación Ricardo Lagos, el primer gobernante de izquierda desde que Allende lo hiciera treinta años antes, con una economía internacional todavía convaleciente (aunque en su primer año, el primero del tercer milenio, el país volvió a crecer a una tasa que nos soñaríamos en la situación actual).

Fue a fines de 2001 cuando una iniciativa del todo inédita, bajo el nombre de Agenda Pro-Crecimiento, comenzó a tomar forma. Las circunstancias que impulsaron a sus creadores a darle vida eran casi benignas comparadas con las que ahora ensombrecen el panorama económico en Chile y el mundo. Tomaron parte en esa singular tarea el gobierno, representado por Nicolás Eyzaguirre, ministro de Hacienda de entonces, y la Sofofa, presidida por el empresario Juan Claro. En pocos meses se alcanzó un acuerdo que contemplaba importantes reformas en sectores claves de la economía para mejorar la productividad y promover el crecimiento. Al fin, se trató de un notable esfuerzo, ampliamente publicitado, que movilizó al gobierno y empresarios tras un gran objetivo, con resultados positivos para el desarrollo futuro del país.

Traer a colación este recuerdo de hace 20 años no es simple nostalgia. El actual momento económico se ha tornado extraordinariamente desafiante y el crecimiento comienza a menguar peligrosamente, justo cuando la economía más lo necesita. Ni que decir de lo mucho que serán requeridos los aportes al fisco que produce el crecimiento, indispensables para darle expresión material a los derechos sociales que se fraguan en la Convención Constitucional.

El presidente Boric necesita dar una clara señal en cuanto a que el crecimiento será una prioridad para el gobierno (con los datos disponibles sería inimaginable que no lo fuera). Una agenda pro-crecimiento –el nombre de aquel entonces sirve bien en la coyuntura actual– podría cambiar las coordenadas más bien sombrías en las que se está moviendo la economía este año (y también en los que vienen). Ni la reforma de pensiones ni la tributaria, que el ejecutivo tiene en carpeta para ser presentadas prontamente al Parlamento, tendrán efectos de corto plazo en el bienestar de los chilenos ni tampoco en el clima económico de este año. Contra todo pronóstico –la alianza oficialista no parece sentir una natural vocación en esta materia– una decisión de esta importancia constituiría una audaz jugada en el gran tablero de la política, y le permitiría al gobierno tomar la iniciativa en un momento que no le sobra nada. Podría ser también el cierre algo más definitivo de la nefasta política de los retiros de fondos previsionales que sufrió un duro revés esta semana en el Parlamento.

En Mario Marcel el mandatario tiene a un ministro de primer nivel para encabezar, en la parte que concierne al gobierno, una tarea de semejante calado. Por su lado, la Sofofa presidida por Richard von Appen dispone de equipo y experiencia para adentrarse en estas lides. ¿Marcel y Von Appen emulando a sus antecesores Eyzaguirre y Claro? Seguramente los agentes del mercado apreciarían semejante combinación con beneplácito. Sería un cambio positivo en el inquietante clima que se ha instalado en el país en estos días.

En una nada fácil entrevista con Tomás Mosciatti el año pasado, el entonces candidato Gabriel Boric, presionado por el entrevistador, aventuró una cifra de crecimiento para los “primeros años” de su gobierno en caso de triunfar en la elección presidencial: un nada despreciable 3,5%. En la ocasión, no se explayó sobre la forma como se podría alcanzar una tasa de crecimiento a todas luces ambiciosa. La inesperada designación de Mario Marcel en el ministerio de Hacienda fue una inequívoca señal que esa aspiración no era tan solo un decir. Desde entonces los acontecimientos se han precipitado –la instalación del gobierno, el avance de la Convención Constitucional, la guerra de Ucrania y, sobre todo, la inflación–. En estas circunstancias, al presidente y a su gobierno le vendría bien embarcarse en una iniciativa que, tal como hace 20 años fue un hito en el gobierno de Ricardo Lagos, podría imprimirle liderazgo a su gestión, el que se ha resentido mucho más rápido de lo que nadie imaginó, y de paso podría poner al país en una dirección que ha extraviado ya por demasiado tiempo. (El Líbero)

Claudio Hohmann 

Trayectoria Política

Bibliografia

Otras publicaciones

La razón democrática del Rechazo, Claudio Hohmann 7 abril, 2022

“Casi podría decirse que la historia del diseño de las instituciones políticas ha buscado siempre la forma de lograr evitar la tiranía”, escribió lúcidamente Pedro Gandolfo en una columna de enero pasado titulada “Tiranía”. De ese modo el columnista puso la mirada en un aspecto crucial que ha sido poco discutido hasta ahora: la capacidad de una Constitución de eludir por todos los medios el advenimiento de una tiranía o autocracia que, sirviéndose de las disposiciones de las propias cartas magnas, se perpetúan en el poder. A la luz de estas nefastas experiencias en el mundo, y qué decir en la región, debiéramos considerarlo uno de los principales atributos de la Constitución al que prestar especial atención.

