Alvaro Fischer

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“Conocimiento humano”, Álvaro Fischer 7 diciembre, 2022

Abusando de la paciencia de sus lectores, quisiera hacer una última observación en la discusión sobre conocimiento humano.

A la simetría con que deberían considerarse los distintos tipos de conocimiento (columna de Eugenio Tironi), contraargumenté que la ciencia exhibía una primacía epistemológica para describir y explicar causalmente la realidad. Juan Larraín, reconociendo ese punto, afirmó, sin embargo, la necesidad de un diálogo entre esos conocimientos, pues responden a maneras complementarias de observarla. Ese diálogo permitiría una mejor y más completa comprensión de la realidad, aprovechando los distintos ángulos de análisis que aportan.

Al respecto, efectivamente hay un complemento necesario para nuestra vida en sociedad entre una perspectiva normativa —política o moral— y una descriptiva, como la de la ciencia.

Pero es poco lo que se aportan mutuamente a sus conocimientos específicos. En cambio, otras descripciones de la realidad —cosmovisiones originarias, leyendas mitológicas, explicaciones astrológicas o esotéricas, interpretaciones religiosas, expresiones artísticas, entre otras— si no se conectan con los fenómenos observables mediante una metodología como la científica, empíricamente verificable y, en consecuencia, corregible, difícilmente podrán mejorar las explicaciones causales sobre, por ejemplo, cosmología del universo, fisiología animal, o la construcción de nuestras emociones a partir de las conexiones neuronales de nuestro cerebro.

De manera que un diálogo de la ciencia con ellas, si es para mostrar un civilizado respeto frente a legítimas diferencias interpretativas, bienvenido, pero como forma de mejorar la comprensión de la realidad, muy dudoso. (El Mercurio Cartas)

Álvaro Fischer

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Otras publicaciones

18-O y 4-S: una necesaria reinterpretación 15 septiembre, 2022

La política de los últimos 35 meses —a partir del 18 de octubre de 2019— se ha desarrollado bajo el supuesto de que el país había vivido durante 30 años en una caldera que acumulaba una insoportable presión —desigualdad, colusión, privilegios, baja protección social, entre otras— y, como consecuencia de ello, habría “estallado” ese día. La marcha multitudinaria en Santiago una semana después así lo confirmaría. Más aun, el hecho de que la solución para resolver la crisis —la redacción de una nueva Constitución mediante una Convención electa democráticamente, con un plebiscito de entrada para aprobar el camino indicado y uno de salida para refrendar la redacción hecha— tuviese una aprobación de un 78% en su inicio, solo confirmaba lo anterior.

Sin embargo, el pasado 4 de septiembre el texto propuesto fue rechazado por un 62% de la población, de manera transversal, en todas las regiones y en la casi totalidad de las comunas, sin importar ingreso económico ni origen étnico. Ello obliga a revisar esos supuestos.

En efecto, si la Constitución propuesta recogió en sus artículos gran parte de las demandas de los grupos protagonistas de las protestas callejeras —plurinacionalidad, indigenismo, políticas identitarias, derechos de la naturaleza, y, en general, una ruptura con el pasado— y, por lo tanto, el espíritu del estallido habría sido correctamente representado por más de dos tercios de los convencionales que los redactaron, ¿cómo se explica que casi dos tercios de la población los rechazara en el pasado plebiscito?

Hay que revisar los supuestos utilizados. ¿Eran las consignas de quienes quisieron cambiar violentamente la institucionalidad lo que la población quería? ¿Eran sus concepciones de sociedad lo que identificaba al millón que se movilizó pacíficamente ese 25 de octubre (y luego, nunca más)? ¿Puede sostenerse esa interpretación después de lo que ocurrió el pasado 4 de septiembre?

El mayoritario Rechazo de ese día sugiere que, probablemente, el malestar social tenía motivaciones muy diferentes a las voceadas por los líderes de las protestas, que las consignas que ciertos políticos recogieron como la base de ese malestar no interpretaban a la mayoría ciudadana, y que, en consecuencia, la metáfora del “estallido” para explicar lo sucedido era incorrecta. No fue un “equivocado” camino seguido en los 30 años anteriores la causa de todo aquello.

Por el contrario, como el progreso logrado en ese período está sustentado en cifras e indicadores objetivos que no pueden ser desmentidos, es decir, como los avances logrados en esos 30 años eran reales y los mayores y más profundos de nuestra historia reciente, entonces las causas del malestar social deberían ser interpretadas de otra forma, estableciendo matices adecuados. El impresionante progreso alcanzado fue generando expectativas y aspiraciones en temas como pensiones, salud o educación que la dinámica política no fue capaz de satisfacer.

Pero también, la población comenzó a no sentirse representada adecuadamente por la clase política, a la que percibía ensimismada por el poder, más que por la búsqueda de soluciones a sus problemas; las élites parecían mantener privilegios que las hacían inmunes a las faltas que pudiesen cometer, y el debate por combatir la desigualdad como el principal problema nacional había afectado al crecimiento económico basado en el sector privado —se sostenía que si se seguía así, la desigualdad solo se acentuaría—, lo que fue alimentando la brecha entre las expectativas de la población y los resultados que la sociedad como un todo estaba siendo capaz de entregar.

Un malestar así entendido también amerita cambios, sin duda. Pero muy distintos a los que algunos propusieron, elucubrados a partir de una interpretación de los hechos sesgada por la violencia del 18 de octubre (“no eran 30 pesos, sino 30 años”). En cambio, esta revisión interpretativa se basa en una consulta hecha a toda la población, y el indesmentible 62% de los chilenos que rechazó la propuesta indica que aspiran a un cambio diferente, uno que junto con reconocer el progreso de los 30 años desea que se corrijan sus errores.

En momentos en que se inicia una nueva discusión para resolver adecuadamente el tema constitucional, es muy relevante, entonces, cambiar el supuesto inicial: Chile no se avergüenza de lo que ha logrado, no quiere borrar su historia ni quiere refundar el país. Más bien quiere preservar lo que le permitió dar un salto, corrigiendo los aspectos que se quedaron atrás. Eso requiere modificar el errado diagnóstico inicial que hizo fracasar a la Convención, y escoger a quienes redacten la nueva Constitución sin las distorsiones electorales del anterior proceso.

Francisco Covarrubias
Álvaro Fischer

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