Al respecto, si hay algo que sus más declarados detractores han de reconocerle a la Carta Fundamental que nos rige es que minimiza el riesgo de una tiranía tanto como es constitucionalmente posible, incluyendo la sabia disposición de imposibilitar la reelección del presidente en ejercicio (indispensable para la larga carrera de un tirano contemporáneo, que luego se hará “reelegir” ininterrumpidamente). Ocho gobiernos consecutivos, desde Aylwin a Boric, elegidos impecablemente desde 1990 lo atestiguan. Ni la sombra de un autócrata o de un gobernante iliberal asomó por estos lados en todos estos años. No por nada la democracia chilena fue clasificada entre las más avanzadas del mundo por la revista The Economist. (Aunque recientemente perdió esa categoría, se mantiene en el grupo de las que ostentan un razonable desempeño).

En consecuencia, de cara al proceso constitucional que ya ha esbozado una parte de su obra gruesa, cabe preguntarse si dicha indispensable cualidad se mantendrá incólume o crecerá el riesgo de una tiranía en manos de un gobernante iliberal que “reúne la totalidad del poder sobre la base de una institucionalidad formalmente democrática”, en palabras del citado columnista. Si ocurriera esto último –es lo que insinúa el diseño del sistema político que será sometido a consideración del pleno (que entre otras cosas habilita la reelección del mandatario incumbente)–, habría una razón de peso para optar por el rechazo. ¿Cómo se podría ratificar un texto que incrementa el mayor de todos los peligros para una democracia, esto es, la tiranía que le arrebata la soberanía al pueblo conculcando su libertad? Ningún demócrata podría hacerlo, ni siquiera a pretexto de las virtudes que la propuesta constitucional pudiese contener en otras de sus partes (por ejemplo, la constitucionalización de los derechos sociales). Por cierto, ello no debiera implicar que se opta por la continuidad de la constitución que nos rige, desahuciada en el plebiscito de 2020, sino que por un texto mejorado en esta crucial materia –y también en otras– que finalmente atañe al bienestar del país en los años por venir.

He aquí entonces una cuestión de primer orden a tener en consideración para pronunciarse en el plebiscito de salida: la nueva constitución que propondrá la Convención ¿aumentará el riesgo de una tiranía o de un gobierno iliberal en Chile, o se mantendrá el diseño que lo ha evitado enteramente hasta aquí? (El Líbero)

Claudio Hohmann 

Chile y la recesión democrática-Claudio Hohmann 9 febrero, 2023

El Índice de la Democracia elaborado por la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist (UIE), el más completo y reputado de su clase, nos ilustra recurrentemente sobre el estado de la democracia en el mundo, que viene experimentando lo que algunos autores consideran una preocupante recesión, cuyos primeros síntomas comenzaron a manifestarse con fuerza a partir de 2016.

El último informe de la UIE, publicado en días recientes, revela que menos de la mitad de los 167 países estudiados (un 45% de ellos) se gobiernan a través de alguna forma de democracia, y que apenas 24 naciones gozan de una “democracia plena”. Contrario a lo que solemos creer aquí, la libertad y el estado de derecho -los más preciados bienes de la modernidad- escasean en una humanidad donde campean las autocracias y las democracias fallidas.

¿Dónde se ubica Chile en este sombrío panorama mundial? Como ya es habitual en la mayoría de los estudios comparativos de este tipo, nuestro país se clasifica en la parte alta de la tabla, en el selecto grupo de naciones que gozan de una democracia plena, ubicándose en la posición número 19, una de las mejores que ocupa en estudios comparativos de este tipo.

Seguramente causará sorpresa a no pocos chilenos saber que nuestra democracia se encuentra mejor evaluada que la de naciones desarrolladas como Estados Unidos, Francia, Italia, España y apenas por debajo de la del Reino Unido, la cuna de la democracia. Y es que nuestra autopercepción, influida por la condición de país subdesarrollado y sobre todo entre los jóvenes, tiende a menospreciar la calidad de nuestra democracia o a ignorar los valores democráticos que hemos cultivado por décadas.

No es posible exagerar el mérito de ser una democracia plena, no sólo porque son pocos los países que gozan de ella, sino por tratarse de una forma de gobierno que es determinante para la calidad de vida y bienestar de los ciudadanos.

Pero si acaso lo que aquí tenemos es una “democracia plena”, según la clasificación de la UIE, o somos un país de “muy alto desarrollo”, según la clasificación de desarrollo humano de la ONU, ¿cómo es que en amplios sectores políticos ha prevalecido la idea de un país más bien fallido, donde la mediocridad sería la norma y para algunos la revolución -y no el reformismo– sería la estrategia política más adecuada?, ¿cómo fue que en un país de estas características se intentó el año pasado una refundación en toda la línea? Por cierto, que esa propuesta fuera finalmente rechazada por los electores en un acto impecablemente democrático es una prueba palmaria de la meritoria clasificación en comento.

La respuesta a esas interrogantes podría estar en el hecho de que la insatisfacción con la democracia, que se ha vuelto una inquietante tendencia mundial, ha tocado también a nuestras puertas. La apreciable baja en la adhesión a la democracia en la última encuesta CEP así parece sugerirlo.

Por otra parte, datos publicados en 2020 muestran que entre los aproximadamente 1900 millones de habitantes que viven bajo alguna forma de democracia, menos de una cuarta parte lo hace en países donde la mayoría de los votantes se sienten satisfechos con este sistema de gobierno.

Notablemente, los tres países de América Latina clasificados en el grupo de las democracias plenas –a Chile se suman Uruguay y Costa Rica- son también los de mejor desempeño económico (medido por el PIB per cápita). Se cumpliría en nuestro continente la tesis de Martin Wolf, expuesta en su reciente libro ‘La crisis del capitalismo democrático’, según la cual el desarrollo económico y la democracia representativa van indisolublemente de la mano.

Resulta llamativo, en cambio, que la izquierda chilena tenga (o haya tenido hasta tiempos recientes) como referentes a los países más autoritarios y menos desarrollados de América Latina, entre ellos Cuba y Venezuela –que se ubican en las posiciones 139 y 147 en el estudio de la UIE, respectivamente–. No lo hacen mejor otras naciones de la región en las que suele encontrar afinidades ideológicas, como México (situada en la posición número 89) y Bolivia (que ocupa el puesto número 100).

Si por momentos a usted le parece que nuestra democracia flaquea o que incluso desmerece, será mejor que lo piense dos veces. Nuestro problemas no son menores y los desafíos que tenemos por delante son formidables, pero solo le bastaría viajar a países vecinos para constatar que allí las bondades de la democracia escasean y sus caminos hacia el desarrollo son mucho más empinados y pedregosos. Y si viaja a Estados Unidos o a España recuerde que arribará a una nación cuya calidad democrática clasifica por debajo de la nuestra en el estudio de la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist, por más que su intuición le insista en creer lo contrario. (El Líbero)

Claudio Hohmann

¿una construcción narrativa? 3 junio 2023

Señor Director:

En Brasil, refiriéndose a la situación de Venezuela, el Presidente Boric contradijo al anfitrión al sostener que no se trataba de una construcción narrativa, como afirmó Lula da Silva, sino que de “una realidad, y es seria, he tenido la oportunidad de verla en los ojos y en el dolor de miles de venezolanos que están en nuestra patria”.

Esa infortunada realidad se puede apreciar también a través de algunos indicadores que describen la posición de los países en el contexto mundial respecto de diversos ámbitos clave, como la libertad, la democracia y el desarrollo humano.

Por ejemplo, en materia de libertad Venezuela es considerada entre los 15 países menos libres del mundo, según Freedom House. Comparte esa condición con naciones como Afganistán y Burundi, entre otras. Por otro lado, ocupa la posición 147 (de 167 países estudiados) en el último ranking sobre calidad de la democracia de la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist, superada incluso por Haití. A su vez, en el Reporte de Desarrollo Humano del PNUD ocupa la posición 120 (entre 191 naciones), varios puestos por detrás de Bolivia. Ningún otro país sudamericano ha caído a posiciones tan desmedradas como estas.

Tiene toda la razón el Presidente Boric. Lo de Venezuela no es una construcción narrativa, es una dura, durísima realidad. Y como reza la canción, “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, por más que reaccionen destempladamente las autoridades de esa nación hermana a lo afirmado por el Presidente Boric.

Claudio Hohmann

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